«Me gustaría decir que ha sido una foto finish, pero lo cierto es que el resultado es claro. Soy un apasionado defensor de la reforma pero cuando la respuesta es tan contundente no hay nada que hacer que no sea aceptarla». Con estas palabras y cara contrita compareció el ex vice primer ministro Nick Clegg para valorar los resultados del referéndum. Un punto del acuerdo de coalición entre los conservadores y los liberal-demócratas era realizar un plebiscito sobre la reforma del sistema electoral de la Casa de los Comunes. El 5 de mayo de 2011 la participación alcanzó un 42,2 % del censo y el portazo al cambio fue sonoro: el 67,9 % dijo que no.
La del voto afirmativo era una lucha contra la tradición. Una de las señas de identidad de los países anglosajones, de Inglaterra en particular —los escoceses tienen otro sistema para sus elecciones a Holyrood—, es el conocido como sistema mayoritario simple o sistema first-past-the-post. Este modelo es relativamente sencillo y ha sido trasplantado tal cual a casi todas las colonias británicas desde la India a Canadá o a Estados Unidos. El territorio se divide en distritos con una población equivalente y en ellos se escoge un solo diputado. Y como en Los inmortales, solo puede quedar uno, así que aquel candidato que consigue la mayoría simple de los votos es el que obtiene el acta.
En muchos foros anglófilos se escucha alabar este sistema por su cercanía, por su sencillez, por la estabilidad que da a los gobiernos. En otros se lo critica por su poca representatividad y por penalizar a las minorías. En todo caso su origen dista mucho de ser objeto de un diseño premeditado y no es la primera vez que fracasa su reforma.
La mano de la historia
Un elemento crucial para el modelo representativo es el sistema que se emplea para escoger a aquellos que llevan la voz de los ciudadanos a las instituciones. Como sabemos desde Condorcet a Arrow, con las mismas preferencias sociales y diferentes reglas el resultado puede ser bien distinto. Precisamente por su importancia, la técnica de los sistemas electorales se fue depurando con el tiempo.
En la Europa del XIX los sistemas electorales solían basarse en distritos multipersonales mayoritarios. Es decir, en cada distrito se elegía a varias personas y el elector podía marcar tantas «cruces» como cargos a repartir. Por ejemplo, si en Edimburgo se elegía a cuatro diputados, el elector podía marcar cuatro cruces y se escogía a los que consiguieran el mayor número de votos. Cuando el rentista con derecho a voto iba al colegio electoral —el sufragio era restringido— no había algo así como una cabina o una papeleta estandarizada. Lo normal era que el votante anotara allí mismo sus candidatos o trajera los nombres escritos de casa.
A medida que las elecciones fueron haciéndose una práctica más regular, y los partidos empezaron a ser más competitivos, el sistema fue evolucionando. Muchos candidatos del mismo distrito tenían intereses comunes o eran colegas en el Parlamento, así que comenzaron a pedir el voto no solo por sí mismos sino también por sus aliados de distrito. Para ello comenzaron a seguir una peculiar estrategia: hacer papeletas impresas con su nombre y el de sus colegas. Habían nacido las listas cerradas y bloqueadas. Todos los diputados de la circunscripción, gracias a que las listas se fueron extendiendo, recaían para el partido que obtenía la mayoría simple —cuyos integrantes coincidían casi a la par en votos—. Mientras, los candidatos independientes fueron desapareciendo ya que las minorías sistemáticamente quedaban sin representación.
Ante esta situación los sistemas se fueron reformando. La vía inglesa fue la partición de esos distritos en más pequeños —fue un proceso que duró todo el siglo— hasta convertirse tras la II Guerra Mundial en el actual sistema con un solo representante. Este proceso de redistritamiento tuvo consecuencias que harían que el ejecutivo terminara por imponerse al Parlamento. Los distritos cada vez eran más poblados y las viejas redes clientelares ya no servían para ganarse a los electores, que fueron aumentando progresivamente gracias a la expansión del sufragio. Ahora hacía falta mostrarse en los periódicos como el campeón de tus electores. La gestión de la cola de asuntos y mociones en el Parlamento fue lo que hizo que progresivamente, como árbitros, los diputados se fueran plegando al ejecutivo y a los líderes de los partidos.
Así es como tories y whigs se fueron formando hace dos siglos, partidos de notables ligados a este clásico sistema electoral. La cosa comenzó a zozobrar cuando el Partido Laborista empezó a llamar a la puerta. Justo por aquellas fechas, cuando algunos diputados de izquierda empezaban a dejarse ver por Westminster, llegó un nuevo modelo del otro lado del Canal. Muchos países empezaron, arrancando con Bélgica en 1899, a adoptar sistemas electorales proporcionales. El país de Victor D´Hondt inició un contagio que terminaría llegando a casi todos los países europeos para principios de la Segunda Guerra Mundial. Esta reforma en algunos países, como por ejemplo Dinamarca o Italia, llegaría a aprobarse con amplios consensos e incorporando en las mismas leyes paquetes de carácter educativo y social.
El debate, como es natural, terminó llegando al Reino Unido. Entre 1883 y 1885 el Gobierno liberal de Gladstone se planteó la idea pero no llegó a aprobarse y se optó por una estrategia de cooperación entre los liberales y los laboristas. El candidato más débil de los dos se retiraría para favorecer una alianza electoral que derrotase a los conservadores. El éxito de esta estrategia en 1906 terminó de persuadir a los liberales de que mantener el sistema electoral vigente era buena idea. Aunque entre laboristas la reforma era más popular, su líder y futuro primer ministro Ramsay McDonald insistió en que había que mantenerlo a toda costa. Su tesis se impuso en la conferencia del Labour en 1914: «Un sistema proporcional podría ayudar en el corto plazo, pero el actual terminará ayudando más tan pronto el sufragio sea universal y permita barrer a nuestros competidores por la izquierda».
La historia le dio la razón. En 1917 y 1918 se votaron mociones en el Parlamento para aplicar un sistema proporcional en el Reino Unido. Aunque la primera solo descarriló por siete votos de diferencia, los conservadores se oponían por sistema y los diputados liberales, aunque divididos, también eran reacios. Solo los laboristas estaban en su mayoría a favor. Sin embargo, en 1922 la desastrosa campaña liberal valió a los laboristas ser por primera vez el primer partido de la oposición, con ciento noventa y un diputados frente a los ciento cincuenta y cuatro liberales. Ya no había pacto ni colaboración posible y, de nuevo, solo podía quedar uno. Así que cuando en 1924 se volvió a votar la reforma electoral todos los liberales estuvieron a favor y… los laboristas en contra.
Uno suele querer una reforma electoral cuando el sistema le perjudica y desde aquel momento el sistema a quien beneficiaba era al nuevo partido de izquierdas. Mientras, los liberales se fueron volviendo irrelevantes y el sistema electoral mayoritario inglés, el first-past-the-post, siguió demostrando su poder a la hora de favorecer una competición a cuatro manos.
Los efectos del sistema first-past-the-post
Todos los sistemas electorales cumplen por definición el principio del sheriff de Nottingham, robando escaños a los (partidos) pobres para dárselos a los (partidos) ricos. La discusión está en la medida en que se considera tolerable y en sus implicaciones políticas. Si el sistema es proporcional es más probable que exista multipartidismo y Gobiernos en coalición, con todo lo que supone de negociación entre élites, posible inestabilidad o dispersión de responsabilidades políticas. Si el sistema es mayoritario tenderá a haber más gobiernos de un solo partido y menor pluralidad política, pero también mayor facilidad a la hora de identificar al culpable de una mala gestión y echarlo del Gobierno. Se suele plantear que hay que elegir entre ambos modelos y que el first-past-the-post es un extremo.
En el caso del sistema británico su peaje en proporcionalidad es de los más altos del mundo. Este sistema refuerza las dos opciones más votadas en cada distrito; bien porque los demás votos se pierden, bien porque los votantes hacen voto estratégico para no malgastarlo, bien porque nuevos partidos prefieren no competir al no tener ninguna oportunidad. Esto, que se estudia desde Duverger, no implica necesariamente bipartidismo si las «parejas de baile» son diferentes. Por ejemplo, en Escocia los dos principales partidos son el SNP y los laboristas mientras que en Inglaterra son laboristas y conservadores. El resultado final es un Parlamento plural pero tendiendo a haber dos competidores fuertes por territorio.
Además, aunque se dice que este sistema favorece la rendición de cuentas —echar a los partidos del poder más fácil— no siempre está claro. Según se calcula casi un 70 % de los distritos tienden a ser «seguros». Es decir, que hay tanta diferencia entre el primer y el segundo partido que el primero puede poner de candidato a un palo de escoba que ganará igual. Las elecciones solo se juegan en esos distritos que pueden cambiar de manos. Un ejemplo clásico es la elección general de 2005. Los laboristas perdieron diez puntos y solo quedaron tres puntos por encima de los conservadores. Sin embargo, como el castigo estuvo mal distribuido territorialmente —aunque por menos margen, siguió quedando primero en muchos distritos—, Tony Blair pudo disponer de una nueva mayoría absoluta con apenas el 35 % de los votos.
Los defensores de este sistema alegan que, pese a su desproporcionalidad, favorece la cercanía entre diputado y representado. Es cierto que los diputados muestran un interés por su distrito muy superior al de un sistema de listas cerradas y bloqueadas. Tienen oficinas allí, se reúnen con sus electores y plantean vivas preguntas parlamentarias. Sin embargo, no es del todo cierto que ello se traduzca en un quiebro de la disciplina parlamentaria. En el Reino Unido los diputados terminan votando casi el 99 % de las ocasiones con su partido, lo que es lógico cuando el Gobierno depende de la mayoría parlamentaria para sobrevivir. Ahora bien, eso no significa que los diputados sean meras figuras decorativas; son importantes dentro de los partidos británicos y no pocas veces terminan siendo los que apuñalan a sus propios líderes.
Algo que se plantea como inconveniente es que el sistema se presta a la manipulación. Es el conocido riesgo de gerrymandering, que permite la modificación de los límites territoriales para obtener mayorías afines, dejando siempre en minoría a grupos sociales adversos —obreros, negros o lo que toque—. Pero por la otra parte el riesgo de clientelismo no es menor ya que los sistemas mayoritarios tienden a favorecer el pork-barrel. Si los diputados dependen solo de sus electores y no tienen que preocuparse por el gasto que se haga en otros distritos, lo normal es que pugnen por satisfacer las necesidades de sus circunscripciones. Como han señalado bastantes autores, los sistemas proporcionales suelen asociarse con más gasto público en servicios sociales mientras que los sistemas mayoritarios lo hacen con gasto en infraestructuras, un gasto que los votantes puedan ver y tocar. Esto puede llevar a inversiones descabelladas para venderse ante los electores y es especialmente frecuente en Estados Unidos.
Pese a ello, los sistemas mayoritarios first-past-the-post han demostrado una notable resistencia y casi nunca se han reformado. Tiene cierto sentido que un sistema que tiende a arrojar mayorías absolutas no quiera ser modificado por el que se beneficia de ellas. Quizá la única excepción es Nueva Zelanda. En ese caso sus ciudadanos, descontentos con las políticas de los partidos clásicos, con nuevos partidos en emergencia y una crisis económica importante, impulsaron un referéndum por el imprudente compromiso del primer ministro laborista. El resultado final fue la reforma hacia un sistema mixto de corte alemán y, pese a todo, las encuestas señalan que a muchos les gustaría volver al antiguo sistema. Los británicos no se la han querido jugar.
El referéndum de 2011
«Actualmente el Reino Unido emplea un sistema first-past-the-post para elegir a sus miembros de la Cámara de los Comunes. ¿Debería cambiarse por el sistema de voto alternativo?». Esta fue la pregunta que se hizo a los británicos el 5 de mayo de 2011. El sistema de voto alternativo, también conocido como «primera vuelta instantánea», no era la primera vez que se discutía. El Gobierno de Gordon Brown en 2009 planteó esta idea y habló de la posibilidad de someterla a consulta pública. El sistema propuesto es relativamente sencillo. Se continuaría escogiendo un diputado por distrito pero los electores podrían poner un ranking de preferencias a cada uno de los candidatos. Pasarían a ser escogidos automáticamente aquellos con el 50 % de primeras preferencias. ¿Y qué pasaba si no había ninguno que cumpliera el requisito de la mayor? Se anularía el candidato que menos tuviera y se sumarían las segundas preferencias, repitiendo el proceso hasta lograr una mayoría absoluta.
El argumento que manejaron algunos laboristas y recogieron los liberal-demócratas era que este sistema daría más legitimidad a la elección. No bastaría con un voto más para ser elegido, haría falta la mayoría absoluta, luego sería un resultado más justo. Gracias a continuar con un solo candidato por circunscripción se mantendría la cercanía con el diputado propio del sistema pero los electores podrían marcar sus preferencias de manera sincera —no votando por el menos malo con la nariz tapada—. Además, podría favorecer a los candidatos menos extremos, aquellos que generaran menos rechazo, porque podrían acumular más segundas preferencias. Ni que decir tiene que esto era particularmente interesante para los liberales, situados en un punto medio entre el Labour y los conservadores.
Cuando los referéndums se hacen sobre cuestiones complejas los votantes suelen fiarse mucho de lo que les dicen sus partidos y en este caso no fue una excepción. Los conservadores, pese a haber transigido con el referéndum, hicieron campaña a favor del no. Su argumento principal no fue solo tradicional, sino que también alertaban sobre que los Gobiernos de coalición podrían volverse la norma en el Reino Unido. Los liberales, como es normal, hicieron campaña masiva por el sí pese a que el voto alternativo no era su reforma preferida, sino el sistema proporcional de voto transferible de Irlanda. En todo caso, lo consideraban un avance. Por último, los laboristas se dividieron casi por la mitad. El ya dimitido líder de los laboristas Ed Miliband pidió el voto afirmativo, pero casi cien diputados y conocidos exministros como David Blunkett o Lord Prescott pidieron el no. En parte por convicción, en parte para hacer más inestable el Gobierno.
Como es conocido, finalmente el no se impuso con claridad y la reforma del sistema electoral británico quedó aplazada sine die. El resultado no supuso la quiebra del Gobierno de coalición pero sí un duro golpe para los liberal-demócratas. Porque un sistema electoral es difícil de reformar pero cuando, como en el Reino Unido, está tan ligado a la historia política de un país es un reto complicado como pocos. Veremos si hay quien escarmienta en cabeza ajena.
Debería ser «segunda vuelta instantánea»