Octubre de 1942. Un apagón obligatorio decretado por las autoridades estadounidenses —el «apagón de guerra»— mantiene la costa de California en la más completa oscuridad para que, en caso de ataque japonés, el enemigo no pueda distinguir sus objetivos. El alumbrado público está apagado, las ventanas de las casas deben permanecer cerradas. Nada perturba la tiniebla, hasta que en Santa Mónica una patrulla policial divisa dos pequeñas luces desplazándose en la distancia. Es un automóvil que circula con los faros encendidos. Alguien se está saltando la directiva bélica.
Ordenan al coche que se detenga. La conductora es una mujer joven, de unos treinta años. Llama la atención, porque es excepcionalmente bella; tanto, que parece una actriz de Hollywood. En efecto, no solamente lo parece, lo es. La «nueva Greta Garbo», que así la llamaban antes de que su carrera empezara a tambalearse. Esta noche ha bebido, como tantas otras. No está pasando por una buena época. En los últimos meses se ha divorciado de su primer marido y el estudio para el que trabajaba, la Paramount, ha rescindido su contrato porque el carácter indómito de la actriz no encaja con la actitud servil y sumisa que los ejecutivos esperan de sus estrellas. El mismo carácter indómito que en esta carretera la hará enfrentarse, como de costumbre, a la autoridad. Los agentes le piden el permiso de conducir. No lo lleva consigo. Notan que está ebria. Además, se muestra desafiante. Se resiste, por lo que terminará pasando el resto de la noche en una celda. Es su primera detención. Tras pagar la mitad de la fianza y prometer ante un juez que dejará de beber y se presentará ante un agente de la libertad condicional, la dejan marchar. No cumplirá ninguna de las dos promesas. Tampoco pagará el resto de las multas que componen la fianza. Es más, una peluquera de la película en que está trabajando la denuncia por haberle dislocado la mandíbula de un golpe. Mientras la ley intenta localizarla, protagoniza una pelea en el vestíbulo de un hotel. Cuando la policía llega allí, ella lleva ya rato en su habitación. Llaman a la puerta. Nadie responde, así que entran por la fuerza y encuentran a la actriz tumbada en la cama, completamente desnuda; una imagen que, como dirá con escasa elegancia algún periódico, «los agentes no olvidarán jamás». Una vez más, se resiste al arresto, y todavía sin ropa intenta huir hacia el corredor. Pero no lo consigue; la obligan a vestirse y la llevan al calabozo.
Después, sentada en el banquillo de un tribunal, el juez le pregunta si había bebido, incumpliendo el mandato de un juez anterior. Ella responde con sorna: «Me bebí todo lo que pude encontrar». También se le pregunta si se había peleado en el vestíbulo, como afirman los testigos, y con su característica acidez responde: «Sí, estaba peleando por mi país». La sala irrumpe en carcajadas, pero el tribunal no lo encuentra divertido. Se la declara culpable de violar la libertad condicional, lo que le supondrá medio año de cárcel, a sumar a posibles condenas futuras por agresión. Solicita hacer una llamada, pero el juez se lo deniega; ella, enfurecida, arroja un tintero hacia el estrado. Los alguaciles la agarran y, como testimonia una infame fotografía, se la llevan a rastras. Mientras patalea intentando liberarse, dice a gritos en dirección al juez: «¿Es que a usted nunca le han roto el corazón?». No será fácil contenerla. Cuando ve un teléfono en un pasillo, golpea a dos policías; a uno le produce una herida, a otro lo llega a tumbar. La prensa compondrá una colorida y sensacionalista crónica del incidente: «La tempestuosa carrera en Hollywood de Frances Farmer alcanzó ayer un nuevo y violento clímax cuando la actriz, con un aspecto que se puede definir de cualquier forma menos glamuroso, fue condenada a seis meses de cárcel». Tenía solamente treinta años, pero su carrera cinematográfica, cuyo declive había sido quizá salvable hasta ese punto, salta por los aires definitivamente. El director de la película que está rodando anuncia que el estudio ha decidido despedirla y que será sustituida por otra actriz.
Su cuñada, quizá intentando con buenas intenciones que no cumpla la condena, alega que Frances tiene problemas psicológicos y consigue que en vez de encarcelarla la ingresen en un hospital. A partir de ahí, todo irá cuesta abajo. Primero se le diagnostica un trastorno bipolar; dictamen apresurado. Esto hace que la trasladen a un centro psiquiátrico, donde recibe otro diagnóstico, incluso más severo y desde luego mucho más dudoso: esquizofrenia paranoide. Oficialmente, Frances Farmer, uno de los proyectos de superestrella con mayor proyección, acaba de ser declarada loca. Son los años cuarenta, infausta época para alguien a quien se ha declarado esquizofrénico. Se la somete a un brutal tratamiento: el shock de insulina, que además de intensas náuseas y padecimientos físicos, provoca estados de coma transitorios. Soporta nueve meses de penosas inyecciones (dirá más tarde, «cuando te tratan como una paciente, empiezas a comportarte como una paciente») hasta que, harta, decide escapar. Vuelve a Seattle, su ciudad natal, para vivir con su madre, Lillian. Siempre habían mantenido una relación muy conflictiva, pero eso es mejor que seguir siendo objeto de experimentos, y el hogar materno es el único que ha conocido. Por deseo de su madre, un hospital local examina a Frances y declara que está «curada», lo que en otras palabras significa que no encuentran signos de esquizofrenia. Está cuerda.
Los problemas continúan, a pesar de todo. La tóxica convivencia con su madre agota su paciencia; en su ciudad no ha encontrado la paz que buscaba y con la excusa de ir a visitar a su padre, que vive lejos, en Nevada, Frances abandona Seattle y desaparece. Durante un tiempo se dedica a deambular haciendo autoestop, buscando quizá alejarse de todo —incluyendo a la maligna prensa, ansiosa de rebuscar en el fango—, hasta que la policía vuelve a detenerla, esta vez bajo la acusación de «vagabundeo». Un nuevo escándalo, más titulares carroñeros. Con la entusiasta colaboración de su madre, volverá a ser internada en un psiquiátrico. Vuelve a caer sobre ella el pesado yugo del diagnóstico de esquizofrenia. Pasará en aquella institución cinco interminables años, embutida en una camisa de fuerza o encadenada en una celda acolchada. Se le aplicarán numerosas sesiones de electroshock y otros tratamientos que la aterrorizan. Aún peor; varios celadores y médicos, para «celebrar» que tienen a toda una starlette de la gran pantalla sometida a su voluntad, la violarán a diario, convirtiéndola en una «esclava» sexual, como narrará en su brutal autobiografía ¿De verdad habrá una mañana? Afirmaría que llegaron a obligarla a comerse sus propias deposiciones. Pese a todo, aquellos cinco años de maltratos, humillaciones y «terror insoportable» no acabaron con ella. No se le llegó a practicar una lobotomía, como se suele afirmar (y como se cuenta por ejemplo en la película Frances, protagonizada por Jessica Lange), porque su padre, horrorizado, se negó en redondo a firmar la autorización. Pero hubo otras muchas aberraciones, médicas y criminales, que no trascendieron los muros de la institución y que podrían haber enloquecido, o podrían haber matado, a personas menos fuertes que ella. Frances Farmer sobrevivió. Nunca volvió a ser la misma. Pero sobrevivió.
Su compleja personalidad, que los psiquiatras habían preferido reducir a una etiqueta antes que intentar entender, era producto de algo mucho más difícil de resumir que un rutinario diagnóstico de manual. Frances Farmer fue una persona excepcional entre gente mediocre. Fue una mujer que vivió fuera de su época. Fue una inadaptada; su honestidad intelectual la llevó a sentirse sola desde muy joven y ni siquiera su diabólica madre salía en su defensa. Nunca tuvo apoyo emocional, aunque era una niña divertida, con sentido del humor, y amante de los animales. Gozaba de un cerebro privilegiado. En el instituto ganaba todos los concursos de debate a los que se presentaba, y una revista dedicada a rastrear el talento de adolescentes superdotados le concedió un premio por haber escrito un ensayo titulado «Dios muere», influido por la obra de Nietzsche, en el que confrontaba la idea de un supuesto Dios bondadoso con la naturaleza caótica del mundo. Aquel premio provocó un pequeño escándalo local, el primero al que tuvo que enfrentarse en su desdichada vida: ¡una chiquilla que se atrevía a poner en duda la existencia de Dios! Frances no consiguió entender el revuelo. Siempre motivada por la precisión intelectual, ya desde edad temprana, negó ser atea y se definió como agnóstica: «Estas son las mismas dudas que expresó Nietzsche, solo que él lo hizo en alemán». Tras conseguir un brillante expediente, se marchó a Nueva York para estudiar Periodismo y drama. Estando en la universidad ganó otro concurso de ensayo, organizado esta vez por una revista de izquierdas. El premio, un viaje a la URSS. Hasta su madre, feroz anticomunista, se encargó de levantar una polvareda, intentando que Frances rechazase el galardón. No lo rechazó. Viajó a Rusia. Y Lillian pintó a su hija poco menos que como una fanática al servicio de poderes extranjeros. Ni su propia madre conseguía entenderla. Estaba sola, como de costumbre.
Frances amaba el teatro, aunque su vocación de actriz se manifestaba de manera peculiar. Uno de sus profesores de arte dramático recordaría que Frances parecía un poco fuera de lugar en la escuela: «Sabíamos que el talento para actuar estaba ahí, pero ella era la más lenta de la clase en desarrollarlo. Era una intelectual». De hecho, le atraían poco las bambalinas de la gran pantalla y nunca mostró intención de intentar trabajar en el cine. Fue el cine el que se empeñó en ir a buscarla. Descubierta a los veintidós años por un cazatalentos, que quedó impresionado por su belleza y por sus dotes, accedió de mala gana a grabar una prueba de pantalla. La filmación impactó tanto a los ejecutivos de Paramount que, pese a su total inexperiencia en el mundillo, le ofrecieron un contrato de siete años. Estaba claro que querían atarla para que ningún otro estudio se la robase. Era, decían, la próxima Greta Garbo. A Frances no le impresionaba nada lo que el cine tenía que ofrecerle desde el punto de vista artístico, pero sí le impresionó el salario que le ofrecían, así que firmó. Empezó a trabajar en películas de pequeña importancia, el periodo de entrenamiento y formación al que los estudios sometían a sus diamantes en bruto. Rodó junto a Cary Grant, Susan Hayward, Gene Tierney, Bing Crosby o John Garfield. Pero no era feliz en Hollywood. Paramount la estaba curtiendo con papeles secundarios en producciones propias o prestándola a estudios más pequeños para probarse en papeles protagonistas en producciones pequeñas, pero Frances, cuya ambición inicial había sido la de interpretar clásicos del teatro, se sentía infeliz haciendo papeles poco interesantes para los que era elegida por su imponente físico.
Desprovista de astucia y de un sentido diplomático que la pudiese ayudar en la profesión, desdeñaba abiertamente los trabajos que le ofrecían y hablaba en términos muy despectivos de aquella industria que le parecía estúpida y superficial. Con aquella actitud, como es lógico, no hizo demasiados amigos entre los hombres de traje que dominaban el cotarro. Aceptaba los trabajos de mala gana y ni siquiera se molestaba en fingir que estaba agradecida por la oportunidad. Es verdad que la alienación, los desengaños amorosos y una personalidad de difícil encaje en las necesidades rutinarias de los rodajes la habían convertido en una bebedora de humor imprevisible, pero había otras estrellas que bebían, se drogaban o tenían conductas erráticas, y los estudios las manejaban como podían. Lo que de verdad molestaba de Frances era su desprecio hacia los mandamases del negocio. Hollywood todavía no estaba sumido en la paranoia anticomunista —cuando Frances labraba su carrera allí, la preocupación eran los alemanes y los japoneses—, pero estaba claro que una joven actriz ácrata, izquierdista e indómita no encajaba en aquel negocio.
Frances apenas había llegado a la treintena cuando estallaron los escándalos que terminaron con su carrera y la arrastraron a la siniestra estancia en psiquiátricos, pero lo cierto es que incluso antes de sus primeras detenciones ya nadie en la industria confiaba en hacer de ella un reclamo para las marquesinas. Sí, tenía talento y presencia, pero cada vez que abría la boca era para desprestigiar a Hollywood. Su conducta era impredecible y su vida sentimental descarrilaba de continuo, pero los posteriores encontronazos judiciales fueron solamente una excusa perfecta que los estudios usaron para quitársela de en medio. Peores asuntos que involucraban a otros actores habían sido acallados por aquellos mismos ejecutivos cuando les había convenido. Frances Farmer era una empleada incómoda. Demasiado culta e inteligente; demasiado honesta, demasiado real. Era la única que señalaba la desnudez del emperador. Desprovista de su aureola de estrellato y olvidada por un Hollywood que se libraba de ella con alivio, Frances fue arrojada a la trituradora de unas instituciones de «salud» mental ancladas en el Medievo. Etiquetada una vez como «loca», perdió sus derechos civiles —que solo pudo recuperar después mediante procedimiento judicial— y padeció aquellos años de tratamientos inhumanos, humillaciones, torturas y violaciones, mientras el mundo se olvidaba de ella.
Cuando pudo recuperar la libertad, ejerció toda clase de empleos para salir adelante. Empezó desde abajo, trabajando en una lavandería. Después fue secretaria. Después fue recepcionista de un hotel, donde la reconoció un periodista que no pudo reprimir la tentación de airear la «impactante» historia de la antigua estrella de Hollywood que ahora, ¡oh!, se ganaba la vida como cualquier otra persona anónima. Eso, sin embargo, le sirvió para ganarse el cariño del público. Cuando tenía cuarenta y cinco apareció en un famoso programa televisivo llamado Esta es tu vida. Lúcida, maravillosamente elocuente, elegante, con la prestancia de una princesa, nadie con dos dedos de frente podría creer que era esquizofrénica. Aunque por entonces todavía bebía, habló con una apabullante claridad, sin rastro de titubeos. Era escuchar a la intelectual que siempre fue. Una mujer que tenía un discurso impecable, una dicción perfecta, una refinada manera de gesticular y acompañar sus palabras con suaves giros de cabeza. En su rostro no se percibía la huella del tiempo, no más que en cualquier mujer de su misma edad, ni de los innombrables sufrimientos que había experimentado. Su cara soportaba el peso de los años como si hubiese vivido siempre una despreocupada existencia en un palacio, en vez de aquellos terroríficos encierros en manicomios. Estaba, eso sí, la indescriptible tristeza de su mirada. Cada vez que el presentador, con vergonzante falta de delicadeza, recordaba los traumas de su pasado, los ojos de Frances se oscurecían. Parecía mirar a profundas simas que estaban más allá de lo que muchos de los espectadores podían siquiera concebir. Solamente de vez en cuando, al exhibir una cándida y encantadora sonrisa, se vislumbraba la mujer que pudo haber sido —una mujer feliz— si el mundo la hubiese tratado de otra manera.
«Nunca he sido una alcohólica», dijo ante la cámara con una digna serenidad cuando el presentador hacía referencia a su fama de bebedora. Mentía, por recato, con una diplomacia desconocida en sus años más jóvenes. Pero su gentileza ante el entrevistador no ocultaba un trasfondo de protesta al oír hablar de sus trastornos mentales: «Cuando alcancé el éxito debía tomar muchas decisiones importantes, pero no dispuse de la paz ni del tiempo para pensar en ellas, así que sufrí un colapso nervioso». Unas breves palabras para desmentir los arbitrarios diagnósticos médicos que habían convertido su existencia en un tormento. Hay algo descorazonador en aquellas imágenes de una elegante belleza de modales aristocráticos, que bien podría ser confundida con una princesa, pero cuyos ojos carecen de brillo. Hay algo desgarrador en sus casi imperceptibles mohínes de sufrimiento cuando escuchaba hablar de sus padres.
Su redescubrimiento alimentó a la prensa sensacionalista, pero ahora la gente estaba de su lado. Trabajó en televisión y en algunas películas. Regresó al teatro, donde vivió momentos mágicos, como aquel en que la audiencia, conmovida por su interpretación, permaneció en silencio durante varios segundos, congelada, antes de irrumpir en una tumultuosa ovación. Pero nada de esto la llenaba. Vivía todavía consumida por sus demonios. El alcohol continuaba siendo su refugio. Sus fracasos matrimoniales la afectaron mucho, y sobre todo un aborto al que se había sometido años antes y que le producía desgarradores sentimientos de culpabilidad. Eso, y sus traumas, le impedían alcanzar la paz.
La felicidad le parecía vedada para siempre. Encontró la fuerza para vivir de manera tardía, en un trance digno de novela de Dostoievski, cuando la hija pequeña de una amiga le dijo al oído: «Te quiero mucho, porque eres muy buena». Aquel momento, narrado después por la propia Frances, fue como una conversión religiosa. «Nunca nadie me había dicho algo así antes. Probablemente nadie lo había pensado, en realidad, y fue ahí, en ese momento, cuando un corazón tallado en piedra se derritió». Después de escuchar a la niña Frances fue incapaz de contener el llanto durante muchos minutos. Todo acababa de cambiar para ella. Poco después se hizo bautizar por el rito católico y dejó la bebida. Aquellos últimos años fueron los únicos en que pudo vivir en paz, o en algo que se parecía a la paz. Murió en 1970, a los cincuenta y seis años, víctima de un cáncer provocado por el único vicio que no había conseguido abandonar: el tabaco. Hoy Frances Farmer es un icono del reverso tenebroso del superficial mundo del espectáculo, una santa patrona de los inadaptados, un símbolo de las injusticias que se cometen incluso contra personas que pueden parecer privilegiadas a simple vista. De cara al exterior, Frances Farmer lo había tenido todo: inteligencia, talento, éxito, dinero, belleza. Solamente le faltó todo lo demás. Quizá por ello se sintió tan identificado con ella un paisano de su misma ciudad, Kurt Cobain, que llamó Frances a su propia hija y le dedicó, además, una de las canciones más bellas de su repertorio, cuyo título era bien elocuente: «Frances Farmer tendrá su venganza en Seattle». Cobain, que también lo tuvo todo excepto lo importante, reivindicó a Frances Farmer con una profecía cargada de furia:
«Volverá en forma de fuego, para hacer arder a todos los mentirosos, dejando una alfombra de ceniza».
Así sea.
¡Apasionante!
La interpretación de Jessica Lange, magnífica.
Totalmente de acuerdo. Hace unos años, revisionando en casa la película, me tuve que frotar los ojos porque en una secuencia que acontecía en la calle con Frances-Jessica caminando hacia nosotros, de fondo llegaban andando un grupo de gente y el tipo del extremo a la derecha, era… ¡Kevin Costner! Sin frase ninguna y sin volver a aparecer, en un momento de su carrera en que no lo conocía nadie. Tuve que buscar en su ficha de IMDB para cerciorarme de que no estaba equivocado.
Vi la película por primera vez hace dos o tres meses y no me di cuenta de la aparición de Kevin C.
Que así sea.
I miss the comfort in being sad!!
Es triste que la historia de Frances Farmer sea conocida sólo por sus problemas ya que cinematográficamente, no dejó ningún legado, no le dieron tiempo. Hace unos años la revista Popular 1 dedicó uno de sus «No me judas» a ella, y aunque incidieron en algunos tópicos que aquí son desmentidos, por otro lado añade otros mucho más detallados que merece la pena leer, se complementa perfectamente con este artículo. Por cierto que aquí otro fan del film «Frances», una de mis más preciadas posesiones en DVD aunque no sea precisamente una rareza (es carne de cajón de saldos).
Tengo entendido que la hija de Cobain y Love se llama Frances por la cantante de The Vaselines. Un detalle sin importancia en todo caso para un gran artículo. Enhorabuena.