En los convulsos años treinta de la depresión económica, los estertores de la ley seca y el gangsterismo, la aparición de la novela negra estadounidense supuso una ruptura con la tradición literaria policiaca previa, al sacar el crimen de los salones de la alta sociedad para devolverlo a las calles y, en consecuencia, dar carta de nacimiento a un nuevo tipo de literatura popular. En su libro Talking About Detective Fiction, la británica P. D. James comenta que la narrativa detectivesca tradicional «pertenece a la tradición de la novela inglesa que ve el crimen, la violencia y el caos social como una aberración, y la virtud y el orden como la norma por la que luchan las personas razonables, y que confirma nuestra creencia, a pesar de las pruebas que demuestran lo contrario, de que vivimos en un universo racional, comprensible y moral». Por el contrario, la novela negra que surge al otro lado del Atlántico es producto de las radicales transformaciones de la sociedad capitalista, y en sus páginas subyace un permanente cuestionamiento del sistema. La clave de la trama ya no reside en descubrir al criminal (¿quién?), sino en analizar sus motivaciones (¿por qué?) e investigar las causas que le empujan al delito, circunscrito en un entorno social basado en la explotación, el consumo y la marginalidad.
No por casualidad, el auge inicial de la novela negra coincide con la explosión de una nueva cultura marcada por el crecimiento urbano y los medios de masas, que permitiría la aparición de las revistas de quiosco impresas en pasta o pulpa de celulosa, material a base de madera barata que pone al alcance del lector medio cabeceras como Black Mask, donde comienzan a publicar novelistas como Dashiell Hammett, autor de Cosecha roja, considerada la obra fundacional del género, que fue editada como libro en 1929, pero había comenzado a aparecer por entregas en noviembre de 1927 en la citada revista.
El nuevo estilo literario, también conocido como hard-boiled y representado por autores como el mismo Hammett, Raymond Chandler, James M. Cain, Chester Himes, Horace McCoy o Jim Thompson, se caracteriza por su tono marcadamente realista, la ambigüedad moral de sus personajes y el traslado del protagonismo de la policía (corrupta y brutal en la mayoría de casos) al investigador privado de perfil escéptico y actitud descreída. Como explicó el propio Chandler en El simple arte de matar, la novela negra describe «un mundo en el que nadie puede caminar tranquilo por una calle oscura, porque la ley y el orden son cosas sobre las cuales hablamos, pero que nos abstenemos de practicar. No es extraño que un hombre sea asesinado, pero a veces resulta extraño que lo asesinen por tan poca cosa y que su muerte sea el sello de lo que llamamos civilización».
Es, también, una narrativa heredera tanto del lenguaje fílmico (el cine, por su parte, no tardará en adaptar algunos de sus títulos señeros) como de la prosa periodística, que sin embargo no llegará a publicarse con normalidad en España hasta los años setenta, precisamente por su permanente cuestionamiento de los valores morales y éticos que rigen la sociedad moderna. No son pocas las obras clave del género que se traducen antes en países latinoamericanos que en España, donde la prolífica tradición de la novela por entregas siempre había incluido tramas criminales, aunque desde una óptica relacionada con la concepción británica del género: se trata mayoritariamente de novelas de misterio o de detectives (según el modelo que podía representar el refinado Hercules Poirot creado por Agatha Christie) antes que de relatos de estilo hard-boiled.
Penetración en España
A finales de la década de los sesenta, la situación cambia y se inicia un progresivo descubrimiento del género por parte de la clase intelectual española. El especialista Salvador Vázquez de Parga, en La novela policiaca en España, recuerda que en 1967 Alianza Editorial había comenzado a publicar las obras de Hammett en su colección «El libro de bolsillo», pero es en la segunda mitad de los setenta, con el fin de la dictadura franquista, cuando se suceden los artículos divulgativos, los estudios analíticos (con mención especial para los de Javier Coma) y las colecciones monográficas. En 1977, la división «Libro amigo» de editorial Bruguera crea la serie Novela negra, donde van apareciendo todos los clásicos estadounidenses, y un poco más adelante surgen colecciones de quiosco como «Club del Misterio», que se inicia en 1981 con la seminal Cosecha roja, o la más ecléctica «Círculo del Crimen», que aparece en 1982 y amplía el abanico de autores, incluyendo a John Le Carré, Graham Greene o Mickey Spillane. En ambos casos, tanto las portadas como el papel en que se imprimen los títulos remiten directamente al pulp americano. También en 1981 aparece una revista especializada de efímera trayectoria, llamada Gimlet (en homenaje al combinado que suele beber el detective Philip Marlowe, creado por Chandler). Volviendo a Vázquez de Parga, «la novela negra norteamericana puso en contacto el crimen de ficción con la realidad social, dando testimonio de esta y, en algunas ocasiones y de modo directo, criticando esa realidad, pero lo hizo siempre desde las diversas ópticas y las distintas ideologías personales de sus autores. Sin embargo, para los intelectuales españoles, en un primer momento la novela negra no solo fue la variante realista de la novela criminal sino también la variante progresista y de izquierdas y la única novela policiaca válida por razones éticas y no estéticas».
Fue precisamente en la convocatoria de otra colección llamada «Círculo del Crimen», dedicada a autores españoles y publicada por la editorial Sedmay en 1980, donde lograría un accésit Un beso de amigo, la primera novela de Juan Madrid, que se enmarca en el nacimiento de una novela negra española heredera del estilo americano pero con rasgos identificativos propios.
La literatura policial tenía cierta tradición en España, como demuestran los libros del catalán Rafael Tasis, publicados en los años cincuenta, o algunas obras de Manuel de Pedrolo, aunque suele considerarse El inocente, de Mario Lacruz (1956), como el título inaugural de un modo diferente de concebir el relato criminal, haciendo mayor hincapié en su vertiente psicologista. En los años sesenta llegaría Francisco García Pavón, que da un aire castizo a la tradición policial mediante la creación de Plinio, jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso y protagonista de varias novelas, pero hay que esperar a las fechas ya señaladas para asistir a la verdadera eclosión del género en España. Como ha recordado Manuel Quinto, «en 1979 se publica la primera novela de Andreu Martín, Aprende y calla; la de Martínez Reverte, Demasiado para Gálvez; y Vázquez Montalbán gana el Premio Planeta con Los mares del sur. Al año siguiente, aparece la primera novela de Juan Madrid, Un beso de amigo, y de Julián Ibáñez, La triple dama».
Quinto ya cita a Manuel Vázquez Montalbán, sin duda la figura precursora de un estilo que arraiga con fuerza en un país recién salido de un régimen dictatorial cuyos residuos siguen muy presentes en la realidad cotidiana. El autor barcelonés había publicado en 1972 una inclasificable novela titulada Yo maté a Kennedy, donde asoma por primera vez el personaje de Pepe Carvalho, exagente de la CIA reconvertido en detective privado que reaparece como protagonista en Tatuaje (1974), la primera de una larga serie de novelas en las que Vázquez Montalbán lo retrata como un tipo hastiado y escéptico, que se mueve como pez en el agua por las alcantarillas de la ciudad condal. Caracterizado por sus exquisitas inclinaciones culinarias y su costumbre de encender la chimenea usando libros, Carvalho es el eje en torno al que se desarrollan unas historias que tienen como objetivo trasladar los rasgos de la novela negra americana a la realidad española del momento.
El propio Juan Madrid afirmó que «en España no podemos encontrar una novela negra hasta 1975 aproximadamente, ya que hasta entonces no existe un desarrollo capitalista suficiente, ni grandes urbes modernas. La aparición del cine y la prensa de nuevo cuño no surgen en nuestro país hasta los años setenta. Además, no existen libertades políticas hasta la muerte de Franco, lo cual dificulta la denuncia social, implícita en gran parte de estas novelas».
El género, por tanto, es una herramienta perfecta para explicar el presente en transformación del país, un tipo de novela social que, de nuevo según Madrid, «no plantea ningún tipo de solución, y al mismo tiempo que se descubre al criminal desvela todas las lacras sociales, la explotación y la crueldad del mundo actual, donde el capitalismo y el gangsterismo utilizan los mismos métodos».
Desde una perspectiva contemporánea, se da la paradoja, además, de que la novela negra es la herramienta más útil para aproximarse a la realidad española del postfranquismo y los primeros años de la transición. Tal como ha revelado la periodista y crítica literaria Carolina León, el canon novelístico de la cultura de la transición ha aceptado tímidamente los libros sobre la memoria histórica, pero no se plantea demasiado el presente, que es precisamente lo que hizo la novela negra en el cambio de los setenta a los ochenta. Mientras que en la actualidad «se ha perdido, en lo hondo del retrete, el convencimiento de que los actos literarios tienen, con o sin intención, significación política, y en el contexto de las publicaciones de amplia difusión la crítica ha perdido la batalla que desmonta visiones del mundo», en la incipiente novela negra española encontramos una mirada crítica sobre la sociedad del momento, probablemente la única que actualmente permite reconstruir aquellos años a nivel literario.
Manuel Vázquez Montalbán abundaba en la idea en Mirones de subsuelos, el texto que escribió para introducir la antología Negro como la noche: «Del dato sociocultural de una España en la que las ciudades ya eran definitivamente más importantes que el campo y el neocapitalismo duro se hacía el dueño cultural de la situación bien fuera bajo el palio del Opus, bien bajo el «preyupismo» pragmático de los cabezones del servicio de estudios de este o aquel banco, surgió lo que se llamó literatura policiaca española». Y añadía, de manera premonitoria: «Sin pretenderlo pretextualmente, hemos aportado la textualidad de la evolución social de España (¿y la transición?) en estos últimos veinte años».
En esa literatura realista en la que, según afirma Juan Madrid, «no hay buenos ni malos, no existe la figura romántica del detective y todos luchan por sobrevivir en la jungla, la nueva y despiadada ciudad», es donde se inscribe Un beso de amigo, su debut como novelista, publicado en 1980, que participa de una manera clara en una incipiente corriente literaria cuyo objetivo es adaptar los rasgos y estilo de la novela negra estadounidense a la realidad sociopolítica española posfranquista.
Tras los pasos de Chandler
Un beso de amigo comienza con el protagonista, Toni Romano, en busca de una díscola adolescente de clase acomodada, un encargo fácil que sirve para que el lector conozca al personaje y se familiarice con él. Poco después, su sobrino Alfredo le presenta a una seductora mujer que le contrata para descubrir el paradero de su marido Otto Schultz, chófer del empresario Elósegui, que ha desaparecido tras robar unos importantes documentos. En sus pesquisas, Toni Romano se reencontrará con algunos personajes de su pasado, al tiempo que descubrirá una trama que relaciona los intereses inmobiliarios con las organizaciones ultraderechistas.
Vázquez de Parga no duda en situar a Juan Madrid «en la más pura línea de la serie negra americana», calificando como chandleriano al protagonista de su primera novela. No le falta razón. Toni Romano es un investigador privado sin licencia que ejerció como boxeador y que, tras retirarse del ring, ingresó en la policía, que abandonaría para trabajar por cuenta propia. Un personaje duro, lacónico y cínico que, efectivamente, se mira sin rubor alguno en el Philip Marlowe de Chandler.
Como aquel, Madrid echa mano de la primera persona para contar la historia desde un punto de vista subjetivo, y recurre a un lenguaje directo y marcado por las frases coloquiales y el uso de argot. Aún más: la presentación del personaje en Un beso de amigo remite directamente a El sueño eterno, la primera novela de Chandler, que también daba a conocer a Marlowe. En la primera, Toni Romano debe localizar a una menor huida del acomodado domicilio familiar; no le resulta difícil, y pronto la encuentra en el salón de un chalé, donde descansa desnuda en un sofá. Inevitable evocar el momento en que Marlowe encuentra a la casquivana Carmen Sternwood en casa de Geiger en El sueño eterno.
Del mismo modo, es lícito establecer un paralelismo entre el trato que recibe Romano por parte de la madre de la joven descarriada con el que Mistress Regan dispensa a Marlowe en la novela de Chandler. A todos los niveles, Madrid se nutre de su predecesor estadounidense para establecer tanto los parámetros de conducta de sus personajes como diversas situaciones que desarrolla en la novela, en un ejercicio que alcanza incluso al modo de realizar algunas descripciones: No hay una excesiva diferencia entre «la puerta de entrada, capaz de permitir el paso de un rebaño de elefantes» (Chandler) y «una mesa capaz de dar cabida a una compañía de infantería» (Madrid), frases ambas que definen el modo de expresarse de los respectivos protagonistas. En el caso de Romano, incluso con alguna alusión directa al lector: «Me volví y le apliqué un directo a la boca que me hubiese gustado que hubiesen ustedes visto», comenta tras noquear a un matón, estableciendo de este modo una relación de cómplice empatía con su interlocutor literario.
Como Marlowe, Toni Romano es un personaje prototípico. En su caso, un exboxeador y expolicía de extracción obrera, hijo de un limpiabotas, que con el paso de los años se ha convertido en un tipo solitario, fumador y aficionado a la bebida, siempre con la casa manga por hombro. Es duro, resabiado, de puño fácil y posee un sarcástico sentido del humor: «La lechuga parecía la lija del tres para metales y si aquello era carne yo era el amante secreto de Carolina de Mónaco», dice para describir una comida. En ese sentido, Toni Romano se ajusta como un guante al arquetipo de género. Descreído, con códigos morales propios, forma parte de una larga tradición literaria y cinematográfica heredera de los clásicos del género. Sin ir más lejos, también tiene pasado como púgil el bostoniano Spenser, personaje creado por Robert B. Parker, un autor considerado heredero de Chandler hasta el punto de encargarse de concluir la novela que dejó inacaba: La historia de Poodle Springs. Y solo cuatro años después del nacimiento de Toni Romano como personaje literario, en 1984, hacía su aparición Toni Butxana, otro exboxeador reconvertido en detective, esta vez de la mano del escritor valenciano Ferran Torrent, en la novela No emprenyeu el comissari. Los tres, además, protagonizarían otras novelas de sus respectivos autores.
Otro de los elementos que conecta Un beso de amigo con el género americano clásico es el protagonismo de la ciudad. Madrid se convierte en un personaje más de una novela de corte urbano, que serpentea por sus calles y plazas en itinerarios perfectamente reconocibles, fundamentales para impregnar el texto del tono realista que persigue, aunque Toni Romano se mueve por una ciudad a menudo oculta, unos bajos fondos inequívocamente castizos poblados de bares, tugurios, porterías, gimnasios, aparcamientos y pensiones baratas por donde al caer el sol pululan putas, macarras, confidentes y perdedores de toda clase y condición. Una fauna entre la que el detective sin licencia se encuentra cómodo, en su salsa, especialmente por el barrio de Malasaña, zona de marginación y exclusión social de la época en la que tienen lugar algunos de los turbios manejos que desarrolla la trama, y que estrechan la distancia entre el bajo y el alto mundo, mostrando las relaciones entre el universo del crimen y las altas finanzas.
La galería de secundarios de Un beso de amigo tampoco tiene nada que envidiar a los de muchos títulos clásicos del género: Cuquita, confidente y chapero; Yumbo, boxeador venido a menos que malvive como informador y trabajando en un aparcamiento; el proxeneta Botines; Dora, la prima segunda de Toni y dueña del bar Torre Dorada; Charli, un matón violento y con pocas luces… Todos ellos forman parte de una geografía humana en cuyo trazado destacan algunas figuras de especial relevancia, como Torrente, el encargado de un gimnasio que funciona como tapadera de otros asuntos turbios y que emigró a Argentina, de donde ha regresado con dinero en los bolsillos y cierta respetabilidad pública. Por el contrario, cuando Romano visita la casa de Elósegui se encuentra con un empleado, un jardinero que ocupa el puesto que le corresponde en el escalafón social: «Yo combatí con los republicanos», aclara. Ecos de un pasado reciente que también sirve para explicar las relaciones entre Otto y Elósegui: «Se conocieron durante la guerra».
Torrente tampoco es el único personaje que se ha reciclado tras pasar una temporada en el extranjero y aprovechando los nuevos aires que corren en el país, como deja bien clara la descripción de otro proxeneta, el Vasco Recalde: «Era un tipo delgado y de estatura media, con barbita y modales finos. Se había educado en La Habana en tiempos de Batista y echado fama como reventador de huelgas y confidente de la policía en Madrid y Barcelona en la década de los sesenta. Supe que con la democracia se ganaba la vida como guardaespaldas de políticos y financieros». Una vez más, Madrid señala las conexiones con el pasado de personajes que se han adaptado con facilidad a la España de la transición.
Pero el personaje que sobresale por encima del resto y que, además, sirve al novelista para hacer una aportación singular y crucial al imaginario del género negro es el de Ana Schultz, la despampanante y aparentemente ingenua mujer que contrata a Romano para que localice a su marido. Una femme fatale arquetípica desde su entrada en escena: «Volví la cabeza. Era una aparición que caminaba hacia nosotros entre las mesas, deshaciendo conversaciones. Una mujer como aquella podía, ella solita, volver locos a la Curia. El alegre Alfredo se había quedado corto. Ella y su vestido verde hierba parecían haber crecido juntos. Aparentaba treinta años y llevaba el pelo rubio recogido detrás en dos trenzas. Toda ella exudaba un aire exótico y maléfico como el de un pecado». Una entrada en escena espectacular, puramente cinematográfica, que define al personaje antes incluso de que pronuncie una sola palabra.
Siguiendo el canon, a medida que avance la novela el lector descubrirá que esa mujer angustiada por la desaparición de su marido, y que trabaja como manicura en el Hotel Metropol, no es tan inocente como parece, ni en realidad está tan preocupada, ni es la esposa de Otto Schultz… Ni siquiera es una mujer: «Su pecho era liso como una tabla de planchar. El sujetador tenía forro plástico gomoso, perfecta imitación. No me costó mucho rasgarle sus braguitas blancas. Al romperlas, de su interior emergió, como un diminuto gusano que buscara la luz, un pene de niño sobre una ligera protuberancia peluda». En un brillante giro, Juan Madrid rompe en pedazos uno de los mitos por antonomasia del género y convierte a la femme fatale en un hombre.
La mirada periodística
Pero el mayor acierto de Un beso de amigo es su condición de crónica, su descripción de un aquí y ahora que, como ya se ha apuntado, la novela española va a ir eludiendo en el futuro. Probablemente, a causa de las similitudes entre la idealizada transición y el momento presente. Cuando a Toni Romano le preguntan por qué abandonó la policía, contesta: «Había veces que no distinguía entre ladrones de bolsos y ladrones sentados en despachos con secretarias y cargos sindicales. Cosas que había que callarse y otras que no. Ciertas actuaciones contra muchachos y muchachas cuya actividad más delictiva consistía en soñar un mundo mejor. Y quienes mandaban aplicar los correctivos eran casi siempre gente tan corrupta y manchada de sobornos que daba asco». Juan Madrid habla del presente que le toca vivir, pero cada palabra podría ser aplicada a la España actual, donde siguen si aclararse las circunstancias del caso 4F en Barcelona y los casos de corrupción policial y política ocupan titulares cada día. Una realidad que la novela negra supo radiografiar con toda su crudeza, pero que la literatura española del nuevo siglo suele eludir, con contadas excepción como la de Rafael Chirbes. Bajo la apariencia de una historia de género, de un clásico argumento «de policías y ladrones», Madrid está retratando un país que se vanagloria de salir indemne de la dictadura camino de una democracia de cuento de hadas, mientras esconde la basura bajo la alfombra.
De hecho, Un beso de amigo se gesta entre 1979 y 1980, un momento clave en la historia de España. En marzo de 1979 han tenido lugar unas elecciones legislativas en las que la Unión de Centro Democrático (UCD) liderada por Adolfo Suárez consigue una amplia victoria. Suárez, que había sido nombrado presidente del Gobierno en 1976 por el rey Juan Carlos I, repetía presidencia, puesto que ya había ganado las elecciones generales de 1977. Así pues, todo estaba «atado y bien atado», y España se preparaba para entrar en la modernidad de las democracias occidentales sin sobresaltos, sepultando bajo una capa de desmemoria su pasado reciente, que no solo resurgiría muy pronto (el frustrado intento de golpe de Estado de 1981), sino que seguía muy presente en la sociedad, tal como ponía de manifiesto la existencia del partido Coalición Democrática (antecedente directo del actual Partido Popular), de muy irónico nombre, si se tiene en cuenta que agrupaba, entre otros, a la Alianza Popular de Manuel Fraga (exministro franquista), la Acción Ciudadana Liberal de José María de Areilza (exministro franquista y Consejero Nacional del Movimiento) y el Partido Democrático Progresista de Alfonso Osorio (sobre quien pesó hasta su muerte, en 2018, una orden de captura internacional por crímenes de lesa humanidad cometidos durante la matanza del 3 de marzo de 1976 en Vitoria).
En esos comicios, la extrema derecha consigue representación parlamentaria por primera vez en España, ya que la coalición Unión Nacional (donde se enmarcan Fuerza Nueva y Falange Española) obtiene un escaño, que ocupará su líder, Blas Piñar. Solo unos meses después, Un beso de amigo establece claramente las relaciones entre la especulación inmobiliaria, la delincuencia de bajo perfil y la ultraderecha, involucrando en la trama a un personaje también llamado Blas, de apellido Sandoval, que preside el ficticio partido fascista Resurrección Española. De nuevo resulta inevitable establecer el paralelismo con la situación política del país.
La novela abunda en alusiones a la época y a la relación de los personajes con ella. En el domicilio familiar al que Toni Romano devuelve a la adolescente descarriada en el comienzo de la novela, se encuentra con un «gran retrato de Franco dedicado al dueño de la casa y enmarcado en bronce». En el reservado de un bar, una mujer lanza «unos sollozos más falsos que la declaración de renta de Girón», en alusión a la escasa fiabilidad de un personaje, José Antonio Girón de Velasco, que durante el tardofranquismo trató de frenar cualquier posibilidad de reforma dentro del régimen y que, solo unos meses después, aparecería entre los implicados en las conversaciones para la organización del intento de golpe de Estado de 1981.
En otro momento del libro, Juan Madrid describe un rellano diciendo que «estaba más oscuro que las intenciones de Millán Astray en el monte Gurugú», recordando al siniestro teniente coronel de la legión que reconquistó Melilla. Finalmente, cuando Romano se adentra en un bar marginal, comenta que «entonaba tanto allí como Virna Lisi en casa de López Rodó», utilizando de nuevo a un personaje directamente relacionado con el régimen franquista (el ministro Laureano López Rodó, conocido por su adscripción al Opus Dei), para establecer una comparación teñida de ironía, al imaginar en su domicilio a la exuberante actriz italiana de los sesenta. Alusiones y referencias que sirven a Juan Madrid para contextualizar los hechos y al mismo tiempo dotarlos de un carácter netamente español.
Ya se ha dicho que Juan Madrid retrata el ambiente de Madrid en los últimos años setenta y primeros ochenta haciendo hincapié en la sensación de continuismo que producen la corrupción policial o la conflictividad social entre diversas ideologías. En concreto, el caso que trata de resolver Toni Romano está relacionado con la presión que las bandas de ultraderecha ejercen sobre el barrio de Malasaña. Lo que inicialmente parecen enfrentamientos callejeros de cariz social y político, se revela pronto como una trama financiada por constructores inmobiliarios interesados en que el miedo se extienda por el barrio y, de este modo, los vecinos lo vayan abandonando progresivamente, con objeto de rebajar el precio del suelo y poder construir en él en condiciones ventajosas. Tampoco es casual que entre 1977 y 1981 se recrudezca la violencia fascista en nuestro país. De nuevo, Madrid refleja una realidad presente en la sociedad del momento: la ultraderecha haciendo el trabajo sucio de una clase dirigente económica que se encuentra detrás de la violencia, pero no se ensucia las manos. Lo explica Romano hablando de Elósegui, el empresario inmobiliario: «Es un capitán de industria, un consejero de empresas y hombre de negocios con la ley y el orden de su parte. Las estafas, la fuga de capitales y el soborno se convierten, cuando lo hace él o cualquiera de los que son como él, en jugadas maestras y en agilidad en los negocios que merecen una sonrisa de aprobación y comentarios que ensalzan su buen ojo. Es inútil enfrentarse con Ignacio Elósegui». Cualquier parecido con la España de 2020 es pura coincidencia.
La relación directa entre la ficción novelesca y la realidad, así como el modo de abordar la literatura desde una perspectiva directamente emparentada con la crónica, se explican por la formación de Juan Madrid como periodista. Aunque licenciado en Historia por la Universidad de Salamanca, el escritor se dedicó durante años al periodismo de investigación, que había empezado a ejercer en 1973. De hecho, Un beso de amigo está dedicada, entre otros, a Juan Tomás de Salas (a quien Madrid se refiere usando solo sus iniciales, J. T. de S.), el primer director de la revista Cambio 16, que «en vez de aceptar mi dimisión, me envió a casa con una excedencia de dos meses, con lo que terminé la novela». La publicación, que aparece citada en la novela, fue una de las cabeceras más importantes de la transición española, y destacó por la relevancia de sus contenidos políticos, hasta el punto de que varios de sus números fueron secuestrados por las autoridades de la dictadura, en fechas anteriores a que culminara la aprobación de la Constitución Española, en 1978.
Madrid deja claro que las cosas tampoco habían cambiado demasiado un par de años después. En el final del libro, por ejemplo, evidencia las presiones políticas sobre la libertad de expresión y manifiesta su frustración al comprobar que el trabajo periodístico que ha realizado el periodista Tomás Villanueva no puede salir a la luz por culpa de las presiones del poder, poniendo de este modo de manifiesto la pervivencia del sistema represor a través de la censura: «A Tomás no le dejaron publicar nada. Su director no quiso y sus razones tendría. Hay quien dice que la revista comenzó a llenar, desde entonces, sus páginas de publicidad, pero esto son habladurías. Lo que sí es cierto es que el pobre Tomás recibió espeluznantes anónimos con una cruz gamada y, aconsejado por su director, que le aumentó el sueldo, se tiró un mes en Marruecos tomando el sol».
La huella del trabajo periodístico previo de Juan Madrid se convierte así en uno de los elementos definitorios de Un beso de amigo, que utiliza sus herramientas y técnicas literarias para reflejar los hechos mediante una narrativa directa, inmediata, que ofrece una instantánea del presente con la urgencia propia de la información de sucesos. Más aún: La novela describe a la perfección y con minuciosidad los métodos del trabajo periodístico, desde las complejas relaciones de los redactores que viven a pie de calle con los despachos de sus superiores, siempre marcadas por la contraposición entre los intereses informativos y los ineludibles peajes políticos o económicos, hasta los modos de acceso a las fuentes y las diferentes maneras de obtención de información, que sirven para ir desenredando la madeja de oscuros intereses que relata la trama.
Aunque los ejemplos a lo largo del texto son numerosos, Madrid resulta modélico en el capítulo en que hace coincidir a Toni Romano y Tomás Villanueva en una plaza del barrio de Malasaña, momentos antes de una manifestación vecinal en contra de las agresiones fascistas. La necesidad del fotógrafo de ocultar la cámara para pasar desapercibido, la precariedad de medios frente a la potente competencia (el corresponsal de El País cuenta con dos redactores gráficos), la estrategia a la hora de tomar posiciones y estudiar la manera de enfocar los hechos que comienzan a desencadenarse a su alrededor… La pluma de Juan Madrid adquiere connotaciones documentales en su descripción de la situación, al tiempo que el detective y el periodista se ponen al día de los avances en sus respectivas investigaciones. De fondo, el lector puede escuchar el rumor creciente de los manifestantes, que comienzan a gritar «¡Vosotros, fascistas, sois los terroristas!», y detecta a los policías de paisano infiltrados entre la multitud. El escéptico Romano no tarda en abandonar la escena en busca de un bar, sabe perfectamente lo que está a punto de ocurrir. Tomás también, pero se queda para levantar acta de los hechos. Los ecos provocados por los disparos de las pelotas de goma y las sirenas policiales funden a negro la escena, como en las mejores películas de genero.
Aunque es un personaje secundario en la novela, Tomás Villanueva funciona como un segundo alter ego del autor. Si bien la narración en primera persona y el protagonismo central de Toni Romano obligan a considerarlo el reflejo de Juan Madrid en el libro, la presencia del periodista conecta la narración con su realidad más inmediata y cercana, permitiendo que su imaginario literario aúne dos discursos complementarios (el ficcional y el realista) que, unidos, configuran la mirada del autor sobre su entorno. Una mirada que el escritor malagueño seguirá desarrollando en sus libros posteriores, pero que en Un beso de amigo ya establece con firmeza los elementos que la articulan: herencia de la novela negra americana, visión sólidamente anclada en la realidad local del momento y enfoque de clara vocación periodística. Tres pilares sobre los que se sustenta una obra de importancia incuestionable en el desarrollo de la novela realista española de los años ochenta.
La mejor receta para la novela policiaca: el detective no debe saber nunca más que el lector…
https://youtu.be/ZsQjfHz8c_c
Y esta basura de spam a un video sin relación? Sólo por lo capcioso, el video se ha llevado un negativo.
Los ‘negativos’ que usted se merece son muchos, por no conocer usted al detective Manuel Montano.
https://youtu.be/j2x3vHP036g
Pues ya no necesito leer la novela, ya conozco todos los pormenores, incluso los sorpresivos…
Muy buen el artículo reivindicando la novela negra española.