Niclas Burenhult se movía por la selva malaya con la seguridad del que lo lleva haciendo desde hace más de veinte años. Había dedicado la mitad de su vida a documentar el habla de una tribu local; de hecho, estaba en ello cuando se topó con una lengua nueva. El yedek, así la llamó, se presentó a la comunidad científica a finales de 2017.
Se nos acumulan las preguntas, aunque empezamos por estas dos: ¿qué lleva a alguien a dedicar toda una vida al estudio de una lengua que hablan mil cazadores-recolectores? ¿Y qué importancia tiene el descubrimiento de otra aún más pequeña? Sobre la primera, Burenhult elude la cuestión con «una larga y sinuosa historia imposible de resumir de forma coherente». Respecto a la segunda pregunta, el lingüista es más elocuente: «Como cualquier otra lengua aún no identificada, el yedek es una prueba más de la existencia de una diversidad lingüística no solo indocumentada, sino también no reconocida. Aún nos queda muchísimo por descubrir».
La palabra es descubrir.
En un campo como el de la lingüística, se encuentran similitudes entre lenguas que, ocasionalmente, llevan a identificar nuevos parentescos entre ellas. Eso en el mejor de los casos. Ya en un plano más abstracto, navegamos entre sesudas hipótesis, como las que buscan patrones universales a todas ellas, algo imposible de probar mientras no se estudien todas y cada una de las que se hablan en el mundo. Es por ello que el yedek, con sus poco más de doscientos hablantes perdidos en una jungla ignota, constituye un auténtico tesoro para un lingüista. No exageramos al decir que es la cucaracha luminiscente (descubierta en 2012) para un entomólogo o la Pinguicula saetabensis (planta insectívora localizada en Valencia hace dos años) para un botanista. Aparecen justo cuando volcamos nuestro mundo en internet y buscamos ahí otros nuevos porque la Tierra ya no tiene nada nuevo que ofrecer. Eso creemos.
La del yedek es una serendipia de manual, lo de encontrar algo mientras se busca otra cosa. No se escribe, aunque, según el sueco, ha habido «algún intento humilde» de utilizar el alfabeto malayo para representarlo. Al fin y al cabo, las lenguas adaptan e incorporan nuevos elementos en función de sus necesidades. ¿Cómo tener un vocablo para nieve cuando nunca se la ha visto caer? ¿Hace falta semáforo donde no existen calles ni carreteras? En el caso de comprar y vender, los yedek las han tomado prestadas del malayo (la lengua nacional de Indonesia), porque es fuera de la comunidad donde se realizan ese tipo transacciones. Apenas hay términos en su lengua para definir la propiedad privada, y lo mismo ocurre con los oficios, que casi no hay. Tanto hombres como mujeres aprenden todas las habilidades propias de una comunidad que caza con cerbatanas. Eso sí, tienen una amplia lista para cambiar y compartir en todas sus versiones posibles.
Burenhult habla de una lengua que no solo no reconocen las autoridades malayas, sino que incluso desconocen. En todo caso, se trata de una comunidad plurilingüe: la mayoría domina alguna otra lengua indígena además del malayo en el que se escolariza a los niños, con lo que cuentan con suficientes recursos lingüísticos para comunicarse sin problemas con sus vecinos. El intercambio constante no menoscaba la fuerte personalidad propia del yedek. Un ejemplo: tenemos bidan (anciano) y bridan(ancianos); babo para mujer y brabo cuando se trata de varias. Mientras que lenguas como el español o el inglés (entre otras muchas) añaden el sufijo -s al final de la palabra para marcar el plural, en la selva malaya parece que se inserta la partícula rdentro del vocablo. Es lo que se conoce por «infijo». Tampoco es algo tan extraño. Muchos diminutivos en árabe se forman así, lo mismo que las negaciones en turco, como en görmek (ver) y görmemek (no ver). Sería injusto cerrar el capítulo de los infijos y sufijos sin mencionar a sus primos los circunfijos, partículas que, como adelanta el término, circundan la palabra: van delante y detrás. Esto se entiende con otro ejemplo: en amazigh o bereber, bouchir es niño, mientras que el plural sería ibouchiren. El circunfijo, por tanto, sería i-en. Ya que estamos, fíjense en taddart. Significa casa, pero lo que nos interesa ahora es el circunfijo t-t: así se marca el femenino en la lengua norteafricana, como en, tefuit (sol) o en el tanemirt con el que te dan las gracias.
La lingüística es lo que tiene, que uno desayuna en la selva malaya y acaba cenando en las montañas de Libia en cuestión de un párrafo. La digresión no es accidental, porque comparar las lenguas entre ellas resulta imprescindible para apreciar tanto su singularidad como los rasgos comunes al conjunto. Solo así sabemos que el yedek puede ser una microlengua atendiendo a su número de hablantes, pero no por ello menos precisa, menos culta, más simple o pobre que el inglés, el español o el resto de las lenguas hegemónicas del globo. «Por lo que toca a la forma lingüística, Platón camina mano a mano con el último porquerizo de Macedonia», decía Edward Sapir, uno de los padres de la lingüística moderna. Está demostrado que no existen lenguas «primitivas» sino que, por el contrario, todas tienen unos niveles similares de complejidad. Así, en yedek se podrá estudiar astrofísica, traducir Breaking Bad o echar las cartas del tarot siempre y cuando se la dote de las herramientas necesarias para hacerlo. Ni el mismo Shakespeare podría navegar en internet sin dominar conceptos como wifi, email o web page.
Podríamos seguir con una radiografía completa de la pequeña lengua indígena, examinar su orden sujeto-verbo-objeto (calcado al del castellano o el inglés, entre otros muchos) o esos caprichosos pronombres personales que solo se usan entre consanguíneos, pero llegaríamos a la misma conclusión: se trata de una lengua más.
Génesis
Afortunadamente, nada invita a pensar que Burenhult esté equivocado cuando dice que queda aún mucho por descubrir. Haciendo memoria reciente, fue en 2008 cuando el lingüista estadounidense David Harrison dio con la lengua koro en el norte de la India. Reconocida como lengua desde 2009, se sigue sin poder explicar por qué se desmarca tanto de la de sus vecinos hablantes de jruso, la mayoría en la región. Se ha especulado mucho sobre si el millar aproximado de hablantes de este idioma —probablemente emparentado con el tibetano— es autóctono o lo trajeron esclavos llegados a la zona siglos atrás.
El del koro es un caso de lengua recién descubierta que puede ser muy antigua, pero no siempre es así. A principios de la década de 2000, Carmel O’Shannessy, una maestra de escuela del norte de Australia, descubrió que sus alumnos hablaban una lengua distinta entre ellos a la de sus padres. La población nativa de la zona habla warlpiri (lengua aborigen australiana) además de inglés y la lengua criolla hija de ambas. O’Shannessy, que también domina el warlpiri y hoy es profesora en la Universidad Nacional Australiana de Canberra, tuvo entonces la idea de crear un libro de dibujos en el que un perro escapa de un monstruo y pidió a los niños que desarrollaran la historia.
Centenares de grabaciones y notas le llevaron a la conclusión de que los críos volcaban verbos del criollo sobre la estructura del warlpiri, y que los sustantivos se tomaban de las tres lenguas. Más llamativo aún es que se usaran reglas completamente nuevas, como la de añadir el sufijo -m al verbo para referirse a acciones pasadas y presentes, pero no a las futuras.
Una lengua recién descubierta ni siquiera tiene por qué ser oral. En 1955, William C. Stokoe enseña inglés a sordos en Washington cuando se da cuenta de que los estudiantes se comunican a través de signos con fluidez y rapidez, pero, al contrario de lo que se creía hasta entonces, no se trata de calcos gestuales de la lengua inglesa. Es así como Stokoe descubre que es posible separar el habla del lenguaje, o que los sordos tienen su propia lengua en Estados Unidos. Por supuesto, ocurre lo mismo en el resto del globo, porque sordos hay en todas partes, y desde siempre. No está mal recordar que las de signos también son la lengua materna de muchos individuos, que están sujetas a normas, se clasifican en familias y subfamilias y sufren sus propios procesos de evolución. Hasta desaparecen por idénticos motivos a como lo hacen las orales.
Junto con el del yedek, se trata de descubrimientos que aportan claves no solo sobre la diversidad lingüística aún por descubrir, sino también sobre cómo se crean las lenguas en general. Busquen una tertulia en televisión, bajen el volumen y se sorprenderán de la cantidad de información que pueden seguir extrayendo de muecas de todo tipo y manos que sobrevuelan la mesa. En cuanto al fenómeno de los niños australianos, no es más que la versión simplificada y acelerada de un proceso que puede llevar siglos, los mismos que necesitó el inglés, por ejemplo, para pasar de ser una variante puramente germánica hasta el día en el que, como hoy, la mitad de su vocabulario procede del latín (principalmente del francés). Por cierto, ¿hasta cuándo hablarán esos críos su propia lengua? ¿Se la transmitirán a sus hijos? Si no es así, ¿a qué edad la descartarán para retomar la lengua de sus padres? ¿Por qué lo harán? Se nos vuelven a acumular las preguntas, pero incluso sin respuesta nos ayudan a aproximarnos a la génesis del mayor hallazgo del hombre.
Los expertos calculan que, de las aproximadamente seis mil lenguas que se hablan hoy en el mundo, más de la mitad desaparecerá a lo largo de este siglo. El koro se irá, no tanto por su reducido número de hablantes como por el hecho de que, según Harrison, ya no quedan niños que la hablen. Los yedek son poco más de doscientos, pero que siga siendo la lengua de comunicación entre los más pequeños la sitúa en una posición de ventaja frente a lenguas que pueden hablar cientos de miles, pero no sumar niños entre ellos. La edad de los hablantes es un termómetro más fiable que su número cuando se hacen apuestas sobre la supervivencia de una lengua a corto plazo.
Pero volvamos a la cuestión de por qué el descubrimiento del yedek merece que nos quitemos el sombrero. De acuerdo, sabemos lo de que las lenguas no son más que códigos que surgen de la necesidad humana de comunicarse, pero ¿acaso no son también el lienzo sobre el que pintamos nuestros pensamientos? Con el tiempo, se añaden elementos nuevos, como la historia de un grupo humano y su contacto con otros, pinceladas que van desde la mera supervivencia al arte y la ciencia: del arroyo más cercano a la más lejana de las galaxias. Todos esos lienzos conforman una fascinante galería en la que cada elemento encierra un archivo de pensamientos, costumbres y valores: una forma de entender en el mundo. «¿Qué me querían contar aquí? ¿Qué me he perdido?», deberíamos preguntarnos frente al vacío dejado por un cuadro descolgado.
No siempre lo hacemos. El sueco que encontró el yedek por casualidad recuerda que hay muchas maneras de ser y estar sobre el planeta, pero que, a menudo, usamos «nuestro mundo moderno y urbano como vara de medir para lo que constituye lo universalmente humano». El yedek, el koro o la lengua de esos niños australianos nos revelan cosmogonías en las que encontraremos nuestro reflejo, pero también lo que nos falta; lo que perdimos y, aún así, sigue siendo parte de esencial de lo que somos. No es tanto el descubrimiento de una lengua como la invitación a seguir explorando.
¡Me gustó, gracias!
Esplendido artículo, muchas gracias.
Muy bueno, muy interesante.
Excelente artículo. Apasionante, sobre todo para el científico.
Tuve un vecino que hacía de marinero,
por eso lo veía una semana sí y otra no.
Era borrego en aquellos tiempos, gomía
de sus hijos que, desde lejos parábamos
las orejas cuando a cuentagotas nombraba
objetos y hechos de su nave y tripulación,
y de estos, una tarde, se coló esa palabra
que para nosotros fue el tipo de su barco
guerrero: “un palangana” con proa y popa,
palo mayor, velas, Santa Bárbara y timón,
“un palangana filembustero”, terror y señor
de los mares que volvía siempre al puerto
cargado de oro, gloria y honor, una semana
sí y otra no.