This island’s mine, by Sycorax my mother,
Which thou takest from me.
(William Shakespeare, The Tempest).
We shall never explode Prosper’s old myth until we christen language afresh; until we show Language as the product of human endeavour; until we make available to all the result of certain enterprises undertaken by men who are still regarded as the unfortunate descendants of languageless and deformed slaves.
(George Lamming, The Pleasures of Exile).
«Esta isla es mía, de mi madre Sycorax, y tú me la robaste», reprocha contundente Calibán a Próspero en La tempestad, una de las últimas obras que escribió Shakespeare y en la que no pocos intelectuales del Caribe se han inspirado para ilustrar el conflicto subyacente a las sociedades coloniales de la región. El nombre Calibán es un anagrama formado por Shakespeare a partir de la palabra caníbal, que a su vez está etimológicamente relacionada con el término Caribe, pues los caníbales, término que Cristóbal Colón popularizó para referirse a los súbditos de Khan, eran los pobladores del Caribe —Colón pensaba que estaba en Asia, en la tierra del gran Khan—. Por estas referencias, se ha vinculado a Calibán con la visión eurocéntrica que se tiene sobre los nativos americanos y africanos esclavizados en el Caribe.
Aimé Césaire, el escritor de La Martinica que reescribió la obra de Shakespeare, en Une Tempête celebra los ataques verbales de Calibán contra Próspero y cuestiona el control hegemónico que este último ejerce sobre la isla, una colonia típica del Caribe. Que el linaje de las naciones se fundamenta en la lengua ya lo decía Samuel Johnson, quien sostenía que el único modo de discernir la génesis de las naciones y las relaciones entre estas era mediante el estudio del lenguaje. Césaire ahonda en esta cuestión y se centra en la resistencia de Calibán al control del lenguaje que le quiere imponer Próspero, lo que implica, a su vez, el control de la isla.
Próspero y Calibán no hablan el mismo idioma. El primero es dueño y el segundo es esclavo. Ambos quieren la isla. Para Césaire, es fundamental que Calibán se oponga a hablar la lengua del opresor y reivindique la suya, una idea que pocos han expresado tan bien como George Lamming, el poeta de Barbados, en su obra Los placeres del exilio, donde mantiene que para acabar con el viejo mito de Próspero hay que bautizar, es decir, dar otro nombre, a la lengua, y utilizarla como herramienta en las acciones emprendidas por los descendientes de los esclavos, a los que todavía se considera hoy hombres deformes sin lenguaje.
La primera colonia que consiguió la independencia de la metrópolis en el Caribe fue Haití. También fue el primer Estado que, unos ciento cincuenta años después, reconoció el estatus de lengua oficial al creole hablado por la mayoría de la población. Hablamos de la historia de la colonia Saint-Domingue, conocida en el siglo XVIII como la Perla de las Antillas.
El origen de Saint-Domingue tiene lugar cuando, en 1625, un puñado de bucaneros franceses se atrincheraron en un islote, al que llamaron Tortuga, situado en el extremo occidental de La Española —la isla que actualmente comprende los Estados de Haití y República Dominicana—. Pronto comenzaron a crear asentamientos permanentes y, en la década de 1660, la Compañía Francesa de las Indias Occidentales tomó el control de la zona. Durante aproximadamente un siglo, una serie de complejos acontecimientos políticos, socioeconómicos y demográficos motivaron que el insignificante asentamiento del islote Tortuga prosperase hasta convertirse en la colonia más rica de Francia, responsable de un tercio del comercio exterior francés, gracias al trabajo de los esclavos.
La presencia de africanos la encontramos ya durante el periodo inicial de la historia de Saint-Domingue. Desde la década de 1640 hasta finales del siglo, los africanos constituyeron una minoría numérica que, en la mayoría de los casos, vivían en pequeñas haciendas rurales y se dedicaban a la cría de ganado y el cultivo de cacao, tabaco, algodón, café e índigo. Trabajaban codo con codo con la población de origen europeo para que los primeros asentamientos fueran habitables y rentables a toda costa y contra viento y marea. Muchos de los europeos eran sirvientes no abonados, engagés en francés, individuos que, con el objetivo de huir de la pobreza en Europa, se prestaban a servir en una hacienda durante un periodo de tres, cinco o siete años a cambio del pasaje y de la manutención. Pasado el tiempo acordado, recuperaban la libertad y, dependiendo de su contrato, podían recibir una compensación económica o una parcela de tierra.
Durante el siglo XVII, los esclavos nunca llegaron a ser un tercio de la población colonial. En las haciendas, los africanos y sus descendientes aprendían francés —posiblemente más de un dialecto, pues el francés no era entonces la lengua relativamente homogénea que es hoy—. Sabemos por informes coloniales que había africanos en Saint-Domingue que hablaban francés con bastante fluidez. Por tanto, entre los primeros dialectos de la lengua endógena de Haití debió de haber variedades que se crearon con un alto grado de exposición al francés. Al menos, y esto es un hecho incontrovertible, el léxico haitiano comparte etimología con el francés. En suma, la lengua haitiana comenzó a desarrollarse bajo un alto grado de exposición al francés, antes del boom azucarero, el factor económico que lo cambió todo.
El comienzo del siglo XVII en Saint-Domingue fue testigo de la transición de una sociedad de hacendados a una sociedad de plantaciones alimentada por la creciente popularidad de la explotación a gran escala del cultivo de azúcar y el aumento de la trata de esclavos. Las plantaciones solían estar gestionadas por sus propietarios, que mandaban sobre los capataces, sus hombres de confianza, que, a su vez, mandaban sobre los trabajadores cualificados, los esclavos de la casa y, finalmente, los esclavos del campo. Con el paso del tiempo y como consecuencia de las relaciones sexuales entre blancos y negros, surgieron grupos de mulatos, creoles. Y la composición étnica continuó cambiando; la vida en las plantaciones era tan dura que la esperanza de vida era de cinco a diez años tras la llegada, así que los colonos tenían que importar mano de obra para poder explotar sus plantaciones —la mayoría, población esclavizada de origen africano—. Con esta situación, la lengua creole de la colonia se iba modificando, pues la exposición de los africanos a las variedades francesas disminuía a medida que aumentaba el grado de segregación en las plantaciones. Esto causaba la introducción de elementos divergentes en las variedades iniciales del creole dependiendo del tiempo de exposición de unas variedades a otras, del tipo de relación que hubiera entre los hablantes y de las distancias tipológicas entre las variedades.
El creole haitiano del siglo XVIII tenía tantas variedades que, a grandes rasgos, el martiniquense Moreau de Saint-Méry, tras ser nombrado miembro del Consejo Superior de Saint-Domingue, dejó anotado en sus papeles que la lengua era a menudo ininteligible cuando la hablaba un africano, incomprensible incluso para los creoles jóvenes, quienes la aprendían naturalmente desde una edad temprana, y señalaba que los europeos, independientemente del tiempo vivido en la isla, nunca la hablaban bien con todos sus matices. Esos individuos de ascendencia europea en 1791 eran menos del 10 % de una población en la que al menos el 90 % ciento eran esclavos negros —setecientos mil, según algunas estadísticas—. Así pues, la ecología lingüística, que cien años antes había estado dominada por las variedades criollas más cercanas al francés, cambió de modo que las variedades más reestructuradas con elementos de lenguas africanas llegaron a ser las más numerosas a partir del siglo XVIII, ya que la proporción de africanos recién llegados había aumentado sustancialmente. En poco más de cien años se creó, reestructuró y consolidó una lengua nueva, la lengua de la mayoría, la de los oprimidos de la colonia.
El caso de Saint-Domingue demuestra que los oprimidos son capaces de tomar las riendas de su propio destino cuando las circunstancias no les son del todo adversas. Cuando estalló la Revolución francesa y las más importantes potencias europeas se enfrentaron en guerras interimperialistas, los esclavos vieron una oportunidad que no desaprovecharon. Encontraron aliados entre los trabajadores rebeldes de la metrópolis francesa y a un líder en Toussaint-Louverture, quien, a pesar de ser nieto de un hombre vendido como esclavo en Benín, llegó a ser gobernador de Saint-Domingue. En 1791 comenzaron la revolución que los llevó a convertirse en el segundo país del continente americano en liberarse del dominio colonial, después de los Estados Unidos, y, lo que es más significativo, en ser la primera excolonia del mundo en constituirse como Estado para ser gobernado por exesclavos de ascendencia africana, en una época en la que la trata de africanos era rampante. En 1804 consiguieron la independencia de Francia y la excolonia pasó a llamarse Haití. La lengua mayoritaria, el kreyòl ayisyen, fue también la primera de las lenguas creole en ser reconocida como lengua oficial en una Constitución. A diferencia de lo que ocurrió en la isla de la obra de Shakespeare, en Haití Calibán venció a Próspero.
Bibliografía:
DeGraff, M. y Aboh, E. 2017. «A Null Theory of Creole Formation». En The Oxford Handbook of Universal Grammar, editado por Roberts, I.
Ha elegido un mal ejemplo: el destino de Haití es cualquier cosa excepto envidiable.
En efecto, no solo es el país más pobre, también es el más desastroso.
El reino de este mundo, de Alejo Carpentier, ilustra bien la historia reciente de Haití. Es una novela excelente que parece pura fantasía de tan real.
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