Sus fotos aparecían en las redes como chispazos de un cortocircuito: armada con un megáfono y una bandera roja, una mujer embozada y de ojos intensamente grises encabezaba multitudinarias manifestaciones en el sur de Pakistán. Karima Baloch era baluche, quizá por eso nos sorprende menos que su cadáver apareciera en la isla de un lago canadiense la semana pasada.
Mantenía una relación fluida con Karima a través del e-mail, pero nunca llegué a conocerla en persona. Tras años siguiendo su trayectoria, llegué hasta ella en 2015, gracias a la mediación de un amigo común que había conseguido huir a Canadá. Karima habló entonces desde Quetta (sur de Pakistán) por videoconferencia, pero sin activar la cámara. «Tengo que cubrirme siempre la cara por pura seguridad», se disculpó antes de comenzar la entrevista. Si la gente la reconociera por la calle, decía, se convertiría en un objetivo fácil. Karima hablaba desde un lugar en el que a muchas mujeres se les rocía la cara con ácido. Quetta es la capital del territorio baluche bajo control de Islamabad; la provincia más grande pero más pobre del país; la más inhóspita; la más castigada por la sequía, la violencia… Súmenle siempre lo peor y acertarán. «Baluchistán» suena exótico porque hablamos de uno de los agujeros negros informativos más profundos del globo. Apenas llegan noticias.
Volviendo con Karima, nació en Dubai en 1986, «en el seno de una familia de profundas convicciones políticas». Decía que le habría gustado licenciarse en Psicología y completar estudios de Bellas Artes, pero que su responsabilidad como lideresa del BSO Azad (Organización de Estudiantes Baluches) no le dejaba tiempo para mucho más. Se trata de un movimiento laico que defiende los derechos de la población baluche, y que Islamabad ilegalizó en 2013 por «vínculos con el terrorismo». Karima hablaba de medios «exclusivamente pacíficos»: marchas, huelgas o campañas de sensibilización política sobre la realidad del pueblo baluche… En cualquier caso, la activista calificaba de legítima toda lucha contra la injusticia, fuera pacífica o «a través de las armas». Es cierto que muchos de esos estudiantes pasarán a engrosar las filas de la guerrilla, pero también que otros tantos engordarán una larguísima lista de desaparecidos (unos veinte mil desde el año 2000). Sin ir más lejos, Karima Baloch lideraba la organización desde la desaparición en marzo de 2014 de Zahid Baloch, su antecesor en el cargo. Desde entonces, su rostro siempre embozado se había convertido en un icono de la resistencia de su pueblo.
Hay muchos motivos, demasiados, para que las mujeres baluches salgan a protestar a la calle, empezando por una elevadísima tasa de mortalidad en el parto (tres veces superior a la media del país) o los índices de alfabetización femenina más bajos de Pakistán. Se dice que no llega al cinco por ciento el número de las que saben leer y, por supuesto, tampoco se libran de la lacra de los crímenes «de honor»: negarse a consentir un matrimonio concertado o tener relaciones sexuales antes del mismo acarrea un desprestigio, un estigma para toda la familia que solo se elimina castigando a la mujer, a veces hasta con la muerte. Ocurre incluso cuando esta es violada. Y que el violador salga impune es algo que nunca sorprende.
Protestar, de la forma que sea, es una apuesta arriesgada en un rincón del mundo donde miles de jóvenes acaban desfiguradas con ácido por participar en la vida pública. Los arrestos de mujeres se multiplican en el ámbito de la universidad. ¿Qué perspectivas de progreso puede tener un pueblo cuando se encarcela a médicas, profesoras y abogadas antes de que lleguen a serlo siquiera? Es una estrategia de asimilación y exterminio de manual. Para Karima no había otra opción que tomar las calles: si las baluches no se movilizaran por miedo a las amenazas de los extremistas y los servicios secretos, decía, generaciones enteras se perderían en la esclavitud. Pesaba en su discurso el reciente asesinato de Sabeen Mahmud, directora de un centro de arte y reconocida activista por los derechos humanos justo una semana antes de aquella entrevista. Mahmud, de treinta y nueve años, recibió cuatro disparos en la cara, el cuello y el pecho poco después de acoger en su centro de Karachi una conferencia sobre violaciones de derechos humanos en Baluchistán.
La presión era insoportable hasta para alguien tan valiente como Karima. La policía la hostigaba sin descanso y su casa llegó a ser atacada varias veces, una de ellas con mortero. A todo eso se añadía que podía ser agredida en cualquier momento y lugar de ser reconocida en la calle. Ocultar su rostro no era una garantía de nada, pero sí una forma de minimizar riesgos. No era suficiente. Seis meses después de nuestra conversación, Karima conseguía llegar a Canadá, país que la protegería concediéndole el estatus de refugiada. Sus siguientes apariciones serían ya a cara descubierta, encabezando protestas en Toronto, concediendo entrevistas o participando en mesas redondas sobre los derechos humanos. De hecho, la BBC la llegó a incluir en su lista de «las cien mujeres más inspiradoras e influyentes de 2016». Hoy, su marido —otro baluche en el exilio— dice que se fue a dar un paseo por la Isla Central de Toronto «como hacía a menudo», pero que no volvió. Su cuerpo apareció el pasado lunes 21.
La policía canadiense descarta un asesinato con violencia, aunque numerosas voces de entre el movimiento baluche y organizaciones por los derechos humanos apuntan a los servicios de inteligencia pakistaníes tras su muerte. Aún pesa en la memoria más reciente el caso periodista baluche Sajid Hussain, cuyo cadáver fue encontrado el pasado 23 de abril en un río a las afueras de Uppsala (Suecia). Por alguna razón, la autopsia sigue sin revelar las causas de su muerte.
Fue en 2016, en una entrevista que dio a una cadena de televisión canadiense cuando vi la cara de Karima Baloch por primera vez. Resultó que aquella joven de la que solo nos llegaba una mirada fiera también era capaz de esbozar una cálida sonrisa. Me alegré de que estuviera a salvo, pero también pensé que no dejaba de ser una más de entre millones de condenadas a vivir en el infierno más ignoto. Supongo que ocultar su rostro también fue una forma de colectivizarlo. De decir que era el de muchas como ella.
Lecturas e imágenes que estremecen. Mientras no cambie el paradigma primigenio de la cultura masculina (impuesto evolutivamente por comprensibles razones de supervivencia ya superadas) que llevaría inevitablemente al cambio morfológico de nuestra especie, la barbarie será siempre masculina.
Un apéndice suspendido y frágil
del cual nos sentimos fieros y es
la medida de todas los nego ocios
que sólo sirve para pene entrar,
horadar nuestro planeta madre
en busca febril de la eternidad
y siendo ciego y de cambiante
humor no ve la extinción y dará
siempre la culpa a los demás.