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Jean-Paul Clébert , París insólito
Seix Barral, Barcelona, 2011
Traducción de Javier Albiñana
Fotografía de Patrice Molinard
Después de casi sesenta años olvidado, perdido entre los estantes polvorientos de las librerías de viejo, en 2009 se reeditó en Francia Paris insolite de Jean-Paul Clébert, en la pequeña editorial Attila. Su éxito fue tan fulgurante como el que obtuvo con la primera edición de 1952, en la mítica Denoël —con ilustres compañeros de catálogo como Aragon, Artaud o Céline—, cuando vendió más de treinta mil ejemplares y recibió los encendidos elogios de escritores de la talla de Henry Miller o Raymond Queneau. Aunque parezca increíble, en todo este tiempo a nadie se le había ocurrido recuperar la obra. Tuvieron que llegar unos jóvenes entusiastas con poco dinero y suficiente inteligencia para hacer justicia, mientras de paso daban el pelotazo, con todo merecimiento. Parece que no sólo España está llena de editores ciegos.
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Alistado en las filas de la Resistencia a los 16 años, Clébert ejerció los más diversos oficios: pintor de barcos en Cherburgo, criado en un castillo, vendedor ambulante de periódicos… Después de la guerra volvió a París, su ciudad natal, y llevó una vida de vagabundo que le sirvió para escribir esta crónica de la miseria en la Ciudad de la Luz. Una crónica literaria, poética, alucinada, tan oscura como deslumbrante. Entre sus compañeros de penurias figuraban el fotógrafo Robert Doisneau y el periodista Robert Giraud, a quienes dedica el libro.
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Un año después de la primera edición, Clébert recorrió los mismos lugares con Patrice Molinard, que hizo más de cien fotografías para ilustrar el texto. Molinard formaba parte de la corriente de los photographes humanistes, que promovían el documentalismo y el realismo social en las artes plásticas. En el prólogo a la edición de 1954 Clébert afirma que las fotografías de Molinard logran captar la poética de los paisajes urbanos, descifrando automáticamente lo insólito de una calle o de un personaje, probando su autenticidad: “Son documentos fríos y lúcidos. Corresponde al lector descubrir por sí solo su poesía. Sus fotografías dejan ver, que diría Éluard”.
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El primero que se vio sorprendido en 2009 por el éxito renovado de su primer libro fue el propio Clébert, por entonces ya un anciano de 83 años que vivía en un pueblo recóndito de la Provenza. Entretanto había ido escribiendo más de treinta libros, la mayor parte estudios sobre la cultura, la historia y el folclore del sudeste de Francia, pero nadie recordaba su nombre. Murió el pasado 21 de septiembre de 2011 en Oppède. Unos meses antes Seix Barral había publicado por primera vez en castellano su obra maestra: París insólito.
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Lo que menos me gusta del libro es su título. No calificaría yo precisamente de «insólita» esa supervivencia cotidiana de los pobres y maleantes por las calles parisinas. Siguiendo la misma idea (alejarse lo más posible del cliché: la ciudad suntuosa, luminosa, brillante), quizás hubiese sido más acertado llamarlo París clandestino. El libro se presenta, más o menos, como un documental de los bajos fondos de París en los años cincuenta, con especial querencia por los clochards. No es un reportaje al estilo periodístico, sino una narración literaria de la vida de las gentes, de las calles, de las casas: el dorso mugriento de una época.
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Componía Clébert su portentoso puzle —una enumeración sin fin de lugares, rostros, objetos, diálogos…— escribiendo en los márgenes de los periódicos, en el interior de los paquetes de tabaco, en las esquinas de los manteles, en cualquier trozo de papel que encontrara tirado por los suelos. Allí donde se para a escribir, a recordar las experiencias vividas, el poeta vagabundo (o vagabundo poeta) erige su residencia: “Una vez en el Pont-Neuf, tanto da lo avanzado de la hora, estoy en el corazón de mi casa, en el corazón de mis aposentos, me siento en un diván de piedra, enciendo un cigarrillo. Es el arranque de un nuevo viaje, igualmente fructífero y excitante, por los dédalos de la capital inmemorialmente misteriosa, por los bajos fondos, bajo los tejados, el París vedado al público, el reverso de París”.
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En este París insólito asistimos al deambular obsesivo de un hombre que, con el estómago vacío y los ojos bien abiertos, recorre la ciudad de parte a parte persiguiendo detalles. Lleva los pies doloridos, los zapatos gastados y la piel roñosa. No tiene un duro. En ese sentido recuerda un poco al protagonista de Hambre, la novela de Knut Hamsun. El frío acartona las ropas, entumece las manos, despega los calcetines. Refulge la poesía de las piedras, de los adoquines, de los descampados, de los patios interiores, “itinerarios que serpentean hasta el infinito, interminables para aquel que sabe vagabundear y ver”. El tono desgarrado de la prosa, con cierta propensión a la oralidad y la jerga callejera, tiene ecos de los ya mencionados Céline y Miller.
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Abarrotan la ciudad ejércitos de mendigos transportando sus posesiones en carritos de bebé, bebiendo aguardiente en los bistrós, emborrachando a las fulanas, comprando pitillos sueltos, construyendo un hogar efímero en cualquier esquina. Algunos turistas se entretienen contemplando cómo los pobres se despiojan y hacen la colada bajo los puentes. La mejor literatura está en los grafitis eróticos de los urinarios, pero nada puede superar en emoción lírica a los menús de los restaurantes, sobre todo cuando estás famélico. Sin embargo, por mucho que ataque el hambre, el apetito sexual nunca se pierde: “Cuantas veces no he vegetado por la ciudad, sin nada que llevarme a la boca, deteniéndome ya no en los escaparates de las charcuterías sino en los de las lencerías, contemplando, con mirada ausente pero escrutadora, esas fotos espléndidas de espléndidas mujeres, los pechos provocadores, ceñidos en la suave tela, o devorando arrobado a las transeúntes, sentado en un banco”. Decía Walter Benjamin que en la prostitución las mujeres no sólo se convierten en mercancía, sino en artículo de consumo masivo. En la descripción de las prostitutas que hace Clébert podemos atisbar la misma labor heroica de Baudelaire o Tolouse-Lautrec, que trataban de humanizar esas mercancías, de devolverles su aura.
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La tragedia acecha en cada esquina. El dolor brota a cada paso. La miseria respira por las heridas del mundo. Provistos de largas varas, los bomberos hurgan en el fondo del Sena en busca de los cadáveres de los suicidas: sus garfios podrían hincarse en la carne tumefacta y hacerla estallar como un globo. A veces los cuerpos de los ahogados regresan a la superficie por sí solos, con el vientre hinchado. Impulsado por una curiosidad morbosa, el voyeur se asoma incluso a los interiores de las casas, donde ve a “la gente en la mesa, en la ventana, oyendo la radio, en la cocina, leyendo periódicos, haciendo el amor, rompiendo los platos, zurciendo, lavando la ropa, cagando en el bidé”, sorprendiendo “los instantes privados de la solterona dando leche a sus gatos, de la mujer honesta leyendo Confidences, de la chacha apretándose las espinillas, del anciano barajando sus recuerdos”.
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Muestra Clébert cierta dudosa inclinación por los tipos extravagantes y pintorescos: los ladrones de calaveras del cementerio de Père-Lachaise; el trastornado que clama entre la muchedumbre “¡Tengo hambre! ¡Matadme!”; la puta de ciento ochenta kilos que para follar se pone en cuclillas; las monjas que, arremangados los hábitos a la altura de los muslos, pescan restos de vísceras en los charcos de sangre de los mataderos; Martin, el aguador elocuente, ex cura y seductor, que hace recados por toda la ciudad y va cobrando en especie (cigarros, vino, café); Joséphine, el hermafrodita; Mania, la vieja rusa que adopta a todos los gatos de la calle y los cobija en cajas de tallarines; el trapero que acumula una fortuna durante todo el año para derrocharla después en una semana de lujo en Niza; las parejas de los desmontes que “no se besuquean sino que se masturban salvajemente” con los ojos extraviados; los paseantes solitarios, enfermos, deprimidos, sin esperanza, bajo la luz de la luna.
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A veces el poeta vagabundo, hambriento pero ahíto de miseria —la mirada turbia y los riñones hechos migas—, entra en estado de alucinación, como James Agee en su libro Ahora elogiemos a algunos hombres famosos. Entonces el camión del lechero, tirado por caballos, se convierte de pronto en un coche fúnebre, y todo se empapa de una atmósfera siniestra, como el jardín del Carrousel, con sus mirones, maniacos y pederastas, y esas viejas prostitutas “tan feas que se la desempinarían a un ahorcado”. Está también la tristeza del Gran Canal, llena de polvo y niebla, con sus elementos accesorios: la muchacha que escurre la ensalada, el patrón sentado en una caja de madera, la leña podrida, los sacos de yeso, las pilas de ladrillos… Docenas de botellas alineadas, llenas de orina, en el Desván de los Maleficios. La claustrofobia de los pasillos estrechos: oscuros cobertizos, antros destartalados de luz mortecina, tugurios malolientes. La ropa tendida, las lámparas de petróleo, la locomotora desvencijada, los plátanos de los muelles. Fábricas, cementerios, jardines. Chabolas, tascas, camastros, braserías. Perros que duermen metidos en toneles, indigentes recogiendo colillas por el suelo, viejas desdentadas haciendo punto tras las cortinas, ancianos comidos en su jergón por las ratas… El horror y la poesía del suburbio.
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Parece imposible tanta acumulación de imágenes, de personajes, de frases deslumbrantes y contundentes, pero es que el espectáculo de la ciudad nunca se agota: “Cada rostro, cada diálogo, cada calle estrecha, cada rincón oscuro, cada bar luminoso merecería un libro entero y atestado como una cantina, de informaciones, soplos, detalles, anécdotas, comentarios…”. Novela aleatoria la denominó el autor.
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El París de Clébert me recuerda al París de Solana y al del fotógrafo Eugène Atget. Es un lugar que ya no existe (o quizás sí), pero se lee como si estuviera sucediendo ahora mismo, delante de nuestros ojos. Es lo que a veces consiguen la escritura o la fotografía: el milagro de captar lo verdadero.
Me recuerda, por cierto, a esa obra maestra que es «Cómo vive la otra mitad» de Jacob Riis. Admitamos también que hay bastante de alucinatorio en lo de Solana, y es en esa fuerza por estrujar la realidad de donde sale su verdad, nuestra verdad.
Excelente artículo.
«Es un lugar que ya no existe (o quizás sí), pero se lee como si estuviera sucediendo ahora mismo, delante de nuestros ojos. Es lo que a veces consiguen la escritura o la fotografía: el milagro de captar lo verdadero.» … O un articulo como este…
Pues no he leído el libro de Riis, me lo apunto.
Sí, supongo que Solana lleva su alucinación negra allá por donde va. Su París y el de Clébert guardan muchas semejanzas:
«Vemos bajo el sol enfermizo de invierno a los vagabundos durmiendo desparratados con un sueño de piedra, con la cabeza colgando y aplastada la cara contra la tierra. Aquí se ven la miseria, los harapos y las caras moradas por el frío e hinchadas de los alcohólicos, con los ojos rojos como en carne viva, rascándose la miseria y echados en fila como guiñapos humanos. […]
Entre los grupos que juegan a las cartas se ve alguna mujer con el pelo enmarañado, caído por los hombros, rascándose los piojos de la cabeza, a uno remendando un pantalón, a un cojo asomado al muro del Sena y a otro hambriento, con cara de perro, que hace fuerza con las manos en un hueso que roe con gran ansia, mirando con recelo como si se lo fueran a quitar».
(José Gutiérrez Solana, París)
Gracias, Kuanoi.
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