David Hurn nació en 1934 en Gales y allí se crio. Hitler se había hecho ya con el poder en Alemania y el padre de Hurn era un destacado miembro del cuerpo de operaciones especiales, así que aunque la guerra parecía lejana, el futuro fotógrafo vio como su madre se hacía con las riendas del hogar. Enseguida fue obvio que Hurn era un atleta en potencia y ya en su adolescencia el rugby se convirtió en una obsesión. Sin embargo, la idea de seguir los pasos de su progenitor no le desagradaba: este se había convertido ya en mayor del ejército británico y había participado en docenas de operaciones delante y detrás de las líneas enemigas. «La tentación era muy fuerte, no puedo negarlo», dice Hurn, tocado con una gorra y aspecto de hombre que lo ha visto, oído y vivido todo, pero que —aun así— insiste en quitarse importancia palabra tras palabra.
Hurn visitó Hungría, Nueva York, París, Moscú o Londres, se codeó con Cartier-Bresson o Lucien Freud, convirtió en iconos a Jane Fonda, Sean Connery o Ursula Andress, fotografió a la familia real, las protestas anti-Vietnam, la revolución en Hungría o los festivales de la isla de Wright, e imagen tras imagen se transformó en uno de los profesionales de la cámara más prestigiosos de la historia. Su curso en Newsport está considerado el mejor de Reino Unido y su nombre se asocia a la mitificación de los años sesenta a pesar de que el propio Hurn rechaza ser rehén de la nostalgia que se pega a la década como si fuera un hermano siamés.
Ahora, la editorial Reel Art Press lanza The 1960s, un tributo al trabajo de Hurn que reúne lo mejor de cincuenta años de trabajo ininterrumpido y que sirve de excusa para charlar con el legendario fotógrafo sobre su pasión por la cámara, su amor por Jane Fonda y su icónica pistola de aire comprimido.
¿Por qué escogió la fotografía?
Bueno, cuando yo era joven era muy disléxico, y en aquella época aquello estaba considerado un grave defecto, como si rebajara tu cociente intelectual. Así que aunque lo que yo realmente quería era ser arqueólogo, jamás pude planteármelo porque no tenía las calificaciones necesarias. En aquella época si no ibas a la universidad te tocaba servir en el ejército, así que fui e hice un año y medio en el ejército. Cuando ya estaba allí, y quizás esto que voy a contar es algo romántico, vi una fotografía en una revista llamada Picture Post. En aquel momento yo no tenía ningún interés en la fotografía. Bueno, pues vi aquella foto (que después supe que era de Cartier-Bresson, alguien que yo no sabia quién era aquel momento) y empecé a llorar, que es una cosa que no hago habitualmente. La historia, y espero que esta respuesta no sea demasiado larga, es que mi padre estaba siempre embarcado con su unidad militar y no lo veíamos nunca. Sin embargo, cuando venía a casa nos cogía a mi madre y a mí y nos llevaba a unos almacenes en Cardiff y allí le compraba un sombrero a ella (a mi madre le encantaban los sombreros). Supongo que por eso los sombreros de mujer siempre han sido una cosa muy poderosa en mi vida. Bueno, pues en aquella foto de Cartier-Bresson, un oficial ruso compraba un sombrero a una chica. Y no fue solo la nostalgia de pensar en mis padres sino que me di cuenta de lo poderosa que podía ser la fotografía, ¿sabes por qué? Porque aquella foto en Picture Post me pareció mucho más creíble que toda la propaganda sobre Rusia que podía leer en mi país. De un plumazo Cartier-Bresson se había cargado todos mis prejuicios.
¿Y cómo empezó?
Pues yo trabajaba de vendedor los fines de semana y por las tardes y por las noches empecé a hacer fotografías. Así de sencillo.
¿Cuál fue su primera cámara?
Mi primera cámara fue una Kodak Retina, una de esas cámaras retráctiles. Hace poco una revista me pidió que hiciera fotos con ella y no podría decir que sea muy distinta de la calidad de cualquiera de las cámaras actuales. Era una cámara amateur pero de una precisión asombrosa, y algunas de mis fotos favoritas las hice con esa cámara desde mitad de los cincuenta hasta los sesenta. Una cámara maravillosa, aún la tengo, por supuesto.
Empezó usted en el 55 a hacer fotos, ¿qué le interesaba por aquel entonces?
Correcto. Empecé a mediados de los cincuenta y mi interés era el mismo que ahora: ver la impresión de la gente, cómo la vida se abre frente a la cámara, cómo era innecesario crear nuevas realidades porque la existente era insuperablemente interesante. Me gustaba fotografiar las cosas tal y como eran y esto nunca ha cambiado. Siempre he sido un reportero, o un periodista personal si quieres llamarlo así, alguien que ha hecho algo que le gustaba. Siempre he buscado fotografiar lo que me interesaba y después encontrar a alguien al que le gustara lo mismo que a mí y —sobre todo— que pagara por ello. Así fue como pude abandonar mi incipiente estado de malnutrición [risas].
No sabiendo nada de fotografía supongo que no tenía ningún referente…
Ninguno en absoluto, tienes toda la razón. No sabía nada de nada. Lo que hice, sin embargo, fue empezar a frecuentar los coffee bars, que en aquella época se habían puesto de moda y eran locales gigantescos con muchísima vida. Allí descubrí algo curioso: si tú tenías entusiasmo genuino te encontrabas a ti mismo atrayendo a otras personas como tú. Creo que ahora lo llaman networking, pero en aquella época no es algo que hicieras a propósito o con alguna intención determinada.
La cuestión es que si hablas de algo con entusiasmo, atraes a alguien que habla de lo suyo con entusiasmo y aprendes a diferenciar a los que dicen y a los que hacen. Así que empecé a coleccionar (por así decirlo) «hacedores», gente que hablaba poco y hacía mucho, y nos enriquecíamos los unos a los otros. Conocí a Colin Wilson, Lucien Freud o Ken Russell, y con el tiempo esas personas se convirtieron en amigos, y cada vez me hacía más rico como ser humano, porque —y esto es una verdad absoluta— siempre puedes coger algo de alguien que es mejor que tú. Nada es más destructivo que rodearte de gente menos entusiasta y comprometida que tú. Eso es deprimente. Absolutamente deprimente. Pero si encuentras gente más comprometida que tú, no sé, como Weegee o Cartier-Bresson, cuando estabas en compañía de ellos querías hacer más y más, y eso es lo único en que pensabas.
He sido afortunado y he conocido a gente de este tipo, a muchísima gente. Por eso ahora las únicas exposiciones que me gustan son aquellas en las que puedo robar algo, guardarlo en mi cabeza y usarlo más tarde. Si voy a exposiciones que no me gustan, de gente mediocre, me enfado porque he perdido dos horas de mi vida en algo que no va a servirme de nada. No hay nada que me cabree más que eso.
¿Cree que el contexto cultural en el que nos movemos ahora es mucho más pobre y menos ambicioso que en el que usted creció?
Estoy totalmente en desacuerdo con esa visión. Cultura es la manera en la que vivimos nuestras vidas. Si vives en la cima de la montaña y llueve todo el rato, tu cultura depende de eso y si vives en el desierto, tu cultura es otra cosa completamente distinta. Yo no pretendo cambiar nada, solo ver las cosas y fotografiarlas tal como son, con honestidad, por supuesto, con el filtro de mi experiencia y mis prejuicios. Mira, lo único que quiero cuando alguien mire una foto mía es que piense: «esto pasó de verdad». Que sepa que no lo preparé, no lo cambié, no lo alteré. Estoy diciendo que esto es lo que encontré interesante en ese determinado momento… me he ido un poco de la respuesta, pero lo que quiero decir es que la vida cambia continuamente y lo que pase mañana será la cultura del mañana. No habrá más o menos cultura, será otra cosa, será distinta. Antes comprábamos libros o vinilos, ahora la gente se comunica a través de iPads o smartphones. Esa es la cultura actual y no sabría decirte si es mejor o peor, solo sabría decirte que también es cultura.
¿Cuál es su primer recuerdo de los sesenta? Lo primero que le venga a la cabeza.
Mi primer recuerdo de los sesenta es de hecho los sesenta [risas]. Todo lo que pasó en mis sesenta empezó a pasar a finales de los cincuenta. Los periódicos hablan de todo lo popero que pasó en los sesenta pero lo cierto es que eso solo pasaba en Mánchester o Londres, en las grandes ciudades. Yo estaba en medio de lo que pasaba y sabía de qué iba, conocía a Duffy, Donovan o Bailey y lo que hacían no puede llamarse rebelión, aunque fuera algo contra el establishment, porque no era metódico como antes, era gente que hacía cosas de una forma distinta. Toda esa gente, los Beatles, los Rolling Stones, tipos que se habían enseñado a sí mismos a tocar un instrumento… era muy excitante si eras parte de ello, pero había gente que quería publicitarlo como si aquello fuera todo lo que había cuando a la mayoría de la gente en el Reino Unido o en el mundo le importaba todo un pito. Si eras un inmigrante que llegabas a Gran Bretaña porque habían destruido tu hogar te importaban un pito los Beatles. Antes de saber qué música te gusta tienes que tener el estómago lleno. Eso me molestaba y me sigue molestando: esa parte de idolatrar una época por ese uno por ciento que en realidad no le importaba a nadie, excepto a los que estaban allí chupando del bote.
Entonces, ¿por qué tenemos esa obsesión con glamourizar los años sesenta?
Oh, porque vende revistas y libros, la gente tiene títulos y másteres sobre los sesenta y da clases de ello, pero a mí me importa un pito. Prefiero las revueltas, los viajes, las protestas… allí es donde veo la gente. ¿Los sesenta? A quién demonios le importa. Yo estaba allí, no fue para tanto [risas].
El público está muy familiarizado con su trabajo con James Bond, Barbarella y los Beatles, pero conocen muy poco el resto de su obra, mucho más «social» si me permite que la llame así.
Sí, y es curioso porque la parte social es mi verdadero yo, lo demás son cosas que hice para vivir. Claro, si trabajas con los Beatles es obvio que vas a ganar mucho dinero y que ese dinero va a servirme luego para hacer mis cosas. Una cosa que nunca he hecho es aceptar encargos, porque nunca sé si puedo acabarlos. Prefiero ir a una revista, proponer mis temas y esperar que les interesen. Por ejemplo, cuando tenía veintiún años fui a Hungría a cubrir la revolución y me pagaron bien por ello, puede ser suerte o simplemente entender lo que otra gente puede encontrar interesante en un determinado momento.
¿Espera que el libro que acaba de editar llene ese hueco en el conocimiento que los aficionados a la fotografía tienen de usted?
Eso es literalmente lo que quiero hacer con ese libro. No quería hacer un libro sobre los Beatles, Bond o Barbarella. Pasé dos semanas con cada uno de esos personajes y ni un día más. Quizás fue más tiempo con Jane Fonda porque estuve en todo el rodaje, pero el resto de mi vida ha sido mirar con la cámara al mundo y tratar de encontrarle algo de sentido. Lo que pasa es que cuando haces algo icónico como James Bond, eso es de lo que el todo el mundo quiere hablar. Y claro, financieramente, fue muy importante. Pero si me haces elaborar una lista sobre mis trabajos favoritos estaría muy abajo. La parte de los Beatles, por ejemplo, ese trabajo que hice con los fans, la masa, es mucho más significativa que los propios Beatles. Y con Barbarella hice más de cien portadas, pero para mí lo mejor fue ver a Roger Vadim en el backstage cortando piezas del vestido para hacerlo más y más corto. Ese set de fotos me parece mucho más interesante. Espero que el libro ayude en eso. Ha habido una reseña reciente en el New York Times que dice básicamente «este podía haber sido otro libro sobre los sesenta, hablando de lo mismo que los otros mil libros sobre los sesenta, y sin embargo aquí encontramos de verdad lo que en esencia estaba pasando en los sesenta, que no pone énfasis en la cultura pop». Si eso es lo que consigo transmitir me doy por satisfecho.
¿Qué sabía de los Beatles antes de trabajar en el rodaje de Qué noche la de aquel día?
Yo no sabía nada de los Beatles antes de conocerles, ellos eran famosos pero nunca me habían interesado demasiado. En aquel momento estaban llegando al pico de su fama, pero —repito— lo que me cogió con la guardia baja eran sus fans. Lo de sus fans no se ha visto jamás con ningún otro grupo: nunca. Un día les llevé en el coche al estudio y me pasé todos los semáforos en rojo porque si paraba hubieran arrancado las puertas del coche y se los habrían llevado. No exagero, nunca hubiéramos llegado a ningún sitio, así que me pasé todos los semáforos en rojo y —naturalmente— nadie me dijo nada. Fue bizarro, surrealista.
¿Qué recuerda de ellos?
Pues que era imposible que aquellos cuatro tipos fueran amigos o —ni siquiera— que se cayeran bien. Paul me pareció un pomposo, se creía que era el cerebro del grupo y actuaba como tal; John era un intelectual, correcto pero distante; George era el único de verdad interesado en la música, quería ser un gran músico, le veía siempre hablar con otros guitarristas, era un tipo genuino con ganas de aprender. Con el que me llevaba mejor era con Ringo, un hombre muy afable, muy simpático y generoso. Pero lo que más me llamó la atención era la imposibilidad de fotografiarlos hablando de un modo natural si no estaban rodando. Tengo la impresión de que no se soportaban, de que no se gustaban en absoluto… quizás es algo personal, porque yo quería tenerlos a los cuatro en una fotografía y aquello era imposible a menos que les pidieras que posaran.
Corre por ahí una leyenda urbana sobre la pistola de Sean Connery en las primeras entregas de la saga de James Bond…
[Risas] Bueno, cuando empezaron a rodar la saga, el publicista de la película, con el que yo había trabajado en Rey de reyes, me dijo: «Perdona, David, tengo un trabajo para ti, es una para una película de serie B y no quiero darte mucho la tabarra con ello, pero necesitamos unas fotos para un póster y la promoción». Por aquel entonces Sean Connery no era famoso, ni conocido, solo había hecho teatro y algo de cine y al parecer era bastante bueno, pero no era alguien popular. Lo que pasó es que la primera película funcionó muy bien y quisieron hacer otra muy rápidamente, así que tuvimos que hacerlo por la noche ya que mañana y tarde rodaban. Bueno, pues alquilamos un local en Londres para hacer las fotos allí. Se presentaron Albert Brocoli [productor de la saga], un buen número de ejecutivos de United Artists y un montón de señoritas que —supongo— de un modo u otro acabarían saliendo en la película. Tom, el publicista, me llevo a un aparte y me dijo: «David, tenemos un grave problema: hemos olvidado la maldita pistola». El estudio estaba a dos horas de Londres, así que era imposible irse hasta allí a recuperar el arma y volver, simplemente no era viable. Así que le dije, «Mira, yo tengo una pistola de aire comprimido porque de cuando en cuando me gusta ir a disparar con ella. Es una Walther y nadie notará nada, es imposible distinguirlas. La única diferencia es que la pistola de aire tiene un cañón muy largo pero puedes pedir que lo corten cuando produzcan el póster, no tendría que tener ninguna dificultad». Lo que pasa es que se olvidaron completamente del asunto, por supuesto, así en las tres primeras pelis de James Bond, Sean Connery salía posando con una pistola de aire comprimido [risas].
¿Conserva la pistola?
Esa es una historia aún más extraña, yo no la usaba y pensé en darla a Oxfam para que la subastaran y sacaran algo de dinero, sin embargo en aquel entonces conocí a alguien en Christie’s o quizás en Sotheby’s, no estoy seguro. La subastaron y obtuvo unos miles de libras. Lo curioso es que, tres años después, volvió a salir a la venta y la compraron por doce mil libras y, lo que es aún mejor, hace unos dos años, la subastaron de nuevo y alguien se hizo con ella por doscientas cincuenta mil libras. Supongo que la compró algún americano, un tipo rico, un coleccionista, no lo sé. Pero lo que puedo decir es que hay gente que tiene mucho más dinero que sentido común [risas]. Es como vender copias de fotos, hacer ediciones de cinco o diez y venderlas por burradas. Hacer algo así con negativos que pueden ser reproducidos indefinidamente me parece extrañísimo: y todo para que un rico pague unos miles de dólares por una foto de la que se pueden hacer un millón de reproducciones. Preferiría hacer larguísimas tiradas a precios muy reducidos para que todo el mundo pudiera tener acceso a ellas que no todo lo contrario, pero supongo que ese es el mundo en el que vivimos.
Déjeme preguntarle —porque no puedo dejar de hacerlo— qué recuerda de Barbarella.
Pues que era una tira cómica muy conocida en Francia y ya tenía una gran base de fans allí y por media Europa, con lo cual hacer una película sobre el tema tenía mucho sentido. ¿Por qué tuvo tanto éxito? Pues creo que el secreto es que Jane Fonda es una actriz maravillosa, que interpretó el personaje con naturalidad, y esa idea de una mujer normal vagando por ese mundo extraño y surrealista tenía una fuerza increíble. No es que Roger Vadim fuera un gran director de cine pero, eso sí, tenía un talento alucinante para saber qué le gustaría al público y con Barbarella acertó de lleno.
¿Y de Jane Fonda?, ¿qué recuerda?
Pues que me enamoré de ella, era inteligentísima, estaba realmente motivada, creía fervientemente en determinadas cosas —aunque a veces las cosas fueran unas y luego otras completamente distintas— [risas] y era muy valiente. Cuando la guerra de Vietnam decidió que tenía que ir a hablar con vietnamitas del norte y eso le podía haber costado su carrera, podría no haber trabajado nunca más, pero hizo lo que creía que era correcto y eso me parece increíblemente noble. La amé profundamente… ese es mi recuerdo de Barbarella, porque el resto era solo hacer una película. Es verdad que lo más interesante de hacer cine es la gente que puedes conocer y en ese sentido yo me acuerdo mucho de Serguéi Bondarchuk, el director de Waterloo, y de Nicholas Ray, que fue un gran amigo. También conocí a gente como Rod Steiger, un actor afiladísimo y maravilloso, y esa era para mí la gracia de trabajar en la industria. Claro, que también conocí a un buen número de gente miserable, maleducados que jamás asumían su responsabilidad, gente insegura, malos actores y que cuando la pifian siempre buscan a alguien que cargue con las culpas.
Antes hablaba de Fonda y Vietnam, ¿jamás ha sentido la tentación de imprimir en sus imágenes una carga política más potente?
No soy una persona política, si fuera así sería político. Tengo un montón de amigos que están en ese mundo pero no forma parte de mis intereses, es un mundo demasiado complejo, imposible de reducir a una fórmula entendible. Uno de mis libros favoritos es Vietnam Inc. de mi amigo Philip Jones Griffiths. Es uno de los mejores libros contra la guerra jamás editados y es así porque Philip estaba absolutamente metido en ese mundo y su interés en el tema era inmenso. Yo no estaba interesado en aquello, pero eso no quiere decir que no trate de entender lo que pasa en el mundo, y pueda hacer comentarios basados en lo que veo o lo que intuyo. Por ejemplo, colaboro con la Cruz Roja y a través de ellos veo la complejidad de cualquier campaña que pretendan llevar a cabo. No sé cómo funciona la política en tu país… ¿cómo funciona la política en tu país?
No demasiado bien.
Supongo que son igual de cobardes que en todas partes, siempre preocupados por perder el poder y buscando la manera de conseguir unos cuantos votos más. Es asqueroso. Esa es una de las razones por las que me atrae mucho más el exotismo de lo mundano, las cosas que le suceden cada día a la gente de la calle. Cosas tontas, como, por ejemplo, el rodeo.
¿El rodeo?
Sí. No hay nada que me guste más que el rodeo. Y eso es porque puedes saber un montón de cosas de América yendo a un rodeo, de los cowboys, del ganado, del caballo. Cosas que sería imposible saber en ningún otro lugar y que te muestran el alma de un país, que se oculta en los lugares más insospechados.
¿No es difícil en ocasiones ser un simple observador?
Es muy fácil ser un observador si tu interés es real. Lo bueno de la cámara (lo mejor, en realidad) es que puedes esconderte tras ella. Además, si estás realmente interesado en algo es bastante fácil que te reciban bien. Al final es una cuestión de honestidad, y si ven que eres honesto te dan la bienvenida. El problema es esa nueva clase de periodismo que hace reverencias a su editor o a su director y necesitan embellecer, manipular lo que hacen para vendérselo a su jefe y que este pueda vender más revistas. El periodismo debería ser una de las profesiones más honorables del mundo porque te da la oportunidad de entrar en las vidas de desconocidos y descubrir quiénes son realmente, y eso solo se consigue a través de la honradez y el interés genuino. Todo eso ha quedado polucionado, contaminado por intereses que nada tienen que ver con la naturaleza del periodismo y por gente que no tiene ideales, que cree que el periodismo es entretenimiento. El periodismo jamás debería ser eso, debería ser algo mucho más elevado.
Le preguntaría por su foto favorita pero…
Mejor, mejor que no me lo preguntes. Depende de cómo me levante, si estoy deprimido pienso en una foto alegre y si me levanto alegre pienso en una foto deprimente.
Lo que realmente quiero preguntarle es si ha habido alguna foto que le haya resultado difícil de hacer.
Nada es difícil. Piénsalo: es apretar un botón en una caja que llamamos cámara [risas]. Lo complicado, lo realmente complicado, es el acceso. Por eso lo bueno de trabajar con una agencia tan poderosa como Magnum es el acceso y la distribución, y si los tienes detrás es bastante sencillo llegar a cualquier parte. Así que, para mí, el único problema es el acceso. Nada más.
Entonces, ¿no hay situaciones o personajes más complicados que otros?
Por supuesto hay gente complicada, pero a la gran mayoría de personas les gusta ser fotografiadas. Si ven que realmente están interesados en ellos no hay ningún problema. Lo difícil es cuando ven que solo es una postura y que realmente te importan un pito, entonces es cuando puedes recoger e irte con tu cámara a casa. Y créeme, eso pasa hoy en día con un buen montón de fotógrafos.
¿Qué hubiera sido si no le hubiera cogido cariño a la cámara?
Uf. Es una buena pregunta. Siento enorme admiración por los cirujanos. Tuve un cáncer terrible y las posibilidades de vivir eran remotas, pero aun así me devolvieron la vida. Así que creo que me hubiera gustado ser cirujano, debe ser bonito llegar a tu casa y saber que has salvado una vida.
También me atraía lo de ser veterinario porque me encantan los animales… en general me hubiera gustado cualquier cosa que al final del día te haga sentir mejor, te haga sentir positivo. Mira, el otro día fui a un concierto del pianista Daniel Barenboim, es un buen amigo mío, y recuerdo verle tocar sin poder creer lo que estaba viendo. Después fuimos a cenar, y le pregunté cómo un ser humano puede darle todo el rato a la tecla correcta, porque a mí me parece imposible. Así que le pregunté: «Daniel, ¿cuál es la esencia de lo qué haces?», y me dijo: «David, toco mucho el piano». Así que cuando un alumno me pregunta: «David, ¿qué tengo que hacer para ser un buen fotógrafo?», le digo: «Hijo, haz muchas fotos» [risas].
Too short
Muy buena entrevista.