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Las máscaras de Umbral

Francisco Umbral Foto Crodon Press
Francisco Umbral. Foto: Cordon Press.

… cada ‘yo’ es el enemigo y quisiera ser el tirano de todos los demás…

Blaise Pascal, Pensamientos, Madrid, Aguilar, Edición de 1973, pp. 86

El televisivo documental de Charlie Arnaiz y Alberto Ortega trae de vuelta al único clásico de la transición: Francisco Umbral. Una sucesión de personajes, de máscaras, que ocultaban su origen humilde y una hipersensibilidad emocional alimentada con ese incendio que fue el deceso de su único vástago.

En un Madrid pucelano de algarabías y verbenas, en un Valladolid matritense de piedra berroqueña, el escritor de provincias, barojiano a su pesar, pasea su fular y busca colaboraciones sin suerte. Es para todos extraño: sobrevive en pensiones miserables, apenas tiene para calamitosos ágapes de arroz a la cubana y sus protectores en la capital le son esquivos. Figura oscura en el horizonte, se esconde en unos quevedos que tapan una mirada con más dioptrías que esperanza. Son los inicios de los sesenta y este superviviente de la posguerra, «del pan negro de salvados y la tajada del miedo», lanza sus cartas de recomendación como un tahúr en una ciudad con viento moderado con rachas de reacción. Su nombre es Francisco Alejandro Pérez Martínez.

¿Sus méritos? La protección de ese sabueso triste que fue Miguel Delibes, hombre bueno y en consecuencia muy aburrido, que había hecho valer la salmodia del joven escritor en el diario El Norte de Castilla. ¿Qué había fascinado a alguien tan poco mistificador como Delibes? Esa irresistible «prosa sonajero», según divertida y envidiosa definición del fallecido charnego de nariz patatera, que pronto mezclaría cultismos con jerga cheli y expresiones ridículas de las marquesas franquistas, muy franquistas, del barrio de Salamanca. Ósea.

Nuestro Pérez Martínez, apellidos propios de Forges, es a inicios de los sesenta un epígono del falangismo poético, algo que siempre recordó con malicia el Chesterton de Barakaldo, pero las cosas comienzan a cambiar. La ley de prensa de Fraga está en el horizonte, 1966, y el escritor talla su primera máscara, todavía sin grietas, que le permitirá pasar de poeta de provincias, agujero negro de resentimiento y calvicie, a trasunto de Norman Mailer. Una entrevista al gran historiador Melchor Fernández Almagro le convencerá para cambiarse su nombre por el conocido alias Francisco Umbral. 

Nueva máscara, no «la mejor» (esa ya la asignó un Ramón a otro), y que también pasea por la calle de Alcalá sus penas de surrealista sin elefantes, pero con ambición y emergente talento. Comenzaría una kermés de «yoes» que el público, «el personal» que diría él, jamás cuestionó.

Bordar la camisa nueva con la prosa del ayer

Un muchacho tétrico de mirada torva, trajes enlutados y gafas de pasta delante de una mesa camilla en un Valladolid de corazones y cuerpos helados. Esa capital donde hay que bautizar al pobre en la cena de navidad, no vaya a ser que se enfade el cura y se enteren las Ana Ozores del casino. Pluma, papel y Valle: los tres ingredientes de una vocación literaria que una madre soltera quiso ahogar.

Umbral inició su periplo como poeta en prosa, como escritor lírico, en publicaciones de tendencia ultraderechista. Son los poetas de Falange, hombres estragados por la guerra, que los años llevarán a un desencanto entre simbólico y humanitario con la dictadura. Muchos eran contrarios ya en los cincuenta, Dionisio Ridruejo, pero entre tanto transigían con «el turrón» del gran timonel ferrolano. La mayoría, opositores de pacotilla, no sufrieron el exilio, hambre y la condición de apátridas que el caudillo destinaba a sus «favoritos»; aquellos en la otra margen del Ebro en 1938. El escritor se amamantó en esa primera niñez con los discursos gloriosos, llamas góticas, del castelarismo fascistoide de esos oradores de Falange: «Todo lo inventa el rayo de la aurora», el poema de Jorge Guillén, encabeza como cita su primer artículo en la revista Arco del Sindicato Español Universitario:

Arriba, la lenta emigración del cielo. Nubes y viento. Todo iba pasando frente al sol, incoloro y frío, ocultándose y haciéndole reaparecer. Abajo, ¡la ferviente diversidad de la vida; la rotación de las calles y las plazas; caos sin alarma; ventanas; un mercado de fruta, oloroso, colmado, vocinglero…

La triada de adjetivos de Valle-inclán («oloroso, colmado, vocinglero») nos iluminan sus primeras lecturas, «los libros de Mamá» como los llamaba él, y que junto al mundo falangista fueron el embrión castizo del futuro rojo. Existe, también, el magisterio del artículo descriptivo de César González-Ruano, escritor ditirámbico de pasado cenagoso, y que usó ese as costumbrista en su baraja para evitar cualquier censura en los años de plomo de «la cruzada». Umbral abandonó el colegio, «yo ya dejé la universidad» decía con no poca sorna a Mercedes Milá en Queremos saber, y se educó entre la biblioteca de esa mamá soltera con ambiciones, la academia Hidalgo y los periódicos que dominaban el aludido Ruano, Agustín de Foxá o José María Pemán. En aquellos primeros años sobrevive a una tuberculosis, a la pobreza del hogar familiar y a la muerte de su madre con apenas cuarenta y cuatro años. Debido a estas condiciones de su primera infancia, Umbral sufriría de mala salud, mareos periódicos, que remediaría con automedicación. Tendría una crisis de vértigos, de hecho, a inicios de los setenta, que casi arruinaría su ascenso en la prensa de la villa y todavía no corte.

Pero no adelantemos eventos: estamos ya en su época leonesa, finales de los años cincuenta, donde Umbral se gana la vida como locutor de radio en una emisora del movimiento. «Ciudad aburridísima», según definición del escritor, donde tuvo el único choque político de toda su trayectoria antes de la muerte de Franco: la proyección del filme Orfeo de Jean Cocteau en un cineclub de la ciudad arzobispal. La poesía del director francés fue «demasié» para el populacho maragato, al cual llamó Umbral «vulgo barbarizante» luego. Estamos lejos del escritor mistificador de los quinquis, de los ochenta, y este señorito intelectual defendía al lírico galo frente a los labriegos en pleno apogeo del «realismo social» (la «escritura de la berza», como se llamaba en el tardofranquismo). Umbral, recordaba su biógrafa Anna Caballé, mintió al decir «que se fue de León por ser de izquierdas», cuando realmente hubo de huir por tratar al público como desertores del arado. Pero la provincia pronto quedaría atrás: le esperaba Madrid. Y los escritores estadounidenses.

En busca de los ejércitos de la noche

Los zapatos laminados, la mirada en el viaducto, un suéter de cuello alto y esa incipiente mata de pelo, más yeyé que jipiosa, que encuadra un rostro agazapado en unos menestrales, ministrables y opusdeístas anteojos de plástico pardo. Mirada vidriosa que busca una realidad poética, pero también una visión con una ambición poco disimulada. Y, en el antebrazo, la revista Triunfo con su estrella soviética en la letra i: otro tipo de «sobaco ilustrado», según divertido juicio de Luis Carandell. Es difícil, incluso citando esos rasgos del tiempo, recordar ahora que Umbral fue considerado vanguardia periodística.

No solo por su primer progresismo, demostrado con los artículos posibilistas de Hermano Lobo, sino por su copia descarada de los nombres principales del primer periodismo literario norteamericano. Antes que ellos, Henry Miller, conocido en España por ediciones argentinas, le dio las palabras de la tribu para verbalizar el sexo en el gran país del amor en penumbra y con calcetines a «las Hijas de María» con «el gato disecado de fondo». Ese Umbral menesteroso que vivía en la calle Leganitos en Madrid, entre exiliados del castrismo y perseguidos por su sexualidad, conoció los trópicos en la fría meseta con libros «que leemos con una sola mano» (definición de otro erotómano amigo suyo, Luis García Berlanga). 

Más importante que sus trabajos manuales será el descubrimiento de «el nuevo periodismo» con las primeras ediciones de Grijalbo. Aunque él siempre mintió en el póker de influencias hablando de Proust, un lector atento sabe que Umbral jugó más bien a reencarnación castiza, de judío a cristiano viejo, de Mailer en su descenso no siempre acertado a la bohemia contracultural. Esas columnas/libros introducen a un señor de cuarenta años en una rue pegamoide y fueron una muestra de color que contrastaba con el rancio progresismo que hace prehistóricas las crónicas de pana marrón y camisetilla interior de esos carnés del PCE corpóreos que eran Manuel Vicent o Raúl del Pozo.

Gracias a su curiosidad, a sus amistades con «el hijo de Berlanga» o Ramoncín, pudo estar atento a las novedades culturales del país (¡llegó a ir a un concierto de los Ramones en 1980!) y sobrevivir al anquilosamiento de sus coetáneos. En el documental de Charlie Arnaiz y Alberto Ortega, Ramoncín, ese gran rocker socialdemócrata (oxímoron), recuerda cómo Umbral se fascinaba con las biografías noveladas, novelas biografiadas, de amigos suyos de escasa condición y menor fortuna. Mucha de esa memoria oral llena Travesía de Madrid y Los metales nocturnos; crónica imposible pero esforzada del lumpen punki, jebi, nuevaolero y bakala. Entre tanto paseo voyeur, aún, miles de flores hubieron de abrirse para él…

A la sombra de las progres en flor

El vals de copas entrelazadas de un señor de treinta y muchos años, con sus primeras canas y una voz salida de ultratumba, que comparte piel con una chica menudita de corazones libertarios cerca de sus labios de cereza. Son las primeras progres, apostolado de liberación sexual, que engañaban a Manuel Vicent —siempre difícil de mirar— diciéndole que era atractivo porque su cabeza tenía «forma de polla». Toda esa generación vive de esas metáforas deslumbrantes de reprimido, de pajero detrás de los ventanales (¡López-Vázquez en La escopeta nacional!), que ahora suenan prehistóricas en estos tiempos donde los genitales lampiños son moneda en alza en Tinder.

De hecho, a inicios de octubre el periodista Federico Jiménez Losantos recordó a Francisco Umbral con una maldad que resulta síntoma. El turolense, en su efímera etapa como niño bonito de El País en el año 1979 (¡o tempora, o mores!), citó una frase que le dijo en la presentación de su libro antinacionalista Lo que queda de España: «Ahora vas a follar más catalanas que… ¡les va la marcha!». Esta frase era una bravuconada cuartelera inocua, pero su trayectoria del pasado al presente es una ráfaga de pólvora que hace diana en ese rostro etrusco que es la viuda de Umbral, María España. Su aparición en el documental, esa mudez y ojos encharcados en lágrimas, muestran a un cadáver exquisito; superviviente apenas ante la «escritura total» de Umbral. Y no fue la única. Ahora ¿cuánto hay de verdad y mentira en esa estatua de seductor con bufanda y gafas de Rompetechos que esculpió Umbral texto a texto con un punzón poco fino? 

«El león no es tan fiero como lo pintan», afirmó poco antes de morir este escritor ya cercano a la pitopausia en prosa y en vida a Fernando Sánchez-Drago. En la selva periodística, todavía, ese felino miope sabía afilar sus garras y sedujo a muchas con su cabellera plateada y voz de cazallero leonés; espanto de boleros. Caballé da nombres: la marquesa María Rosa Campos, la poeta Blanca Andreu, muchas actrices del Gijón. El propio escribiente fantasea con «más de quinientas» en una entrevista y su propia escritura sobre esos amores baila tramposa entre un lirismo quizá impostado y una sexualidad mórbida mucho más real. 

El gran antifranquista abufandado, como tantos, había sido envilecido por la educación del régimen: en ella la mujer solo resultaba un mármol de carne que debe recibir el «falo tardo mudéjar» (sic) del gran experto en «hacerse pajas, peras, galladas y gayolas» (doble sic). Es la mujer como objeto esculpido por el artista/escritor, Pigmalión en el Café Gijón, aunque fuera un robot. De hecho, Umbral intentó ligarse una mujer cibernética en el programa ¿Pero esto qué es? en el año 89. Toda esa visión de la hembra como objeto de usar y tirar se confirma en la idea de proyecto que ofreció a la televisión pública y que recoge el periodista David Barba en su bizarro libro 100 españoles y el sexo:

Rafael Anson, que en esa época dirigía la tele, me propuso, recién muerto Franco, que le inventara un programa de televisión a Bárbara Rey. Yo le propuse pasearla por el palacio de El Pardo desnuda, con textos míos leídos en off como telón de fondo. A él le gustó mucho la idea, pero como era de esperar nunca se llevó a cabo. Es una lástima que luego se nos perdiera Bárbara por los pueblos con el circo de su marido. Es una gran artista.

El apogeo de Umbral como seductor sería su columna de El País. Allí tomó el ejemplo de lo que hacía Alfonso Sánchez en el diario Pueblo con la crónica social y se le permitió ser la única firma impune en literatura en un diario que se oponía al viejo periodismo de ABC o Arriba. El despiporre de las palabras floridas de esa contraportada, cuarto y mitad de metáforas y endecasílabos engarzados en las célebres «negritas de Umbral» donde salía lo más idiota y vacuo del país, ejerció como miel a miles de abejitas, reinas o aspirantes. Esos textos a inicios de los noventa envejecieron mal y perdieron frescura respecto al comienzo de la democracia: radiografían a un escritor devorado por su fama y son piezas mediocres, de salseo, donde se llega a afirmar que «una mujer si es feminista es fea o lesbiana». ¿El crimen de las feministas? Protestar por cómo Umbral empatizó con el violador del Ensanche, al que entrevistó en Interviú, ya en sus tiempos de El Mundo:

A uno la violación le parece el estado natural/sexual del hombre. El violador del Ensanche llevaba navaja para persuadir a sus víctimas, si es que puede llamarse así a la beneficiaria de un polvo inesperado, azaroso, forajido y juvenil.

Es el peor Umbral, el de la intensidad cipotuda (¡cómo se tapa que todo intenso es un maltratador ya no en potencia, sino en el acto de escritura!). El País, a medida que fue evolucionando la sociedad, empezó a esconder esas barbaridades melodramáticas, esas «lloranderas macho», que abochornaban a cualquier fémina alejada de esos «papis con polla» como definía de manera inadvertida y brillante Sánchez-Dragó a toda su generación. Su paso a El Mundo llegaría pronto y allí un Pedro J. Ramírez menos escrupuloso y más flexible con su talento le haría al fin millonario. Atrás quedaban muchas víctimas como la escritora Blanca Andreu, que llegó a amenazar a Caballé con «darle una hostia en los morros» al preguntarle por Umbral. Todas ellas fueron víctimas de un hombre al que las desgracias vitales y un cinismo de platino le permitieron dejar decenas de mártires sentimentales de su «avilantez». 

Un mariachi despiadado escondido en un poncho colorido, su prosa (la metáfora es de José Antonio Montano, nuestro querido vividor de extremo centro), que carecía de la menor empatía con los amoríos. Ese telar multicolor, además, escondía un cuchillo carnívoro que atacó a todos sus contemporáneos con apenas escrúpulo.

La guerra carlista frente a cipotudos y angloaburridos

En el Café Gijón, también, «extravagan» los espejos con su «geometría absurda» y ellos multiplican esas camarillas ambiciosas: los poetas envidian el dinero de los periodistas, estos últimos el éxito de los actores y como remate los cerilleros son los confesores de esos «yo» miserables en un país donde el pobre ha sido siempre el único con dignidad desde los lienzos de Velázquez.  En ese ambiente, espejos multiplicando al infinito las máscaras, un señor de Valladolid con alma de navajero se convirtió en el más mezquino de los mezquinos robando metáforas y colaboraciones gracias a su talento y labia con «salivilla de verde veneno». Muchas décadas más tarde, luego de años de rosa y espada en las columnas, el periodista Raúl del Pozo confesó a Jesús Úbeda y Julio Valdeón que el anciano Umbral estuvo a punto de recibir la eucaristía cipotuda a manos de su gran visir por esos asaltos dialécticos:

Arturo Pérez-Reverte despreciaba a Umbral. Si no es por mí, lo hostia.

Del Pozo relata así a sus biógrafos como Pérez-Reverte, el Koji Kabuto de Cartagena, hizo un «puños fuera» para demostrar su valor a este barón Ashler de dos caras en algo tan somnoliento ahora como el Café Gijón. Seguía la tradición cainita de inquinas literarias que desde Quevedo y Góngora han hecho tan africana, ¡unamuniana!, la literatura española. «Eres un plagiario que no tiene huevos», le dijo Reverte a Umbral, a lo que este respondió «con una cara pálida». La polémica, la última de esa máscara abrupta y combativa, duró de 1999 hasta el año 2005 y en ella Reverte y Umbral se acusaron mutuamente de «hacer pornografía histórica» o tener «el muelle flojo». 

La navaja castellana de Francisco Umbral había perdido filo en esos años finales y su edad de oro fueron los setenta. Es la década donde ejerció de Salieri del particular Mozart que se creía —o creían— que era Camilo José-Cela. Las definiciones son del crítico Ignacio Echevarría, que siempre despreció esta tourné héroïque de escritores de café licor acompañados de diputado del PSOE crápula en un Madrid drogodependiente y alucinado. Las cuchilladas de ese tiempo de Umbral son incontables, aunque sentía predilección un poco cobarde por los escritores muertos: «Azorín escribía corto porque era corto», «Baroja no sabe escribir porque era vasco», «Max Aub tenía prosa de viajante de comercio suizo», «Martín-Santos era una parodia provinciana de Joyce», etc. 

Los vivos respondieron con fiereza a Umbral, como es tradición en Celtiberia, y no se callaron ante su trabuco de bandolero de las letras: al insulto ingenioso de «bruja cruzada de Mary Poppins» Rosa Chacel respondió llamándole «cretino y hortera». El aragonés Ramón J. Sender, que estuvo a punto de revivir la guerra civil a golpes con Camilo José-Cela en 1974, fue incluso calumniado como «acosador de azafatas». Umbral, quizá a excepción de algunos poetas consagrados como Rafael Alberti, siempre despreció al exilio. Su mejor resumen fue la evocación de Eduardo Zamacois, el editor, en su efímero paso por la España franquista:

Zamacois me llevó al Rastro, que quería verlo, y se quedó decepcionado:

—Pero este es un Rastro sin mierda, no es mi Rastro

—No esperaría usted que Franco le estuviera soplando la mierda hasta que usted volviera, don Eduardo.

De todas las querellas, con todo, la más duradera es la que tendría con el grupo de Juan Benet y sus vástagos literarios: los titulados «angloaburridos», entre los que despuntaba ya Javier Marías. Si bien en las otras pugnas se revela el escritor pesetero, el que animaba a Jimmy Giménez-Arnau a quitar un capítulo de su novela —el mejor— para no ganar el Nadal (no lo ganó), entre Umbral y Marías existe la rivalidad estilística y ese odio a los que no miraban al ombligo de esas frases sin final, pero con «cola de pescado» (Josep Pla). Este rencor entre palabras subordinadas y escritores subordinados (Cela/Benet), dos Españas literarias, mucho tiene que ver la infancia americana de Marías que le vacunó o le esterilizó —a gusto del lector— de la influencia celiana de los años cuarenta a los sesenta. Resumía Marías, el nebuloso y flemático Marías, que Umbral «tiene para mí muy poco interés como escritor». 

Quizá de todos estos contraataques, de esos odios al prosista brillante cuyo «ingenio le perdía» (Cela dixit), ninguno será más diabólico que el de Juan Goytisolo. El gran heterodoxo uranita, personaje sórdido propio de la novela modernista más decadente (arabescos incluidos), definió el premio Cervantes a Umbral en 2001 con un texto devastador en El País:

La decisión del jurado del Premio Cervantes el pasado mes de diciembre prueba de modo concluyente (por si hubiera aún necesidad de ello) la putrefacción de la vida literaria española, el triunfo del amiguismo pringoso y tribal, la existencia de fratrías, compinches y alhóndigas, la apoteosis grotesca del esperpento. Sí, Spain is different, y lo es sin remedio.

Goytisolo detestaba al maniobrerismo, la ambición, de un hombre que había hecho todo para triunfar sin ningún freno moral o ideológico. En ese desprecio clasista estaba la deferencia del señorito, que jamás pasó hambre, con el huérfano y enfermo del Valladolid de los vencedores en su particular lucha por la vida.

El hombre sin máscara: la orfandad infinita

Un grupo de niños escuálidos en pantalones cortos, helados por el hambre y frío, intercambiando libros amarillentos de aventuras: El Coyote, La Sombra, Juan Centella…Un menino legañoso, con la cultura como único alimento, engaña, trueca y busca ficción para sobrevivir a la realidad macabra de una dictadura en una de sus urbes Alcázar. Arizona, el Amazonas, los bajos fondos de París, todo sirve para huir de un país que se cree épico y es esperpéntico; Dionisio Ridruejo ya lo sentenció en Berlín: «estos van en serio…». Al acabar esos rituales, propios de un filme de François Truffaut, una madre enjoyada, con perlas como puños, recoge a uno de los pequeñitos y le dice señalando a Francisco Pérez Martínez: «Ese no tiene padre, no te fíes».

La letra escarlata del franquismo era el niño sin padre en un régimen de familias de dentaduras y palacios alba contrapuestos a las colmenas marxistas de cemento y dientes grises. Esas encantadoras proles de blancas sonrisas, biografiadas en la tinta blanquinegra de ¡Hola! (su particular Mundo Obrero), escondieron luego a hijos descastados, ajenos al dogma nacional-católico, y que pasaban a ser «personajes molestos» en definición imperecedera de Michi Panero sobre su hermano en la película El desencanto. La infancia de Umbral, vivísima en El hijo de Greta Garbo, es la enternecedora realidad del hombre sin máscara, sin el baile de oso danzante que le convirtió en odioso para tanto escritor discreto.

El niño sin padre, ese huidizo empresario Alejandro Urrutia que descubrió el escritor Manuel Jabois, se enlazó con la tragedia devastadora que fue el padre sin hijo. El deceso de Francisco Pérez Suárez, Pincho, en 1974 por una leucemia, dio a Umbral un diario devastador —su mejor obra— Mortal y rosa. Este trabajo, «profecía» de mal agüero parafraseando la brillante crítica que hizo al libro Josep Pla, comenzó como un testimonio de gran ternura sobre su hijo que devendrá en alegato de muerte, erotismo y fin de cualquier felicidad.

Umbral, al dejar de «oír crecer a su hijo», abandonó esos cuentos donde «hay asteroides de patata y robots que adormecen con un beso» (los excepcionales casetes donde están grabadas fábulas a su hijo son inéditos y resultan la mejor pieza del documental) y solo pudo envejecer como un «ser de lejanías». Los años anteriores y restantes serían «caos y crueldad» para el escritor: su hijo fue la esperanza de normalidad, de felicidad burguesa, que él nunca tuvo. Hay un cambio en la prosa en periódicos de Umbral inequívoco y esta va adquiriendo misantropía, vesania, en oposición a la pulcritud que le demandaba Delibes.  Su «nuevo periodismo» tuvo como nutriente esa pérdida irreparable que le alejó del civismo, de la verdad, casi al mismo tiempo que el movimiento era sepultado en Estados Unidos por el gran satírico Tom Wolfe: enterrador de Mailer, Hunter S. Thompson y tantos Hemingway de pacotilla.

Si sus máscaras eran espejo que embobaba otros, tiranas como decía Pascal, ahora ese Pincho moribundo le trae el reflejo/recuerdo del niño tuberculoso que fue: cristal desnudo de su pasado inmanente. Su supervivencia psíquica hizo necesarias estas máscaras, con más grietas que esmalte, y su estoque toledano, tan poco florentino para Marías o Goytisolo, le hicieron odioso, aún brillante: «Media hora de insultar al personal» llamaba Umbral a su columna en El País. Raúl del Pozo, quen mejor lo conoció, afirma en el filme que jamás se supo si hablaba «en ficción o en realidad». 

No miente, pero falta la motivación. Fue la ficción como ejercicio de supervivencia ante dos muertes: la social como hijo sin padre y la moral como padre sin vástago. Sombra huidiza, «intruso» en el acertado diagnóstico de Jabois la película, su triunfo literario fue una de las pocas vendettas que alguien ganó a la dictadura y su periodismo de apellidos y poco talento. Plaga que se perpetúa.

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2 Comments

  1. Se pueden hacer muchas lecturas. Una sería si el hecho de haber tenido una vida difícil y trágica justifica y disculpa el ser un ser ruin y mezquino (un hijo de puta, para entendernos). Lo más probable es que las cosas que te pasan en la vida no modifiquen mucho quién eres, sino simplemente lo hagan visible.

    • Ramón Catorcet

      Claro, si es lo que yo he dicho siempre: Que «salimos del horno» ya muy hechos y de momento, esto no tiene vuelta de hoja. Y si algún lejano día se atisbara alguna posibilidad de dar vuelta a esa hoja, ya saldrían montones de voces contrarias a ello.

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