Entre los numerosos artículos de opinión que se agolpan en el espacio público, presentando variados puntos de vista sobre la situación actual, me parece que no aflora con claridad la conciencia de la terrible falta de preparación de las sociedades que llamamos «avanzadas» frente a la difusión del coronavirus COVID-19 entre los seres humanos iniciada a finales del año pasado.
No hay duda de que en el momento actual es importante pensar el futuro inmediato, es decir, la reactivación de la vida económica y las vías de escape efectivas de la pandemia —y sobre todo la difícil conciliación de ambos objetivos—. Ahora bien: si de verdad queremos sacar una lección de la situación traumática y dramática en la que hemos caído, ¿qué sentido tiene concentrar nuestros esfuerzos solo en el futuro inmediato? No cabe duda de que en los próximos años se invertirá algo más de dinero en la investigación en virología y epidemiología… sin reflexionar sobre el hecho de que el biológico es solo uno entre tantos riesgos frente a los que se reacciona siempre caso por caso: de hecho, esta circunstancia ha sido denunciada cada vez que una catástrofe, de las muchas recientes, se ha visto amplificada o ha sido debida directamente a la falta de previsión, como ha sucedido, por ejemplo, en Italia en los recientes terremotos, en la inundaciones y otros desastres que han sido claramente consecuencia del desequilibrio hidrogeológico del territorio natural.
En Estados Unidos, tras el paso del devastador huracán Katrina en 2005, la eminente geógrafa Susan L. Cutter lo subrayaba con lucidez en una reflexión publicada en el libro del año de la Enciclopædia Britannica, que se puede leer aquí. En el mundo de la salud pública, implicado en la situación catastrófica actual, hace años que se manifiesta una tensión entre previsión y prevención, entre lo imprevisible y único —«Although natural and human-caused disasters are a constant feature of modern life, each individual disaster can indeed be seen as a unique confluence of incertainties»— y la posibilidad de prepararse para ellos: se puede leer aquí un ejemplo del 2013, en el que se evocan recuerdos recientes como la pandemia de gripe H1N1 del 2009, el accidente nuclear de Fukushima, el Deepwater Horizon y el huracán Sandy, pues parece que solo el miedo, antes de que el tiempo vaya borrando el recuerdo, funciona como argumento para defender la exigencia de «prepararse».
La visión racional del «estar preparados», que se opone al fatalismo como única actitud ante la incertidumbre, ha llevado en el siglo XX al desarrollo de la idea que se resume en el sustantivo inglés preparedness. Se trata de un ámbito de actividad institucional a nivel estatal sostenido por un campo de estudio radicalmente interdisciplinar —science of preparedness— que se configura como la construcción y el análisis de escenarios de futuro, imaginando un abanico de situaciones, reacciones en cadena y concibiendo soluciones y alternativas. Semejante campo de estudios tiene como finalidad acompañar el libre desarrollo de la ciencia y de la tecnología vigilando su impacto en nuestro mundo y los riesgos que conlleva en la esfera militar, económica, política y en procesos técnico-antropológicos como la urbanización o la interconexión.
En sus orígenes, tal visión surgió principalmente en relación con los riesgos potencialmente devastadores de la tecnología militar (nuclear, balística y aeroespacial) y por este motivo la visión subyacente a una science of preparedness (o también hazard science) fue arrinconada con superficialidad con el final de la guerra fría entre los bloques occidental y comunista a finales del siglo pasado. Los eventos catastróficos (únicos) que se han ido sucediendo en estos últimos veinte años han propiciado que volviera a ser tenida en consideración de manera intermitente y con reticencia, como motivada solo por un impulso de autoprotección casi obligado… en una alternancia entre la angustia y la feliz despreocupación («no se podrá repetir», es imposible de prever, no vale la pena invertir a fondo perdido en ello). A pesar de ello, como hemos visto en los ejemplos anteriormente citados, hoy existe una visión amplia del concepto de preparedness como esfera de nuestra convivencia civil apoyada por un campo de investigación que requiere instituciones y financiación.
Que la difusión del COVID-19 desde una región de China al resto del planeta haya cogido completamente desprevenidas a nuestras sociedades resulta sorprendente y angustioso al máximo grado, teniendo en cuenta que ha quedado claro que «se sabía», es decir, que se trata de una situación que había sido anticipada y considerada en cada una de sus componentes: la circulación de los patógenos en la fauna salvaje (y en particular los coronavirus) y el hecho de que la mayoría de los patógenos son compartidos por los seres humanos, los animales domésticos y los salvajes (las zoonosis); la difusión de las epidemias en las comunidades humanas; la reacción de los sistemas sanitarios frente a las situaciones de emergencia; los efectos y las terapias de los coronavirus en relación con el organismo humano; los comportamientos colectivos en situaciones de peligro; los mecanismos de la toma de decisiones y de la comunicación.
Este «saber» hubiera necesitado una elaboración ulterior a partir de la confrontación entre las disciplinas implicadas, pero cada cual publicaba solo sobre un aspecto de la cuestión. Emerge dramáticamente así la división de la comunidad científica en compartimentos estancos disciplinares, que impide que se componga una big picture, una visión de conjunto del tipo de la que había presentado el estadounidense David Quammen, célebre autor del National Geographic, para la emergencia en la que nos encontramos. Su libro Spillover (Contagio, 2012) es en realidad una obra literaria y no un trabajo elaborado en un centro de investigación o una agencia estatal. Su título original es, de hecho, una metáfora utilizada por los especialistas en los ámbitos biomédico y económicos pero comprensible para todos (to spill over se refiere al desbordamiento, al líquido que se derrama), para expresar el núcleo de una situación para la cual habría que prepararse, afrontándola efectivamente, en sus innumerables aspectos médicos, epidemiológicos, político-institucionales, económicos y sociales.
En la imagen podemos ver uno entre los muchos artículos científicos disponibles de los últimos años: publicados en una revista que muchos otros no leen, debido a las exasperantes divisiones entre disciplinas y a la deformación del sentido mismo de la comunicación escrita en el ámbito científico. Esta última está hoy completamente supeditada a su uso como índice del valor o excelencia de un investigador, que se captura así en modo numérico (a través de cálculos sobre las citas que recibe, ¡más allá de lo que afirma, de su contenido!), en un fluir continuo que no deja tiempo a meditar y a examinar interconexiones entre problemas.
Tras la fase aguda de la epidemia en los países europeos, se está produciendo una crisis de confianza en la ciencia que se ha revelado impotente. Atrapada en la duda metodológica que la caracteriza y, envuelta en mil polémicas en su interacción con los medios de comunicación, empieza a ser vista como una componente de la situación considerada globalmente: parte de la solución pero parte también del problema. Hay quien se ha puesto a defender a la ciencia «de oficio», recordando sus virtudes y sus límites, improvisándose filósofos de la ciencia y citando a Karl Popper. Pero es legítimo preguntarse: ¿dónde estaban los científicos, por qué no se han comunicado entre ellos por el bien de todos? En el mundo científico también se evoca la preparedness solo ante un desastre ya sucedido, con una retórica como la de este editorial de Science en 2017, a raíz de los efectos de los monzones en el sudeste asiático y a continuación de los huracanes Harvey e Irma.
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La palabra preparedness y la visión que representa proceden de los Estados Unidos, y su uso se remonta a principios del siglo XX, para indicar precisamente el «no ser cogidos por sorpresa», preparando la reacción frente a la catástrofe bélica potencial de contornos aún poco claros de las dos guerras mundiales, realidad que se adivinaba o vislumbraba apenas, debido a la distancia geográfica. El «Preparedness Movement» liderado por el expresidente Theodore Roosevelt fue su estreno: la invasión inesperada de la Bélgica neutral por los alemanes, el hundimiento del buque civil Lusitania por un nuevo y lúgubre vehículo submarino, impactando la imaginación colectiva, le dieron la notoriedad política y el consenso social. Pero la palabra se cargó de un significado de racionalidad civil y patriótica tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial y la amenaza desconocida y presentida de la entrada del país en la guerra: en el War Preparedness Committee de la American Mathematical Society y de la Mathematics Association of America participaron activamente muchos matemáticos celebres, americanos y refugiados, como Norbert Wiener y John von Neumann.
Hasta aquel momento, el gobierno federal de Estados Unidos no había asumido competencias en la intervención ante desastres naturales o tecnológicos. Fue la Guerra Fría y «en suspensión», el peligro que se cernía con contornos poco definidos pero dramáticos sobre el país y el mundo, lo que llevó a desarrollar la idea hoy común de preparedness. Inicialmente vinculada a la teoría militar aplicada al conflicto bélico en el que podía desembocar el inestable equilibrio militar con la Unión Soviética, necesariamente aparecieron en su horizonte los imponderables debidos a errores humanos o a defectos de los complejos sistemas militares automatizados (la película de Kubrick Dr. Strangelove, que conocemos como Teléfono rojo: ¿volamos hacia Moscú, refleja aquella atmósfera, irónicamente recordada en el subtítulo: «aprender a dejar de preocuparse por la bomba y a amarla»). En los años cincuenta y sesenta, como ha escrito Thomas Hughes, se fue difundiendo la sensación nítida de que la transformación tecnológica militar y civil se perfilaba como una «segunda Creación», sucesiva a la narrada en forma mítica en el libro del Génesis (1). Por lo tanto, era responsabilidad de los Estados modernos el preocuparse, el estar alerta y velar por los ciudadanos, por la vida y el futuro de todos, gracias al conocimiento, al estudio constante de los riesgos. La exigencia y al mismo tiempo la dificultad de preservar la libertad científica y la libertad de mercado, pero sin renunciar a gobernar activamente el proceso de recreación del mundo que se avecinaba, evitando avanzar a ciegas, vibra en los escritos y declaraciones institucionales de John von Neumann, como su célebre artículo Can we survive technology en la revista ilustrada Fortune (1955).
El instituto de investigación que fue el emblema de estas ideas por aquel entonces fue la Rand Corporation, fundada en 1948 principalmente con inversión pública, y cuya originalidad característica fue el poner en contacto a cientos de investigadores de múltiples disciplinas, entre ellas las recientes ciencias sociales. Herman Kahn desarrolló en este contexto su metodología de construcción «virtual» de escenarios, que consistía en armonizar un conglomerado de conocimientos científicos y técnicos «objetivos» y fiables a través de realidades verosímiles y plurales, cada una de ellas narrada como en el guion o la trama de una obra de ficción: imaginando así lo impensable, lo entrevisto pero imposible de prever y potencialmente catastrófico. Cuando en 1979 fue creada la Federal Emergency Management Agency, los escenarios de riesgo sobre los que se trabajaba seguían ligados principalmente al ataque nuclear. Pero en la trasformación acelerada del mundo de la posguerra, también en el ámbito civil e industrial se empezó a dedicar atención a escenarios, expectativas y futurología, como en el caso de la «disciplina» o «indisciplina» llamada Perspectiva por el empresario, filósofo y funcionario francés Gaston Berger, que buscaba generar una actitud humanista hacia el porvenir, que evitara el rendirse a la fatalidad.
En los movimientos juveniles de finales de los años sesenta la preocupación por la «segunda creación», que avanzaba aceleradamente, llevó a intentar buscar una respuesta alternativa a la obsesión del control típica de lo que la contracultura identificaba como complejo militar-científico-industrial. Por ese motivo, muchos de ellos abandonaron laboratorios e investigación y convirtieron a la ciencia y a la interacción ciencia-sociedad en objeto de estudio y reflexión: un gran número de obras de historia y filosofía de la ciencia desmitificaron radicalmente la ciencia, sacando a la luz las dinámicas internas de las comunidades científicas, los procesos de afirmación o abandono de teorías, y en general la estrecha interrelación entre ciencia, tecnología, sociedad, política y economía a través de la historia y hasta el siglo XX (2).
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El establecimiento de instituciones nacionales estatales dedicadas a la preparedness —lo estamos descubriendo dramáticamente en este momento— no ha llegado a hacerse realidad. Hubiera sido la natural continuación y ampliación de la infraestructura científica de la cual se dotaron los estados nacionales durante el siglo XIX: cuerpos de ingenieros militares y civiles, institutos cartográficos y geográficos, institutos nacionales de estadística, consejos de investigaciones científicas… representaron una alianza virtuosa entre ciencia y técnica y fines político-institucionales.
Se trata, en esta fase ulterior de desarrollo, de prepararse para riesgos derivados de la imbricación entre fenómenos naturales de nuestro planeta (fenómenos meteorológicos, inundaciones, terremotos, patógenos de todo tipo, puesto que hemos neutralizado a todos nuestros predadores) y la presencia antrópica (áreas urbanas, sistema de trasportes e infraestructuras que se «oponen» a impedimentos naturales como distancias, océanos, ríos, irregularidades del terreno, factorías agrícolas y ganaderas intensivas, instalaciones e industrias con sus productos de deshecho, y hasta nuestros mismo cuerpos y nuestras acciones e intenciones).
No podemos prever cuándo ocurrirá un terremoto, podemos prever un huracán solo con pocas horas de anticipación, no podemos prever cuándo y dónde habrá un spillover, ni una crisis económica, pero son contingencias para las que nos podemos preparar: trazando escenarios, explorando prospectivas, imaginando vías para minimizar el riesgo, identificando y describiendo formas de reacción o iniciativas de vario tipo y su coordinación. Algo así es posible solo poniendo en pie investigaciones en colaboración en un contexto en el que las ciencias naturales, la ingeniería y la arquitectura interaccionen con las disciplinas jurídicas, antropológicas, sociológicas, económicas, de la comunicación, etc., y también con la creación literaria y cinematográfica. Una colaboración edificada sobre la idea clave de «estar preparados» para, ante ese evento único e imprevisible, sostener la toma de las decisiones inmediatas y a medio y largo plazo. No hay otra vía para afrontar esa trabazón inextricable entre fuerzas y dinámicas naturales y nuestro estar en el mundo. Al fin y al cabo, para encontrar la energía y la vitalidad necesarias para afrontar la reclusión y la incertidumbre de estos meses, ¿no hemos recurrido a la poesía y a la música? ¿No hemos leído Diario del año de la peste de Daniel Defoe o Némesis de Philip Roth?
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Nuestras sociedades «avanzadas» no han creído en la preparedness y no han invertido en esta idea, creando una estructura institucional-científico tecnológica en cada país o a nivel de la Unión Europea. Susan Cutter ha descrito —en los Estados Unidos— el devenir siempre incierto de financiación y nombramientos, reforzamiento y abandono, de la FEMA, ligado a la política y a la vez a las varias y muy graves situaciones de emergencia atravesadas por el país.
El estudio de los escenarios ha pervivido en estos años principalmente en el ámbito empresarial, reservado a las grandes firmas (3). La emergency preparedness ha seguido siendo cultivada marginalmente, relegada sobre todo a las instituciones que se ocupan de salud pública, ya agobiadas por la continua tendencia a la reducción de las inversiones y la burocratización galopante obsesionada por el control y la accountability (las referencias en internet sobre preparedness se refieren esencialmente este sector). Aquí y allá se han encargado informes o fundado pequeñas instituciones sin financiación y sin objetivos claros —como los comité nacionales de «bioseguridad»— y sobre todo sin establecer una cadena de transmisión ciencia-mundo político (gobiernos y parlamentos). Pudimos leer en la prensa uno de estos informes, salido a la luz en Alemania cuando la pandemia se extendía por allí; pero basta teclear pandemia y Unión Europea en algún navegador para ver aflorar informes comisionados en los últimos años sobre bioseguridad, jamás considerados seriamente, que flotan en el gran océano de internet. Quizá todo esto haya contribuido a esconder durante estos últimos años la falta total de preparación que ahora se ha hecho evidente de un modo atroz.
¿Porqué el final de la Guerra Fría con la descomposición de la Unión Sovietica ha dejado paso a una fase de despreocupación y de inconsciencia tan generalizada? Quizá la idea de preparedness estaba demasiado impregnada de connotaciones militares, como si fuera un pecado original imperdonable. Hasta el punto de que ni el terrible accidente de la central nuclear de Chernóbil, que se produjo en ese preciso momento, ha hecho mella en nuestra memoria, empujando a gobiernos y parlamentos a establecer esa imprescindible estructura institucional basada sobre una incesante investigación interdisciplinar. Al paradigma militar-nacionalista de la posguerra se ha sustituido otro, internacionalista-ONU, que caracteriza a todas las organizaciones colaterales como la Organización Mundial de la Salud (WHO), que hemos visto en estas semanas ahogada en una parálisis oscilatoria, típica de estas organizaciones, que las convierte en parte del problema mismo que deberían contribuir a resolver, incapaces de ser centro de coordinación y activación de respuestas.
No hay duda, desde luego, de que el concepto de preparedness como preparación a afrontar riesgos a la vez previstos e imprevistos tiene algo de paradójico, sobre todo en nuestro mundo despreocupadamente enganchado a internet y al móvil, dedicado solo a maximizar beneficios y minimizar el gasto invertido en el bien común y sobre todo en el de los más débiles. Felizmente, como especie humana, hemos dejado por fin de estar condicionados por esa fragilidad extrema entre los seres vivos, que nos ha expuesto siempre a mil peligros: ¿y precisamente ahora tendríamos que reconocer que hemos creado nosotros otros peligros, y para colmo implicarnos en un continuo imaginar nuevas emergencias y situaciones catastróficas? (4). Además de que uno se expone a ser acusado de agorero, ¿qué sentido puede tener, en términos de nuestros cálculos costes-beneficios, invertir dinero y energías en proyectar escenarios sobre hazard events que podrían no llegar a hacerse nunca realidad, en construir respuestas no solo teóricas, sino que impliquen implantar dispositivos de reconversión de instalaciones, comunicaciones, etc. siempre listos para ser activados, que podríamos no tener que usar nunca? ¡Hasta hace muy poco, en nuestro mundo no preveíamos ni siquiera simples salidas de emergencia!
Aun así, como se subraya entre los científicos que intentan promover la science of preparedness, este es un campo cuya relevancia salta a la vista, quieras que no, a raíz del aluvión de ataques terroristas, tornados, huracanes, inundaciones y pandemias (reales o amenazas) que han azotado el mundo a partir del 2001; por tanto, si no se ha juzgado necesario destinar fondos para sostenerlo la única explicación es precisamente el debilitamiento de la idea de bien común frente al ídolo del rendimiento económico a ultranza del agresivo capitalismo financiero de los últimos decenios, unido a la deriva cultural que supone la tecnociencia, un abrazo mortal en el que la ciencia queda completamente supeditada a la innovación y el consecuente beneficio económico (5).
Para agudizar lo paradójico de la situación, esta actitud de desentendimiento al límite de la inconsciencia convive con una ciencia ficción contemporánea que explora mil y una posibilidades de catástrofes naturales y crisis producidas por la ingenierización de nuestro mundo en un crescendo de producciones de países diferentes, cine, novelas y series de televisión. En la reciente serie belga Into the night (Jason George, 2020) la trama se desarrolla en torno a un avión —los aviones oscilan entre la salvación y la amenaza, ellos son los que han expandido el COVID-19 a todo el planeta— y la hecatombe proviene del mismísimo amanecer, con el salir del sol que las civilizaciones antiguas ansiaban convertido aquí en maldición de la humanidad.
El abandono del terreno público, la culpable inocencia del mundo académico en todo esto es de verdad sorprendente. Vale la pena recordar las palabras de von Neumann en un discurso a los exalumnos del MIT en 1955:
Los científicos… son una parte decisiva de nuestra civilización en la era atómica. …. tienen una gran responsabilidad social… La ciencia y los científicos están implicados hoy en el interés público en un sentido completamente nuevo y en órdenes de magnitud que eran inimaginables hace cincuenta años… Tenemos que darnos cuenta que la educación de un científico del futuro no podrá ser completa si se limita a sus materias técnicas profesionales; deberá saber algo de historia, de derecho, de economía, sobre el gobierno, y sobre la opinión pública. Nuestro deber es promover el ajuste más apropiado que sea posible a estas nuevas condiciones Hemos de hacerlo de manera inteligente y sin demora. Pero tenemos que hacerlo sin poner en peligro los fundamentos sobre los que se apoyan y prosperan las ciencias (6).
¿Qué hemos hecho de la educación del científico? Se diría que nuestro empeño es formar «idiots-savants», pues obligamos a los jóvenes a una exasperada especialización y los privamos de estímulos culturales, de lazos con la historia de sus disciplinas y con la filosofía de la ciencia. La crítica de la ciencia de los años de la contestación estudiantil, vital y provocadora, que buscaba ofrecer vías de respuesta a las cuestiones de preparedness que hasta entonces se estudiaban solo en think tank militares, ha ido apagándose progresivamente. Lo que es peor, ha sido sustituida por una actividad de divulgación científica paternalista, según la cual hay que amar reverencialmente a la ciencia, y cualquier objeción no puede explicarse por otro motivo que por la falta de comprensión del público. Una divulgación casi misionera, que busca solo fomentar una aceptación incondicional de todo lo que proviene de la tecnociencia, y que empobrece la cultura, empezando por el mundo científico mismo. Como ha escrito Massimiano Bucchi, asistimos a una gran confusión en la que caminan casi abrazados cientistas fanáticos y anticientistas que son en realidad a su vez cientistas pasivos, que querrían que la ciencia respondiera completamente a las exigencias, expectativas y resistencias de la sociedad. Se avanza así en una ciega espiral, sin horizonte crítico: «la sociedad usa la ciencia para evitar interrogarse sobre sí misma y sobre el propio futuro; la tecnociencia asume variados miedos y deseos sociales» (7).
(1) Thomas P. Hughes, Rescuing Prometheus. Four monumental projects that changed the modern world, Vintage Books, New York, 2000
(2) Este tipo de investigaciones, que hoy sobreviven apenas, han vuelto a cobrar protagonismo en las últimas semanas, cuando en artículos de prensa se citaban estudios de historia de la medicina como Contagion and the State in Europe, 1830-1930 de Peter Baldwin.
(3) Thomas J. Chermack, Scenario planning in organizations, Berrett-Koehler Publishers, 2011
(4) Un ejercicio sobre nuestra reacción instintiva es leer a Anders Sandberg en su escalofriante contribución «Human extinction from natural hazard events» a la Oxford Research Encyclopedia Natural Hazard Science, 2020, consultable en acceso libre
(5) Bernadette Bensaude-Vincent, Les vertiges de la technoscience. Façonner le monde atome par atome, Paris, La Découverte, 2009.
(6) Giorgio Israel y Ana Millán Gasca, The world as a mathematical game, Birkhaüser 2009; El mundo como juego matemático. John von Neumann, un científico del siglo XX, nivola, Madrid, pp. 107-108.
(7) Massimiano Bucchi, Scientisti e antiscientisti, Il Mulino, Bologna, 2010 El empobrecimiento del valor cultural de la ciencia y de su fecundo intercambio con la sociedad hiper tecnológica es una cuestión que es crucial retomar y afrontar, para reconstruir un mundo más seguro y que recupere su humanidad.
Pues Dogma con el paso de los años se ha quedado muy atrás, ya en su día (yo fui al estreno) salí del cine en plan ni fu, ni fa, no está mal pero Mallrats está mucho mejor y tampoco es que los años la traten muy bien. En cuanto a NNT…no se, en mi empresa acaban de fumigar al mejor jefe que he tenido en 15 años por respondón. Cuando digo el mejor no quiero decir buena persona, un jefe no tiene que ser buena persona solo ser un buen jefe, con aciertos y errores pero siempre ganando en todos los campos. La gente como el tal NNT en España no tienen cabida, un tipo así no puede llamar por sus adjetivos calificativos a los hijos endogàmicos de nuestra clase empresarial. No puedes decirles lo inútiles que son al crear problemas que no existen y solucionarlas mal y dejar el problema al siguiente enchufado. NNT solo duraría una reunión, por qué aunque sus números sean acojonantes haría daño a la vista y al oído…y al olfato también que estos por el olfato saben cuándo eres el hijo de un obrero.
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