Ciencias

Agua turbia

COL GAG 1781 001
The Thames by Moonlight with Southwark Bridge, London, de John Atkinson Grimshaw.

Este texto ha sido finalista del concurso DIPCLSC en la modalidad de divulgación científica de Ciencia Jot Down 2020.

El 31 de agosto de 1854, Peter hizo su ruta reparto desde el Soho hacia el sur de Londres pasando por West End. Empujaba una carretilla cuyas ruedas de madera pasaban por charcos, boñigas de caballo procedentes de los carromatos, restos de comida de los  mercados… Basura que poco a poco generaba una plasta orgánica en las ruedas que le obligaba a detenerse y limpiarlas con regularidad para poder continuar. 

Como todos los días, se detuvo enfrente de una casa cerca de Picadilly Circus para entregarle una botella de agua a una mujer de cincuenta y nueve años, sin saber que en  esta ocasión la estaba envenenado. Dos días después aquella mujer estaría muerta. 

Durante todo el siglo XIX, el crecimiento de Londres fue imparable. La población se  apilaba en barrios cada vez más densamente poblados como si fueran cajas de fruta madura en el mercado, el tránsito de los ciudadanos generaba en el pavimento una mugre de residuos que el clima diluía en charcos de tonos marrones, mientras el limitado sistema de alcantarillado no conseguía engullir las deposiciones de los casi dos millones y medio de ciudadanos, que se veían obligados a depositar todo aquello en pozos negros. En estos agujeros era donde las heces fermentaban con el orín, el ácido del vómito y las flemas de los pulmones llenos de hollín hasta que no cabía más, y eran vaciados por hombres que se apresuraban en hacer su trabajo. Al final, todo acababa en el Támesis, que ni siquiera con las constantes lluvias británicas podía aligerar aquel peso que poco a  poco iba gelificando sus aguas. 

—Sí, ese viejo verde murió de cólera —comenta Susie apoyada en el marco de la puerta de su casa. Viste una bata gris con la cual tapa su ropa interior de trabajo—. Siempre mirándome, moviendo de lado a lado esa boca pastosa con la que mascaba tabaco… pero nunca tenía un jodido chelín para Susie. Supongo que en el fondo a todo el mundo le gusta mirar, ¿no cree, doctor? —dice abriendo un poco el batín a la altura del pecho. 

Las fosas nasales de John Snow se dilatan al captar un leve perfume a violetas que, como una capa de yeso y pintura blanca sobre el ladrillo húmedo de las casas en South Kensington, tapa las trazas de olor a sudor humano y esperma. Sus ojos se mantienen firmes sobre el rostro famélico de Susie. Carraspea: 

—¿Y sobre el agua? —dice recordándole una pregunta anterior mientras no deja de tomar  notas en una libreta de cuero negro. 

—¿Eh? Pues yo qué sé, doctor. No soy como la portera de este edificio, que se mete en la  vida de todo el mundo —comenta subiendo el tono de voz para que sus palabras resuenen por toda la escalera—. El viejo creo que hacía la compra cerca de Broad Street, así que supongo que cogería el agua de la bomba de allí. Que por cierto, a la gente en este barrio le encanta, pero yo no puedo con ella. ¡Es mucho mejor la que está cerca de Green Park! 

Pero qué sabrán estos… 

—Perfecto —la interrumpe John—. Muchas gracias, Susie. Ha sido de gran ayuda y…—se  detiene un momento, vacilante—. Le confieso que a mí tampoco me agrada el agua de Broad Street, pero no se lo diga a los vecinos o me echarán del barrio. Será… nuestro  secreto —se despide guiñándole un ojo con toda la torpeza de un caballero inglés que lleva tomando el mismo té cada tarde desde 1843. 

Divertida, Susie lo ve alejarse hacia las escaleras: 

—¡Eh, doctor! —le grita abriéndose la bata a la altura de las ingles. 

John la observa con una mirada anatómica y la saluda con el sombrero antes de darse media vuelta. Ya en la calle, camina rápidamente, aunque sus piernas se resienten tras varios días recorriendo el Soho. Es ese momento de la tarde cuando se produce el habitual cambio de negocios, y mientras los mercaderes recogen todo aquello que no han vendido  durante la jornada, teatros y cabarets empiezan a iluminarse. Ni siquiera el reciente brote de cólera ha disminuido la frenética actividad de la zona. John recorre las calles con la  familiaridad de quien lleva casi veinte años en el barrio, y finge no reconocer a algunos de sus pacientes de clase alta, quienes se giran al verlo para evitar ser reconocidos entrando en ciertos locales. 

Al llegar a su casa en el 18 Sackville Street, se dirige directamente al estudio. Sobre la mesa de caoba despliega un amplio mapa con donde está todo el Soho dibujado. A los ojos de John, aquel es un mapa de ciencia, de una lucha personal por demostrar algo: que el cólera se transmite por el agua. Es tan dominante el olor enfermizo en toda la ciudad que resulta casi imposible combatir la teoría por la cual las enfermedades se contraen por la respiración de malos olores procedentes de enfermos o la suciedad, los llamados miasmas. Unos pocos años atrás, cuando se produjo el segundo brote de cólera, John analizó los casos de defunciones por cólera en la ciudad, encontrando que los habitantes de las zonas sur de Londres, que obtenían el agua del pútrido Támesis, tenían una mortalidad tres veces superior a otras áreas donde el suministro de agua procedía de aguas más arriba o de afluentes del Támesis. Para él, los resultados eran obvios: había algo en el agua, en los  desechos que la gente generaba y depositaba en el río para luego volver a beber de él, algo que los enfermaba en un círculo inevitable como la sed. Y sin embargo, cuando publicó sus resultados en 1849, lo ignoraron. El olor a prejuicios científicos era tan fuerte  como un caballo muerto siendo arrastrado por el río. 

Ahora, solo a diez manzanas de su casa, se había producido un brote de cólera en el Soho. Conocía las calles, la gente y, lo más importante, la localización de todas las tomas públicas de agua que usaban los ciudadanos. Se frotó un momento los ojos para disipar el cansancio. En la libreta había apuntado quinientos setenta y ocho fallecimientos producidos durante el brote e iba, poco a poco, entrevistando a familiares o amigos de los fallecidos para averiguar dónde vivían y de dónde sacaban el agua. Con pulso firme, marcó en el mapa los datos de las entrevistas de aquella jornada. Casi todas las marcas del mapa se agrupaban entorno a un punto: la bomba de agua de Broad Street. No obstante, había tres anomalías: tanto en el asilo de pobres como en la fábrica de cerveza cercanas no había habido ningún caso, y unos pocos fallecimientos por cólera estaban demasiado lejos como para haber bebido agua del Soho… Se sentó y, mientras pensaba en el plan para mañana, inconscientemente empezó a masajearse las piernas sobrecargadas: visitaría los dos edificios e iría a averiguar más información sobre uno de los casos exteriores al Soho, una mujer de West  End. Pero, lo primero, sería la cervecería… 

—Eh, Billy, ¿acaso ese no es el médico que le vio el coño a la reina? —¡Shhh! ¡Calla! —le dijo Billy dándole un codazo en las costillas a su compañero. 

John mantuvo su flema británica aunque casi sonrió al escuchar aquella alusión a su trabajo como anestesista de la reina Victoria durante el nacimiento del príncipe Leopoldo. El tratamiento epidural fue todo un éxito para aliviar los dolores del parto y, a raíz de aquella intervención, creció el número de pacientes adinerados en su consulta. Ninguno, obviamente, trabajaba en esa fábrica.

—¡Sígame, doctor, sígame! Hablemos con una pinta en la mano, ¡recién producida es lo mejor! Ya verá —le anunció el propietario de la fábrica, el señor Hoggins—. Pero le digo  que aquí no hay nada de lo que preocuparse, no hay malos olores, solo el fuerte aroma del trabajo bien hecho, ¿verdad, caballeros? —afirmó dirigiéndose a tres operarios que  apuraban sus pintas junto a varios surtidores y taburetes instalados en una esquina de la  nave. 

A John Snow ese fuerte aroma a trabajo le olía a malta germinada, grano tostado, alcohol y lúpulo amargo. Todo el local se mantenía a una temperatura tropical alimentada por el calor de las salas de fermentación y la gran actividad física de los operarios, quienes, constantemente, pasaban por los surtidores a por una cerveza. 

—Y entonces, ¿me dice que nadie saca agua de la calle? 

—¿Estos? Para qué, teniendo cerveza. Los trabajadores pueden beber toda la que quieran  para combatir la sed —responde con tono jovial el señor Hoggings—. ¡Ayuda a mantener el  ánimo! Y evita que los trabajadores salgan y se distraigan con el ambiente que hay afuera, ya me entiende —apostilla guiándole un ojo al doctor Snow. 

—¿Nunca beben agua? ¿Ni siguiera en las últimas semanas? Con el calor que ha hecho este  agosto… 

—No, doctor. ¡Además, si quieren agua tenemos nuestro propio pozo privado! Pero ya le digo que aquí solo se bebe cerveza —se gira hacia un lado y le grita a un operario que lleva una carretilla con sacos de grano de trigo—. ¡Eh, Wilson, pregunta el doctor que cuándo  bebéis agua! ¿Bebes mucha agua, Wilson? 

—¡Señor Hoggins!— le contesta gritando por encima del ruido industrial—. ¡Yo la última vez  que bebí agua fue cuando me bautizó el cura! —ríe. 

—Eso no es verdad, señor Hoggins, una vez hace tres años cuando se duchó algo de…—se  mofa otro compañero. 

—Pues yo, señor Hoggins, agua no, pero whisky ¡todo el que quiera! Además, va bien para…—añade otro. 

Entre una cacofonía de pullas y bromas por toda la nave, el señor Hoggins mira a John: —Lo ve, doctor, es bueno para el ánimo.

Dos pintas después, John Snow sale de la fábrica con un leve enrojecimiento en las mejillas y, de camino hacia West End, pasa por el asilo para pobres, donde le aseguran  que ningún indigente bebe de la fuente pública: 

—Oh, no, no, doctor. Le juro que no, ¡jamás se nos ocurriría! Es por sus olores sabe —añade, bajando la voz, una mujer enjuta de rasgos y piel huesuda—. Estas pobres almas, el  Señor las acoja en su gloria y misericordia —se santigua—. Verá, no… pese a nuestros  esfuerzos, —vuelve a bajar la voz—. No mantienen una higiene adecuada y el olor… no queremos que nadie enferme porque estos pobres hombres cojan agua de donde no deben, por eso tenemos nuestra propia fuente y… 

Mientras John camina cae una fina lluvia, pero la gente sigue moviéndose por las calles como si fueran impermeables. Algunos paraguas afloran aunque la mayor parte de los viandantes británicos apenas consideran eso «lluvia». La humedad acentúa los olores a tierra y hierba, mientras que atenúa el fuerte olor a detritus de un pozo negro que están vaciando en ese momento. En el proceso una pequeña parte de los residuos manchan los bordes del pozo y son arrastrados por el agua, la cual se filtra hacia el subsuelo. John observa el proceso con preocupación. 

No mucho después, llega a la casa de una de las pocas personas fallecidas en aquel brote que no residía en el Soho: una mujer de cincuenta y nueve años. Su hijo, un hombre de  mediana edad todavía visiblemente afectado, le recibe en el salón. Hay huecos en las  paredes donde antes había cuadros, y es necesario sortear varias cajas de embalaje para  sentarse: 

—Tampoco está tan lejos, ¿está seguro que su madre no iba nunca por el Soho? 

El hombre niega sin apartar la mirada de la taza de té Earl Grey que mantiene entre sus manos llenas de callos: 

—No, no señor. Últimamente le costaba mucho moverse, le dolían mucho los huesos, especialmente por la tarde. Solo salía a pasear un poquito cuando yo venía a visitarla al  salir de la fábrica, los martes y los jueves. 

—¿Y a comprar? Quizás… 

El hombre vuelve a negar:

—Hasta que enfermó de los pulmones, mi mujer le traía la comida y, desde entonces, lo  hace mi muchacho. Es un buen chaval, hace lo que se le dice y nunca he tenido que levantarle la mano como hacía padre conmigo. Además, mamá apenas comía y de beber solo tomaba agua. Agua que le traían en una gran botella llenada en una fuente que hay en Broad Street, y con eso se apañaba. Decía que le gustaba el sabor. Era una mujer muy  sana, ni vino, ni… 

—Espere, ¿ha dicho Broad Street? —lo interrumpe Snow. 

—Sí, pero… 

—Eso está en el Soho —le informa John con excitación. Y repentinamente tiene un gesto de preocupación—. ¿Todavía tienen la botella? 

—Pues, creo que sí… 

—Vacíenla y limpien la botella. No, espere, tiren también la botella de vidrio. No, mejor aún, yo me desharé de ella con seguridad —un pensamiento de alarma lo asalta—. ¿No  habrán bebido de ella? 

—No, no sé, quiero decir…—responde aturullado—. No hemos bebido, doctor, con tanto lío por la subasta de las cosas de mamá para pagar el entierro no… nadie ha pasado por la cocina en ningún momento. Pero no se preocupe, ahora le busco el agua, ¿cree que pudo haber algo en el agua que hizo enfermar a mamá? 

Tras varios minutos de apacible conversación, ambos se despiden en la entrada de la casa. John se queda un instante observándolo: 

—Su mujer… ¿qué es exactamente lo que le ocurre? 

—Oh, nada, bueno, cosas de trabajar en las fábricas, ya se sabe. Sus pulmones ya no funcionan como antes —John vuelve a sacar su libreta de cuero negro y empieza a escribir en una página en blanco—. Pero creemos que se recuperará pronto, con unas semanas más de cama seguro que… 

John arranca la hoja y se la tiende: 

—Tome. Esta es la dirección de mi consulta en el 18 de Sackville Street. Vengan mañana  a primera hora y acudan en un carromato, no se preocupen por el costo que yo pagaré al cochero a su llegada. Allí podré atender a su mujer, sin cobrarles, obviamente, y…—alza  la mano hacia el hombre, quien iba a protestar—. ¡Nada de peros! No irá usted a contradecir a un médico que ha atendido hasta a su mismísima majestad imperial, ¿verdad? 

Ya en casa, John Snow estuvo trabajando hasta tarde sobre el mapa. Unos pocos días después terminó todas las entrevistas y, habiendo recopilado la información de quinientos setenta y ocho  fallecimientos por cólera en el brote del Soho, presentó los datos a las autoridades e incluso consiguió que se estudiara el estado de la bomba de agua de Broad Street, descubriéndose así que se habían producido filtraciones entre una tubería de alcantarillado cercana y la fuente de agua de la bomba. Aquello explicaba algunos malos olores y llevó al cierre de la bomba de Broad Street, la cual, ante las constantes quejas de  los vecinos tener que acceder a bombas más lejanas para conseguir agua, pronto volvió a  habilitarse.

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2 Comentarios

  1. Lorena Benito

    Maravilloso relato! Transporta completamente al Londres sucio y duro de la época y hace sentir la importancia de que la ciencia no decaiga en su empeño, pese a las dificultades!
    Enhorabuena Pablo!

  2. Pingback: Underground to everywhere - Jot Down Cultural Magazine

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