Arte y Letras Historia

Un hombre contra los gringos

Joaquín Murrieta
Imagen: CC

Por eso salgo al camino

A matar americanos.

«Corrido de Joaquín Murrieta», en versión de los Hermanos Sánchez y Linares, 1934.

El 12 de agosto de 1853, el periódico local de la ciudad californiana de Stockton publica a toda página el siguiente anuncio: 

THE HEAD Of The Renowned JOAQUÍN! AND THE HAND OF THREE FINGERED JACK!

El tamaño de los tipos deja claro al lector gringo que la atracción principal es una cabeza con bigote conservada en whiskey dentro de un tarro de cristal. La entrada costaba un dólar. Y se avisa, «solo por un día». Era mentira puesto que el periodo de exposición se extendería unos días más, iniciándose un periplo de casi dos años y que llevaría las reliquias a recorrer varias ciudades del estado, incluyendo San Francisco. Puede que no fuera la única mentira del anuncio. A decir verdad, es probable que en esta historia, la del tal Joaquín Murrieta, casi nada sea cierto. Comenzando por la cabeza, que, según Harry S. Love, capitán del recién creado cuerpo de los Rangers de California, era la del temido bandido y asesino que llevaba dos años aterrorizando a mineros y colonos californianos; mientras que la mano, a la que convenientemente le faltaban dos dedos, pertenecía a su lugarteniente Manuel García, alias Jack Tres Dedos. 

Por su captura y muerte en el transcurso de una escaramuza en un cañón de Fresno llamado Arroyo Cantúa, el 25 de julio, Love y su patrulla habían cobrado una recompensa de hasta cinco mil dólares procedente de las nuevas autoridades californianas. Como para que alguien negara la autenticidad de la cabeza ante un Ranger veterano de la reciente guerra de Texas, famoso por su gatillo fácil y su odio a los mexicanos como miembro de un cuerpo, los Rangers, con una bien ganada reputación por el linchamiento de mexicanos en Texas, una costumbre que se mantendría hasta bien mediado el pasado siglo. 

Hasta catorce «testigos» dieron por buena la versión de Love; la cabeza era de Murrieta y la mano, de su segundo. Solo una persona dijo que no. Una mujer menuda y de tez morena que respondía al nombre de Concepción Murrieta se acercó al lugar y dijo, quizá solo para sí: 

—Ese no es mi hermano. 

Desde entonces, los descendientes de (un) Murrieta que los historiadores sitúan hoy en Sonora y el sur de California insisten en que la cabeza no era la de su antepasado, que, según ellos, tenía una cicatriz en el rostro de la que carece la reliquia. En cualquier caso no se podría probar nada, ya que aquella pasó a manos de un coleccionista privado y se perdería para siempre en el terremoto de San Francisco de 1906. 

En realidad, poco importa la historia cuando muerto el (un) hombre le sucede la leyenda. Y nacer sería el verbo correcto, porque la existencia del tal Joaquín Murrieta más allá de los alrededores de Sierra Nevada era un tanto vaga. Lo que hasta el momento era una noticia local se propagaría a la velocidad de la pólvora encendida por la baja California y el norte de México. 

Mientras que para los historiadores anglos Murrieta sigue siendo el ejemplo de forajido sin escrúpulos, uno de tantos, que unir a la lista de aquellos que forjaron la violenta historia del Oeste americano, para los mexicanos (o más bien mexicano-americanos) su figura se ha convertido en el símbolo de resistencia y orgullo, en el hombre que llegó a liderar una guerrilla frente a los invasores anglos. En buena medida todo se debe al trabajo de cantores, poetas, novelistas y cineastas, quienes con el paso del tiempo han cincelado el mito que ha llegado hasta nuestros días. 

A principios del siglo XIX México acaba de independizarse de España. Con la independencia comienza un periodo de inestable calma mezcla de caudillajes, guerracivilismo permanente y (pre)revolución eterna que parece ser su estado natural. Sin embargo, la región norteña progresa. California, el territorio cuyo mapa dibujaron los frailes españoles colocando sus misiones a lo largo de la línea del Pacífico durante los dos pasados siglos, da sus frutos. Las antiguas misiones, que han visto crecer ciudades a su alrededor, se transforman en productivas haciendas que las nuevas autoridades mexicanas colocan en manos de una floreciente clase criolla, los californios, que comienzan incluso a hacer negocios con el pujante vecino que llega del este. Pocos sospechan entonces que Cíbola, la mítica ciudad de oro que humedecía los sueños de los primeros exploradores españoles que se adentraron en los territorios del norte de Nueva España, no estaba en la superficie conquistada a sangre y fuego, sino escondida en sus entrañas.  

El descubrimiento del oro el 24 de enero de 1848 lo cambia todo. El hallazgo se mantuvo convenientemente en secreto hasta marzo, semanas después de que México estampara su firma en el Tratado de Guadalupe Hidalgo, el 2 de febrero de 1848. Aquella firma se convirtió así en el pistoletazo de salida de una larga lista de humillaciones que el vecino rico del norte iba a infligir —ayer como hoy— sobre las espaldas del vecino pobre, al sur. El que luego se llamaría a sí mismo país azteca perdía, de la noche a la mañana, más de la mitad de su territorio, el comprendido en los hoy estados de California, Nevada, Utah, Nuevo México y Texas, y partes de Arizona, Colorado, Wyoming, Kansas y Oklahoma. Además, renunciaba a todo reclamo sobre Texas. Como compensación, México recibiría quince millones de dólares por los daños ocasionados por una guerra que había durado casi tres años y que no había provocado. 

Mientras que el ferrocarril se abría paso por las grandes llanuras para terminar de unir la nación, Estados Unidos reinventaba una historia sobre las ruinas de un Álamo en el que los resistentes eran, en realidad, invasores. 

Pese a que el tratado reconocía plenos derechos a los ayer mexicanos que residían en los territorios usurpados, lo cierto es que estos pasaron a convertirse en ciudadanos de segunda, extranjeros en su propia tierra. El oro provocó la fiebre y con ella vinieron cientos de miles de buscadores de fortuna con los bolsillos tan llenos de sueños y avaricia como vacíos de escrúpulos. La leyenda del salvaje Oeste escrita hasta ese momento en letras de sangre, lo haría a partir de entonces con ribetes dorados. La California de las misiones se ha transformado en un territorio inhóspito horadado por los buscadores de fortuna, poroso y fronterizo, fértil para que la enfermedad acabara por manifestarse en 1850, cuando las nuevas autoridades anglosajonas promulguen una ley, la Foreign Miners Tax Law, en teoría para proteger los derechos de los californianos, pero que en la práctica se traducía en una suerte de carta blanca para los colonos estadounidenses blancos sobre los greasers, los «grasientos» mexicanos. 

El mito de la conquista del Oeste, una tierra virgen y a la espera de dueño, alcanzaba de esta forma naturaleza de una oficialidad que acabaría por despojar de derechos a sus legítimos poseedores. Comenzaba así la historia harto conocida y simplificada en la frase erróneamente atribuida a Porfirio Díaz (en realidad fue escrita por el periodista e intelectual Nemesio García Naranjo): «Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos». 

Escribe John Ridge en 1854: «El país estaba entonces lleno de desaforados que, aunque se decían americanos, no se portaban con dignidad ni le hacían honor al título. Entre ellos prevalecía un sentimiento de desprecio hacia todos los mexicanos, a quienes consideraban como gente conquistada por los Estados Unidos. Sin derecho alguno con el cual pudieran enfrentarse a una raza arrogante que se consideraba superior». Ridge, de ascendencia cherokee, no escondía su desconfianza hacia los blancos, a fin de cuentas culpables también de diezmar a su propio pueblo. Será precisamente a este escritor a quien debamos la «autoría» de la «historia» de Joaquín Murrieta.

En 1850, un tal Joaquín Murrieta Orosco, procedente de Trincheras, un pueblo del estado mexicano de Sonora, estaba entre los miles que llegaban a California en busca de su propio El Dorado. Se desconoce la fecha de su nacimiento, pero varios investigadores lo sitúan en un arco que va de 1824 hasta 1830. Seguía los pasos de sus hermanos, José y Jesús, ya instalados en la zona, y con él viajaba su esposa, Carmelita. Y ahí es donde la historia comienza a fundirse con la leyenda. Según la escrita por el propio Ridge en The Life and Adventures of Joaquín Murrieta, The Celebrated Californian Bandit, obra que se convertirá en el parteaguas del mito, al llegar a California Murrieta se encuentra con que Jesús ha sido asesinado en Murphys por colonos blancos. Por si esto fuera poco, días después, mientras acampan a orillas del río Stanislaus, otro grupo de estadounidenses asalta al matrimonio, da por muerto a Murrieta y viola y asesina a su mujer. Murrieta reclama justicia, pero en el orden establecido por los nuevos dueños de la tierra esta parece estarles vetada a los mexicanos. La respuesta es impulsiva y Murrieta, junto con otros, se echa al monte. 

No sería el único. La fiebre del oro hizo que los caminos se llenaran de bandidos tratando de sobrevivir a toda costa. Muchos de ellos, mexicanos despojados de sus antiguas posesiones. Nace con ellos el estereotipo del mexicano como delincuente y ladrón sobre el que, muchos años después, un candidato a la presidencia de Estados Unidos ha edificado buena parte de su campaña. La incipiente y artesanal prensa de la época ayuda a forjar ese estereotipo y se sucede la publicación de sensacionalistas, rocambolescas y sanguinarias historias de asesinatos y rapiñas atribuidas siempre a mexicanos, curiosamente de nombre Joaquín, nombre muy común entre los californios de la época. 

Sin embargo, el apellido de Murrieta no aparece en ningún documento hasta el 17 de mayo de 1853, poco más de dos meses antes de la supuesta muerte del forajido a manos de Love y sus hombres. Y lo hace en la orden de búsqueda y captura expedida por el gobernador anglo de California, John Bigler, encargado de poner precio a la cabeza de Murrieta. No obstante, conviene tener una cosa en mente: en el documento citado aparece un tal Joaquín Muriati, al lado de los otros «Joaquines». Es en ese momento cuando nace la Banda de los Joaquines, de apellidos tan diversos como Botellier, Carrillo, Valenzuela, Ocomorenia y, por supuesto, el mencionado Murrieta, al que todos sitúan como cabecilla. 

Frank Latta, en su libro Joaquín Murrieta and his Horse Gang (1936), va un poco más allá y sitúa la primera referencia histórica y documentada de un bandido que podría ser Murrieta en una noticia sobre el asesinato de seis hombres aparecida en el periódico San Joaquín Republican de Stockton, el 2 de febrero de 1853. En ella se habla del «peligroso» líder de una banda de forajidos llamado Ignatius Moretto.

En este punto de la historia, el nombre es ya lo de menos. No lo son los cuarenta y dos muertos que se le atribuyen, cuarenta y uno de ellos «gringos», todos relacionados directa o indirectamente con el asesinato de Jesús Murrieta y la violación y muerte de la esposa de Joaquín. El restablecimiento de la justicia y la venganza romántica se convertirán en la guinda que toda buena historia necesita. La lista de víctimas incluye también el nombre de Joshua H. Bean, general de la Caballería, encargado por supuesto de su apresamiento. Entre 1850 y 1853 el nombre de Murrieta estará en boca de los estadounidenses, que lo usaban para amedrentar las noches de sus hijos junto a la eterna amenaza de los indios cortacabelleras. Se suceden los apodos: el Zorro del Valle de San Joaquín, el Coyote o el Patrio, haciendo referencia a su patriotismo mexicano, aunque en realidad se tratara de una deturpación de «prieto», palabra difícil de pronunciar para los anglosajones. Las habladurías le atribuyen una banda de más de veinte hombres y un botín de casi dos mil caballos que lo convertirían en amo y señor de la región de Mother Lode, a los pies de Sierra Nevada.

A medida que crece la leyenda también lo hacen las sombras que rodean a Murrieta, cuyo verdadero rostro sigue siendo desconocido para las autoridades más allá de retratos llenos de imaginación de un hombre a caballo con pelo largo, bigote y sombrero de ala ancha; es decir, un mexicano cualquiera. El más famoso de ellos, obra de Thomas Armstrong, se publica en el periódico Union Steam Edition de Sacramento el 21 de abril de 1853. 

De este se aprovecha Love para fundamentar su versión: la cabeza en el tarro de whiskey, greñuda y bigotuda, es la del verdadero Murrieta. De las sombras se aprovecharán los descendientes del Murrieta histórico. También, claro, la letra impresa. El libro de Ridge será traducido al francés en 1862 por Robert Hyenne, quien modifica a gusto la historia y cuya versión será la base para la traducción al español, obra del chileno Carlos Mola, quien, además, aprovecha para jugar para casa. El héroe dejará de ser mexicano y se convertirá en chileno; en el camino el apellido pierde una «r»: ahora es Murieta, tal y como aparecerá glosado años después en la obra de Pablo Neruda, que en 1967 escribirá Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, donde el bandido se convierte en un remedo del revolucionario Guevara. 

Serán autores estadounidenses quienes vuelvan sobre las huellas de un Murrieta histórico sobre el que todavía no hay acuerdo. Walter Noble Burns, encargado de historiar las aventuras de Billy el Niño, le dedicaría en 1932 The Robin Hood of El Dorado: The Saga of Joaquin Murrieta, Famous Outlaw of California’s Age of Gold. En ella, como hará Latta cuatro años después, insiste en el rol de romántico justiciero al tiempo que concede veracidad a la versión mexicana: Murrieta sobrevivió, volvió a su Sonora natal y dejó atrás sus días de forajido para, con el botín, vivir tranquilo como hombre de negocios hasta su muerte a la edad de setenta años en torno a 1890. Aquí, como en el caso de Colón, hay también tumba al gusto y la del supuesto Murrieta histórico estaría en el cementerio jesuita de la localidad de Cucurpe. En 1875, el Herald de San Francisco publicaba una carta en la que un supuesto Joaquín Murrieta escribe con mucha sorna: «aún conservo la cabeza aunque la prensa diga que fui capturado». 

Muerto en 1853 o tras una apacible vejez, uno o muchos Joaquines, Murrieta se ha ganado su lugar propio en la historia del Oeste. Lo ha hecho porque nos coloca, una vez más, ante el símbolo de David frente a Goliat, encarnado en uno de los primeros héroes de la modernidad, ya sea a cara descubierta o bajo la máscara que les colocarían después a personajes de ficción como el Zorro (creado en 1919 por Johnston McCulley) o el Coyote de José Mallorquí (1948). Es la figura de Joaquín Murrieta, en último término, el grito romántico contra la injusticia y el racismo, primero de los chicanos (los estadounidenses de ascendencia mexicana) y hoy de los hispanos en general, quienes todavía siguen siendo vistos como extranjeros en una tierra que fue suya por derecho. 

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2 Comments

  1. Javier

    Recuerdo oir de niño una canción sobre el personaje cuyo estribillo era «galopa Murrieta». Cada vez que la escuchaba acribillaba a mis padres a preguntas sobre el personaje, que no sabían responder, por lo que para mí siempre había estado rodeado de misterio. Ahora conozco más sobre el personaje, pero afortunadamente sigue habiendo huecos que me permiten imaginar parte de la historia.

    Gracias por el artículo.

  2. Fco_mig

    Es uno de tantos forajidos del Oeste de los cuales decía John Ford «los hechos se confunden con las leyendas». Y quizás, como él mismo decía, lo mejor sea imprimir la leyenda, pues los hechos son escasos y a menudo inciertos.
    Murrieta era el representante mexicano de otros muchos a los cuales la ley (que no la justicia) calificaba de bandidos. En California se cometieron muchos abusos contra indios, mexicanos e incluso anglosajones (principalmente, pero no solo, irlandeses) con el respaldo de unas autoridades ilegítimas y corruptas. Es significativo que Love fuera » apartado » de los rangers de Texas como quien no quiere la cosa, pues no podían echarle directamente, menos en esa época y en una sociedad que se vanagloriaba de rechazar a hispanos, negros, judíos… En este sentido, Murrieta fue un símbolo como hubo otros. Lo preocupante es que el símbolo sea tan persistente. Como si aún fuera necesario.

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