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Blancos y negros

William Kentridge, Drawing for Tide Table, 2011. Carbón vegetal sobre papel. Cortesía del artista.

Jot Down para CCCB

Siempre que acudo a una rueda de prensa cultural no puedo evitar sentirme un trasunto del Pijoaparte. Y no de un barrio del extrarradio barcelonés, sino de un barrio del extrarradio de una ciudad del extrarradio proletario de Barcelona. Maravillas de la fractalidad obrera. Como sucede con el olor asociado a una determinada clase social en Parásitos, al participar en estos acontecimientos no dejo de sentir ese pinchazo en el costado que me recuerda que ese no es mi lugar, que me he colado gracias a una tierna serendipia y que pronto vendrán a desenmascararme y sacarme por la puerta de atrás para alejarme de esos trabajos que, como siempre me decía Pedro, mi tío camionero, requieren como mayor esfuerzo el gesto de agacharse a recoger un bolígrafo que se ha caído de la mesa. Esfuerzo que, a veces, incluso puedo postergar. Caminando por unas Ramblas desangeladas en dirección al CCCB repaso la información de la exposición William Kentridge. Lo que no está dibujado. Que nunca hubiera tenido la oportunidad de presenciar la obra de William Kentridge en directo y apenas conociera cuatro datos sobre el artista sudafricano me presentaba ante una disyuntiva clásica en el redactor cultural: leer y ver todo lo disponible sobre el autor y llegar con los deberes hechos, o aplazar ese trabajo para así zambullirme en su obra virgen de cualquier concepción previa. Y eso último fue lo que hice. O casi.

Porque de prejuicios iba bien cargado. Kentridge es un hombre blanco nacido y crecido en Johannesburgo, una de las grandes ciudades de Sudáfrica, y educado en la relativa comodidad de un hogar cuyo pater familias fue el abogado defensor de Nelson Mandela y Desmond Tutu. Y eso me hizo pensar en mi admirado Coetzee y su infancia escuchando a Bach mientras fotografiaba a los trabajadores negros de su tío, y en el teatrillo del que servidor iba a formar parte en cuestión de minutos: gente blanca hablando sobre artistas blancos cuya obra aborda las injusticias del colonialismo, el apartheid y las desigualdades en la sociedad. Irónico, ¿verdad? Como los universitarios intelectuales amigos de Teresa ante los que Manolo se preguntaba qué sabrán ellos de las causas que defienden si su mayor acercamiento ha sido siempre tras la protección de una sólida mampara de metacrilato. Mi mente prejuiciosa de chaval de barrio no había dejado de encontrar exagerados paralelismos durante mi viaje en metro. Kentridge, el autor poliédrico, plasmando en muchas de sus piezas esas largas colas de humillados en busca de un lugar en el que vivir; y nosotros, trabajadores de una cultura precaria pero en cierto modo aburguesados, haciendo una confortable fila entre tertulias de alto copete y siempre guardando las distancias de seguridad oportunas para preservar nuestra salud, esperando para emocionarnos con las películas, dibujos, tapices y un friso que nos aguardaban al subir las escaleras mecánicas.

Sin embargo, toda pretensión y crítica anticipatoria (e infundada) desaparecen al adentrarme en la negrura de la primera sala. Hay algo atávico en la obra de William Kentridge que sobrecoge. Un elemento que apela a las emociones más primarias y que golpea nuestras entrañas de una forma rudimentaria, primitiva, y nos deja completamente aturdidos mientras absorbemos lo que nos cuentan sus piezas de animación. Aquí no hay arte para burgueses de salón; aquí hay relatos primigenios que cualquiera entendería a la luz de una buena hoguera. Dibujos creados con pulso de artesano y con la simplicidad del negro sobre blanco para contarnos esa idiosincrasia del blanco sobre el negro, o del rico sobre el pobre. Y la oscuridad reinando en todo momento, poniendo así el foco en esas pantallas aisladas en mitad de la negrura, asemejándose a la única luz que llega a estas improvisadas cuevas desde un exterior lleno de violencia y de oposición. Nosotros y los Otros. Arriba y abajo. Blanco y negro. 

El mito de la caverna de Platón está así tangencialmente presente en la exposición. Kentridge reflexiona sobre él y lo discute, ya que desconfía de esa luz que llega de arriba y que sí, puede ser la del conocimiento, pero a su vez puede (y suele) estar manipulada por el poder. Ante ese antagonismo, el artista defiende la creación de un espacio liminal de luces y sombras donde reine la ambigüedad y en el que la incertidumbre arrase con la fuerte polarización que carcome de forma imparable los podridos cimientos de esta nuestra sacrosanta sociedad. Y qué mejor arma que el carboncillo, con su falta de precisión y ese acabado sucio e irregular que tan bien plasma todos los grises mestizos y zonas marginales atrapadas entre el peso de los antagonistas principales. El blanco. El negro. La mezcla. Dibujar y borrar. 

Dibujar y borrar. Una y otra vez. Y así plasmar el negro sobre el blanco, y encontrar tras cada iteración esos tonos de gris en los que se funden los dos extremos, donde no hay un Otro sino solo un Nosotros. Pero no un Nosotros sinónimo de unión sino de intersección, de invasión del espacio ajeno con la que inevitablemente surge el conflicto, y del conflicto, los vencedores y vencidos, los opresores y oprimidos. Blancos y negros que se niegan a mezclarse en el gris de la incertidumbre que abraza la obra de Kentridge, un universo de luces y sombras, de ambigüedad y plena incertidumbre. Dibujar y borrar. Y hacer crecer esa liminalidad, esa mezcla que cada vez se aleja más de sus colores básicos mientras pigmentos y papel y película se resisten a perder su esencia en un periplo en que, al final, no hay respuestas ni redenciones porque no se buscan unas ni se esperan las otras.

Y si no hay respuestas es porque estos cortos no nacen con el ánimo de responder ninguna pregunta. No hay atisbo de planificación entre las once piezas que componen Drawings for Projection. A pesar de contar con la presencia de los dos mismos protagonistas, el magnate industrial Soho Eckstein y el poeta Felix Teitlebaum, Kentridge afirma que no existe guion porque no le hace falta a este conjunto de historias que avanzan empujadas por el único motor que mueve los fotogramas ante su vieja cámara de 16mm: el deseo. Un deseo que recorre los dibujos que ilustran esa historia colectiva de Johannesburgo y que, sin embargo, tan bien recogen el sentir universal de nuestra sociedad, con sus gestos incompletos y sus finales inciertos, abiertos, dudosos. Si, como dice el artista, todo parte del dibujo y el dibujo es un esbozo visual del pensamiento, nada mejor que su obra para plasmar la confusión en la que vivimos rodeados.

En la obra de William Kentridge se observa una intención de unir visiones y acercar colores, pero el observador es plenamente consciente de que en los últimos tiempos ambos extremos no hacen más que repelerse con un rechazo que crece cuanto más pretendes aproximarlos. Y por eso Kentridge es paciente, y no trata de forzar los acontecimientos, sino que pinta y borra, pinta y borra, como un Sísifo que en cada iteración intenta dejar un pequeño trazo que sumar al espacio de grises de sus obras. Pero si algo nos emociona de veras, o eso creo, es la constatación de que es una vana pelea en la que todos estamos condenados a perder, porque en contra de su deseo de mezcla, los opuestos parecen estar empeñados en mantenerse cada vez más puros. Y esa pureza de ideas nunca fue buena para el tapiz de esta tierra. 

Salgo de la exposición tras contemplar boquiabierto el friso en movimiento de More Sweetly Play the Dance, una revisitación de la danza medieval de la muerte con el virus del ébola de fondo. Enfermos y refugiados que escapan de una crisis al ritmo de una melodía que todos conocemos, aunque —si están ustedes leyendo esto— probablemente sea de lejos: hambre, guerra, enfermedad. Y me pregunto mientras paseo por las calles del Raval si alguno de esos mendigos que me piden dinero estaría interesado en acudir a la exposición. Y si, una vez dentro, se emocionaría como yo me he emocionado. Y eso me hace preguntarme, a su vez, si alguno de esos negros garabatos que llenan las largas colas de hambrientos que dibuja Kentridge puede acaso contemplar la posibilidad de acercarse a un centro cultural para aparcar el hambre terrenal durante un rato y alimentarse de otro tipo de sustento más espiritual. Y me abochorna pensar no solo en la respuesta, sino en mi posición de comodidad al hacerme esa pregunta. Pero qué sabré yo de todo esto, si no soy más que un Pijoaparte que soñaba con ser Juan Marsé.

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