La urbe de los reyes, como fue llamada en origen, se ha construido a lo largo de los años como una ciudad literaria que busca esa memoria redundante de la que hablaba Italo Calvino en una de sus obras reconocidas. Ya sea la Lima blanca y cotilla, donde los tipos de Vargas Llosa deambulan enamorados, o la fértil polis de ingenios heterodoxos, celebrada en la revista Etiqueta Negra, pasando por la más febril y que da vida a las novelas más atrabiliarias y uranistas de Jaime Bayly.
«¿Quién ha llenado jamás un teatro en Lima?», se pregunta uno de los personajes de la novela de Vargas Llosa dedicada a sus amores familiares. Quizá este interlocutor, sorprendido de que se llenen los escenarios en Bolivia, no se había dado cuenta de que su ciudad no es otra cosa que un inmenso escenario.
La teatralización de los rasgos de las clases sociales, enfrentadas además en origen por la raza, divide a la sociedad de la capital de Perú desde su fundación. El reconocido enciclopedista Alexander von Humboldt recordaba esta como «más cercana a Londres» que al resto del país ya a inicios del siglo XIX. La comparación no es en ningún caso caprichosa: esta ciudad es célebre por su niebla y cielos grises. Según el periodista y escritor Toño Angulo Daneri, esta referencia proviene de Herman Melville y su «tearless Lima, the strangest, saddest city thou canst see» en Moby Dick (1922).
Manuel Burga y Alberto Flores Galindo realizaron en su clásico historiográfico Apogeo y crisis de la República Aristocrática (1987) una primera aproximación sociológica a la burguesía allí. La establecen a través de distintos rasgos como el catolicismo, la endogamia, su caballerosidad y un cierto machismo. Esta segregación cultural de la Lima criolla se materializa en su particular castellano, muy castizo en comparación con el resto de capitales de Hispanoamérica por herencia cultural (la tesis de Carlos Garatea Grau en su libro de 2010). Como refiere Bryce Echenique a través de uno de los protagonistas en la premiada El huerto de mi amada: «Ah… Ustedes, los limeños: siempre tan presumidos de su buen castellano».
El burgo de papel
Este marco cultural, en crisis espiritual luego de la derrota con Chile a finales del siglo XIX, va a conocer una explosión periodística esencial en la constitución de la gran escritura limeña del pasado siglo. El historiador Osmar Alberto Gonsales Alvarado enuncia la fundación del diario La Prensa (1909), de La Crónica (1912) y la recuperación de El Comercio para 1898 como hitos. Burga y Galindo llegan a citar una respetable cifra de cuatrocientas setenta y tres publicaciones periódicas para 1928.
Esta es una élite cultural, prosigue Alvarado, que «vivía de espaldas» a la «diversidad de la nación». De hecho, «sus vinculaciones intelectuales y sentimentales estaban más ligadas a Europa, a donde usualmente viajaban para pasar las vacaciones». Se integraban en los clubes exclusivos, a semejanza de los occidentales, donde formaban familias inaccesibles para el vulgo. Ese mundo se rememora sin nostalgia, con crueldad, en el conocido libelo Lima la horrible publicado por el poeta y periodista Sebastián Salazar Bondy para 1964:
¿Hacia dónde miran nuestros ojos históricos? Miran al espejismo de una edad que no tuvo el carácter idílico que tendenciosamente le ha sido atribuido y que más bien se ordenó en función de rígidas castas y privilegios de fortuna y bienestar para unos cuantos en desmedro de todo el inmenso resto.
¿Fue un espejismo? Puede ser, pero en 1917 treinta mil personas llegaron a acompañar el féretro de Leonidas Yerovi, principal periodista aquel momento. Su bombín inglés, pelo en raya y chaqueta tweed dan la imagen icónica del juntaletras del tiempo. Murió por las pasiones, aquellas que retrató en su poesía, con apenas treinta y cinco años de edad. Un pretendiente de su querida asesinó al periodista y poeta en frente del diario La Prensa (en Jirón de la Unión, en el centro) con cuatro tiros de revólver. En su compendio de la música criolla, Gérard Borras cree que este asesinato provocó una «muy viva emoción» y cita que el compositor Felipe Pinglo le dedicó este vals para junio de 1919:
Se recuerda tu genial figura
oh poeta noble y generoso
se recuerda que fuiste un coloso
de tu patria en la literatura.
Otro autor célebre, José María Eguren, bajo la órbita del modernismo francés, domeñará la prensa con su prosa colorida. Un pequeño Rimbaud enfebrecido por las brumas limeñas (cuya prosa estudió minuciosamente Xavier Baril) y que resultó fundamental con sus Simbólicas (1911) como padre estético de la generación siguiente. En su poética, surreal, parece haber retazos de la Lima de inicios de siglo:
«Despunta por la rambla amarillenta,
donde el puma se acobarda;
viene de lágrimas exenta
la Tarda (…)
Va a la ciudad, que duerme parda,
por la muerta avenida,
sin ver el dolor, distraída,
la Tarda».
Fuera de Lima, nacido en Santiago de Chuco, una personalidad extraordinaria cierra los inicios de siglo: César Vallejo. Bohemio itinerante, cosmopolita y en su última etapa prosoviético, supone el lírico de transición de las etéreas naturalezas simbolistas a la lucha global. Su vida azarosa, su compromiso político, lo convierten en un tótem para la literatura peruana. De nuevo, su lírica resulta etérea, más en el primerizo Los heraldos negros (1918), aunque el hastío limeño (ese que crea «neblina en el corazón» según el periodista Fernando Ampuero) revolotea en estos primerizos textos:
En esta noche mi reloj jadea
junto a la sien oscurecida, como
manzana de revólver que voltea
bajo el gatillo sin hallar el plomo.
El malévolo ingenio del cronista de la villa César González Ruano, truhan de la vida y de las letras, lo entrevistó para el Heraldo de Madrid en 1931. Pone en su boca un buen resumen sobre esta Lima de cafés y versos alejandrinos, somnolienta y olvidadiza:
—¿Cómo comenzó a tomar café en su vida?
—Publiqué mi primer libro en Lima. Una recopilación de poemas: Heraldos negros. Fue el año 1918.
—¿Qué cosas interesantes sucedían en Lima en ese año?
—No sé… Yo publicaba mi libro… por aquí se terminaba la guerra…
Se abre la muralla
La ciudad posterior a las dos guerras mundiales está en tránsito a la universalidad: las grandes y ricas villas al oeste de Miraflores se encuentran cada vez más aisladas, mientras que se van creando poblachos exógenos con inmigrantes en los distritos lindantes como Pucusana o Ancón. La novela clave en representar el choque entre esta Lima que desaparece y la otra que emerge, en conflicto y colaboración, es Un mundo para Julius (1970), del limeño Bryce Echenique. Sus descripciones de esas mansiones floridas son célebres;
Julius nació en un palacio de la avenida Salaverry, frente al antiguo hipódromo de San Felipe; un palacio con cocheras, jardines, piscina, pequeño huerto donde a los dos años se perdía y lo encontraban siempre parado de espaldas, mirando, por ejemplo, una flor (…).
El protagonista, un niño bien de este entorno —«oasis» lo llama el propio Bryce en otra novela—, descubre que su querida nodriza Vilma acaba siendo prostituta en su adolescencia.
Muy alejado de este marco versallesco, el escritor indigenista Ciro Alegría dará una primera voz a los excluidos de Lima. Nacido para 1909, en Huamachuco, se formó bajo la esfera social de César Vallejo. En El mundo es ancho y ajeno (1941) se pone en la piel de este primer emigrante mestizo y analfabeto dedicado a trabajos míseros en Lima. Contrasta su visión natal, del interior del Perú (selvático y húmedo), con la costa y la capital:
Realmente, casi todo le parecía raro y había muchas cosas que ver y en que pensar. Más allá de las zonas pobladas y regadas en las cuales surgían cúpulas de iglesias y árboles, el inmenso arenal se extendía, pardo y ondulado, imitando la piel de un puma.
Son indios, según un conocido cuento de Echenique, que distan de las luces de los libros de historia y que «no tenían gloria, ni imperio, ni catorce incas» y con «uñas que parecían de cemento». Aunque el conflicto social domine gran parte de estas obras, casi todas ellas tienden al perspectivismo y el dominio del yo. Es decir, como afirma Gálvez Acero en su ensayo sobre la novela de América Latina, esta «es fundamentalmente subjetiva» y se sustituye «el tiempo cronológico por el anímico».
El nombre clave de esta nueva novela, más cercana a Flaubert que a Zola, es Mario Vargas Llosa. Nacido en 1936, en Arequipa, llegará tarde a Lima, donde vivirá su primera adolescencia. Su impresión de la ciudad, en sus memorias El pez en el agua (1993), dista mucho de ser una elegía y es relativamente triste, sembrada por lo gélido de su progenitor: «Su manera fría de hablar y sus ojos de luz cortante son lo que más recuerdo de esos primeros días en Lima, ciudad a la que detesté desde el primer momento».
Fue también en sus obras iniciales uno de los pioneros en describir el ambiente prostibulario de los barrios menos floridos de Lima, toda una novedad respecto a las líricas y etéreas obras precedentes. En las citadas memorias describe cómo eran los prostíbulos que se frecuentaban:
El jirón Huatica, en el barrio popular de La Victoria, era la calle de las putas. Los cuartitos se alineaban, uno junto al otro, en ambas veredas, desde la avenida Grau hasta siete u ocho cuadras más abajo. Las putas —polillas, se las llamaba— estaban en las ventanitas, mostrándose a la muchedumbre de presuntos clientes que desfilaban, mirándolas, deteniéndose a veces a discutir la tarifa.
Todo ello bajo «la macilenta luz», que escondía la «ruin humanidad» asociada a estos antros. No todo es oscuridad sobre Lima en las novelas de Vargas Llosa, y tanto La tía Julia y el escribidor (1977) como Travesuras de una niña mala (2006) celebran el ambiente festivo de sus kermés y bailes. En medio de la invasión del mambo, cuenta el Nobel en la segunda obra, el barrio de Miraflores vive sus últimas luces, antes de que empezaran a «brotar los edificios y a desaparecer las casas».
De manera poco casual, la dictadura del general Velasco de 1968 coincide con el predominio del estilo brutalista asociado a los edificios grandilocuentes y la expansión horizontal con pequeñas casuchas de adobe —el color de la mierda, según Conversación en la catedral (1969)— asociadas a las comunidades necesitadas.
El mambo de las clases altas con muchachas juguetonas, picantón y lleno de habladurías, acabó sin aplausos.
Lima le Freak
El estudio de Aldo Panfichi sobre la urbanización de la ciudad de los reyes es definitivo: en 1951 la polis cuenta con 835 000 habitantes; en 1993 son 5 363 270. Es el Perú de las dictaduras, del Chino Velasco a Fujimori, que descubre la masa política tal como temía Ortega. Apenas seis poblados con cholos rodeaban Lima en la época de la Tía Julia…; en 1989 habrá más de ochocientos. Sergio Galarza, en el Paseador de perros (2008), clama apesadumbrado que la ciudad crece sin control, como «la mala hierba».
Esta pauperización fue capital en el aumento de la delincuencia y también para que organizaciones extremistas como Sendero Luminoso se consolidaran. En origen, esta solo era rural y apenas tenía fuerza en zonas remotas. Santiago Rocangliolo, en su obra Abril rojo (2006), recrea a través del género negro la guerra sucia contra este terrorismo de los Gobiernos de Fujimori. Hace decir un parlamento definitivo a uno de los militares: «Aquí no hubo un grupo terrorista o dos. Aquí hubo una guerra». El periodista Luis Esteban G. Manrique, en su libro sobre los conflictos latinoamericanos (2006), ha llegado a citar treinta y cinco mil muertes en el Perú de este tiempo.
La vieja aristocracia, herrumbrosa, deja paso a los «bárbaros» que asaltan su muralla de prejuicios rijosos. Angulo Daneri cree que, en la actualidad, de la Lima aristocrática ya solo quedan «algunas colecciones de arte seguramente muy valiosas (porque ya ni casonas o palacetes) y ciertos discursos y actitudes racistas y clasistas como vestigios».
Es también el Perú cochambroso y criminal de las novelas extremas del primer Jaime Bayly como Fue ayer y no me acuerdo (1995) y especialmente la frenética La noche es virgen (1997). En la primera se ofrece con precisión el ritual de comprar marihuana, algo impensable en una novela en los cincuenta o sesenta:
Los vendedores sabían bien lo que hacían. Solían ser tipos desarreglados, maltratados por la vida. Les veías las caras y podías suponer que habían estado presos. No sabíamos sus nombres. No era necesario.
Tras nuestra señal, un vendedor, solo uno, se acercaba a nosotros y se paraba al lado del carro. Yo me quedaba callado (…) Lo único que había que discutir era el precio:
—¿A cuánto el tamal?
Un tamal era un paquete de marihuana envuelta en papel de periódico. De un buen tamal podían salir ocho o diez troncos.
En la segunda novela, escrita con una ortografía funcional y de una gran rapidez, se narra tanto el tráfico de cocaína como los ambientes homosexuales de la urbe. Bayly no calla en ninguna página, y su trasunto, una versión extrema de él, llega afirmar que no puede «seguir siendo gay y coquero en Lima. Me está matando».
La explosión demográfica llega también a los escritores surgidos ya en los noventa e inicios del 2000. Capitaneados por Julio Villanueva Chang dentro de la revista de crónica Etiqueta Negra, son novísimas generaciones de prosistas peruanos más libres del lazo social, y tienen como guía el nuevo periodismo neoyorquino. El «yo» es vigía y la opinión no resiste censuras morales.
Un ejemplo es el texto de Daniel Alarcón en la citada publicación sobre «la cárcel más peligrosa del Perú». Pinta así el penal de Lurigancho, no muy lejos de Lima, como pequeño lienzo actual del país:
[aquí no se] recolecta la mayor parte de la basura —unas treinta toneladas por semana—, y los presos más pobres se alimentan hurgando por estos desechos en busca de cualquier cosa comestible. Una bufanda gris colgaba de una vieja antena de radio, la bandera no oficial de la prisión. Era el recuerdo de un preso drogadicto que había escapado de la clínica psiquiátrica, se había subido a la antena y se había ahorcado.
Gabriela Wiener —la más popular de este conciliábulo— desprecia la caótica Lima y llega a considerar en Llamada perdida (2015) Madrid a su lado como «Estocolmo». Más divertido, Juan Manuel Robles es capaz en Lima freak (2008) de disfrutar de las rarezas de esta ciudad y festejar su sordidez a través de personajes basura como la neumática y corrupta Laura Bozzo o el estafador Florian Cromwell Gálvez. Este último realizó una corruptela ciclópea con el objeto de conseguir favores de vedettes, a las cuales luego grababa en vídeos.
La veterana sociedad teatral, estigmatizada por clase o etnia, deja paso ya a una comunidad global sin orden ni freno. Su memoria, sus viejos signos o nuevos emblemas, es parte de los escritores jóvenes y adultos que la hacen ya suya. Y, todos, como lectores, la hacemos nuestra.