Arte y Letras

La herencia Borges

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Jorge Luis Borges y Leonor Acevedo Suarez, 1963. Fotografía: Getty.

Jorge Luis Borges, uno de los escritores más legendarios de la historia de la literatura, jamás escribió una novela. En su lugar, decidió cobijarse en la inmediatez de los cuentos al entender que lanzarse a la empresa de construir un mamotreto de numerosos folios suponía acarrear sacos de paja con los que rellenar la narrativa: «Es un desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición cabe en unos pocos minutos». Bajo su pluma, las fábulas recuperaron el renombre que los eruditos más quisquillosos les negaban. Y ante sus ojos, el relato corto gozaba de más valía por sincero que aquellos ladrillos novelescos emperrados en dar vueltas innecesarias. Cuando Borges se acercó por primera vez a la obra de Franz Kafka, lo hizo tomando la ruta de sus cuentos y de la manera más cruda posible, con el texto en su idioma original en una mano y un diccionario de alemán en la otra. A la larga, su admiración por las letras de Kafka se cimentaría en los relatos cortos de aquel, alabando la exquisita sencillez y limpieza con las que eran llevados a cabo y considerándolos superiores a obras más extensas como El proceso. Durante la celebración del centenario de James Joyce, alguien comparó al literato irlandés con Kafka y Borges exclamó que aquello era «una blasfemia».

Borges encumbró al padre de La metamorfosis como uno de los grandes autores de la literatura, y su admiración le llevó a tratar de imitarlo: su texto «La biblioteca de Babel» fue uno de muchos intentos «ambiciosos e inútiles» del argentino de «ser Kafka». La herencia de un escritor empapaba a otro para convertirse en la inspiración de un relato que todo el mundo consideraba extraordinario excepto el propio autor. En el caso de Borges, su legado no solo logró calar en otros autores versados en las letras, sino que se atrevió a conquistar territorios del universo pop mucho más lejanos e improbables: sus mundos pavimentaron universos paralelos con pinta de blockbuster cinematográfico, sus bibliotecas sirvieron de inspiración para que los arquitectos virtuales erigieran edificios en los páramos del first person shooter, sus sueños conquistaron viñetas entintadas y sus criaturas se escaparon de los textos para formar filas junto a Pikachu y similares deidades modernas.

El bookshelf porn

El relato «La biblioteca de Babel» (recopilado junto a otros cuentos en Ficciones) construía un universo en forma de biblioteca con estancias hexagonales. Una librería infinita donde se apilaban de manera desordenada tomos que entre sus páginas contenían todas las combinaciones de letras y símbolos ortográficos existentes, convirtiendo sus estantes en el espacio donde cualquier libro existente tenía lugar: desde millones de galimatías hasta diferentes versiones de tu obra literaria favorita, pasando por las biografías de los arcángeles, la historia completa de la humanidad o la descripción más exacta de tu propia muerte. Un concepto extremadamente jugoso para los amantes de vagabundear por pasillos de bibliotecas y atrincherarse entre paredes forradas con columnas de celulosa impresa. 

El programador Ivan Notaroš era una de aquellas personas fascinadas con la idea de una biblioteca infinita capaz de albergar todos los manuscritos posibles. Una obsesión que le llevó, en 2015, a parir un videojuego experimental en primera persona titulado Library of Blabber y basado directamente en la premisa fantástico-bibliófila de Borges. O la recreación, modelada a golpe de polígonos empapelados con pixeles gordos, de una biblioteca por la que el jugador puede pasearse ojeando todos sus libros, volúmenes que en su interior combinaban procedimentalmente letras y signos. Sobre los terrenos de un universo alternativo que hoy en día asumimos como real, el first person shooter donde nacieron videojuegos matatodo como Doom o Quake, Notaroš convirtió el sueño de vagar por el interior de un cuento de Borges en una realidad.

Pero el escritor argentino renegaba de la originalidad de su biblioteca apuntando que edificios similares ya habían sido construidos en la imaginación de escritores de fantasía como Lewis Carroll, de pioneros de la ciencia ficción como Kurd Lasswitz y de filósofos de la antigua Grecia como Leucipo de Mileto o Aristóteles. El propio Borges parecía bromear sobre ello admitiendo que confirmar la existencia de un repositorio con todos los textos posibles ya cancelaba automáticamente cualquier idea original. Años después, la cultura pop llegó, agarró aquella idea de una librería inabarcable y la exprimió de todos los modos posibles: Doctor Who ubicó el capítulo «Silencio en la biblioteca» en el interior de una biblioteca del tamaño de un planeta. La aventura gráfica The Longest Journey presentó a una raza fantástica que conservaba todo libro existente en una isla itinerante. El juego de rol multijugador World of Warcraft instaló en sus tierras una librería que era más grande en su interior que en su exterior. El mundo abierto del videojuego Skyrim permitía visitar una biblioteca mágica que fardaba de contener todo el conocimiento del universo, desperdigado de manera aleatoria entre sus estantes. En el cómic Fone, de Milo Manara, una pareja de personajes se quedaba varada en un planeta llamado «Borges Profeta», un mundo inundado por gigantescas montañas de libros que habían sido compilados por un ordenador a base de juntar letras al azar. La saga de tebeos The Sandman, de Neil Gaiman, imaginaba una «Biblioteca de los sueños» donde se acumulaban todas las obras concebidas en sueños, pero nunca escritas. Una librería fantástica que, según el autor, también contenía salas anexas donde se almacenaban todos los libros escritos en el mundo real, secciones que los lectores del cómic no llegaban a ver al ser demasiado pequeñas en comparación con el resto del lugar. Jonathan Basile construyó un algoritmo capaz de combinar caracteres siguiendo las normas dictadas por Borges para generar todos los libros posibles, y lo convirtió en el núcleo de la web LibraryofBabel.info, una página donde cualquiera puede cotillear los manuscritos resultantes. En Interstellar, el personaje de Cooper (Matthew McConaughey) aterrizaba en un agujero negro con aspecto de Biblioteca de Babel que además de trastear con la lógica del espacio también jugueteaba con el tiempo. El director de aquella película, Christopher Nolan, siempre se había mostrado orgulloso de lo borgiano de sus creaciones.

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Christopher Nolan durante el rodaje de Inception, 2010. Fotografía: Warner Bros.

Los orígenes y los mapas imposibles

En 2010, Nolan se quedó a gusto estrenando Origen, una ciencia ficción lustrosa de reparto estelar donde un hombre llamado Dominick Cobb (Leonardo DiCaprio) robaba información colándose en el subconsciente de sus objetivos. Y si aquella premisa, la de colarse en los sueños ajenos para convertirlos en un mundo físico, sonaba a receta cocinada por Borges, es porque lo era sin disimulo: el realizador británico citaba a la pluma argentina como la principal inspiración de todo el tinglado, reconociendo que sus escritos eran tan hábiles como para disfrazar implicaciones profundas con ropajes de cuentos: «Él cogía aquellos conceptos filosóficos tremendamente retorcidos y los convertía en historias cortas de fácil digestión. Para mí la naturaleza de su escritura conduce a una interpretación cinematográfica, porque todo se basa en la eficiencia y la precisión, en el esqueleto principal de una idea». 

Nolan no andaba nada desencaminado, porque las temáticas con las que trasteó Borges llevaban décadas alimentando al séptimo arte: el filme francés El año pasado en Marienbad (1961) llegó inspirado por la novela La invención de Morel, escrita por Adolfo Bioy Casares, un colaborador habitual de Borges que había heredado su estilo, y la proyección de dicha cinta desconcertó a un público que no estaba preparado para las historias que brincaban en el tiempo fundiendo lo onírico con lo real. El propio Borges firmó, junto a Casares, el guion de una Invasión (1969) donde una urbe ficticia («o no», según el escritor) bautizada Aquilea era asediada por un grupo de hombres al estilo troyano. Mientras tanto, en el mundo real, un comando secuestró los negativos de la película durante la dictadura de Juan Carlos Onganía. Años más tarde, el director argentino Mariano Llinás fabricó unas Historias extraordinarias (2008) con modales literarios, diferentes relatos narrados en todo momento a través de varias voces en off, que se insinuaban herederas del estilo borgiano. El mismo realizador fue el culpable de la inusual La flor (2018), una película de catorce horas de duración compuesta por historias entrelazadas que en algunos casos se presentaban inacabadas. Un detalle que lo convertía en cómplice de jugarretas de aquel Jorge Luis Borges que cerró el relato «La busca de Averroes» sin darle conclusión, tras confesar al lector que se veía incapaz de continuar. Al entrar en la productora de Llinás, lo primero con lo que se encuentra el visitante es con un mapa de Aquilea, la ficticia (o no) ciudad asaltada en Invasión. O la evidencia definitiva de que aquel director de cine ansiaba habitar las callejuelas imaginadas por el escritor en sus cuentos.

Borges siempre había transitado por caminos cercanos al celuloide desde que años atrás se lanzase a ejercer de crítico cinematográfico para la revista Sur. Allí fue donde puso a parir al Ciudadano Kane de Orson Welles tras su estreno en 1941: «Nadie le niega su valor histórico, pero nadie se resignará a verla de nuevo. Adolece de gigantismo, de pedantería, de tedio. No es inteligente, es genial: en el sentido más nocturno y más alemán de esta mala palabra». Cuarenta años más tarde, Welles aludió a aquella crítica durante una entrevista: «Siempre supe que al propio Borges no le había gustado. Dijo que era pedante, que es una cosa muy extraña de decir al respecto, y que se trataba de un laberinto. Y lo peor de un laberinto es que no hay manera de salir. Y esta es una película de laberinto sin salida. Borges es medio ciego. Nunca olvides eso». En realidad, Borges consideraba el filme como algo extremadamente bello (confesó haberla visto varias veces en el cine), y lo encapotado de su visión nunca le llegó a nublar el juicio ante el mundo del cine: durante sus ponencias universitarias utilizó con frecuencia ejemplos cinematográficos, incluso después de quedarse ciego.

El bestiario invasor

Los peritios (del latín peritius) son unas criaturas naturales de la Atlántida, mitad ciervos y mitad aves. De los primeros han heredado cabeza y patas, mientras que los segundos han tenido a bien legarles sus cuerpos plumíferos y un bonito par de alas. Curiosamente, y contra toda lógica racional, la sombra que proyectan estos seres es similar a la silueta de un hombre. Según la sibila eritrea, una sacerdotisa que se pirraba por las profecías, unos peritios encabronados fueron los verdaderos responsables de la caída de Roma, siendo esta una información que fue omitida misteriosamente de todo parte oficial. Hasta que un rabino de Fez publicó un manuscrito donde se mencionaban los textos de un historiador árabe desconocido, que a su vez citaba retazos de un informe sobre peritios archivado en la biblioteca de Alejandría antes de que aquella se convirtiera en una barbacoa. O al menos todo eso aseguraba Borges en El libro de los seres imaginarios, un fabuloso compendio zoológico de criaturas que el escritor pescó de los folclores populares y también de los recovecos de su propia imaginación. La existencia de los animales listados en El libro de los seres imaginarios podía ser cuestionable a nivel biológico, pero eso no impidió que varios de ellos fuesen capaces de saltar de entre sus páginas para invadir parajes alejados de la literatura: en el ámbito de los juegos de rol como Dungeons & Dragons, Warhammer Fantasy, GURPS o Pathfinder, los peritios formaban parte del bestiario de enemigos temibles, y asomaban sus cuernos por la partida para embestir aleteando a los heroicos jugadores. En el videojuego La-Mulana uno de ellos ejercía como final boss. Y una de las entregas de libros infantiles de «Mi pequeño pony» se titulaba Pánico peritio al versar sobre un misterioso bicho con pinta de ciervo alado y receloso de la luz del sol. 

El carbunclo (del latín carbunculus) era otra bestia fantástica a la que pasaba lista El libro de los seres imaginarios. Supuestamente avistado por los conquistadores españoles durante el siglo XVI en diversos puntos de Sudamérica (Argentina, Chile y Paraguay), el animalillo poseía una naturaleza esquiva que propició que los testimonios no fuesen capaces de concretar si se trataba de un bípedo o de un cuadrúpedo, o tan siquiera si pertenecía a la familia de las aves, los mamíferos o los reptiles. En lo único que estaban de acuerdo los testigos era en que venía con bisutería de serie, porque todos aseguraban que aquella criatura lucía una gema (probablemente un rubí) o un pequeño espejo incrustado en su frente. El carbunclo, al igual que el peritio, también tenía espíritu juguetón y dedicó las décadas posteriores a colarse en los universos modernos: en la serie anime Digimon Tamers, un espécimen con una gema roja pegada en la jeta no era capaz de disimular sus raíces borgianas ni camuflándose bajo el nombre Claumon. Por los dibujos animados de Cardcaptor Sakura correteó un gatete embellecido con una piedra preciosa azulada en la frente. Las mazmorras roleras de Dungeons & Dragons lo adoptaron como un armadillo engastado. En más de una veintena de entregas de Pokémon, un monstruo de bolsillo llamado Espeon se presentó a modo de trasunto enjoyado de los carbunclos de Borges. Y en la franquicia Final Fantasy, el carbunclo era una bestia a la que era posible invocar durante las batallas, una que en ocasiones se presentaba en la pista luciendo una gema con forma de cuerno. En realidad, si uno le echaba un vistazo al catálogo de monstruos de las diferentes entregas de Final Fantasy, podía deducir que alguno de sus creativos al mando tenía El libro de los seres imaginarios como lectura de cabecera. Porque por aquellos videojuegos se asomaron también Abtu, Anet, Khumbaba, los lémures, Haniel, Borametz, Garuda, el simurg, Haokah, el burak, el catoblepas, Uróboros o las crocontas, fantasías zoológicas que tenían en común haber sido enumeradas por Borges.

Borges, profesor

A principios de los dos miles se publicó Borges, profesor, un libro donde se recopilaban las veinticinco clases sobre literatura inglesa que el escritor dio en la Universidad de Buenos Aires durante 1966. Conferencias que empacaban un temario desequilibrado donde Borges se pasaba por el forro a William Shakespeare para recrearse con sus autores favoritos, pero que más allá de tener alma enciclopédica la tenían de cuento al antojarse ciertas lecciones como relatos cortos en sí mismas: la clase titulada «Samuel Johnson visto por Boswell» explicaba de manera fascinante como un biógrafo (James Boswell) mutó en el Sancho Panza de un personaje público (Samuel Johnson) para moldear el retrato de aquel de la manera más dramática posible. Y la lección «El movimiento romántico» narraba las desventuras de un poeta olvidado (James Macpherson) que se la coló a la misma historia al inventar la vida y obra de un bardo inexistente (Ossian) cuyo trabajo fascinaría a Napoleón, Lord Byron o Goethe.

Borges, profesor fue elaborado a partir de una herencia que se preocuparon de mantener viva los propios espectadores de aquellas ponencias universitarias. Porque fueron los alumnos asistentes al curso quienes, sabedores de que eran testigos de algo importante, se tomaron la molestia de grabar las charlas y pasárselas entre ellos durante años, transcribiéndolas meticulosamente por si —como acabaría ocurriendo— las grabaciones en algún momento se perdían o deterioraban. En última instancia, la herencia de los grandes autores se convierte en seres vivos de naturaleza tan imprevisible como para ser capaces de acabar acomodándose en una pokebola, de derribar el Imperio romano, de inspirar películas infinitas de catorce horas, de cimentar bibliotecas pixeladas o de habitar durante años entre cintas que los universitarios se rulaban entre sí como si fuesen objetos de contrabando. Y si suena borgiano, es porque es exactamente eso.

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20 Comments

  1. Fernando

    Perdonen, pero la suscripción es gratuita? Espero, por favor, una respuesta. Gracias!

  2. Cimex Lectularius

    ¿Es posible perdonarle a Borges su coqueteo con el fascismo sin olvidarle para siempre?

  3. Para «Cimex Lectularius»: si usted desea privarse de Borges, nadie se lo impedirá. Puedo asegurarle que ése no es mi caso, ni el de millones de lectores (y escritores) en todo el mundo.

    • Cimex Lectularius

      Ya, pero Borges necesita ponerse en contexto, y resulta que colaboró con el fascismo de forma activa en su país.

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  6. Carlos

    I
    Una cosa es el hombre, otra, el artista. Creo que hay que hacer la diferencia. Infortunadamente, es así. Caso contrario nos quedaríamos con las manos vacías.

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