Cine y TV

Alfredo Landa, Frank Sinatra, un tal Raúl Núñez y el club de los nacidos para perder

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Alfredo Landa en Sinatra. Imagen: I.P.C. Ideas y Producciones Cinemat.

Esta es la historia de Antonio Castro Fernández, un hombre corriente de cuarenta y tantos años que vive la Barcelona de la década de los ochenta. Se dedica a beberse y fumarse la vida mientras intenta ahuyentar la pesadumbre que lo invade. Es más bueno que el pan y está más solo que la una. Suele tener muy mala suerte. Todo el mundo le llama Sinatra porque se parece a Sinatra.    

A Sinatra lo ha dejado su mujer. Abandonó todo lo que le recordaba a ella y ahora trabaja de portero nocturno en una pensión en la calle Hospital, en el Raval. Las noches de curro se esfuman entre el aburrimiento y los largos tragos de Soberano. Las mañanas libres son jornadas de reflexión en los baños más inmundos, soñando con un estofado casero en una casa limpia con tele en color y buena compañía.      

Un día Sinatra decide apuntarse a un club de amistades por correspondencia y comienzan sus problemas, también se dará alguna alegría. Conocerá a otras alimañas metropolitanas, errantes como él, que buscan el calor de un aliento y de un cuerpo jugoso para ganarle la partida a la soledad aunque solo sea por una vez. 

Sinatra (1988), dirigida por Francesc Betriu, es una de las películas españolas más inclasificables de los ochenta. Adaptación —casi transcripción— de la novela del escritor y poeta Raúl Núñez, está protagonizada por Alfredo Landa, en uno de sus papeles menos conocidos. Es un combinado de esperpento madrileño con sentimiento barcelonés, bien mezclado con la iconografía del cine de perdedores clásico —los animales solitarios, los neones parpadeantes, las aceras pegajosas, las noches en vela, los diálogos humeantes—. Un número cabaretero de barrio en el que la música de Joaquín Sabina y Pancho Varona arroja luz y ritmo a imágenes bien cargadas. Un retrato de la Barcelona más crápula, granuja y absurda. 

Barcelona y los años ochenta

«Barcelona ciudad / No existe un solo lugar / Donde poderte colgar». Lo canta Loquillo  —la letra es suya y de Sabino Méndez— en su primer y flamante disco de estudio con los Trogloditas, El ritmo del garaje (1983). Una Barcelona en la que «nada se hará realidad». La ciudad condal filmada, disecada, en Sinatra es el canto de cisne de una galaxia nada brillante en tránsito hacia el más allá.  

Sinatra y las demás criaturas habitan el que era el famoso distrito quinto, tradicionalmente proletario por el día y criminal por la noche, siempre miserable. Una olla a presión social, de continuo a punto de estallar. Llegó el momento de hacer limpieza: en 1985 comenzó un programa de recuperación arquitectónica del casco urbano, con campañas para incentivar el turismo. También se reorganizaron los distritos en los que se dividía la urbe. Este districte V, cuya delimitación era originaria del siglo XV, pasó a ser el primero, Ciutat Vella. En 1987, el año en que se rueda Sinatra, el concejal del distrito, Joan Clos, comienza un ambicioso plan de rehabilitación.

Un hociquillo respingón. Los brazos abiertos de par en par. Una panza redonda con un logo estampado. En bolas. Cuando en 1988 Sinatra llegó a las salas de cine, Cobi ya había nacido. La mascota oficial creada por Javier Mariscal para los Juegos Olímpicos de Barcelona 92, en su representación icónica, invitaba a dar la bienvenida a una Barcelona reluciente. 

El alcalde desde 1982, Pasqual Maragall, no estaba dispuesto a quedarse sin los juegos: el escaparate perfecto para presentar al mundo una ciudad enrollada que visitar y donde dejarse los cuartos. Su teniente de alcalde, Josep Maria Serra Martí, fue el encargado de crear el primer departamento de comunicación municipal. Ventilaría las callejuelas con un nuevo y entusiasta espíritu que elevase el ánimo de la ciudadanía y lustrase los muros.  

Barcelona, més que maiBarcelona, más que nunca—, fue uno de los primeros cantos creados para sacar pecho, arrancar del letargo a la ciudad y defender la candidatura presentada. Un cartel con este eslogan cuelga de la pared la enmohecida recepción de la pensión donde vive Sinatra, que puede apreciarse en varios planos. Un guiño, un chiste, una ventana falsa y arrugada por la que asomarse a un futuro tapiado para él y el resto de desgraciados; hipnotizados con su reflejo derretido en el hielo de las copas abandonadas. 

Esta pensión —sin nombre en la novela y bautizada como La Luna en el filme— se podría llamar El Calvario, como la zahúrda donde viven los inmortales Mortadelo y Filemón en el álbum Su vida privada (1998). Su creador, el incombustible Francisco Ibáñez, es un gran cronista de la metamorfosis de Barcelona —y de España—. Cucaracheros que sirven de refugio a cachorros perdidos, mientras el mundo de fuera se vuelve irreconocible. 

Hay cosas que no cambian: hoy la calle Hospital, pateada con devoción por Sinatra —tanto en la novela como en la película— y en el mundo real por su creador, Raúl Núñez, hierve de robos y violencia ante la impotencia de los vecinos y la inacción de los gobernantes. Para los seres como Sinatra, el mundo comienza y acaba en El Raval. 

«Si me pagaran un millón de dólares por este poema / Tendría vino hasta el último día de mi vida». En ese año, 1998, Loquillo —ya en solitario— lanza su disco Con elegancia. Musicaliza poemas de diversos autores, entre ellos Raúl Núñez, a quien pertenecen estos versos. Al Loco le gustan mucho sus poemas. El escogido es una oda al hedonismo decadente, con el habitual toque de burla ácida que el escritor se gastaba. Él mismo era un Sinatra giróvago, calavera y genial hasta la médula.

Núñez y Betriu

Proveniente de su Buenos Aires natal, Raúl Núñez llegó a Barcelona en 1971, donde residió hasta finales de los ochenta. Antes vagabundeó por Ámsterdam, entre otros países. En la ciudad condal sobrevivió auspiciado por sus amigos, haciendo mimo, tocando la guitarra en Las Ramblas, escribiendo aquí y allá. Publicó en revistas paradigmáticas como Vibraciones y poemarios de tradición beat —entre ellos, People (Tusquets, 1974)—. Con treinta tres años alumbró su primera novela: la cachonda y alucinada Derrama whisky sobre tu amigo muerto (Producciones editoriales, 1979).

Núñez se dedicaba a deslizar por su gaznate el tiempo, las noches y los billetes —casi siempre prestados— en los tugurios y lupanares del Raval, entre vasos de vino malo y Valium para combatir su insomnio. También escribía. En el papel desembuchaba lo que él era y lo que vivía, sin condescendencia y con ironía abrasiva. 

Su estilo crudo, impúdico y escorado hacia el paroxismo fue desnudándose hasta el hueso, tiñéndose de pegajosa amargura, libro a libro. En sus páginas se vislumbra lo que cuentan de él quienes mejor lo conocieron: la exacerbada fragilidad e indefensión que escondía tras su mirada cándida y oscura como el café que ahoga la resaca, pero no calma la sed de afecto. 

Buscaba protección y amor donde fuese, siempre en el lugar y en los brazos equivocados. Raúl se enamoraba hasta de los paneles luminosos de los teatros, soñando con la mujer perfecta y la familia feliz. Llegó a estar casado y salió mal. Su expareja, María, siempre lo quiso; sin embargo, convivir con él nunca resultó fácil. 

La vida que llevaba Núñez era para él la única posible, la verdadera. La celebraba y saboreaba cada noche, en cada página. Cualquier otra existencia lejos de la barra del bar y sus pícaros moradores no era honesta. Puede que la otra vida, la de los demás, en ese mundo demente que habitaban, le resultara lejana, enrevesada, extraña. Más allá del borde del vaso, del filtro del cigarro y de unos labios tórridos, nada importaba en absoluto. 

Sus mejores amigos —entre ellos escritores como Alfons Cervera, Juan Marsé o Juan Madrid— cuidaban a Núñez lo que se dejaba, lo querían tal y como era. Seguirle la pista era difícil. Solitario y taciturno, tenía horarios de musaraña y costumbres de vampiro. Aun así, estuvieron al pie del cañón cuando necesitó una habitación o unas miles de pesetas, ya que siempre andaba con los bolsillos helados. 

Si no daba señales de vida, siempre podían encontrarlo en el desaparecido bar-restaurante Paricio, su hogar de la calle Hospital, donde lo fiaban y abrigaban. A esta  parroquia dedica su segunda novela: Sinatra, novela urbana (1984). Fue su amigo Marsé quien convenció a Jorge Herralde, editor de Anagrama, para que la publicase. La incluyó dentro de la extinta colección Contraseñas, inaugurada en 1977 y dedicada a la narrativa callejera, junto a nombres como los de Charles Bukowski

Sinatra, novela urbana fue traducida al francés, al inglés, al alemán y al danés. Es una descarnada estampa del hábitat de Núñez, que desprende un sentido cariño por los personajes. Apenas ciento cuarenta páginas de escritura directa, sin florituras, armada de un humor negro que desarma y sirve de escape ante la desesperación soterrada que recorre el relato. El escritor demuestra una sensibilidad inusitada para dar voz y cuerpo a cada personaje y escena, dotando  su narrativa ágil de una veraz dimensión visual que llamó la atención del cineasta Francesc Betriu. Honrado en 2020 con el Premio Gaudí de Honor por toda su carrera, es una de las grandes figuras del cine catalán. 

Natural de Organyà (Lérida) y vecino de Grácia, es el artífice de ambiciosos frescos históricos de la talla de La plaza del diamante (1982) —primera miniserie en cuya producción intervino TVE y que contó con un montaje cinematográfico para salas. Basada en la novela de Mercè Rodoreda, Betriu deseaba filmarla desde su época de estudiante— y de honestas instantáneas de los márgenes, como el documental Mónica del Raval (2009) —dedicado a la célebre prostituta Ramona Coronado García, de vida elevada a leyenda local. Una de las películas de la que se siente más orgulloso—.  

El director leyó Sinatra a finales de 1984 y desde entonces no se pudo quitar la historia de la cabeza. Conectaba con uno de sus temas predilectos: el lumpen barcelonés, que Núñez abordaba con una mirada única. El proyecto le daría la posibilidad de trabajar con el autor de la historia original, ocasión que no había tenido hasta entonces. 

Otro cineasta catalán tuvo el mismo flechazo, Ventura Pons. Cuando leyó una serie de relatos que Núñez escribió para La Luna de Madrid —la revista mítica de la movida madrileña—, quedó fascinado por su visión de los barrios bajos. Contactó con Núñez y juntos los adaptaron a la gran pantalla bajo el título La rubia del bar. Núñez confeccionó la novelita homónima a partir del guion, que publicó Anagrama poco después del estreno en Cataluña, el 22 de septiembre de 1986. 

Una (falsa) parodia de una historia de amor platónico austeramente escrita a base de pequeñas cursilerías, miserias cotidianas y verdades de bar escamoteadas. La película pasó desapercibida, recaudando en la comunidad autónoma unos quince millones de pesetas. Fuera, solo se vio en Madrid, al año siguiente.   

Este 1987, cuando Le Monde consideraba Sinatra, novela urbana uno de los mejores libros del año, Betriu ya estaba decidido a llevar el libro al cine. Ese año estrenaba en TVE la miniserie Vida privada, adaptación de la novela de Josep Maria de Segarra que escribió a cuatro manos con su amigo y colaborador Juan Marsé. Se alió con el productor Enrique Viciano, su vecino en Grácia, donde también residía Marsé.  

Aunque Viciano se mostró en un principio reacio a incluir a Núñez como coguionista por las posibles diferencias de criterio que podrían producirse, el proceso de adaptación fue modélico. No podía ser de otra forma: Núñez no iba a oponer resistencia. Él no traía de serie la incontinencia de la llama creativa y el ego del escritor. Le interesaba la paga para fundírsela cuanto antes. 

Cuando a Viciano le llegó la propuesta, Alfredo Landa ya se había comprometido para encarnar a Sinatra. Betriu lo admiraba y se empeñó en que la protagonizase a toda costa. Lo acompañaría un reparto femenino de campanillas: Ana Obregón, Maribel Verdú, Queta Claver, Julia Martínez y Mercedes Sampietro, junto a los imprescindibles Manuel Alexandre y Luis Ciges

Hay que añadir al debutante robaescenas Antonio Suárez, que interpreta a la Rosita, posiblemente el personaje más memorable de la función. Landa, Betriu y el director de fotografía de Sinatra, Carlos Suárez —hermano del cineasta y escritor Gonzalo Suárez—lo descubrieron en un bar llamado Marsella, otro de los santuarios de peregrinaje de Núñez. Cuando los tres abandonaban el local, Suárez exclamó tomando absenta: «¿Adiós, Alfredo, no saludas?». Fue suficiente para contratarlo al instante.  

En verano de 1987 se anunció que Landa protagonizaría la película. A comienzos del otoño el rodaje ya estaba a punto: arrancó el lunes 19 de octubre en el barrio chino, planificado para ocho semanas, con todos los interiores recreados en decorados y un presupuesto de ciento veinte millones de pesetas. Tras ciento tres películas, Landa regresaba a Barcelona a trabajar tras rodar allí en 1967 Nana violenta para una viejecita acaudalada, a las órdenes de José María Palacios —guionista vinculado al prolífico director Pedro Lazaga—, una película que nunca se concluyó.  

Sinatra y Landa

Antonio Castro Fernández. El mismísimo Sinatra. En la película, un imitador del ídolo que trabaja en un cabaret de segunda. Este Sinatra resulta muy genuino, la cara B del otro Sinatra, el que cuatro años antes, cuando Núñez publicaba la novela con su nombre, grababa con producción de Quincy Jones el que sería su último disco original: L.A. Is My Lady (1984), dedicado a la ciudad de Los Ángeles. 

Para nuestro Sinatra, Barcelona es su lady, encarnada a su vez en siete arquetipos: el amor romántico (la exesposa), la inocente perdida (Natalia), la escudera (la Rosita), la protectora (la señora Hortensia), la madre (Doña Clementina), la fantasía carnal (Isabel) y la entidad feérica (Begoña), con las que se irá cruzando a lo largo de una travesía íntima que le llevará hasta la frontera de sí mismo. 

No se da cuenta, pero es un ángel de la guarda desbordado de trabajo que siente como propias las soledades y tragedias ajenas. Sinatra es un mal imitador de Sinatra: tiene claro que lo mejor no está por llegar, ya que no existe. Ya pasó y se le olvidó vivirlo o lo vivió a medias.   

En 1987 Alfredo Landa era un actor consagrado que preparaba los mejores gin tonics del mundo y acababa de ganar su primer Goya por El bosque animado, de José Luis Cuerda. Ya había leído Sinatra, novela urbana, cuando le llegó la propuesta para protagonizar la adaptación. Él no se parecía a Sinatra y le costó aceptar el papel, pero consiguió entusiasmarse con el proyecto cuando consiguió «ver» al personaje. Fue el papel más difícil de su carrera. Según sus palabras, debía matizar la interpretación. En su estilo, lo dotó de una humanidad rebosante. 

Su compromiso con la película le dio la oportunidad de doblarse a sí mismo para la versión en catalán, idioma que no hablaba desde la infancia. Vivió cinco años en Figueres cuando su padre, comandante de la guardia civil, fue destinado allí. Landa estaba muy orgulloso de Sinatra. Lo consideró uno de sus mejores trabajos y le reportó una nueva candidatura al Goya.  

Sinatra no es el único imitador de pacotilla en Sinatra. La gesta de nuestro héroe la presenta y despide un maestro de ceremonias muy especial: Joaquín Sabina, que interpreta a un Groucho Marx cutre en el burdo cabaret —recreado en la Bodega Apolo, hoy la Sala Apolo— en el que Sinatra se gana el pan. Además, el ubetense pondría música a las andanzas del héroe junto a su mano derecha, Pancho Varona.  

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Joaquín Sabina en Sinatra. Imagen: I.P.C. Ideas y Producciones Cinemat.

Sabina y Varona 

Antes de ver la luz, Sinatra estuvo vinculada a varios productores. El nombre de Joaquín Sabina sonó en las quinielas para protagonizarla, pero este rechazó la oferta. Él no sabe nada de interpretación, además, su rubor e inexperiencia le impedía exponerse ante la cámara con un protagónico. Se sentía más cómodo haciendo un pequeño cameo y Paco Betriu creó para la ocasión este pequeño papel a su medida. Como cinéfilo empedernido, la idea de encarnar a Groucho Marx lo entusiasmaba. Le permitía esconder su sofoco bajo el disfraz y encarnar el personaje con el apolillamiento requerido.

Sin duda, lo que sí le interesó a Sabina desde el principio fue escribir la banda sonora. Él y Betriu ya se conocían y durante tres años estuvieron hablando sobre cómo enfocar la película. El director no tenía dudas: Sabina debía participar, su universo daría vida al de Sinatra. Trabajó en la banda sonora en estrecha colaboración con él y Varona, a lo largo de seis meses. 

Sabina se sentía como pez en el agua. Definió el proyecto como «una película de soledades y muy urbana». El objetivo del director y de los compositores fue crear una banda sonora que fuera mucho más allá del mero acompañamiento de las imágenes y tuviera personalidad propia. No era la primera vez que Sabina escribía para el cine: en 1984 hizo la canción Dos mejor que uno, para la película homónima dirigida por Ángel Llorente, con José Sacristán y Antonio Resines. Ahora se enfrentaba al reto de musicalizar un filme completo.  

Sinatra le llegó a Sabina cuando se encontraba en un momento crucial de su carrera. La relación con Viceversa, su formación anterior, había terminado tras cinco álbumes en los que había construido y madurado su sonido en estrecha colaboración con la banda: Ruleta rusa (1984), Juez y parte (1985), Joaquín Sabina y Viceversa en directo (1986) y Hotel, dulce hotel (1987). Había llegado el momento de explorar nuevos caminos y sentía vértigo. Comenzaba un nuevo periplo en solitario y Varona, su amigo y guitarra de Viceversa, estaba en medio del lance.  

Sabina preguntó a Varona si quería acompañarlo en la nueva y desconocida etapa, que arrancaría con Sinatra como proyecto inaugural. Los dos compartían composiciones, intereses, amistades, inquietudes artísticas, sensibilidades, noches de inspiración y de juerga. Viceversa era el grupo de Varona, pero Sabina era su mejor amigo. No tuvo dudas. Como felices intrusos en la industria del cine, se sumergieron en la labor de cabeza.   

Era una experiencia nueva y los emocionaba trabajar para actores admirados como Alfredo Landa o Luis Ciges. Se pusieron a ello con la inconsciencia típica de los novatos, pero entregados por completo al proceso creativo —siempre en horas vespertinas— en los estudios Circus de Madrid, propiedad de Luis Cobos. En esta época, Sabina y Varona eran unos devotos de la mesa de grabación. De forma artesanal y muy intuitiva, hicieron que Sinatra diera con su tono. 

Sendos artistas trabajaron en unas siete canciones, casi todas compuestas en expreso para el filme, más algunas pequeños temas de transición y un par de canciones veteranas que colaron: «Viejo blues de la soledad» —adaptada a la historia de Sinatra y convertido en el tema principal— y «Juana la loca», pertenecientes a Ruleta Rusa (1984). Una de las nuevas composiciones se convertiría muy pronto en un himno: «¿Quién me ha robado el mes de abril?»

La película sirvió de laboratorio para temas que se incluirían en álbumes venideros: «Ponme un trago más» (Mentiras piadosas, 1990) y «Como un explorador» (Esta boca es mía, 1994). «Bolero triste», otras de las canciones escritas para la banda sonora, la grabaría más tarde Sara Montiel

A los artífices les gustó el resultado final —hoy, a Pancho Varona le inspira ternura— y consideraron el trabajo como un hijo más, pero Sabina decidió no sacar al mercado la banda sonora. Según él, en aquella época la música de cine no tenía público. Probablemente intuyera que «¿Quién me ha robado el mes de abril?» era un posible hit en pañales que merecía un disco a la altura. 

El espíritu musical de Sinatra siguió vivo al reencarnarse en el siguiente proyecto en el que los dos amigos se involucrarían de inmediato: el primer disco en solitario, de nuevo bajo el sello Ariola y producido por ellos. Lo que habían hecho antes era un preparatorio para la búsqueda de un nuevo sonido. Madeira, Las Palmas, el monasterio de El Paular y ciertos bares de Madrid de los que Sabina no se quiere acordar, inspiraron las letras. 

Aunque ya habían intervenido en la producción de Joaquín Sabina y Viceversa en directo, todo resultaba nuevo. Se inspiraron en el trabajo de Jesús Gómez, productor de Hotel dulce hotel o Juez y parte. Para cubrirse las espaldas, ficharon a dos nombres de lujo, entre otros: Luis Fernández Soria —considerado uno de los mejores técnicos de sonido de la industria— y el músico Antonio García de Diego, cuyo sexto sentido musical y mimo por los arreglos impresionaron a Sabina y Varona. Este se incorporó enseguida al círculo de colaboradores de máxima confianza. 

En febrero de 1988 la película estaba terminada y su título era Sinatra, un extraño en la noche. Se estrenaba en Madrid como Sinatra a secas el 13 de mayo, en los cines Gran Vía y Vaguada. Al mes siguiente, el disco ya contaba con título provisional: Trapos sucios. Incluiría tres cortes que suenan en la película, con la producción y los arreglos bien bruñidos: la mencionada «¿Quién me ha robado el mes de abril?», «El viento del azar» —en el nuevo álbum se rebautizaría como «Nacidos para perder», con música de Antonio Sánchez, que había puesto las notas a «Pongamos que hablo de Madrid»— y «Los perros del amanecer» —cuya punzante letra podría haber escrito Raúl Núñez—.    

El 22 de junio Sinatra se estrena en Barcelona, exhibiéndose en el Club Coliseum, emplazado en la Rambla de Catalunya y con un aforo de más de setecientas butacas. Un templo cerrado en 2014 que podría haber sido uno de los lugares sagrados del Sinatra de celuloide. El disco se presentaría en sociedad como El hombre del traje gris, en julio. La portada, un subyugante cuadro del artista granadino Juan Vida, amigo de Sabina, ya anticipa su carácter: más oscuro y atmosférico. Recoge las sensaciones que surgieron tras la ruptura con Viceversa y evoca a Sinatra

Los particulares personajes que habitan el elepé y el sentido del humor que exhalan canciones como «Besos en la frente», «¡Al ladrón, al ladrón!» y «El rap del optimista» pueden reconocerse en Sinatra, sin dejar de ser creaciones cien por cien sabineras. El disco fue un éxito profesional, un hito personal y una muesca profunda en la carrera de Sabina y Varona. El  cantante dedicó el disco a su pareja en aquel tiempo, Isabel Oliart, y a su amigo Varona. Su «tronco más inseparable», convertido en «ese músico sin el que no sabrías dar un paso en el escenario».

Despedida y cierre

Raúl Núñez y Joaquín Sabina hicieron buenas migas en 1987, durante la gestación de Sinatra. Sabina le invitó a pasar una temporada en Madrid. Raúl vivió en su casa de la calle Santa Isabel —él se fue a un hotel— y disfrutó de barra libre en la sala Elígeme, el local del que el músico fue socio durante un tiempo. Sabina es conocido por su generosidad con amigos y colaboradores. Como el resto de la ecléctica pandilla de Raúl, quiso ayudarlo para que estuviera bien y no le faltara de nada. Percibió su vulnerabilidad, quizá la reconoció como propia en su yo más íntimo. Al fin y al cabo, los dos eran escritores, envenenados de melancolía y adictos a los exorcismos personales a través de sus respectivas obras. 

Pese a ello, no podían ser más distintos y pertenecían a mundos diferentes. Sabina es una estrella bien arropada y un superviviente de sí mismo con la fuerza suficiente para dar el golpe en la mesa —y en las listas de éxitos— cuando se dispone a hacer lo que mejor sabe hacer. Muy poca gente conocía a Núñez. Ataráxico, encerrado en un lugar muy profundo de su ser, sin saber nadar en su copa de vino. Incapaz de sentarse a golpear las teclas de su prehistórica máquina de escribir hasta que no escaseara la panoja y nadie pudiera dejarle un poco o se le pusiera una oferta delante de las narices.   

La noche en la que Raúl había decidido regresar a Barcelona tras el periplo madrileño, sonó el teléfono en la casa de Alfons Cervera, amigo de su círculo más estrecho, a las cinco de la mañana. Un policía nacional a otro lado de la línea le dijo que Raúl se había destrozado las venas. Contactaron con él porque, según Raúl, era la única persona a la que tenía. La señal de socorro la habían dado una prostituta y su proxeneta. Raúl solía llevarse compañía a casa, siempre había un nuevo amigo del alma al que invitar a una más o una meretriz de la que enamorarse platónicamente. En este caso, se había vuelto loco por ella. La pareja de granujas lo habían dejado pelado y de paso le limpiaron el piso. Lo que más lamentó Raúl fue que se llevaran las cintas que le había regalado su amigo Joaquín. 

Recuperado de aquello, Raúl regresó a Valencia. Cervera y otros amigos le buscaron un sitio para vivir en la calle San Antonio y un par de cabeceras —la edición local de Diario 16 y Cartelera Turia— donde escribir columnas en los ratos en los que no huroneaba por El Carmen, el barrio animado de la ciudad. Publicó una nueva novela, A solas con Betty Boop (Editorial Laia, 1989). Agria al gusto como debe ser un matarratas caducado, abandona el humor negro para instalarse definitivamente en el patetismo y en las pulsiones más oscuras. En este libro doloroso escribe algunos de los pasajes más bellos que salieron de los rincones más oscuros de su cabeza y de su vida.

Fue parapetándose más y más en sí mismo, sin que nadie pudiera sacarlo. Agotó el amor, el tiempo y la pasta que le dieron. Demacrado, se dejó consumir como un cigarrillo por su tristeza, su soledad y su incuria. Murió en la madrugada del 7 al 8 de mayo de 1996 a los cincuenta años. Los amigos pagaron el sepelio. Solo asistieron ellos a la ceremonia; no consiguieron localizar a ningún familiar. Sus cenizas reposan en algún estante de la redacción de Cartelera Turia.

En su desvencijado piso legó un pequeño televisor en color que le regaló Cervera poco tiempo antes para ver un partido del Barça, cartas que nunca mandó, una carpeta con recortes de sus colaboraciones, dos o tres ejemplares de su dios Juan Carlos Onetti y de Juan Marsé y un manuscrito inconcluso cuyo título sirve de epitafio: Fuera de combate

En su enjuta carrera publicó en dos de las editoriales más reputadas de la época —Tusquets y Anagrama—, un par de sus obras fueron llevadas al cine coguionizadas por él —Sinatra y La rubia del bar, adaptada a la inversa— y cultivó intermitentemente una nada desdeñable trayectoria como poeta, cuentista y columnista. Se dice que engendró un presunto género, el «realismo sucio», o al menos fue su estandarte mientras sopló su amargo hálito.  

Hoy nadie se acuerda de Raúl Núñez, salvo sus amigos. De vez en cuando sus novelas hacen acto de presencia en las plataformas de compraventa y en alguna librería dedicada a los ejemplares antiguos o usados. No suelen estar disponibles durante demasiado tiempo. Raúl era un escritor maldito, con todas las letras. Un sobado título sin ningún lustre que pesa como una losa. 

Sinatra está cansado. Demasiadas copas, otra vez. Demasiados disgustos, de nuevo. La gente anda por ahí desesperanzada. El mundo se acaba, no hay duda. No entiende muy bien por qué. En el fondo, da igual. Lo que más le duele es saber que nunca más volverá a ver a sus amigos.

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Imagen: I.P.C. Ideas y Producciones Cinemat.

Este artículo está dedicado a Lorena, sabinista hasta las trancas. Un día me habló de una película que comenzaba con un primer plano de Joaquín Sabina caracterizado como Groucho Marx. Es la hostia, Lorena.

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7 Comments

  1. Constantino

    Es usted todo un recreador de mundos perdidos.
    Enhorabuena.

  2. Carlos Castro

    Brutal. Muchas gracias por la historia, Daniel.

  3. Agus Termo

    Fantástico en toda la extensión de la palabra. Aun con la erratilla de unas miles de pesetas, para disfrutar

  4. Bravo Daniel.

  5. Fernando

    Magnífico artículo, enhorabuena al autor.

  6. Javierini

    Gracias. He tomado notas en mi cuaderno dedicado a las cosas muy importantes que no puedo olvidar y en las que tengo que profundizar un día de estos.

  7. Pingback: Raúl Núñez, la guitare et le « clochard céleste » – ECCO et Co.

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