Fotografía de Pablo Araújo
Este artículo es un adelanto de nuestra revista trimestal Jot Down nº 29 especial Locura, disponible en nuestra tienda online.
En un maltrecho entresuelo de Ourense, encima de una tienda de fertilizantes, abonos y piensos, se oculta la biblioteca sobre Rabindranath Tagore más valiosa del mundo. Cuesta creerlo. Cuando das con el sitio y te detienes ante la puerta y la aporreas, pues no hay timbre, todavía te entran dudas: ¿pero es aquí? Es un entresuelo decrépito, viejísimo, y a la vez un templo. A lo largo de cinco habitaciones, algunas sin luz eléctrica, otras con persianas que ni suben ni bajan, José Paz (Piñor, Ourense, 1948), profesor jubilado de la Universidad de Vigo, acumula miles y miles de libros del premio Nobel bengalí (1861-1941). Los hay en todos los idiomas imaginables.
Empezó a coleccionarlos en 1964 y ya no se detuvo. La inercia. Dice que tiene unos treinta mil, entre los que custodia en Ourense y los que guarda en cajas en su casa de la India. La mayor parte son libros de Tagore, pero también sobre Tagore, libros de sus colaboradores, secretarios, traductores, libros sobre las instituciones educativas que creó, publicaciones periódicas, actas de congresos sobre su figura y obra, volúmenes sobre la India, Bengala occidental y Bangladés… El ochenta por ciento está sin catalogar. A su manera, es una biblioteca salvaje.
Rara vez abre su puerta a nadie, porque rara vez llaman a ella. Emplazada en el corazón de unas galerías comerciales decadentes, con muchos de sus locales cerrados, «algunos días llego aquí y el panorama es un heroinómano pinchándose, o unos estudiantes del instituto de al lado fumando un porro, o simplemente una pareja haciendo el amor», dice, y señala al pequeño espacio que hay a la entrada de la biblioteca, repleta de pintadas y grafitis indescifrables, pero horribles. La puerta, de cristal traslúcido y con marcos de aluminio, también está pintarrajeada. Cuando te asustas de lo fácil que sería robar en un sitio así, Paz respira tranquilo y pregunta: «¿Quién va a robar libros?».
A principios de los noventa, su vivienda se quedó pequeña para acoger tanto volumen y alquiló este entresuelo en las galerías Roma, llamadas así porque antes del horrible edificio en el que se encuentran se levantaba el Gran Hotel Roma, de belleza imponente. Paz paga doscientos treinta euros de alquiler para que su biblioteca tenga cada mes dónde dormir.
En el pasillo se apilan montañas de periódicos, revistas y suplementos culturales viejos. También andan por ahí la fregona, el cubo de la fregona y el agua de fregar. En general, cada centímetro del local está a reventar, y te asalta el temor de que en una distracción serás engullido por la materia y ni siquiera quedará tu cadáver. En la habitación del fondo, como al final de un búnker, está el centro de mando, donde Paz mata las horas rodeado de un par de selectos miles de libros, casetes, cedés, calendarios, cuadros, fotografías, objetos diminutos. En un extremo de la estancia está su mesa de trabajo, y en el otro, detrás de la puerta, una cama estrecha, casi de trabajo. «Aquí me echo las siestas. Y algunos días me quedo a pasar la noche», explica sin que le pregunten. Su biblioteca es su familia, así que tiene sentido que de vez en cuando quiera dormir con ella. Se nota que la cama está hecha sin ganas, solo para disimular.
José Paz nació en el interior de una escuela y aprendió a leer y a escribir, asegura, a los cuatro años. Habla con una extraña determinación en los números que te persuade de que nunca exagera. «Mi padre era caminero de obras públicas y me compraba un libro cada vez que iba a una feria». Él estudió Magisterio en Santiago y Pedagogía en Madrid. A finales de los sesenta ya había ganado una plaza de profesor. Antes, en 1964, a los dieciséis años, su novia —hoy esposa— le regaló sus tres primeros libros de Tagore: Mis recuerdos, una autobiografía, y Gora y El naufragio, ambas novelas. «Eran traducciones hechas desde el inglés, a cargo de Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez, que simplemente pulían, para la editorial Aguilar».
A partir de ese día empezó a acumular libros. En aquellos años, a raíz del centenario del nacimiento de Tagore, su obra se había vuelto a poner de moda, y se sucedían las reediciones. «No hay lengua en la que se haya publicado a Tagore que yo no tenga», presume. ¿Todas, todas? «Todas», y le da a la palabra un toque definitivo con la mano, como aplanándola. ¿En ruso también? «Sí». ¿Y en chino? «Sí». ¿En árabe? «Sí, claro. Es un idioma que he estudiado». ¿Y en japonés? «Sí. ¡En todas, estoy diciendo! Hasta en esperanto».
En 1969, al poco de tomar posesión de su plaza en una escuela de Ourense, promovió la representación de El cartero del rey. De Tagore, claro. Su escuela no tenía salón de actos y tuvo que pedir prestado el de los salesianos. «Yo dirigí la obra, mi novia diseñó los trajes de los actores y mi madre, que era modista, los cosió», cuenta mientras muestra fotografías del día del estreno. «Cuando en el año 2000 las enseñé en Londres, durante un congreso de tagoreanos», relata abanicando las fotos, «recibí un aplauso de cinco minutos por haber montado precisamente esta obra de teatro».
En 1970 dio un nuevo paso en su obsesión y empezó a publicar artículos sobre Tagore en revistas de la comunidad educativa. Porque para José Paz, por encima del Tagore poeta, novelista, cronista, reformador social, músico, cineasta, filósofo, está el Tagore educador. No en vano, Paz es pedagogo. Fue cuestión de tiempo que recalase un día en Santiniketan, la localidad de la India donde Tagore fundó en 1901 su escuela experimental, que acabó convirtiéndose con el tiempo en campus universitario. Paz vive seis meses al año allí. «Tengo una casa alquilada todo el año, con jardinero incluido. Me cuesta otros ciento cuarenta euros al mes. Allí guardo ciento cinco cajas más de libros de Tagore».
Cuando le preguntas si no se cansa de amontonar libros porque sí, y gastarse un dineral, sonríe, como diciendo: «Pero ¿cómo me voy a cansar, alma de cántaro, si gastar es lo más bonito?». Y debe de serlo. En cuanto a la fortuna que se habrá dejado a lo largo de medio siglo en el autor bengalí, responde sin entrar en exactitudes que «más o menos, cada mes una cuarta parte de mi sueldo, y ahora la pensión, se va a Tagore». El ejemplar más caro de su colección es El libro de oro, que es un homenaje que hicieron a Tagore sus grandes amigos. Solo hay quinientos ejemplares en todo el mundo, y numerados. «Yo conseguí el mío en una librería de Chicago. Me costó ochocientos euros». Pero su libro más importante, sin embargo, es Gitanjali: Song Offerings. «Tengo la primera edición en inglés, la de 1912, editado en The Indian Society of London, con una introducción de W. B. Keats. Un tesoro. Es el libro que le valió el Nobel».
Habla de una tarea inacabada, perpetua, que nunca encontrará un final. No podrá decir jamás: «Lo tengo todo, así que ahora, a ahorrar, o a comprar un entresuelo nuevo». La obra completa de Tagore «no puedes tenerla entera ni siquiera en bengalí. Escribió tanto, tanto, tanto, que es imposible leerla completa, aunque una persona le dedique toda la vida a la lectura. Todo lo que escribió está publicado, pero los artículos en periódicos y revistas están muy diseminados, y sin traducir».
Salvo tres libros escritos directamente en inglés, Tagore empleó siempre el bengalí. Por esa razón, el profesor Paz, en otro paso hacia el abismo, se puso un día a estudiar ese idioma. «Entiendo lo básico», señala para no darse aires, mientras se acerca a una estantería y retira un diccionario, y antes de abrirlo lanza al aire media docena de palabras que casi te vuelan la cabeza. «Aprendí por mi cuenta», precisa. En 2001 afrontó su primer viaje a la India para asistir a los actos del centenario de la Escuela de Santiniketan. Fue el único tagoreano europeo invitado. «“Yo aquí tengo que venir todos los años”, me dije al verme allí». En efecto, desde entonces viaja anualmente, y permanece seis meses en el campus, donde «ayudo en una ludoteca para niños sin casta, e investigo y catalogo los libros extranjeros sobre Tagore que acumula la institución».
Cuando emprendemos el recorrido por el entresuelo, como entre catacumbas, señala a una estancia y, antes de entrar, avisa de que ahí no hay corriente eléctrica. «Tengo que arreglarla». Asiento. Sé qué significa decir que tienes que arreglar algo: que ya lo arreglarás. Pero no es el fin del mundo, y la oscuridad se deja abordar con un farolillo rojo, a pilas, que ilumina un par de palmos delante de las narices. Es como un viaje a la antigüedad. «Aquí, además de libros, almaceno música y películas», y levanta el farol por encima de su cabeza. «Tagore compuso más de 2500 canciones, con letra y música, y es autor de tres himnos nacionales —India, Sri Lanka y Bangladés—. Sus influencias son la música irlandesa, la escocesa, Bach y por supuesto la música popular india. Allí hay un género musical llamado robindro songi, es decir, “canción de Tagore”», detalla. Paz tiene más de mil cedés de Tagore. «Me sé de memoria muchas canciones en bengalí. Me aplauden en los trenes de la India cuando me pongo a cantar», afirma en la oscuridad.
Hay varios cientos de películas. «Muchas de los cuentos de Tagore, la mayor parte sin traducir al inglés o al español, fueron la base para decenas de películas, algunas filmadas por Satyajit Ray (1921-1992), el cineasta más importante de la India», apunta.
Paz no esconde que su sueño sería fundar un Centro Tagore en Ourense. «Ya los hay en Berlín, México D. F., Londres, Venecia, Toronto, Illinois, Budapest, Ibaka, Edimburgo, São Paulo, Calcuta, Buenos Aires. ¿Por qué no Ourense?», pregunta, muy serio. «Yo regalo mi biblioteca si hace falta», improvisa de repente. «He invertido mucho en libros. No sé calcularlo. Lo que no puedo hacer es venderlos. Eso no. Además, esta biblioteca no tiene precio». Ya hace más de veinte años, cuando la biblioteca no tenía la envergadura de ahora, la Xunta que presidía Manuel Fraga le ofreció treinta millones de pesetas por ella. Rechazó la oferta. Nada de vender. «Si Tagore viviese, no aprobaría que le pusiese precio. A mí me gustaría donarla; si se cumplen mis condiciones, claro». Eso nunca ha pasado, por ahora.
Cuando llegó Núñez Feijóo se retomaron las negociaciones. La Xunta aspiraba a llenar con los libros de Tagore parte de los enormes vacíos de Cidade da Cultura, en Santiago. No se entendieron. Paz quería que la biblioteca se quedase en Ourense, en un espacio digno en el que alojarla, catalogarla, ponerla en valor, abrirla al público, creando en torno a ella un foro permanente de debate sobre la obra de Tagore. No hubo suerte. En 2012, sin embargo, firmó un acuerdo con la fundación Casa de la India de Valladolid. Parecía que al fin su biblioteca había encontrado su lugar en el mundo. La alegría duró poco. Paz les envió los primeros mil libros, pero todavía hoy «no han salido de las cajas». Otro desencanto. Sus treinta mil «tagores» siguen a la deriva, en busca de su paraíso. Ya no se descarta que tomen rumbo precisamente a Santiniketan, para que el fondo se acomode en el campus fundado por el propio Tagore. Pero nada hay seguro. José Paz tiene una exigente y larga lista con las condiciones que deben cumplirse para que su biblioteca sea donada y salga de su entresuelo; ocupa cinco folios, en letra pequeña. Se tarda más de diez minutos en leerla. En el fondo, sería fácil que el profesor no desease deshacerse ni de uno solo de sus libros. El paraíso también puede estar en un decadente entresuelo.
En 1995 conseguí la primera edición de la obra integral de Platón en la Oxford publicada por Burnet. La obtuve por un precio irrisorio, 5000 ptas de la época. Un profesor de clásicas que pasó por casa la vio un año después y, al poco, obtuve una oferta de la biblioteca de la universidad de mi ciudad por medio millón de las antiguas pesetas. El caso es que conozco esa biblioteca. Y sé que los fondos bibliográficos están disponibles para cualquiera. Obras del siglo XIX y cosas así, al lado de estudiantes de todo tipo que van a la biblioteca a hacer deberes escolares. Un día pasé por la biblioteca a hacer consultas. A la salida, el bibliotecario me salió al paso para ver si vendía de una vez los ejemplares citados. Le dije que no. Quiso saber la causa. Le dije que la respuesta estaba en el segundo piso, en donde una estudiante norteamericana estaba subrayando con un rotulador fosforescente la edición que imprimieron en la Italia de Mussolini, en 1938 de las «Etiópicas» y en la fotocopiadora de abajo, en donde un cretino estaba desencuadernando una primera edición del «Index Aristotelicum» de Bonitz. Si las instituciones fueran lugares en donde se conservaran las cosas…
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