En una encantadora casita americana, una familia de maniquíes ve la tele. El padre, con su corte de pelo patriótico y su sonrisa de barras y estrellas; los hijos, rubios, como de catálogo; la madre, hermosa y servil. Tienen una parcelita en mitad del desierto de Nevada, rodeada de otras primorosas casitas de gente de plástico. Coches, caravanas, torretas eléctricas y depósitos gigantes de gasolina: todo lo que un pueblo puede desear. La paz y la armonía reinaban en Villa Muñeco hasta que un día, en mitad de la noche, se oyó una voz en un megáfono: «Falta un minuto para la hora hache». Y después: «Nueve, ocho, siete, seis…».
Después de lanzar sobre los japoneses una destrucción novedosísima, Harry S. Truman salió por televisión y dijo: «Ahí tenéis lo de Pearl Harbor». También contó que los alemanes habían estado correteando detrás de la bomba y que menos mal que la Providencia estaba del lado bueno (del lado americano). En su diario escribió: «Hemos descubierto la bomba más terrible de la historia de la humanidad. Podría ser el fuego de la destrucción profetizado en la era de Mesopotamia, después de Noé y su arca fabulosa». En el discurso afirmó: «Es una bomba atómica. Es la explicación del poder básico del universo. La fuerza de la cual el Sol adquiere su poder ha sido lanzada en contra de quienes llevaron la guerra al lejano Oriente». ¿Cómo iban el resto de naciones a resistirse ante un arma tan fascinante?
En agosto de 1949 los soviéticos tenían la bomba. El RDS-1 era una copia de Fat Man, el artefacto que se había lanzado sobre Nagasaki, por cortesía de los agentes infiltrados en el Proyecto Manhattan y en Los Álamos. Perder la hegemonía de la destrucción mundial trastornó muchísimo a las autoridades estadounidenses y ocurrió lo que se esperaba: una escalada de pruebas en busca del artefacto más espantoso y letal. Hubo mucho trasiego en el desierto de Nevada y en las explanadas de Kazajistán.
Más allá de compendiar un montón de toneladas de explosivos tradicionales («Esa bomba tiene más poder que veinte mil toneladas de TNT», dijo Truman, muy serio), la bomba atómica tenía el encanto de la radiación: un enemigo silencioso y terrorífico. Era, como había dicho el presidente, una destrucción bíblica. Y con una idea tan jugosa la propaganda empezó a frotarse las manos. Los Estados Unidos intuyeron que los ensayos nucleares podían servir para algo más que probar explosivos: eran estupendos para enseñarle a la nación qué estaban tramando los malvados bolcheviques, cómo de justificado estaba el esfuerzo de guerra y cuán preparados tenían que estar por si los enemigos del mundo libre se atrevían a cometer una fechoría parecida a la que ellos habían lanzado sobre los nipones. Pero arrasar arena y cactus no era demasiado persuasivo: tenían que darle un toque humano.
Entre 1945 y 1948 Estados Unidos probó seis artefactos nucleares. Entre 1951 y 1958, ciento ochenta y siete. Aprovechando este frenesí radioactivo, la Administración Federal de Defensa Civil decidió ponerse creativa: lo temible de la era nuclear era que un solo bombardero con un solo explosivo podía destruir el modo de vida americano. Pero había que averiguar la exactitud de ese daño y si había alguna manera de evitarlo. Se hicieron para la ocasión pueblos en el desierto y se los bombardeó. Annie se llamaba la primera bomba de la Operación Upshot-Knothole. Se llevó por delante dos casas de madera y se probaron varios refugios nucleares. En torno al punto de detonación, a distintas distancias, se colocaron automóviles. Los científicos aprendieron que con las ventanillas abiertas hay más posibilidades de supervivencia que teniéndolas cerradas. Toda la nación pudo ver, desde sus hogares terriblemente parecidos, la detonación a través de la televisión.
Suena una fanfarria de esas de comienzo de documental. The House in the Middle, producido por The National Clean Up-Paint Up-Fix Up Bureau (la Oficina Nacional del Limpia, Pinta y Arregla), con la cooperación de la Administración Federal de la Defensa Civil; copyright de 1954. Las letras rojas están sobreimpresas sobre un hongo nuclear, no sea que alguien se despiste. Cambia a plano desde una avioneta, voz engolada de locutor que dice: «Miren este bonito pueblo americano, hermoso como tantos otros, pero… ¡oh! ¡Hay calles que están sucias! ¡Hogares sin lustre! “Una casa descuidada es una casa condenada en la era atómica”». Cambia el plano al despacho donde un funcionario de la Defensa Civil (logotipo grande estampado sobre un archivador, a la izquierda del apuesto y varonil locutor) tiene algo muy importante que decirnos. «Hemos hecho pruebas para descubrir los efectos de un ataque nuclear en los hogares americanos y les voy a enseñar qué medidas pueden proteger su casa contra los efectos de una explosión atómica». Entra una imagen del desierto, con su cactus. Tres casas puestas en fila: la primera deslucida, mal claveteada, sin pintar; la tercera, llena de basura y sucia. La de en medio, limpia, blanquísima. Detonación, onda expansiva y fuego. Las dos casas de los extremos arden vigorosamente; la del centro ni se inmuta. Y dice la voz del narrador: «¿Se parece su casa a alguna de estas? ¿Ve lo que podría pasar por su negligencia? Han visto la prueba: conocen la historia. Cuénteselo a sus amigos y a sus vecinos; tenga una comunidad mejor, una comunidad a salvo». Salen niños recogiendo papeles, una mujer plantando flores y quitando hierbas secas y un mozo pintando afanosamente una pared. «Es su elección: la recompensa puede ser sobrevivir». Sube la música y vuelven las letras en rojo.
He resumido un poco el documental y les he ahorrado toda la parte en la que nos enseñan los males de uno en uno: primero, pruebas sobre vallas de jardín. Después, sobre casas idénticas, pero con más o menos material inflamable en su interior (¡peligrosísimos periódicos viejos!). Eso sí, la voz del locutor no cesa un segundo de decir: miren lo que pasa, es su responsabilidad, ¿es que quieren morir?
En mayo de 1955 se detonó el artefacto llamado Apple-2. Fue la ocasión para poner en marcha la Operación Cue: el pueblo de los maniquíes. Hay, cómo no, otro documental de Defensa Civil, en el que la grácil reportera Joan Collins (una periodista falsa, por supuesto) nos narra con dulzura los desvelos del Gobierno por proteger a toda la nación. La tal Collins, que habla como pidiendo perdón por ser una mujer («Estoy especialmente interesada en las pruebas con los alimentos, como la madre y ama de casa que soy»), es la cara amable del cortometraje. Su voz se alterna con el tono severo del narrador de Defensa Civil, que no quiere que olvidemos ni un momento que todo va muy en serio. Fanfarria y membrete. Luego una clase de conversión de kilotones a megatones: bombas atómicas contra bombas de hidrógeno, el radio de la explosión y otras cosas de meter miedo. Aparece el horizonte del desierto y una voz femenina nos dice que estamos en el sitio de pruebas de Nevada y que allí se va a hacer una prueba para ver cómo afecta una explosión nuclear a las cosas que usamos a diario. Camioneta con los logotipos de la agencia, letrero de «Operation Cue» en tipografía That’s all folks.
El despliegue era serio: torres de alta tensión instaladas por operarios del Instituto Edison, enormes depósitos de combustible, automóviles, casas de distinta factura, neveras y demás enseres domésticos (todo ello donado por industrias nacionales, en un esfuerzo patriótico). Y los maniquíes. El muñeco de pruebas contemporáneo (ese que se estrella en accidentes de tráfico) es anatómicamente indefinido, supongo que para que no dé mucha pena empotrarlo contra un volante. Los sujetos de la Operación Cue fueron, como era de esperar, detalladísimos: cortes de pelo años cincuenta, vestidos a la moda, escenas de la vida doméstica. Así, las cámaras de Defensa Civil podían grabar el antes y después de una cena con los amigos, de una madre cuidando a sus hijos, de una familia viendo la televisión. Y, luego, la esperpéntica hilera de muñecos que miran a la explosión: cada uno vestido de un color y de un tejido, para encontrar el modelito idóneo para una velada radioactiva. El ejercicio propagandístico se hace sin ningún recato. «Estos son miss and mister América», proclama el locutor cuando los operarios meten a dos de estos maniquíes en una de las casas.
Esta es una barbaridad pintoresca. Durante la carrera nuclear se ordenaron maniobras militares para ver los efectos de la radiación en la tropa, se lanzaron bombas sobre atolones que ahora tienen playas de cristal, se irradiaron animales; se envenenó, bien por accidente, bien por negligencia, a las poblaciones cercanas a los campos de prueba. Y esto solo los americanos. Fueron tiempos alocados. La guerra fría tuvo la originalidad de ser un conflicto donde los países se bombardearon a sí mismos para intimidar a sus enemigos.