Destinos Ocio y Vicio

Raid dominguero en China

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Guilín, China. Fotografía: Thomas Bächinger (CC).

Laowai, eso somos en China. «Extranjeros viejos», quiere decir literalmente. Todos los que no somos asiáticos entramos en esta categoría, especialmente los europeos. Te lo dicen con frecuencia. Se da la particularidad de que la mayor parte del turismo en China es chino. Es gente de las provincias que va a ver las glorias nacionales de la capital, Pekín, o de otras ciudades importantes. Si son ancianos puede que sea la primera vez en su vida que han salido de su región. Si son niños, seguro. Y cuando te ven, lo gritan: «¡Laowai! ¡Laowai!». Se fascinan con las barbas, piernas y brazos peludos. Te tocan con la boca abierta. Cuando yo era pequeño, en Galicia, alucinábamos igual con los negros del mercadillo. 

Además, muchas parejas, a veces familias enteras, te piden que te fotografíes con ellos. El suegro te agarra con firmeza, tú le abrazas también. Nadie mira al objetivo de la cámara o el móvil, se pone la vista en la eternidad. Aquí estamos todos, en nuestro gran viaje a la capital, con un laowai. Te sientes como un trofeo. Pero, de vuelta a casa, posiblemente esa sea la fotografía con la que más se descojonen sus amigos cuando la vean. Entre esas dos sensaciones baila uno cuando hace turismo en este país. Entre sentirse como Cristiano Ronaldo o un mono de feria.  

Se supone que uno viaja a Oriente a embriagarse con una cultura desconocida. Sus aromas, sus enigmas, sus secretos. Tal vez caiga enamorado de una ninfa o un suavecito efebo. ¿Saben de qué me enamoré yo? Del tren bala. Ni la Ciudad Prohibida, ni los Guerreros de Terracota, ni el té de lichis, ni tocar el cielo en lo alto de la Torre de Shanghái. Su AVE sí que es espectacular. Se marca mil kilómetros en cuatro horas y media. Y no es que alabe la tecnología como un futurista italiano de orientación fascista, es que mirar por la ventanilla de ese tren es un espectáculo difícilmente igualable. Las regiones van desfilando ante tus ojos a una velocidad en que no se ve el paisaje, se ve cine. 

Pasas de ver las irrigaciones de los alrededores de Pekín, ordenadas y cuidadas, a edificios grises en mitad de la nada, con una deshilachada bandera roja en el medio, que no sé qué serán, pero son como te imaginas las granjas colectivas. Si el tren reduce la marcha, te entra el ardor guerrero del Operation Wolf. El cine con el que nos adiestraron en los ochenta y tres cuartas partes de los videojuegos con los que echamos largas horas nos han inculcado que a esas edificaciones hay que tirarles granadas, siempre y cuando no haya hostages por el medio.

Pero esto son minucias. El espectáculo de verdad está en la burbuja inmobiliaria. De repente, notas que las supuestas granjas o pequeños pueblos están vacíos. No hay seres humanos. Ni uno. Ni rastro siquiera. A veces hay ramas de árboles asomando por las ventanas de los edificios. Y entonces empiezan a llegar, una tras otra, las ciudades recién construidas. Son absolutamente anónimas, como prefabricadas. Bloques de veinte pisos, treinta pisos o más exactamente iguales. Te puede parecer mastodóntico, alienante, una solución para la vivienda pragmática y eficaz, lo que quieras, pero rápido, porque no te da tiempo a reflexionarlo. Enseguida llega la cruda realidad. Muchas de estas ciudades están vacías. 

Había leído de las «ciudades fantasmas» de China, la BBC ya habló de ellas, pero parecía que eran media docena. Anomalías del sistema. Pues no. Estos ojos dan fe de que no. De que el problema es terrorífico. Las ciudades enormes y vacías se cuentan por decenas en todo el trayecto del tren bala. Es un desfile. Tampoco es extraño que entre medias aparezca una autopista de ocho carriles que acaba abruptamente en unos matorrales.

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Pekín, 2013. Fotografía: Francesco Crippa (CC).

Cuando preguntas sobre este fenómeno a gente que entiende de economía, cada uno te da una versión más de ciencia ficción distópica de las consecuencias que tendrá el estallido final de esta burbuja. Los analistas políticos dicen que Xi Jinping, el presidente actual, está dando un giro autoritario. Puede que sea en previsión de la que se avecina, pero no es el objetivo de este artículo desentrañarlo. El caso es que intentan mantener prietas las filas de mil millones y pico de almas. Por todas partes te encuentras mensajes del partido. Propaganda, pero elaborada. Largos párrafos supongo que con consignas y el anuncio de grandes logros alcanzados. Leyendo un poco sobre ellos, encontré que muchas veces dicen cosas contradictorias, pero eso no hace que el chino de a pie ponga los brazos en jarras y escriba, como haría un español, un tuit irónico —entre otras cosas porque Twitter está prohibido—, sino que de algún modo forman parte del espíritu confucionista que rige la sociedad. No en vano, su sistema se denomina técnicamente «economía socialista de mercado». 

Pero, rascando un poco más, encontré algo bastante interesante. Podrá ser propaganda, pero es sincera. Es comunicación política, pero tiene sustancia. Leí que en los ochenta, cuando se sentaron las bases del nuevo sistema económico de Deng Xiaoping, el fastuoso comunismo capitalista, y empezaron a surgir nuevos ricos que despertaban suspicacias y lógicas envidias, el partido reaccionó y en estos murales se leían mensajes como «Hacerse rico pronto es digno de elogio». Un empujoncito calvinista a la cuadratura del círculo, a ver si colaba. Pero que no debió de calar muy hondo en la población, puesto que otro de los carteles que se colocaron por las calles en la época era digno de Chumy Chúmez. Decía: «Alguien tiene que enriquecerse primero». 

El partido proclama solemnemente: Mira, esto es lo que hay. ¿Habrase visto mayor sinceridad? Merecería la pena dedicar quince años de tu vida a aprender chino solo para viajar por el país leyendo estos carteles. Lo mismo hasta en algún momento han recurrido al refranero castellano y te encuentras un «Ningún perro lamiendo engorda» o algo por el estilo, enardeciendo las ansias de progreso e inconformismo material de cada ciudadano.

A Mao se le sigue rindiendo culto. Al menos a su momia. Las colas para verla merecen que se aplique el célebre sistema de medidas español en campos de fútbol. Ahí vi escenas entrañables de abuelos llevando a sus nietos de la mano ante el camarada. Un sacrificio, ancianos que no pueden ni andar con el crío a más de cuarenta grados. Muchos, con su banderita. Los más, al entrar, con flores. Ahí había un problema matemático a resolver. Si más de la mitad de los miles de visitantes que acuden cada día a ver la momia compran flores en la tienda del mausoleo, ¿cuántos jardines hacen falta para abastecer la demanda si no se coge y, como sospeché yo, se devuelven sistemáticamente a la tienda todas las flores que se colocan en honor del gran timonel? Por lo visto, este país es el chollo de los productores de flores sudamericanos. Además, tiene dos San Valentín, el de febrero y otro en agosto que se celebra todavía más. 

Para ver a Mao hay que esperar un par de horas en la plaza de Tiananmén, y luego se tarda como unos quince segundos en ver la momia. Está todo lleno de policías, o soldados, metiendo prisa para que no haya tapones o atascos. Hablamos de un río de carne de decenas de miles de personas. Está rigurosamente prohibido hacer fotos. A los chinos que las hacen, les caen unas broncas monumentales. Mi acompañante, desoyendo toda advertencia, tuvo el valor de hacer una en la sala oscura, justo frente a la momia, pero también tuvo la imprudencia de no quitar el flash. Más de uno debió pensar que había sucedido un milagro, que al iluminarse toda la sala con una luz cegadora Mao se había aparecido. Pero la rápida intervención de unos agentes con gorra de plato llevándosela de allí cogida del brazo les sacaron de dudas. Se la llevaron al calabozo del mausoleo de Mao, como en un sketch de Faemino y Cansado, y allí le hicieron borrar la foto choteándose, además, de que estaba movida y era una mierda. 

Nada de esta solemnidad había, sin embargo, en Shanghái, en el edificio donde tuvo lugar la primera reunión del Partido Comunista Chino en 1921 con dos enviados de la Komintern y Mao por ahí pululando. Había que mirar las mesas y las sillas estirando el pescuezo, porque el policía de esa habitación no dejaba entrar. Para llegar hasta ahí había que meterse por callejones que no tenían más de metro y medio de ancho esquivando la ropa tendida. Uno esperaba un par de plazas gigantescas con banderas rojas por todas partes, pero este lugar tan simbólico para el régimen estaba en un callejón con vaharadas de fritanga y tintorerías a cada paso. En una sala contigua había una exposición de «Modelos heroicos para la juventud china». Iban desde mártires del partido a astronautas, pasando por jugadores de voleibol. Me pareció realmente cuqui la reproducción a escala de un rescate en unas inundaciones con muñequitos parecidos a los clicks de Famobil. 

En Xi’an, la juventud china me pareció heroica, como promueven los ideales del partido, pero al método heterodoxo. Con un regusto español. En la discoteca de la ciudad te encontrabas solo Lexus y Mercedes alrededor. Debía estar toda la chiquillería de la nomeklatura y la patronal, si es que no son lo mismo. Como un gran tapete de bienvenida, había una alfombra de chinos de no más de dieciocho años tirados por el suelo completamente borrachos. Desde lejos, parecía que la discoteca les había vomitado. Dentro, que entrar era gratis, te registraban encargados de seguridad con casco. En su interior, como laowai, no te sentías como Cristiano Ronaldo, era todavía mucho más. Era, no sé, como ser Chenoa. Todo el mundo nos quería, nos invitaba y nos agasajaba con fuentes de fruta. Nunca me había comido un plátano en mitad de la pista de baile de una discoteca futurista y había dejado las mondas suavemente en una bandejita. Y como digo, ahí los jóvenes locales bebían heroicamente. Hasta caer al suelo a peso muerto dejando la frase a mitad. Sin titubeos. Los del casco, al acercarse la hora del cierre, iban mirando por los sillones y sacaban de entre los cojines chavales etílicos que parecían muñecos de trapo. Se los llevaban de la sala echados al hombro, como se desplazan los sacos de cemento en una obra. 

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Pekín, 2013. Fotografía: Francesco Crippa (CC).

Los que quedaban en pie bailaban coreografías, mientras las chicas miraban sentadas, sin dar mucho la nota. En un museo pude ver cómics antiguos chinos. Eran como nuestro Hazañas bélicas, solo que con la primera persona cambiada. Los héroes eran los comunistas. Había algunos todavía más curiosos en los que el protagonista era norcoreano. Pero al final, por a o por b, toda la juventud mundial ha terminado en la discoteca agitando el puño en lo alto con el chumba chumba, fueran unos u otros los protagonistas de sus tebeos.

De los atractivos de Pekín, citaré uno: los hutongs. Son las casas bajas y sus callejuelas del casco antiguo, que tampoco es pequeño. Recorrerlas de noche de arriba abajo está muy bien. Y sin preocupaciones, estas calles son infinitamente más seguras que las de Barcelona, por ejemplo. Te puedes hinchar a cerveza con los naturales. Alguno habla inglés. Gracias a las cuatro palabras en común te das cuenta de que la calidad humana es muy elevada, aunque en muchos casos el diálogo se reduzca a: «Spain», «Spain», «Sí, Spain», «Spain, Spain». 

En cada esquina hay grupitos con una mesa pequeña dándole a los juegos de azar. Concretamente al má jiàng. No hay dinero, o no debe, que está prohibido. Se lo montan a rey de la pista, el que gana sigue sentado machacando rivales. ¿Qué imagen quedará para siempre grabada en mi memoria? El look hutong. Llevar, con la humedad frisando el cien por cien, la camiseta remangada por debajo, esto es, con la tripa al aire. Con curva de la felicidad es más fácil que no se enganche y no se vuelva a bajar la tela. Todo dios va así. Al ir andando, con el sudor goteando por el tripón desnudo, puede que sí se refrigeren los vasos sanguíneos del abdomen matizando la sensación térmica. En Shanghái, donde de la humedad mejor no hablamos, vi que los obreros se echaban media botella de licor de 57 grados en la sopa. Cada maestrillo… 

El mayor manjar que probé fue allí, en Shanghái, en una tienda de veinticuatro horas. Eran bocadillos que en lugar de pan tenían arroz y estaban sujetos por un alga nori. Dentro, o pollo o salmón. Tenían más pinta de japoneses que de chinos, pero por algo estamos en un mundo globalizado. En estos puestos nunca faltaba una pila de huevos duros en agua negra. Muy difícil encontrar motivación para llevarse uno a la boca. Caso contrario a la calle comercial de Pekín, la más turística, Wangfujing, donde había todo tipo de animales exóticos para comer. Los escorpiones estaban muy bien, eran exactamente igual que los chopitos. Con la diferencia de que aquí eran por un euro tres, y en España por cinco euros ya te dan una ración entera. Es lo que tienen las atracciones turísticas. El surtido de bichos llegaba hasta donde alcanza la imaginación. Había hasta lagartos voladores pinchados en un palo. Si intentabas fotografiarlos, se ponían de muy mala leche. Las amenazas eran la denominación de origen de los bichos. En otros casos, mejor no saber. Había muchos pollitos como caramelizados. Una amiga china nos contó que en las granjas avícolas muchos pollos mueren prematuramente y sus cadáveres se venden más baratos. Ahí los tenías en los tenderetes. Por eso su madre no le dejaba comerlos.

En el trato, los shanghaianos eran un poco más ariscos con los laowai. Pero es que en esta ciudad nos ves por todas partes. Los taxistas no suelen pararnos de noche porque tienen aprendido que donde hay laowais hay borrachos dando la nota y montando el pollo. Al menos eso nos dijeron. De compras en esta ciudad, intentamos ir a «los chinos de los chinos», que es donde dicen que compran ellos. Una desilusión. El nuevo Primark de Madrid es más barato, que tiene camisetas por debajo de dos euros. La emoción, en realidad, está en los centros comerciales clandestinos de falsificación de marcas. Hay un trasiego de furgonetas que entran y salen con mujeres laowai cargadas de bolsas negras. Los palos que te meten ahí dentro como no regatees son bíblicos. Y por mucho que bajes el precio, te la meten doblada. Ropa y mochilas se rompen más pronto que tarde. La gente cuya ilusión de la vida es tener un Rolex aquí se los pilla desde veinte euros. Digamos que en estas tiendas se puede satisfacer toda clase de estupidez humana. 

Como en la capital, en Shanghái todo era más interesante al caer la noche. Cerca de Nanjing, la calle comercial más grande del mundo, cuando cierran los templos y palacios de las marcas, por los aledaños se improvisan conciertos. Se ponen guitarra, bajo y batería en un semáforo y te descargan un repertorio completo. Escuchando un show de estos en un parque, advertimos que había mucho hombre solo dando vueltas a las tantas de la mañana. Supimos pronto por las miradas y los gestos inequívocamente de qué se trataba. Esa costumbre milenaria también la tenemos nosotros, la llamamos cruising. Empapados de sudor de arriba abajo, aliviándonos con unas cervezas del veinticuatro horas, escuchando el concierto y el alborozo masculino tras los arbustos, se sentía cierta paz espiritual. La que nace de que, te guste o no, todos nos parecemos bastante en todas partes. 

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5 Comentarios

  1. Se acuñó una expresión muy buena para describir el look hutong al que se refiere el autor: Beijing bikini :D

  2. «Los analistas políticos dicen que Xi Jinping, el presidente actual, está dando un giro autoritario.»

    ¿Hola? ¿Autoritarismo en una dictadura comunista donde los niños duermen en las mismas fábricas en las que trabajan? ¿En un país donde te mandan a picar piedra en un campo de trabajo si dices en voz alta la palabra «sindicato»? ¿En un estado policial que ocultó durante meses al resto del mundo la verdadera extensión de la epidemia de coronavirus en su territorio? ¿En una nación que venera como a un dios al mayor genocida de la historia? ¡Anonadado me hallo, Bautista! ¡Traígame las sales mientras busco mi monóculo bajo el sofá!

  3. Cuidado, Da5id: en cuanto los de Podemos se enteren de que ha unido en una misma frase «dictadura» y «comunista», acudirán raudos aquí a llamarle facha, fascista, franquista, derechista, ultraderechista, ultraultraderechista, hiperderechista, megaderechista, teraderechista, petaderechista y todos los prefijos griegos, indoeuropeos y etruscos, hasta acabar el diccionario. Avisado queda.

  4. ¡Qué pocas ganas de ir, hostia!

  5. Qué tendrá que ver Podemos con la dictadura comunista

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