Historia Arte y Letras

Las sombras de Lincoln

Estatua de Lincoln en el Memorial Washigton
Lincoln Memorial Washigton Dc 2009. Fotografía: Cordon Press

Si las superficies planas y las líneas rectas engañan a la vista, las imperfecciones y las curvas dan volumen, generan sombras, aportan matices. Las arrugas cuentan historias, aunque estén esculpidas en mármol de Georgia. Los bloques trazados con tiralíneas imperan en la colosal figura sedente de Lincoln en el National Mall de Washington, pero es su rostro el que impresiona. No es un semblante altivo, heroico, alzado hacia el cielo. Daniel Chester French, el escultor, hizo que la cabeza del decimosexto presidente de Estados Unidos se inclinara levemente para mirar hacia abajo con el gesto adusto y meditabundo del que soporta una gran carga. La monumentalidad de la estatua se basa en sus nueve metros de altura y en las ciento setenta toneladas de peso, pero es la mirada de Lincoln la que otorga solemnidad al conjunto. 

Las sombras generadas por ese rostro anguloso son una buena metáfora de las sombras que proyectó Lincoln durante su mandato, aunque la luz de sus actos las dejara en un necesario segundo plano. Es fácil caer en la hagiografía o el mesianismo y pasar por alto los grises que completan la vida de personalidades de esta talla, una tentación que se multiplica si el protagonista, como fue su caso, sufre un final trágico. «Del concurrido panorama del siglo XIX, Abraham Lincoln me parece la figura más destacada», afirmaba el poeta Walt Whitman. No se quedaban atrás en los elogios otros personajes que lo trataron de cerca, como Ulysses S. Grant, general en jefe del ejército federal y posterior presidente, que lo consideraba «sin duda, el hombre más grande que he conocido en mi vida», o colaboradores como John Nicolay y John Hay, sus secretarios personales, que glosaron sus virtudes en la voluminosa biografía que dedicaron a su jefe y mentor. 

Pero, en realidad, ¿qué sabemos de Lincoln? Tres ideas básicas acuden de inmediato a nuestra mente para atajar el interrogante: que fue presidente durante la guerra de secesión, una de las coyunturas más críticas de la historia de Estados Unidos, que abolió la esclavitud en este país y que murió asesinado. En la Biblioteca del Congreso estadounidense solo Jesucristo y Shakespeare tienen más referencias bibliográficas que Lincoln, con lo que huelga decir que es imposible profundizar en su vida en unas pocas páginas. Aun así, conviene abordar algunos de los aspectos menos conocidos de su presidencia, aunque haya que bosquejarlos en unas pocas pinceladas. 

Jornalero, ciudadano, luchador, libertador, padre 

Estas cinco palabras sirven para titular las secciones de una de las biografías de Lincoln más célebres, la escrita por Emil Ludwig, y ofrecen una perspectiva certera, aunque idealizada, de su evolución. Desde sus primeros tiempos en Kentucky, donde con apenas nueve años se puso a ayudar a su padre en el campo, a su formación autodidacta hasta convertirse en abogado en Illinois, para después emprender una exitosa carrera política, primero en las filas del Partido Whig y más tarde en el seno del Partido Republicano, organización de nuevo cuño que ayudó a fundar. 

De talla elevada y físico desgarbado (hay quien defiende que sufría el síndrome de Marfan), sus modales toscos y su campechanía generaban afinidades y odios entre amigos y rivales. Para los primeros era Honest Abe (es decir, Abraham el Honesto); para los segundos, simplemente Ape (un simio). Lincoln, notabilísimo orador, adoptaba a su antojo el papel de humilde abogado de pueblo para granjearse simpatías y hacer que sus rivales políticos bajaran la guardia, al tiempo que trufaba sus discursos de incontables anécdotas y refranes, circunstancia que Steven Spielberg refleja muy bien en la película biográfica protagonizada por Daniel Day Lewis. 

Esa oratoria afilada en los tribunales de Kentucky e Illinois no tardó en convertirse en su mejor arma, de la que se sirvió en unos antológicos debates dialécticos con el demócrata Stephen Douglas, su rival por un escaño en el Senado en 1858 (y antiguo pretendiente de Mary Todd, la esposa de Lincoln). En estos siete duelos, quizá los debates más célebres de la historia estadounidense, Lincoln estableció las bases de su discurso político con respecto a la esclavitud. 

En aquellos tiempos, tanto Lincoln como el ala moderada del joven Partido Republicano eran contrarios a la expansión de la esclavitud, pero no de la abolición de la misma en los territorios en que ya estuviese instaurada. El pragmatismo y la preservación de la Unión se imponían a los deseos emancipadores, aunque hubiera voces que defendieran medidas más contundentes. Lincoln no consiguió imponerse a Douglas en aquellas elecciones al Senado, pero su brillantez dialéctica sirvió de trampolín para su nominación como candidato republicano a la presidencia en 1860. 

¿Lincoln el Emancipador? 

Ya sabemos qué ocurrió después. El 6 de noviembre de 1860 Lincoln fue elegido presidente de los Estados Unidos después de superar a Stephen Douglas (una vez más se cruzaban sus caminos), John Breckinridge y John Bell, gracias a los apoyos recabados en el norte y el oeste del país. Acto seguido, los engranajes secesionistas empezaron a moverse en los estados sureños y el 1 de febrero siete de ellos (Carolina del Sur, Florida, Misisipi, Alabama, Georgia, Luisiana y Texas) formaron los Estados Confederados de América ante la amenaza al statu quo esclavista que suponía el nombramiento de Lincoln. 

Sin embargo, el político de Kentucky dejó claro que estaba dispuesto a todo para preservar la Unión, incluso a garantizar que el Congreso no interferiría con la esclavitud sin permiso de los estados sureños. Después de eludir un posible atentado en Baltimore (la ciudad más «sudista» del norte, seguida de cerca por Washington), Lincoln llegó a la capital el 23 de febrero de 1861 para pronunciar su discurso de toma de posesión el 4 de marzo de ese año. 

«No tengo intención de intervenir directa o indirectamente en el asunto de la esclavitud en los estados donde existe, pues no creo que tenga derecho para hacerlo, ni me inclino tampoco a ello», declaraba Lincoln (en traducción de F. Meler), dejando claro cuáles eran sus prioridades en la jura de su cargo. Años después Bertrand Russell afirmaría que él nunca moriría por sus creencias, ya que podría estar equivocado. Lincoln no era abolicionista, sino antiesclavista (diferencia sutil pero notable), pero tirando de pragmatismo, como Russell, estaba dispuesto a saltarse su posición para conservar la unidad de la nación. Pese a todo, la llamada a la calma fracasó. Apenas un mes después estallaron las primeras hostilidades en Fort Sumter, Carolina del Sur.

Una casa dividida

Guerra de Secesión. Library of Congress
Cuatro niños negros entre las ruinas de Charleston, Carolina del Sur, escenario de la primera batalla de la Guerra de Secesión, 1865. Fotografía: Anónimo/ Library of Congress.

«Si una casa está dividida contra sí misma, no podrá subsistir», se lee en el versículo 25 del capítulo 3 del Evangelio según san Marcos que Lincoln utilizó como base para su discurso del 16 de junio de 1858 en la convención del Partido Republicano. En aquella alocución, Lincoln pronosticaba que el país sería libre o esclavista en su totalidad, una cosa o la otra. Aun así, antes de poner a prueba su augurio en el campo de batalla, Lincoln prefirió explorar la vía del apaciguamiento y la compensación económica a los dueños de esclavos, e incluso se planteó la posibilidad de enviar esclavos liberados a África primero y posteriormente, ya en época de guerra, a Centroamérica, Haití y las colonias británicas del Caribe. Este planteamiento de «colonización inversa» y su posible barniz racista aún suscita controversia entre los historiadores, algunos de los cuales, tras estudiar los escritos de testigos de aquella época como el político Benjamin Butler, defienden que Lincoln consideraba imposible la «armonía racial».

La opinión de Lincoln estaba, como la casa del versículo de san Marcos, dividida. Por un lado, como escribió en agosto de 1862 a Horace Greely, editor del New York Tribune, estaba su punto de vista oficial y, por otro, su punto de vista personal. Aun así, tras la puesta en marcha de la secesión sudista y el ataque a Fort Sumter, el presidente no dudó en emprender el camino de las armas para defender la Unión e impedir la expansión de la esclavitud. Como indica James McPherson en su Battle Cry of Freedom, la guerra de Secesión fue la «primera guerra moderna», una conflagración que segó las vidas de unos setecientos mil soldados, más bajas de las sufridas por Estados Unidos en las dos guerras mundiales del siglo XX.

Lincoln afrontó la guerra con el proverbial puño de hierro enfundado en un guante de seda. Al tiempo que impedía a sus generales que liberaran esclavos en los territorios conquistados y rechazaba la creación de regimientos negros para evitar la marcha de los estados fronterizos esclavistas que habían optado por permanecer en la Unión, Lincoln se atribuía poderes extraordinarios en calidad de comandante en jefe y tomaba medidas impropias de un régimen democrático. Lincoln gobernó a golpe de decreto para controlar cualquier posible disensión en territorio federal y para ello no dudó en instaurar la ley marcial, suspender el habeas corpus, clausurar periódicos hostiles, encarcelar a miles de ciudadanos sospechosos de «actos desleales» o de ser contrarios a la guerra, y juzgar a civiles en comisiones militares, una medida similar a la utilizada con los llamados «combatientes extranjeros» en la «guerra contra el terror» emprendida por George W. Bush. Con estas maneras dictatoriales, y al hacer que el ejecutivo se arrogara atribuciones del legislativo, Lincoln dio alas a los llamados copperheads, simpatizantes demócratas de los estados del norte que se oponían frontalmente a la guerra, defendían el esclavismo y eran fieles seguidores del principio jeffersoniano de oposición al tirano como signo de obediencia a Dios.

Aunque las circunstancias adversas requirieran medidas extraordinarias, este despliegue de autoridad llegó a intimidar incluso al fiscal general Edward Bates, miembro del gabinete de Lincoln, que temía que el Gobierno se estuviera excediendo. «Sin duda Cicerón tenía razón cuando dijo que en toda guerra civil el éxito es peligroso, pues engendra arrogancia y desdén por las leyes del Gobierno», escribió Bates. No obstante, como bien narra Doris Kearns Goodwin en su magistral Team of Rivals, pese a las discrepancias y roces con sus colaboradores Lincoln fue habilísimo a la hora de gestionar los variopintos caracteres y egos de los miembros de su Administración, muchos de ellos rivales o exrivales políticos (como Salmon P. Chase, secretario del Tesoro y luego presidente del Tribunal Supremo, Edwin Stanton, secretario de Guerra, o William H. Seward, secretario de Estado).

Ese tino a la hora de rodearse de colaboradores políticos no tuvo su equivalencia en el plano militar, donde el comandante en jefe sufrió hasta encontrar un general de su confianza que liderara al ejército federal. Por este mando pasaron Scott, McDowell, McClellan (el inoperante «joven Napoleón»), Pope, Burnside, Hooker y Meade, vencedor en Gettysburg. Sin embargo, la incapacidad de Meade a la hora de cortar la retirada al general Lee, el icono sudista, y su falta de decisión en la campaña otoñal de 1863 llevaron a Lincoln a sustituirlo por Ulysses S. Grant, que junto a sus subalternos Sheridan y Sherman encabezaría los esfuerzos militares del norte hasta el final de la guerra.

La Proclamación de Emancipación y el discurso de Gettysburg

A mediados de 1862, el descenso en el número de voluntarios blancos y la creciente necesidad de soldados en el ejército de la Unión hicieron que el Gobierno se replanteara la incorporación de reclutas negros y que el presidente presentara a su gabinete el borrador de su Proclamación de Emancipación. Gracias al apoyo de líderes afroamericanos como Frederick Douglass, se incorporaron a la lucha doscientos mil soldados negros (ciento ochenta mil en el Ejército y veinte mil en la Armada) pese a los prejuicios y la desigualdad en el trato en el seno del ejército que supuestamente defendía sus intereses.

Más adelante, el 1 de enero de 1863 el presidente Lincoln promulgaba la Proclamación de Emancipación, una orden ejecutiva que «liberaba» a tres millones de esclavos del sur. Y las comillas en «liberaba» son más necesarias que nunca, ya que en la práctica se excluyó a los estados que no se habían rebelado (y, por tanto, a los esclavos de los estados fronterizos, casi quinientos mil) y solo se aplicaba a los esclavos de los estados confederados sobre los que el Gobierno federal no tenía potestad (salvo en los territorios conquistados). Huelga decir que este brindis al sol no satisfizo a los abolicionistas, pero sirvió de arma política, abrió las puertas a la incorporación a filas de reclutas negros y, por supuesto, encrespó a los sudistas, que lo consideraban el preámbulo de una guerra racial. Pese a su alcance limitado, la Proclamación de Emancipación fue el primer paso hacia la Decimotercera Enmienda, que aboliría la esclavitud.

Meses después, en noviembre de ese mismo año, Lincoln pronunciaba su discurso más célebre, «Doscientas setenta y dos palabras que reconstruyeron Estados Unidos», en palabras del premio Pulitzer Garry Wills. En su homenaje a los caídos en la sangrienta batalla de Gettysburg, Lincoln abría fuego con artillería pesada, mencionando a los padres fundadores y los principios incluidos por ellos en la Declaración de Independencia: «Hace ochenta y siete años nuestros padres dieron vida en este continente a una joven nación concebida sobre la base de la libertad y obediente al principio de que todos los hombres nacen iguales».

Lincoln vincula con sutileza la palabra de los padres fundadores al fondo de la cuestión de la guerra civil, la esclavitud. «Las cosas que son iguales a una misma cosa son iguales entre sí», afirmaba uno de los principios de Euclides, geómetra estudiado por Lincoln y citado a menudo por el presidente estadounidense para hacer ver el sinsentido de la esclavitud (aunque él mismo no estuviera del todo convencido de la igualdad plena). Del mismo modo que la batalla de Gettysburg había servido de punto de inflexión para la guerra, el discurso de Lincoln, pronunciado meses después de que la sangre hubiera empapado el suelo de esta localidad de Pensilvania, también sirvió de coyuntura decisiva en la evolución de su pensamiento. En palabras de Lincoln, una vez regada la libertad con el bautismo de la sangre de los soldados, el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo jamás desaparecería de la Tierra.

La Decimotercera Enmienda

Ese cambio de tercio en el planteamiento de Lincoln —de antiesclavista a abolicionista— se apoyó en los avances en el frente y su escenificación definitiva fue la puesta en marcha de los mecanismos necesarios para aprobar la Decimotercera Enmienda a la Constitución.

Apenas tres años antes, el presidente había declarado que aceptaría el regreso de los estados del sur con los esclavos encadenados. En aquel entonces, Lincoln afirmaba con contundencia que la guerra no acabaría sin que antes se pusiera fin a la esclavitud. Si la Proclamación de Emancipación había sido una medida de guerra, la Decimotercera Enmienda, y la modificación a la Constitución que suponía, pretendía dejar una huella imborrable en el corpus legal de Estados Unidos, además de ampliar el ámbito y el alcance de las medidas previas y hacer que quedaran en segundo plano las leyes estatales referidas a la esclavitud. Entre tanto, Lincoln era elegido para un segundo mandato y el debate sobre la Decimotercera Enmienda, con las maniobras propias de un House of Cards más inocente y de otro tiempo, llegaba al Congreso. En su película, Spielberg narra con pulso y habilidad este periodo de la vida del presidente, una época con menos claroscuros morales —aunque se esbocen algunos de ellos— que los años previos. A Lincoln se le muestra exquisitamente preocupado por una legalidad que en los primeros años de la guerra no había dudado en conculcar, aunque estuviera disculpado por las urgencias y las circunstancias. El 31 de enero de 1865 el Congreso aprobaba la enmienda y se abolía la esclavitud y el trabajo forzado (salvo como castigo para un delito) en todo el territorio, aunque la ratificación por parte de todos los estados se alargó un año.

En marzo de 1865 Lincoln pronunciaba su segundo discurso de investidura. Si cuatro años antes contemporizaba e intentaba evitar la secesión de los estados díscolos aun a costa de mostrar tibieza ante la esclavitud, en esta ocasión, con el viento de las victorias militares en las velas y la reciente aprobación de la Decimotercera Enmienda, Lincoln se mostraba contundente y recurría de nuevo a la providencia divina para justificar su rechazo a la esclavitud. Aun así, ante la cercanía del fin de las hostilidades dejaba la mano tendida y pedía que se abstuvieran de juzgar (a los rebeldes) si ellos mismos no querían ser juzgados, abogando por una reconstrucción pacífica de la que fue el principal defensor. Su asesinato a manos de John Wilkes Booth, poco más de un mes después, le impidió encabezar la reunificación serena del país.

Contrastes

Abraham Lincoln efigie.
La efigie de Lincoln en el Mount Rushmore National Memorial, Dakota del Sur, ca. 1965. Fotografía: Getty.

Pese a las palabras de Whitman o Grant destacadas al principio del artículo, los elogios y reconocimientos dedicados a Lincoln tardaron en llegar y no fue hasta finales del siglo XIX cuando se dio la importancia que merecía a la labor del decimosexto presidente de la Unión. Lincoln fue un hombre falible, como es lógico, y prolijo en contradicciones. Del mismo modo que exhibió dureza a la hora de encarcelar a rivales políticos y posibles alborotadores, se mostraba caritativo y sensible a las necesidades de los más vulnerables, o comprensivo con las debilidades de desertores o cobardes a los que salvó de la ejecución con sus perdones presidenciales. Su cercanía hacía que la Casa Blanca a menudo estuviera atestada de peticionarios que pretendían transmitir sus cuitas al comandante en jefe de la nación, circunstancia que trajo de cabeza a los encargados de su seguridad. Sabía llegar al fondo de las personas y por eso convirtió a algunos de sus adversarios políticos más encarnizados en sus colaboradores más fieles.

Sin embargo, la revisión historiográfica a la que se vio sometido en los años sesenta del siglo XX tiznó en cierto modo su figura. Los activistas dejaban patente su desilusión al descubrir que el punto de vista racial de Lincoln en absoluto coincidía con el suyo. En plena revolución por los derechos civiles no se aplicaron los «factores correctores» del tiempo y el contexto a la hora de analizar su vida, y frente al relato oficial y más o menos establecido surgieron numerosas voces que menoscababan su talla histórica. Pero conocer esas sombras nos debería servir para respetar aún más al hombre, aunque se aleje del retrato idealizado de libertador y salvador. Como afirma el historiador William Hanchett, «Lincoln era mucho más progresista en las materias de los derechos civiles y la raza que la gran mayoría de sus compatriotas. El estudio del complejo problema de la esclavitud durante la guerra civil suscita más respeto, y no menos, hacia el liderazgo de Lincoln».

Sea cual sea el veredicto sobre sus acciones, y como dijo Edwin Stanton en la casa de huéspedes donde llevaron al moribundo Lincoln poco después del atentado que acabó con su vida, «ahora pertenece a la eternidad».

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4 Comments

  1. Deithí

    Buena lectura sobre un personaje de tanta importancia histórica.

    Sólo puntualizar que si Baltimore era «la ciudad más «sudista» del norte, seguida de cerca por Washington», es porque Baltimore era una ciudad del Sur (el estado de Maryland estaba al sur de la línea Mason-Dixon) y el distrito de Columbia donde está Washington se sitúa aún más al sur, entre Maryland y Virginia (estado este último en el que estaba Richmond, la capital confederada).

    Saludos!

  2. Jondarru

    God save Lincoln

  3. eduardo roberto

    Leyendo ese período histórico de los EEUU con respecto a la esclavitud, la única explicación posible es que sus sostenedores, además de ignorantes eran miopes políticamente y profundamente perversos (los hay todavía) ya que, para justificarla moralmente -porque las razones materiales eran conocidísimas y hasta compartidas por los moderados- no tenían ningún problema en recurrir a un versículo del Viejo Testamento, el libro de la compasión por definición. ¿Qué esperaban si hasta la madre patria la había abolido? Sin embargo, esa sanguinosa guerra provocada por los que estaban equivocados ayudó a ampliar la figura mítica de esa nueva democracia. Dios salve a la América y a sus buenos presidentes. Sólo a ellos.

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