Risultato
El hombre que mira por la ventana aquel 14 de julio de 1948 se siente viejo. Tiene solo treintra y tres años, cumplirá treinta y cuatro en unos días, pero le pesan demasiadas cosas. Allí, en la habitación 112 del Hotel Carlton, Cannes, Gino Bartali nota que su tiempo ha pasado. Quedó atrás, se lo llevó la guerra. Como su hermano, como su hijo recién nacido.
Como los recuerdos.
Llueve más allá de los cristales. Mañana es la etapa reina del Tour de Francia. Pero ya nada importa. Quizá una pequeña victoria, un tributo menor. Va Gino séptimo de la general, a más de veinte minutos del líder. Louison Bobet, tan joven, tan sonriente, tan moderno. A su lado el transalpino parece un incunable que se puede romper si no lo tratas con delicadeza.
Entonces, una llamada. Monsieur Bartali, teléfono. Y la historia cambia. Está cambiando.
Gino, soy Alcide.
Sucede a setecientos kilómetros al sur de Cannes. En Roma. Hace calor en la ciudad del papa y las mamme. Dentro de la Cámara de los Diputados la sensación es directamente asfixiante. Sudor y gritos. Violencia soterrada. Se discute sobre las (muchas) armas que aún hay en las casas después de la Segunda Guerra Mundial. Ánimos encrespados, insultos. Las once y media de la mañana. Un descanso.
Palmiro Togliatti mete un dedo entre su brillante piel y el almidonado cuello de la camisa. Tiene irritada la garganta, erizados los nervios. Togliatti es el líder del Partido Comunista Italiano, el más potente de toda Europa occidental. Algunos piensan que será hegemónico dentro de no mucho. Togliatti es carismático, socarrón, un punto de intelligentsia atractiva. Pero ahora, sobre todo, está cansado. Agotado. Salgamos a tomar el aire, le dice a su correligionaria Nilde Jotti (secreta amante… o no tan secreta, que esto es Roma, amigos). Es más, comamos un helado, uno de Giolitti, sí, me encantan, de pistacchio, por favor. Apenas cien metros separan al Palazzo Montecitorio de la que, dicen, es la más antigua heladería de Roma. Togliatti jamás recorrerá esa distancia. Un joven llamado Antonio Pallante descarga cuatro tiros sobre su cuerpo. Pallante lleva un ejemplar de Mein Kampf en su mochila. Togliatti empieza a desangrarse en el suelo.
Gino, soy yo, Alcide.
Toda Italia queda conmocionada por la noticia. Y algunos se organizan. Las heridas de la Segunda Guerra Mundial (que en la Bota también fue guerra civil), los excesos del fascismo… tan cerca las historias. Una sola chispa y el país explota. Arden las sedes de los principales partidos, las cárceles abren milagrosamente sus puertas, los mineros de Abbadia San Salvatore cortan las comunicaciones, en Pisa un fascista (camisa negra, pelo de brillantina) dispara a caballo sobre la muchedumbre. El caos. Tan cerca del final. Y Alcide hace la llamada.
Alcide es Alcide de Gasperi, un democristiano presidente del Consejo de Ministros de Italia. Y llama a Gino Bartali. Su amigo. Pero (solo) un ciclista. Y le pide, por favor, que haga algo. Mañana, después de la jornada de descanso. Algo. Gino, ¿podrías ganar el Tour? Eso seguro que calma los ánimos. Sí, ya sabes, los éxitos, las fiestas. ¿Lo harás, Gino? ¿Ganarás por la paz de Italia? Jamás sobre los hombros de un deportista se depositó tal responsabilidad. Y Bartali, ontología del héroe, acepta.
Esto cuenta la leyenda, que es tanto como decir la verdad que todos creen. La popular, pues. Hay quienes niegan la llamada. Es el caso del historiador británico John Foot. ¿Cómo habría de gastar Alcide de Gasperi sus comunicaciones, su tiempo, en algo tan aparentemente naif? No, es una construcción posterior, una narrativa ideal que se fue articulando a lo largo de los años, mientras se buscaba un modelo de «hombre bueno católico» para enorgullecerse. Italia, el país de las historias. La patria de todos los mitos.
Hubiera o no llamada, Gino Bartali se comportó como si el destino de todos pesara en sus piernas. Y emprendió un milagro. El hombre cansado volvió a ser joven, Europa tornó a tiempos antes de Torch, antes de Weserübung. No hay Auschwitz, no hay Cassino. Bartali vuela, devora las pendientes de la trilogía clásica alpina (Allos, Vars, Izoard) en un día inolvidable. En mitad de una tormenta alucinante, en un julio dibujado por el mismo Doré. Y las imágenes, los iconos. El Bartali furioso que desfallece cerca de la cima del Izoard, en plena Casse Déserte. La temida pájara que va a echar por tierra el esfuerzo de todo el día. Y entonces una figura que aparece en mitad de la cellisca. Que le ofrece un plátano para calmar su hambre infinita. Vestida de negro. Extemporánea.
A más de dos mil metros de altitud Gino Bartali recibe fruta de un sacerdote católico.
Al final del descenso, en Briançon, Bartali gana la etapa. Por los altavoces suena Tosca, de Puccini. Se impondrá también en las dos siguientes (ambas con una meteorología de Asgard que regala estampas de ciclistas desprovistos de la razón, agrediendo a espectadores o acunando a invisibles niños en una cuneta helada) y conquistará el Tour de Francia. Como si fuera importante.
No, lo trascendental ya ha ocurrido. Porque ese 15 de julio de 1948 Italia se consume entre gritos. Pero son de alborozo por la victoria de Gino, del viejo Gino, de Ginettaccio. Todos, camisas rojas y negras por igual, celebran la resurrección del héroe añejo. Lo que parecía un conflicto abierto queda en nada. Nos lo dice la leyenda, la misma que hace palidecer (avergonzada, tímida) la realidad. Gino Bartali ha salvado cientos de vidas. Una vez más. Si ellos supieran, piensa Gino.
Si ellos supieran.
(Ah, Togliatti se recuperó del atentado y siguió liderando el Partido Comunista Italiano hasta 1964).
Approccio
Hubo un tiempo en el cual el Viejo Gino era, solamente, Gino Bartali. Un joven ilusionado, un ciclista con todo el futuro por delante. Seguramente el mejor que nadie había visto hasta entonces, seguramente el llamado a amasar un palmarés jamás soñado. Imbatible cuesta arriba, duro como el pedernal, con una capacidad agonística inigualable. El hombre que todo lo puede.
L’uomo di ferro.
Y dime, Gino, ¿de dónde sacas esa fuerza?
De la Virgen. Ella es misericordiosa, Ella me bendice cada mañana, Ella hace que no me lastime en la carretera, que la batalla contra mis rivales sea en buena lid, limpia y deportiva. La Virgen me guía.
Sí, Gino Bartali hace gala de sus creencias. Va a misa, habla de Dios en todos sus discursos, agradece a la Madre, al sacerdote de su parroquia. Muchos, en Italia, lo ven como la voz de tantos. Otros miran con recelo. Tiempo de fascismo, de simbología pagana, de hombres nuevos, confianza en el futuro, motores, bombas y aviones. A Mussolini no le agradan todas esas menciones a la Virgen. Demasiado afeminado, dice. Un buen fascista gana por sí mismo, porque es el más perfecto de los seres, no porque reciba ayuda externa. Y encima ciclista, que esos sí que son maricones, con los pantaloncitos ajustados, con la maglia rosa del Giro, que hay que ser poco macho para distinguir al mejor de algo con una prenda de ese color. No, al Duce no le agradaba la bicicleta. Él prefería el boxeo, el fútbol, la lucha. Epítome de virilidad, vaya.
Solo que…
Solo que Gino Bartali gana. Su fama va creciendo, se ha convertido en uno de los rostros de esa Italia cada vez más aislada. Uno de esos que se podían pasear por el extranjero, porque era exitoso, porque era amable. Así que Mussolini traga. Si Bartali hace continuas referencias a su hermano Giulio (también ciclista, fallecido solo nueve días después de que Gino ganase su primer Giro) «que me guía desde el cielo»… bueno, pues se mira a otro lado. Al fin y al cabo, hace flamear la bandera del país en las competiciones más importantes, ¿no?
En Francia, por ejemplo. Porque el fascio quería domeñar a los galos. Deportivamente, al menos, lo demás ya se irá viendo, que somos jóvenes y tenemos todo el futuro por delante. Así que el plan está claro. Mandemos a este tipo irreductible, a este competidor sobrehumano, al Tour. Y allí, con los mejores medios, que demuestre cuál es la cima de la civilización occidental. Nosotros. Cazzo.
La primera intentona se produce en 1937, y marcha a las mil maravillas. Gino Bartali deja a todo el mundo boquiabierto en el Galibier, el viejo puerto, el preferido de Desgrange. Allí, camino de Grenoble, sentencia la carrera con una exhibición legendaria. «Bartali nunca podrá ser alcanzado», publica L’Auto, el periódico organizador de la carrera.
Solo veinticuatro horas más tarde los ciclistas descienden vertiginosamente por los asfixiantes senderos alpinos. A la entrada de un puente sobre el furioso Colau, Giulio Rossi, équipier de Gino, resbala y va al suelo. Bartali lo esquiva, choca con el pretil, sale volando, cae en las gélidas aguas del torrente. Tendrá que ser Camusso, otro italiano, el que se lance para salvar la vida de un Gino conmocionado, casi inconsciente, hundiéndose sin remedio. Tiritando, maillot amarillo cruzado de sangre roja y deshielo, vuelve a subirse a la bicicleta. Totalmente mudo, atemorizado de haber visto tan cerca la muerte. Llega a meta, pero abandona dos días más tarde, cuando ya ha perdido un mundo con los mejores. Obligado, dicen, por la Federación Italiana. No podemos permitir que nuestro hombre salga derrotado a ojos del mundo.
Y lo otro.
Lo otro.
Después de su caída, aún tembloroso, Gino Bartali habla con la prensa. «Le agradezco su ayuda a la Virgen, sin ella me habría matado». Eso no gusta a los dirigentes. Mejor nos volvemos, que se van a pensar en Europa que somos unos meapilas…
Al año siguiente Bartali reincide. Y entonces sí, entonces es totalmente incontenible. Gana con casi veinte minutos sobre el segundo. Pese a estar enfermo, pese a concluir la carrera meando sangre, pese a volverse literalmente loco a causa de las anfetaminas en la gran etapa pirenaica («allí arriba», gritaba, «allí arriba me esperan», y daba golpes en su pecho). Durante el discurso del campeón, París alegre en laureles y fastos, Gino dedica su victoria a todos los italianos, a Nuestro Señor Jesucristo, a la Santa Madre, a su hermano muerto, a su entrenador, a quienes lo han ayudado desde niño. Ni una palabra a Mussolini, a la gloriosa civilización fascista que ha hecho posible todo aquello. Es la mayor de las provocaciones, pese a no haber sido pronunciada. Los periódicos transalpinos introducen algunas palabras adicionales, por aquello de la corrección política.
La vuelta a su país es casi anónima. Apesadumbrada. Parece que hubiera perdido dignidad en lugar de ganar gloria. Que no haya ni una sola muestra de exaltación, decretan los jerarcas. Al menos hasta que nos alabe. Pero esa no va a llegar, Bartali es hombre fiel a sus ideas. Así que el nueve de agosto de 1938, ni dos semanas desde que se coronó en el Hexágono, la Ufficio Stampa (la oficina de prensa del Gobierno) envía un boletín secreto a todos los medios de comunicación país. De allí en adelante los periódicos solamente podrán hablar de Bartali en su faceta de deportista. Ninguna referencia a su vida como civil, como ser humano.
El fascismo, que nunca había podido domeñar la férrea voluntad de Gino, lo acaba de convertir en un proscrito.
Nodo
Hola, Gino, soy Elia… ¿te importaría venir al Palazzo esta tarde?
La vida de Bartali gira alrededor de llamadas telefónicas. En la paz, para que no haya guerra. En la guerra, para que no exista barbarie. Aún más. Justo entre los justos, acabarán diciendo de él.
Pasa Bartali la Segunda Guerra Mundial en su Florencia natal. Allí, otoño de 1943, recibe el requerimiento de Elia. Su amigo. Elia Dalla Costa. Cardenal, arzobispo de Florencia. Se tienen que ver. En el Palacio Arzobispal, el maravilloso edificio renacentista de piedra amarilla. Gino, claro, acude. Lo recibe Giacomo Meneghello, sacerdote alto y de pelo blanquísimo. Vamos, señor Bartali, su excelencia espera.
Dalla Costa tiene setenta y un años, es enjuto, muy delgado, ojos penetrantes de quien ha visto de todo. Desde el principio se mostró crítico con el fascismo, cuentan que durante la visita que hizo Hitler a Florencia en 1938 Dalla Costa se negó a abrir la entrada principal de una iglesia que el Führer quería visitar, obligando al del bigotito y al Duce a entrar por una modesta puerta lateral. Además, se ausentó llamativamente de todos los actos oficiales, faltó en cada una de las fotos, no presentó respetos más que a su Dios.
Hablemos, Gino, dice Elia. Hablemos. Necesito un hombre con tu temple, también uno con tu fe. Necesito alguien a quien pueda pedir algo que no pediría a nadie si no fuese absolutamente necesario. Necesito, Gino, contarte acerca de los judíos florentinos.
La historia que Dalla Costa narra a Bartali es trágica. Conocida. El Manifesto della Razza. Los transalpinos tienen raíces «arias, nórdicas y heroicas». Esa es la postura oficial del régimen desde 1938. «Es momento de que los italianos se proclamen abiertamente racistas». Una declaración de guerra antes de la guerra, que se intensificará, claro, durante la guerra. Para los judíos, también para gitanos, homosexuales, protestantes. Eso lo sabes, Gino. Yo te propongo que salvemos a algunos de esos hombres inocentes. Los judíos florentinos forman parte de esa Delasem (Delegazione per l’assistenza agli emigranti ebrei) que ayuda a conseguir una salida discreta del país. Un viaje a otras tierras. Menos amenazadoras. Más amigables. Una organización, claro, ilegal. La idea es proporcionar algo más de tiempo hasta que los amenazados puedan alcanzar Génova y, desde allí, zarpar a puertos seguros. Y para eso necesitamos tu ayuda, Gino. Alguien que pueda recorrer largas distancias en bicicleta, que conozca a la perfección las carreteras de la zona. Llevarás mensajes, documentación. De un enlace a otro. Desde Florencia hasta Asís. No te voy a engañar, Gino, si te interceptan los fascistas o los nazis… bueno, ya sabes. Estás en paz con Dios, eso seguro.
Gino reflexiona. Dalla Costa no lo sabe, pero él mismo está ya comprometido con la causa. De su hogar aparta siempre varias raciones de pan, de grano, huevos, leche o legumbres para llevarlas, en secreto, a un piso clandestino. Allí se esconden los Goldenberg, amigos de infancia. Hambre sobre hambre. Bartali acepta, claro.
Bartali vuelve a aceptar.
Lo que sigue es un viaje alucinante a través de las montañas toscanas, de esas carreteras blancas que tornan barro níveo cuando llueve. Uno repetido varias veces. Con papeles dentro de los tubos de su bici. En las tijas, en el cuadro, el manillar. Apenas pesan nada, pero cuanto pesan es todo. Bartali es un ídolo, los soldados le piden autógrafos, hablar con él, pero si algo fuese mal… En una ocasión deja la bicicleta aparcada a la entrada de un café. A unos pocos metros cae una bomba. La imagen de hierros retorcidos, de documentos acusatorios flotando en el aire, le llega a Gino con un estremecer. Jamás volverá a separarse de su máquina. Otra vez cae preso de la Banda Caritá, un grupo paramilitar que se ocupa de retorcer carnes y voluntades en Toscana. Lo encierran en la llamada Villa Triste, donde los gritos rompen la noche y los suelos tienen manchas de color pardo. Gino se prepara para morir, y solo la intercesión de un antiguo ciclista, compañero suyo y ahora lugarteniente del cruel Mario Caritá, evita la tragedia. Su ánimo, con todo, no se quebró.
Eso nunca.
Cuentan que unos ochocientos judíos le deben la vida a este hombre. Nunca quiso contar esta historia. Pudor, modestia quizá. Solo se supo una vez muerto. Hoy es reconocido como Justo entre las Naciones.
Como amante del ciclismo que soy (también ex-ciclista) he leído mucho sobre las gestas de estos inigualables héroes. Sobre Bartali había leído algo parecido (esta misma historia) pero la leería 100 veces más, porque atrapa. Ya no hay ni esos hombres, ni esas gestas. Me parece genial que éstas, las que existen, se divulguen. GRACIAS
Al cuerno con John Foot y todos sus corifeos. Más ahora que nos han hecho la peineta a todos los europeos. Entre la historia (que no puede confirmarlo ni desmentirlo) y la leyenda… ¡Vamos a imprimir la leyenda! Creo que es lo menos que merece Bartali ( y también de Gasperi).