Sam Houston tenía prisa. Tanta, que envió sus tropas a cruzar el río San Jacinto en el ferry de Lynch sin darles tiempo ni para prepararse la comida. No era una cuestión de cobardía: un hombre que se fuga de un hogar acomodado a los dieciséis años para irse a vivir entre los indios cherokee no es precisamente un miedoso. Todo lo contrario. Houston era un hombre de acción acostumbrado a los vaivenes de la vida fronteriza, y sabía reconocer una oportunidad cuando la tenía delante. Tras casi dos meses de duras derrotas y amargas retiradas hacia la frontera estadounidense, huyendo del enemigo, por fin el general-presidente Santa Anna había cometido un peligroso error; encajado entre un bosque elevado al frente y un lago pantanoso a su espalda, el ejército mexicano se encontraba en posición vulnerable. Era el momento de arriesgar y acabar de una vez por todas con un controvertido conflicto que se arrastraba durante al menos las últimas tres décadas.
1804. El famoso naturalista Alexander von Humboldt acaba de terminar un increíble viaje de cinco años a lo largo y ancho del virreinato de la Nueva España. Durante todo ese tiempo, el investigador prusiano ha contado con la generosa ayuda de las autoridades españolas y de lo más selecto de la intelectualidad novohispana para completar un impresionante compendio de conocimientos sobre aquellas tierras. La información recopilada no solo es novedosa por su gran precisión y detalle; Humboldt es el primer viajero protestante que tiene acceso sin restricciones a las maravillas de las regiones coloniales hispanas, hasta entonces un terreno celosamente protegido de ojos foráneos. Tras entregar los resultados de su trabajo al virrey, y antes de volver a Europa, Humboldt aprovecha para visitar a un hombre al que admira profundamente: el presidente de la flamante nueva república de los Estados Unidos de América, Thomas Jefferson.
Por aquel entonces el científico era un personaje tremendamente popular por su defensa del liberalismo político y el humanismo —teñido de cierto clasismo y supremacismo blanco—, al igual que Jefferson, por lo que el encuentro entre ambos dio lugar a una fructífera amistad. Sin embargo, no solo se dedicaron a teorizar sobre la capacidad de los habitantes de América para decidir su futuro en pie de igualdad con los europeos —origen remoto de la doctrina Monroe—; cuando el prusiano mostró los magníficos mapas de la Nueva España que había elaborado, Jefferson apenas podía creerse el golpe de suerte que tenía entre manos. Humboldt era un hombre de ciencia, partidario de compartir el conocimiento, pero aun así es difícil asumir sin más que se le escaparan las implicaciones políticas que tenía la decisión de cederle a Jefferson tan valiosísima información sobre una potencia vecina. Si bien las acusaciones de espionaje son infundadas, y Humboldt se pasó largo tiempo reclamando la devolución de los mapas al gobierno norteamericano, debía al menos intuir la ventaja estratégica que otorgó a la naciente república americana.
Sin duda la fortuna sonreía a los estadounidenses. Tan solo un año antes, habían tanteado al cónsul general francés, Napoleón Bonaparte, la posible compra de una porción de la Louisiana francesa, encontrando una sorprendente respuesta: o la adquirían entera o nada. El futuro emperador había perdido todo interés en el continente americano tras el fiasco de la intervención en Haití y Santo Domingo, y por quince millones de dólares se deshizo de un área gigantesca que comprendía desde la frontera con Canadá a la desembocadura del Mississipi. En la operación de bienes raíces más rentable de la historia de la humanidad, los Estados Unidos doblaron su territorio de golpe. Nuevas fronteras, nuevas preocupaciones: asegurar los flancos del río se convirtió en una prioridad para Washington, dando el pistoletazo de salida a una política de expansión sin precedentes. Era necesario delimitar fronteras con el viejo nuevo vecino que ocupaba la mitad de la actual república federal: España. El tratado Adams-Onís de 1819 solucionó buena parte de los problemas, supuso la venta de la Florida —difícil de administrar para los españoles— y fijó los límites entre la República y el Virreinato. A pesar de tratarse de un acuerdo satisfactorio para ambas partes, del lado anglosajón se alzaron voces discordantes que criticaban el supuesto olvido de las reclamaciones sobre Tejas, territorio que consideraban estratégico para una futura extensión hacia el suroeste.
Y es que en aquellos años se estaba gestando en aquel remoto lugar una tormenta perfecta de imprevisibles consecuencias. Las autoridades virreinales estaban bastante preocupadas por la despoblación que afectaba a su frontera norte: no más de cuatro mil almas habitaban Tejas, muchas de ellas misioneros o militares encargados de rechazar los ataques de los indígenas karankawa y apache. La situación se complicó con el estallido de los movimientos independentistas mexicanos: partidas de filibusteros procedentes de la Louisiana estadounidense, desertores del ejército español y diversos aventureros se unieron a la lucha contra las tropas realistas. Los intentos de atraer colonos novohispanos o canarios habían fracasado y la opción de alojar inmigrantes anglosajones era mal vista por el gobierno virreinal. Los anglos eran reacios a adoptar la lengua española o la religión católica y se sospechaba de su connivencia con los estadounidenses.
Por todo ello no era en absoluto insólito que Moses Austin, un viejo conocido de la Corona española, tuviera tantos problemas para obtener una licencia como «empresario» para alojar a trescientas familias en Tejas. La familia Austin se había dedicado al negocio de las minas de plomo y Moses se había asentado en el Missouri hispano para ayudar a explotar el mineral allí. Se naturalizó español, aprendió el idioma y catolizó, muy probablemente por interés en la concesión minera; al pasar Missouri a los Estados Unidos en 1803, siguió sus negocios por la geografía sureña de este país sin mayor inconveniente. La crisis financiera de 1819 le llevó de nuevo a la ruina, y el hábil emprendedor intentó por segunda vez la jugada. Movió todas sus influencias, aceptó —o simuló aceptar— las condiciones del gobierno español y finalmente consiguió vencer las reticencias iniciales. Moses no pudo disfrutar de su triunfo, pues murió de neumonía en 1821, así que la empresa pasó a manos de su hijo Stephen. Quien se encontró una sorpresa al cruzar el río Brazos, pues durante su viaje México se había independizado de España.
Stephen convenció a los mexicanos aceptando parecidas condiciones que su padre y finalmente se asentó con sus colonos en la nueva ciudad de San Felipe de Austin, en el estado de Tejas y Coahuila, en 1823. El gobierno mexicano era más flexible y menos receloso que el español en la cuestión de la inmigración, y su necesidad de repoblación aún más acuciante, así que en pocos años el número de anglosajones que cruzaron el Brazos para instalarse en México se disparó hasta cuadruplicar a la población local: en menos de una década, los autodenominados «texians» totalizaban unas doce mil almas, o quizá más si se pudieran contabilizar las entradas ilegales. La cuestión iba más allá del puro recuento demográfico; la forma de gobierno que adoptó finalmente México fue una república federal descentralizada, donde cada Estado tenía competencias para organizar sus propias milicias, así que los anglosajones pronto crearon la suya, germen de los famosos rangers de Texas. Por supuesto, aunque el propio Stephen llegó a dominar el español, los recién llegados no tenían ninguna intención de cumplir los compromisos adquiridos, y se organizaron según las leyes, usos y costumbres de su patria originaria.
Una de ellas, fuente habitual de fricción entre México y los colonos estadounidenses, era la posesión de esclavos negros. La Constitución mexicana, basada en la de Cádiz de 1812, prohibía la esclavitud, pero la legislación sobre este asunto fue contradictoria e incoherente durante prácticamente una década, hasta la ley de prohibición definitiva de 1829, lo que contribuyó a que muchos esclavos negros huyeran a territorio mexicano. Los incidentes escalaron durante este periodo: en 1827 un colono llamado Edwards proclamó la República de Fredonia y se alió con los cherokee en una revuelta sofocada por el ejército mexicano y la milicia de Austin. La inestabilidad política de los primeros años en el México independiente, con problemas apremiantes como los intentos de España por recuperar la colonia, las dificultades financieras, la inexperiencia y el caos político, la corrupción y demás, habían desviado la atención sobre los acontecimientos en Tejas/Texas, pero en 1830 la tensión era tan elevada que el gobierno mexicano suspendió los permisos migratorios y adoptó una política muy similar a la del antiguo virreinato: la buena fe hacia los estadounidenses se había esfumado.
Al otro lado de la frontera, el nuevo presidente Andrew Jackson sigue los acontecimientos entre esperanzado e inquieto. Congresista por Tennessee, Jackson era un prestigioso abogado, terrateniente y propietario de esclavos, partidario de la mano dura con los indígenas. Había sido uno de los detractores del tratado Adams-Onís, y uno de sus objetivos declarados era la incorporación de Texas a los Estados Unidos; hoy se le etiquetaría como un halcón. Sin embargo, Jackson no era precisamente un burro —o Jackass, como le llamaban sus rivales políticos—, y tenía claro que optar por la acción directa era impensable. Declarar una guerra a México supondría arriesgarse a una intervención británica, primera potencia mundial por entonces, con amplias posesiones en Canadá e intereses financieros en la excolonia española. Lo que es peor, intervenir militarmente para crear un nuevo estado esclavista sureño desequilibraría la balanza entre estos y los estados abolicionistas industriales del norte, y pondría al país al borde de la ruptura. No, se necesitaba emplear medios menos directos para lograrlo, así que recurrió a dos buenos amigos suyos.
Uno de ellos, el coronel Anthony Butler, fue nombrado embajador en México, con la misión de intentar la adquisición de Texas por vía diplomática. Butler había servido a las órdenes de Jackson en el ejército y tenía un boyante negocio de alquiler de esclavos en Texas. Desafortunadamente también era agresivo, bebedor, usurero, no hablaba español y despreciaba abiertamente a los mexicanos, a quienes consideraba una raza inferior. Se inmiscuyó en la política interior mexicana, intentó sobornar a cuanto funcionario le salió al paso y consiguió en tiempo récord ser despreciado por todos, incluido Austin. Las relaciones con México quedaron irremediablemente dañadas y la posibilidad de compra se esfumó. A Jackson le quedaba la otra carta, que era fomentar la insurrección interna, y en esto le ayudó su íntimo colega de Tennessee, Samuel Houston. Desplegando una frenética actividad, Houston reclutó voluntarios en Louisiana y los introdujo en Texas, mientas agitaba las ansias revolucionarias de la población anglosajona.
Araba en terreno abonado, pues los colonos protestaban abiertamente por la suspensión de la política migratoria y la obligación de pagar impuestos. La gota que colmó el vaso vino de la política interior mexicana: la facción centralista, alarmada por la debilidad del gobierno federal, se acabó imponiendo de la mano del joven general Antonio López de Santa Anna. El nuevo gobierno ordenó disolver las milicias estatales, lo que precipitó la insurrección en Zacatecas y Tejas-Coahuila. La rebelión de Tejas, aunque incluyera tejanos-mexicanos opuestos al centralismo, presentó desde el principio un cariz independentista anglosajón próximo a los Estados Unidos. Lo cual no impidió que pretextaran la causa de la libertad, la lucha contra la opresión, el liberalismo y el federalismo, por supuesto. En la Declaración de noviembre de 1835 donde la Convención General de Tejas se separa unilateralmente de México solo hay un nombre hispánico de los más de cincuenta firmantes.
Santa Anna respondió poniendo en pie un ejército para aplastar a los rebeldes. Después de diezmar Zacatecas, encaminó sus pasos hacia Tejas; las victorias iniciales de los «texians» sublevados eran para él una herida en el orgullo nacional. Arrogante y megalómano, más interesado en ostentar el poder que en las tareas de gobierno, era lo que en España se conocía como «espadón»; un militar con gusto por intervenir en política. El general-presidente pasó por alto el enorme esfuerzo financiero y humano que la campaña exigía a un empobrecido México. La victoria mexicana en El Álamo apuntaló el peligroso exceso de confianza de Santa Anna, que crecía a medida que el débil ejército regular de Houston se retiraba hacia la frontera con EE. UU.
Hasta el 21 de abril de 1836 a orillas del San Jacinto. El rápido movimiento de Houston el día anterior no pareció inquietar a los mexicanos, que se limitaron a intercambiar disparos y escaramuzas intrascendentes con los texanos. Mientras tanto, estos descansaron, comieron y se prepararon para un arriesgado golpe de efecto. Atacarían con todo simultáneamente desde el frente y ambos flancos. Hacia las cuatro y media de la tarde, todo parecía tranquilo en el campamento mexicano. Cuando los voluntarios de Sherman salieron de los bosques del flanco izquierdo texano, disparando una descarga contra las tropas enemigas, se quedaron estupefactos. No hubo ninguna respuesta al fuego, más allá de algunas voces de alarma, así que cargaron una segunda vez sin ser molestados. Los hombres del general Martín Perfecto de Cos, llegados a toda prisa a primera hora de aquel día, llevaban más de siete horas durmiendo cuando el ataque se produjo. Por todos los frentes de batalla se repetía la misma escena: el ejército mexicano fue sorprendido durmiendo imprudentemente la siesta, incluido el propio Santa Anna. Ni siquiera se había tomado la precaución de situar los preceptivos centinelas. Aquellos que no sesteaban, se dedicaban a la tertulia o a labores de forrajeo. Los texanos no salían de su asombro.
El caos se desató inmediatamente en las filas mexicanas y los soldados salieron huyendo despavoridos para caer en las marismas, desde donde se convirtieron en blanco fácil para los tiradores rebeldes. En menos de veinte minutos, los texanos destruyeron completamente el ejército de Santa Anna —seiscientos muertos, doscientos heridos y setecientos prisioneros—. El humillado general, cuya identidad fue revelada por los vítores y gritos de «presidente» de algunos prisioneros, fue obligado a reconocer la independencia de Texas en el Tratado de Velasco, el 14 de mayo de 1836. Santa Anna fue enviado a Washington como prisionero de guerra para ratificar lo firmado ante Jackson. Aunque al volver a México dedicó sus esfuerzos a denunciar el acuerdo, lo cierto es que cumplió escrupulosamente con la evacuación de tropas mexicanas de la zona, a pesar de seguir estando en superioridad numérica. El impacto moral de «la siesta de San Jacinto» resultó devastador.
El reconocimiento estadounidense incluía una garantía de independencia, así que, pese a que el Congreso mexicano destituyera a Santa Anna y se negara a reconocer un tratado forzoso, Texas se encontraba de facto fuera de su alcance: una recuperación militar era imposible, pues implicaba una intervención de EE. UU. La república de Texas ofreció rápidamente la anexión a Washington, pero la situación política exigía no precipitarse. Se necesitó una década para que el Congreso votara a favor de la incorporación; el 29 de diciembre de 1845, Texas se convirtió en nuevo estado —esclavista— de la Unión. El periodista John O’Sullivan celebraba la decisión en la revista Democratic Review de Nueva York apelando al «Destino Manifiesto» por el que Estados Unidos tenía la misión de expandirse por América. Los estadounidenses vieron claramente la debilidad de su vecino, y forzaron todo tipo de incidente fronterizos hasta desatar la guerra de 1846, en que le arrebataron la mitad del territorio. Quince años después, como Jackson predijo, los Estados Unidos saltaban por los aires en una cruenta guerra civil.
Como dicen los Tigres del Norte, ellos no cruzaron la frontera, la frontera los cruzó.
https://www.youtube.com/watch?v=qsOPbN8ViEg
Excelente divulgación histórica. Saber que en la actualidad está demostrado que una paréntesis al mediodía es saludable hace menos amarga esa derrota.
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