En cuestiones amatorias y de afectos, de las metamorfosis de Paul Grappe y Einar Wegener aprendimos que en el siglo XX cualquier gesto discrepante, cualquier muestra de insumisión, se pagaba con la vida. Aunque fuera en el seno de ese abismo secreto entre dos personas popularmente conocido como matrimonio.
El soldado y la costurera
En el amor y en la guerra cualquier agujero es trinchera. Paul Grappe lo descubrió en primera línea de fuego cuando una granada esparció a su alrededor los sesos de su mejor amigo. Habría de sufrir pesadillas y alucinaciones toda su vida, sobre todo los primeros días cada vez que, por puro agotamiento, cabeceaba en sus noches en el frente. De dormir a pierna suelta ya podía ir olvidándose.
Alemania le había declarado la guerra a Rusia y el soldado Grappe combatía con una foto de su querida Louise Landy guardada en el bolsillo del uniforme. Se habían casado unas semanas antes del estallido de la contienda, tras un breve romance, como correspondía a dos jóvenes de clase obrera sin tiempo que perder. Con un poco de suerte, Paul estaría de regreso en París para la vendimia del otoño.
Pero el vino nuevo pasó y, para escapar del infierno, en 1915 se autolesionó amputándose el dedo índice. Mejor perder un dedo que convertir a Louise en viuda de guerra, pensaba. La estrategia no funcionó. Tras seis meses en el hospital, Paul iba a ser devuelto al campo de batalla, aunque ya no pudiera apretar el gatillo. A riesgo de enfrentarse a un consejo disciplinario y al pelotón de fusilamiento, optó por huir y esconderse.
Condenados a la clandestinidad, la vida de incógnito no era fácil para un desertor de guerra y su esposa costurera. Guiado o no por su subconsciente, Paul ideó una solución: alumbraría una nueva identidad de apariencia femenina. Al fin y al cabo, con todos los hombres en el frente, no era nada raro que dos mujeres compartieran habitación. De hecho, París acababa de inaugurar una cierta permisividad al lesbianismo que se prolongaría durante una década. Como buena costurera, Louise se encargaría de los detalles: diseñar un vestido dos tallas más grandes de lo habitual, hacer acopio de medias negras y sombreros, enseñarle a peinarse y maquillarse y, sobre todo, quemarle la raíz del pelo de la barba y el pecho con un doloroso artilugio depilatorio. Tampoco olvidó perforarle las orejas y practicarle la manicura. Le enseñó a comportarse, a adoptar ademanes femeninos, a caminar balanceando las caderas y, lo más importante, a recuperar la dignidad que al soldado Grappe se le había negado. A partir de entonces, el suyo sería un amor encubierto. De puertas para afuera, Paul dejó de existir, Suzanne despertaba al mundo.
Así pasaron tres años hasta que terminó la guerra, pero la victoria no supuso el perdón a los desertores. Aún colgaban carteles de busca y captura por todo París y, con una única cartilla de racionamiento, a Suzanne no le quedaría más remedio que encontrar un trabajo si quería sobrevivir. Louise se encargó de formarla como costurera y, entre cachemiras, sedas y muselinas, la Suzanne liberada aprendió el oficio de pasar por una más.
En 1925, siete años después del final de la contienda, Francia aprobó por fin la amnistía a los desertores. La farsa había terminado, Paul podía regresar. Pero quizá porque nadie supo explicárselo jamás, el personaje absorbió a la persona. Grappe fue incapaz de diferenciar transformismo, transgénero y estrés postraumático, o acaso era todo eso a la vez. Así que el juego de espejos prosiguió y la feminidad de Suzanne superó a la de Louise. «No me deseas, lo que deseas es ser yo», le reprochaba Louise cada vez que Paul le mentía con que nunca más volvería a meterse en la piel de Suzanne. Seguían juntos, pero ya no compartían nada.
Su matrimonio comenzó a deteriorarse cuando Suzanne se convirtió en la gran diva del Bois de Boulogne, lo que en el periodo de entreguerras era un conocido parque para el encuentro nocturno de prostitutas, voyeurs, fetichistas, homosexuales, parejas de intercambio y burgueses con ganas de probar nuevos juegos sexuales entre los arbustos. Su relación se tornó obsesiva y posesiva, un amasijo de adicciones, celos, infidelidades, malos tratos, arrepentimientos, reconciliaciones, falsas promesas y, en el fondo, la eterna sospecha de que Suzanne era una personalidad mucho más auténtica de lo que nunca había sido Paul. Era tal el magnetismo que desprendía Suzanne que hasta la escena de cabaret quiso reclutarla. Al fin y al cabo, eran los locos años veinte… Una violenta disputa puso fin a su estrellato cuando súbitamente Louise descerrajó un tiro a Suzanne. El caso del travestido hizo correr ríos de tinta. El juez simplemente dio por sentado que Paul, un invertido que se prostituía bajo el nombre de Suzanne, ejercía de proxeneta con su propia esposa. Louise fue absuelta del cargo de homicidio.
La artista y la modelo
Dos años después de que la trágica muerte de Paul Grappe desdibujara los límites del género a ojos de la sociedad francesa, París volvió a acoger otro amor disonante. En febrero de 1930, los pintores Einar y Gerda Wegener acordaron cenar con Ernesto y Elena Rossini, dos de sus mejores amigos y a quienes no veían desde hacía un año. Para ponerse al corriente de sus recientes viajes, los dos matrimonios se citaron en Chateau neuf du Pape, un café frecuentado por artistas y poetas donde uno podía comer copiosamente por apenas un par de francos.
Aquella noche, los cuatro intercambiaron historias sobre galerías, museos y otros monumentos que habían descubierto en Cádiz y en Amberes, en Córdoba y en Ámsterdam. Einer se esforzó por recordar una leyenda de la catedral de Sevilla, que Gerda y él acababan de visitar, pero no fue capaz de completar el relato. Al final de la cena, Einar se mostraba débil y melancólico y sus amigos conocían el porqué: Lili había vuelto a importunarle. La situación comenzaba a ser intolerable, ya no se contentaba, como en los últimos diez años, con compartir existencia dentro del cuerpo de Einar. Lili quería una identidad para ella sola.
Einar ya no era la última sensación de la pintura danesa. Hacía tiempo que había abandonado los pinceles porque la vida, como los paisajes desolados que acostumbraba a pintar, se le planteaba insoportable. Gerda, que estaba al corriente de su tormento, nunca había visto a su marido en tan pésimas condiciones. Una amplia lista de médicos y especialistas le habían examinado sin éxito en el largo periodo que llevaba enfermo. Un primer cirujano se negó a atenderle porque no practicaba «operaciones de embellecimiento». El segundo le prescribió un tratamiento a base de rayos X que casi termina con su vida y el último dictaminó que Einar estaba «perfectamente loco». Así que la fecha fatal iba a ser el 1 de mayo. La primavera, pensaba Einar, es una estación en la que todo crece, una época peligrosa para quien está enfermo y agotado, y no esperaba vivir para contemplarlo. Si en el plazo de dos meses ningún médico le ofrecía una solución a su «disociación de personalidad», como sus coetáneos denominaron lo que cuarenta años más tarde se conocería como disforia de género, acabaría con su vida.
Una vez hubo tomado esa decisión se sintió aliviado. Había pensado en todo lo relativo a su desvanecimiento salvo en un detalle: su mujer. Ahora Gerda era una reputada artista y su relación siempre había sido, desde que se conocieron en la Academia de Arte de Copenhague, una cuestión de camaradería. Si apenas eran adultos cuando se casaron… ¿Acaso no había ella sacrificado sus mejores años para que él no terminara arrastrando una existencia miserable? Gerda, aún joven, tenía tiempo de rehacer su vida con alguien que le ofreciera las oportunidades que él había malgastado. Por eso Einar debía hacerlo sin un ápice de autocompasión: mejor muerto.
Era inevitable sentirse como un traidor. Ya le había mentido a su esposa en una ocasión. La primera vez que sintió ese ardor que le impulsaba a vivir como una mujer no fue cuando Gerda le pidió, en un juego inocente y casual, que se colocara una falda vaporosa, unas medias blancas y ejerciera de modelo femenina para uno de sus cuadros. Había sido de pequeño, en la escuela, cuando durante la clase de arte y entre figuras de escayola de Praxíteles, una compañera le colocó su florido sombrero y, con su consentimiento, empezó a tratarle como a una niña. Lili había nacido entonces, pero la consecuente paliza que recibió de su profesor minutos después le había obligado a olvidarlo.
Al día siguiente de su encuentro en París, por recomendación de Elena, Einar visitó a un tal doctor Kreutz, el hombre que prometía acabar con su sufrimiento mediante la primera operación de reasignación de sexo conocida. Por cinco mil coronas danesas —unos dieciséis mil euros al cambio actual—, en su clínica de Dresde el doctor Kreutz retiraría sus órganos masculinos, inertes e inservibles, e implantaría dos ovarios. O lo que es lo mismo, mataría a Einar y liberaría a Lili. Dos días después, a sus cuarenta y siete años, Einar puso rumbo a Alemania en busca de su enterrement de sa vie de garçon. Por lo que pudiera pasar, escribió su obituario en el tren.
En los albores de la sexología como disciplina —apenas habían pasado diez años desde que un médico alemán, Magnus Hirschfeld, fundara el Instituto para la Investigación Sexual en Berlín, clave para la posterior despatologización de la transexualidad—, Einar y Gerda estaban dispuestos a comprobar si su relación de amor podía sobrevivir al género. Y casi lo consiguen. El peaje a pagar fue una serie de cuatro dolorosas y temerarias operaciones que acabarían con la vida de Einar. Contra todo pronóstico, sobrevivió a las dos primeras. Una consistió en la castración de sus genitales, la otra en el torticero injerto de dos ovarios procedentes de una donante de veintiséis años. Para el 1 de mayo, Einar había cumplido su promesa: un nuevo pasaporte expedido por la embajada danesa le confirmaba su nueva identidad con el nombre de Lili Elbe.
En un orden más concreto de las cosas, su transformación supuso la anulación de su matrimonio con Gerda. Eran libres y podían empezar una nueva vida. Anticipándose a un trágico final que no intuía lejos, Lili urgió a su exmujer a casarse con otro hombre tan pronto como fuera posible. Para entonces, el caso ya había saltado a la prensa en toda Europa y un nuevo divertimento consistente en tratar de adivinar quién era Lili Elbe se extendió por las calles de Copenhague. Su corta vida de mujer se prolongaría no mucho más de un año. Tras dos nuevas operaciones, una cuya naturaleza se desconoce y otra que pretendía implantarle un útero, Lili Elbe moría en septiembre de 1931 —la ciclosporina, el fármaco usado para prevenir el rechazo de los órganos transplantados, no empezó a usarse hasta la década de los ochenta—. Los detalles del procedimiento llevado a cabo en las intervenciones no se conocen con seguridad, en parte porque la biblioteca y el archivo del Instituto para la Investigación Sexual fueron destruidos por los nazis en 1933.