(Viene de la primera parte)
(Atención: Este artículo puede contener spoilers)
Sentí un funeral en mi cerebro, los deudos iban y venían
arrastrándose —arrastrándose— hasta que pareció
que el sentido se quebraba definitivamente. (Emily Dickinson)
¿Vaso de agua preparado? ¿La venlafaxina a mano y el ansiolítico de emergencia debajo de la almohada? Bien. Podemos continuar. Porque Alegría sigue enredada en su frenético tour de force con Tristeza, palanca arriba, palanca abajo, atención a la alarma de llanto, ese recuerdo de la guardería es muy triste, quitadlo de en medio, y no perdáis de vista a la cuatro ojos, que no toque nada, y sonreíd, idiotas, sonreíd… Como no hagamos algo al respecto va a llenarlo todo de algodón de azúcar, versiones de Nirvana para el programa de Bertín y marcos del Ikea que salvaguarden mantras de Coelho en preciosas fuentes vintage. En beige vintage. Y entonces seremos algunos de nosotros los que ya no tengamos razones para seguir adelante.
Es cierto que por lo glosado hasta ahora, el cine no está menos despegado que Alegría de la realidad en asuntos depresivos. Pero, decíamos ayer, las hordas escandinavas y algunos aliados de la periferia esperan su momento, y aprenderemos que un cierto grado de depresión puede volvernos interesantes, misteriosos, carismáticos, que podemos llegar a ser artistas malditos, tal vez hasta directores de cine que acaben en textos como este.
También decíamos ayer que una de las peores maneras de tomar tierra en el planeta Depresión era hacerlo a bordo del duelo. En ese avión han llegado Juliette Binoche y Krzysztof Kieslowski hasta estas páginas. Él pilota, ella intentará dejar de hacerlo. Aunque a veces la vida «te empuja como un aullido interminable» y una sigue volando. A pesar de la pérdida, a pesar del agujero en el plexo solar. A pesar de una misma.
El duelo. Los que se quedan… en el pozo
Esta Julie Vignon-de Courcy que imaginó el director polaco ha salido viva de donde no querría haber salido viva; de un accidente de coche en el que mueren su marido, célebre compositor, y su única hija. De hecho, una vez repuestos los huesos, trata de irse con ellos, pero los médicos están al quite. ¿Dónde están los médicos cuando no se los necesita? A Julie no le queda más que volver a arrancar motores. Lejos de todo, lejos de todos. Por muchos años luz que la separen de alguien como Warren Schmidt [Ver Parte I], comparten detalles de su recién adquirida viudedad; ambos son cornudos póstumos, ambos tienen todo lo que les quede de vida por delante y cuentas corrientes desahogadas, lo cual no son necesariamente buenas noticias. El difunto de Julie, además, ha dejado atrás a una niña extramatrimonial. Nuestra antiheroína toma aire, mira a los lados, se asegura de que no llegan más hostias volando y quema las partituras inconclusas de su marido. También su apellido de casada. Las heridas que la pueblan nunca cicatrizarán, pero siempre hay camino, un sol que sale, otro que se pone. El duelo es solo el primer paso, y si la película va de eso el segundo paso debe llegar con el telón bajado. Así lo entendió el actor Todd Louiso, que dejó a Philip Seymour Hoffman con cara de «¿Alguien se ha quedado con la matrícula?» y un sobre en el que se leía Con amor, Liza (2002). Un sobre que no se atreve abrir. No es que leer la nota de suicidio de su pareja sea más de lo que uno puede tragar instalado en la soledad y la devastación, es que será imposible no toparse entre esas líneas con la culpa y la madre del (auto)castigo. Pero el personaje de Hoffman va a terminar aceptando que su duelo no se tramita esnifando gasolina y manejando aviones por control remoto con la mirada perdida más allá del cielo. Va a tener que leer y, como en Tres colores: Azul, el final de la película es solo el principio.
El duelo fue también la coartada para que Robert Redford, intuyendo que no viviría siempre de ser el hombre más guapo del mundo moderno, empezara a labrarse una reputación como director competente. No tuvo más que fijarse en Gente corriente (1980), gente de bien, de casoplón de clase media americana, moderadamente republicanos. Eran los Jarrett, que acababan de perder a su hijo pequeño mientras él y su hermano navegaban por el lago Michigan. Uno se ha ahogado, el otro no. Los padres llevan el asunto como mejor saben, con esa cierta autocontención de ascendencia inglesa. Es el hijo que les ha quedado, Conrad (Timothy Hutton), el que no logra sobreponerse. Le comen los remordimientos, una carga que le arrastra hasta el fondo, aunque saliera vivo de las traicioneras aguas del Michigan. Opta por la doctrina Vignon-De Courcy y, de nuevo, los facultativos le reinician la partida. La terapia esta vez será familiar, todo fuera, todo sobre la mesa o sobre los escalones del porche. Ya no hay nada que hacer por el que no llegó a la orilla, pero Conrad todavía puede asirse al salvavidas. Que comience su duelo.
Y que lo haga también el de Lucía y el sexo (2001), el duelo por alguien que ni siquiera ha muerto. Aunque ella aún no lo sabe. Julio Medem coloca a otra de sus musas fugaces, Paz Vega, en una huida hacia adelante, hacia las Baleares, a nadar en aguas cristalinas y atravesar en mobylette parajes mediterráneos para escapar del horror de una casa vacía y un corazón partido por la mitad. Según Medem, el duelo (de titanes) al lado de Najwa Nimri y sus susurros se gestiona mejor. También según Medem, todo es más ligero cuando, como le va a suceder a Lucía, comiencen los flashbacks y una entienda que la relación que ahora anda penando era tóxica como un bidón de residuos radiactivos. Pero puede que ustedes hayan olvidado todo esto y que su cerebro se refiera a la quinta película del enfant terrible donostiarra como «esa en la que se ve una mano pajeando una polla dura». Así es la vida, Julio.
Esas cosas no le pasan a Tom Ford, el hombre que llegó de Gucci y creyó que hacer cine elegante sería bastante parecido a hacer ropa elegante. No le salió mal. Eligió una novela moderadamente gay de Christopher Isherwood e hizo del siempre moderado (y elegante) Colin Firth Un hombre soltero (2009) —viudo sin papeles, en realidad— que al igual que otros como antes que él prefiere abandonar el edificio cuando cree que en el edificio ya no queda nadie más que le importe o a quien él importe. Pero se equivoca. Ha organizado su suicidio a partir de un estricto planning, como las clases de literatura que imparte en la universidad; todo va a estar en su sitio, se enviarán algunas cartas, se saldarán deudas. Flema inglesa y mucho autocontrol, el que exige la homosexualidad de clase alta dentro del corsé americano de los años sesenta. Después, el tedioso trámite de una fiesta antes de la despedida. No suena «With a little help from my friends», pero es precisamente eso, tomar conciencia de que sí que queda gente alrededor, y de que algunos incluso merecen la pena, que quieren ayudarle, lo que le hará renunciar a su plan de fuga. Él seguirá llorando (hacia adentro) a su novio. Este no es el principio ni el final del duelo, es solo un cambio de dinámica. Con traje de Gucci. Ford nos cuenta, además, que puede haber belleza en la depresión, aunque sea en una película mentirosa de romanticismo distorsionado. Es la misma idea que planteó Sorrentino cuando adoctrinó a su alter ego Toni Servillo para que encontrase en La gran belleza (2013) de los rincones más exquisitos de Roma una campana de aire en la que guarecerse de su tedio infinito por esa jet set podrida, plagada de exsocialistas, a la que sabía que pertenecía.
Si la anhedonia, sea cual sea el motivo, no cesa, mejor decorarla, o capitalizarla. Conviértanse en bon vivants, háganse escritores, sean los freaks del instituto, o los cantautores malditos, o instragrammers emo. Hagan que mole. Pero que Ford y Sorrentino no les confundan; háganlo pronto, en la adolescencia. Casi nadie va a ver películas de cincuentones depresivos.
Porque estar deprimido puede ser maravilloso
Ben Stiller lo vio muy claro. Era tarde para empezar a dárselas de amigo de la generación X, así que optó por reunir a cuatro jóvenes razonablemente atormentados, con Ethan Hawke y Winona Ryder sosteniendo la antorcha de la franela y los vaqueros rotos, y nos dispensó unos cuantos Bocados de realidad (1994) de la era grunge. Dicen que Ethan se metió más de la cuenta en el papel (y ahí se quedó toda la vida) y Winona, que después de Johnny Depp no estaba para más tonterías, ni le dirigía la palabra en el set. Bien. Así el ambiente chungo no parecería tan prefabricado. Nadie tiene claro qué les pasaba a estos chavales, probablemente que no habían conocido a un Franco con cincuenta años ni bajado a la mina, pero se les veía cuitados, sobrepasados por la angustia de tener que ser alguien importante en el reino de Bill Clinton. Oh, pero el amor todo lo puede. Por amor dejas de lado tus principios de revolucionario de sofá y quizá hasta buscas un trabajo. Por amor le das la patada al tipo serio y bien situado en la vida y sales corriendo detrás del que quizá busque trabajo. Nadie vivía como esta versión «alternativa» de Friends, pero qué bonito es pensar que sí, que así éramos, tan despreocupadamente cool, bailando por «My Sharona» entre los pasillos del supermercado. ¿Cómo? ¿Que no fue así la juventud de todos ustedes? Bueno, a lo mejor en vez de despreocupadamente cool fueran arrebatadoramente salvajes como los skaters neoyorquinos que Harmony Korine bosquejó para Larry Clark en Kids (1995). A ellos no les bastaba con bailotear delante de las verduras o filosofar al ritmo de Kant, aquellos críos, hermanos pequeños de los anteriores, abrazaban el sexo sin protección y las drogas no demasiado duras porque, total, solo se mola una vez. Algunos terminan con sida, y la mayoría vivirían para contar sus batallitas de teenager en el club neocon de la esquina.
Korine y Clark vieron nicho ahí. Juntos o por separado, su fascinación por el adolescente americano al que le importa todo tres cojones, hijos de los babyboomers, les dio para seguir sesgando en mayor o menor medida la realidad en Gummo (1997), Bully (2001), Ken Park (2002)… Sobredosis de no future y «me odio y quiero morir» que tal vez no haya aguantado demasiado bien el paso del tiempo, pero no será servidor quien lo compruebe. Dejen que los millennials lo juzguen. Ellos tampoco se están librando de la insoportable levedad de no saber qué hacer con tu vida; pero sí han conocido Las ventajas de ser un marginado (2012). Stephen Chbosky les preparó el cóctel perfecto, primero en forma de novela, más tarde adaptándola él mismo a lo que antes llamábamos la gran pantalla. Chbosky llegó con el nuevo milenio, cual mesías, a decirles que andar como alma en pena por el instituto puede tener sus recompensas, que puede que los chicos mayores se fijen en ti, en tu insondable profundidad, y te adopten como mascota, que te graben casetes personalizados con Stone Roses y The Clash, que te lleven a bares-librería o a fiestas clandestinas. Que la mismísima Hermione Granger será tu Pigmalión y que acabaréis conjurando la ira de no ser lo que los demás esperan de ti a grito limpio desde un descapotable. El protagonista de todo esto, un tal Charlie (Logan Lerman), dará con sus huesos primero en el hospital y después en terapia intensiva, pero eso es harina de otro spoiler, ya ha quedado dicho que hay heridas que nada, ni la subalterna de Harry Potter, puede cerrar.
En cualquier caso el joven Charlie, a pesar de su mochila cargada de traumas por destapar, que sepamos no se despertó un buen día en el psiquiátrico. No hubo Inocencia interrumpida (1999) para él, al menos no una interrumpida por el litio y los electroshocks. Para casi llegar a esos extremos debemos recurrir de nuevo a la reina de la indefensión aprendida, a nuestra Winona, que sin duda será elemento recurrente en este apartado de molar hasta en pijama de frenopático. Porque entre ella, la Jolie y el mercenario James Mangold convirtieron el via crucis autobiográfico de Susanna Kaysen en un parque temático de paredes blancas donde no anidaba cuco alguno pero sonaba a todas horas el «Downtown» de Petula Clark. Algún suicidio tristemente profético, el del personaje de Brittany Murphy, y a idealizar lo que supone no haber cumplido veinte años y, como gritaba Eddie Vedder —quién sino él— «ser diagnosticada por un hijo de puta, y que tu madre esté de acuerdo».
¿Quieren más? De acuerdo. De la reina al icono, al padre de todos los asociales de pedigrí del mañana. Al único y genuino Rebelde sin causa (1955). A los años cincuenta, cuando los futuros cadáveres remitidos desde Saigón ventilaban su frustración transgeneracional jugándose la vida de verdad, a navajazo limpio, en competiciones automovilísticas que terminaban al borde del precipicio, o enfrentándose a las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado (de California), bastante más expeditivas que los grises y la flota antiindependentista de Looney Tunes juntos. Jimmy Dean agarró con tanta fuerza el cetro de la insatisfacción juvenil que un buen día se le olvidó pisar el freno de un Porsche Spyder 550. Pero el legado de su Jim Stark fue infinito. Infinito. Sin exagerar. Cada camada que ha llegado a Hollywood (o incluso a Mediaset) después de la suya se ha propuesto fabricar sus propios rebeldes, con o sin causa. Quizá debamos dedicarles revista aparte, pero a efectos del ad hoc podemos quedarnos con el más fiel y desastroso de sus discípulos; Christian Slater. Christian estuvo a punto de consagrarse al cine serio haciendo de Sancho Panza en El nombre de la Rosa (1986), pero enseguida enderezó el rumbo. Y al principio tuvo gracia. Nos gustó verle darle boleto a todas las pijas de la Escuela de jóvenes asesinos (1988) y hacer que todo pareciera un suicidio, nos gustó que el aspirante a rey se compinchara con Winona —ya habíamos avisado— y que desde su odio al padre y a sí mismo pretendiera volar por los aires el Instituto Westerburg de Sherwood, Ohio. Estos gringos… En fin, la cabra siempre tira el monte. Y hacia el monte siguió corriendo Slater. Unos meses después de graduarse cum laude en Westerburg apareció en Phoenix, filtrando su depresión a través de su propia emisora de radio. Era la Rebelión en las ondas (1990), una especie de teléfono de la esperanza versión pre-Cobain, y ya sí sin Winona, de la que no se acuerda ni el propio Christian.
Todos nos acordamos un poco más de Christina Ricci, que se instaló en el entresuelo que separaba la iconografía noventera de la Ryder y el futuro de telefilme de Slater. Christina nunca llegaría a ser tan auténtica ni a vivir con tanta elegancia su desprecio por los humanos (vivos) como en los días en que Miércoles Adams la poseyó, pero intentó ser musa generacional y casi lo consigue. Durante unos segundos antes de la premiere pudo pensarse que Prozac Nation (2001), la adaptación de la novela autobiográfica de Elizabeth Wurtzel, iba directa al podio de «películas que hay que ver para entender a la juventud de hoy». Pero luego empezó la proyección. La Ricci estaba ideal con su depresión «atípica», con sus diarios estudiadamente caóticos y sus reflexiones sobre este mundo materialista y vacío espoleadas por el producto estrella de Barr Pharmaceuticals. Todo parecía un videoclip de Counting Crows, pero sin el regustillo a buen donut industrial que dejaban las canciones de Counting Crows. Sirvió, eso sí, para normalizar la presencia de los antidepresivos en el cine; aquí una PlayStation, ahí una botella de Powerade, allí una caja de Prozac.
¿Y River Phoenix? ¿Y Johhny? ¿Leo? ¿Keanu? ¿Fran Perea? ¿Qué pasa aquí? Pasa que la vida debe continuar y que ya hemos dejado claro el concepto de ser un supuesto desgraciado y aun así molar que te cagas. Podríamos llegar al fondo de la cuestión de ¿A quién ama Gilbert Grape? (1993), preguntarnos qué se tomó Van Sant para conectar el Enrique IV de Shakespeare con los chaperos de Mi Idaho privado (1991), o volver a pasar por el trago de admitir que una vez nos identificamos con algún personaje de Al salir de clase, pero… ¿Hay necesidad de todo eso? ¿Hay necesidad, acaso, de seguir tirando del hilo y tal vez provocar que Kristen Stewart destrone a Winona? No en mi guardia, soldados. Pero si, como River, como Johnny, como Keanu, o deberíamos decir como sus doppelgangers de celuloide, lograron sobreponerte a la desidia de la pubertad, si fueron tan uncool que se volvieron cool, entonces es posible que una de sus salidas laborales fuese el artisteo, y si fueron artistas atribulados, melancólicos, de traje en agosto y zapatos picudos, está garantizado que alguien les ha hecho o les hará una película. Si vivieron, para más inri, en la Inglaterra victoriana, tienen un género para ustedes solo.
Y el Óscar es para… El artista en crisis
La depresión del artista, del creador, como la de los simples mortales, puede ser endógena o exógena. En otras palabras, viene de serie o se quedó contigo en algún tramo del camino. Según los psiquiatras, la depresión endógena suele derivar en mentes dadas a la introspección, a la auto observación, y de ahí a la expresión artística hay apenas un trazo de pincel, o de plumín, o una nota de piano.
El cine se ha ocupado de la inmensa mayoría de pintores, músicos, escritores que a pesar de la ruina interior —o, como hemos dicho, precisamente por eso— desplegaron su talento. Y a los directores, qué duda cabe, siempre les es más fácil hablar de las depresiones de los demás. Y si la depresión es de por sí uno de los tragos más amargos que le toca beber al ser humano, no hablemos ya de la depresión en tiempos pretéritos en que el trastorno ni siquiera tenía un nombre. San Juan de la Cruz lo llamó La noche oscura del alma; pero podemos entender el horror de no saber por qué no funcionas como los demás, de no saber por qué se tambalean y se agrietan las paredes de la habitación. Noches muy largas, como la de san Juan, días aún más largos. En ese segmento, el de los artistas de otros tiempos sumidos en la negación del Yo, el cine ha encontrado una veta dorada. Nos ha contado cómo Lord Byron trataba odiarse un poco menos Remando al viento (1988) y entregándose a la fiesta perpetua, que La joven Jane Austen (2007) pagó con soledad y mal de amores su insistencia en perderse entre la tinta y los legajos en blanco, o que la de Emily Dickinson, antes que un infierno de dolor y deseos reprimidos, fue la Historia de una pasión (2016). Nada casa mejor con la tristeza inexplicable que una buena dosis de romanticismo del XIX. En general, son productos agradecidos; hay que ser muy torpe para echar por tierra una buena ambientación, el trabajo de grandes actores y actrices y las obras de los/as interfectos/as. Pero puede suceder. Puedes encargarle al director de Ninja Assassin (2009) que indague sobe El enigma del cuervo (2012) e involucre a Edgar Allan Poe, que ya tenía bastante con lo que tenía, en un thriller de asesinatos inspirados en sus propios relatos. Que nada quede, que nada se explique de las razones de Poe para entregarse al delirium tremens. El cine es, al fin y al cabo, una gran fosa común de oportunidades desperdiciadas.
Pero en general un artista decente respeta a otros artistas, aunque haya que colocarle a Nicole Kidman la nariz de Virginia Woolf mientras cuenta Las horas (2002) para cargarse de piedras los bolsillos y avanzar hasta donde el agua cubre en el río Ouse. Stephen Daldry es de esos directores que tratan de no hacer más estupideces que las justas. Nos introdujo en la psique de la Woolf no solo desde las instantáneas del infierno bipolar en que vivía inmersa la autora de Las olas, también a través de la influencia que su obra tenía en los lectores. Woolf no pudo cambiar de rumbo, pero otros, gracias a ella, sí lo lograron. Aunque a su vez pagarán peaje. No lo mencionamos antes, pero la catarsis tiene un precio y a veces víctimas colaterales como el personaje de Ed Harris en Las horas, niño abandonado de sesenta años que termina eligiendo el vacío, ventana abajo, antes que seguir enfrentándose al sida y a ese miedo «que me acompañará toda la puta vida», el que provoca la ausencia, la huida inexplicada de una madre.
Con Harris nos quedamos. Dos años antes de dar vida (y muerte) a ese damnificado de Mrs. Dalloway hizo lo propio con Pollock (2000), el maestro del dripping y la abstracción, el autor de obras a las que nuestras abuelas les habrían aplicado trapo y Cristasol al grito de «¡Hay que ver cómo me has dejado la pared, chiquillo!». Pero aunque nuestras abuelas no lo supieran, y en realidad nosotros tampoco, en los brochazos y salpicones de Jackson Pollock había una búsqueda enfermiza por la pureza, por huir de etiquetas, probablemente por huir de su misma sombra. No es extraño que, llegado un momento, dejara de titular sus murales y, simplemente, los numerara. Su permanente insatisfacción, su creación a menudo vivida como actos dolorosos, un continuo vaciarse para volver a empezar, todo ello lo plasma Harris desde delante y desde detrás de la cámara, vaciándose él también; no sabemos si con el mismo nivel de autoflagelación que el pintor norteamericano. Sea como fuere Ed Harris sobrevivió a los trazos furiosos de Pollock, pero Pollock, tratando de diluir en alcohol sus demonios pereció en un accidente de coche y se llevó con él a una de sus dos acompañantes.
Algo que nunca le pasaría a El loco del pelo rojo (1956), Van Gogh, que ni había conocido el automóvil ni solía acompañarse de nadie. Vincente Minnelli se tira un órdago, exige a Kirk «Espartaco» Douglas para el papel del genio holandés y contra todo pronóstico la jugada le sale redonda. Probablemente, cabeza adentro, Minnelli, que conocía bien a Douglas, sabía que aquello no era ninguna apuesta, que a Kirk le sobraban galones para transmitir transmitir las policromías y las oscuridades del maestro impresionista, su cabreo con el mundo y —más recurrencias— consigo mismo, su temperamento imposible, su inflexibilidad. Todo lo que el cuerpo necesita para acabar en el sanatorio de Saint-Rémy-de-Provence con una oreja menos mientras el que las leyendas urbanas han descrito como su némesis, Paul Gauguin, disfrutaba del retiro en la Polinesia. Minnelli no va a hacer sangre y suaviza el calvario final de Van Gogh, su psicosis, su locura. El cine es así; los chavales marginados alternan con Hermione Granger y los pintores con severos trastornos psiquiátricos sufren acaso algún ataque de nervios salido de madre.
Pintar duele, sí. Y hemos puesto de relieve que escribir también. Y lo peor en cada disciplina suele ser el vértigo ante el lienzo en blanco, sobre todo si a ese lienzo, a ese folio vacío, le precede el éxito. Es otra modalidad de depresión posparto [Ver Parte I]. Roman Polanski comprende bien el concepto y en su último trabajo hasta la fecha convierte a su sospechosa habitual, Emmanuelle Seigner, en escritora multiplatino a la que tanto halago y tanta firma de libros le empiezan a pasar factura. Todo Basado en hechos reales (2017). La mirada lejana de Seigner se funde en feliz comunión con la depresión clínica de esa Delphine Dayrieux, incapaz de salir de la cama sin un cóctel de ISRS y ansiolíticos, que vive con auténtico terror el momento de volver a sentarse delante de su Mac. Como la Charlize Theron de Tully y su maternidad traumática, el personaje de Seigner toma el camino de en medio: escapar de la realidad. Lástima que con estos mimbres tan polanskianos Polanski firmase con su pupilo Assayas el que es, posiblemente, su peor guion y convirtiera en convencional y predecible todo ese potencial. Tanto exilio en Suiza empieza a pasarle factura a él. Puede que ya no exista en Roman el kamikaze que trastornó a la Deneuve hasta la Repulsión (1965), que ya no sienta el Arrebato (1979), como lo sentía Iván Zulueta, que fue presagio de sí mismo. Aquel Will More que lloraba de rabia ante su propia obra, su propio fracaso, o el Eusebio Poncela que se ventilaba pico a pico el horror de haber dejado de creer en su propio talento, terminaron por ser el desdoblamiento presente y futuro de Iván, bloqueado entre la abulia heroinómana y el pavor que da no estar a la altura. Toda la vida ante una encrucijada. Toda la vida en boxes. Toda la vida justificando ausencias y fiándolo todo a una pureza que no puede existir. En la depresión, como en la propia existencia, convencerte de que lo que necesitas no es posible es moneda de cambio para la auto aniquilación silenciosa.
Llegados a este punto, si hemos abierto esa caja de Pandora, la de los autores que se pierden en el laberinto mortal donde mueren las musas, no es mala idea cerrarla con más dosis de Charlie Kaufman. Dos monumentos al bloqueo, El ladrón de orquídeas (2002) y Synechdoque, New York (2008); dos maneras de afrontarlo. El desdoblamiento o el autosabotaje en forma de indecisión crónica que te lleve a intentar recrear todo Nueva York. Con la excusa de parir una obra magna, asegurarse de que jamás se completará. Muchos pasaron antes, delante y detrás de la claqueta por lo que pasó Seymour Hoffman de Synechdoque. Muchos nunca abandonaron el laberinto. Otros, quizá con mejores terapeutas, quizá convirtiendo en combustible, como Pollock, toda esa frustración, hicieron de la duda (existencial o de cualquier otra naturaleza) su santo y seña y pudieron huir en la única dirección transitable: hacia adelante.
La depresión soy yo. Directores deprimidos
Bergman fue uno de los que salieron corriendo en esa dirección para consagrarse al arte de plasmar en veinticuatro fotogramas por segundo la profundidad del alma humana. Su debut ya se titulaba Crisis (1946), aunque no fue hasta diez años después cuando arrancó ‘El silencio de Dios’, una trilogía que no nació como tal pero en la que, con la perspectiva tahúr de los años, hasta el mismo Bergman reconoció un ADN común. Tuvo que admitir(se) que en Como en un espejo (1961), Los comulgantes (1963) y El silencio (1963), trató de arrojar algo de luz sobre la existencia del Altísimo. Las consecuencias de esas inmensas preguntas suelen ser otras preguntas igual de ligeras; «quiénes somos», «de dónde venimos», «adónde vamos». Conflictos familiares, enfermedades mentales, y la mirada al cielo o al crucifijo en busca de alguna pista, alguna señal que dé sentido a lo que no lo tiene. Una vez ajustadas cuentas con Dios, el director sueco se propuso una autopsia tras otra de vidas que, aunque en general cómodamente asentadas, aluden directamente al título de su primera película. Persona (1966), Pasión (1969), Gritos y susurros (1972), De la vida de las marionetas (1980). La felicidad es una variable con la que no hay que contar en el cine de Bergman.
Tampoco había que contar demasiado con la amiga felicidad en el cine de Antonioni, que arrancó como neorrealista pero al que la deriva acercó a orillas que sentía más cercanas. Antes de darse al thriller mudo con Blow-Up (1966) y de su breve internada americana —Zabriskie Point (1970), El reportero (1975)—, que a la postre supondría su ocaso prematuro, Don Michelangelo quiso fijarse en lo que años más tarde Buñuel daría en llamar El discreto encanto de la burguesía (1972). Una generación de tipos y tipas con aceptables trenes de vida pero que en realidad albergaban casi siempre la sospecha de que se estaban perdiendo «el meollo de la cuestión», como exclamaría el profesor Keating encaramado a un pupitre. A ellos, a todos ellos, les dedicó su ‘Trilogía de la incomunicación’. En La aventura (1960) Monica Vitti desaparece y su desaparición saca a la superficie el vacío moral de familiares, amante y amigos. En otras palabras, toman conciencia de que sus vidas son un asco y ellos mismos también. Llega La noche (1961) y Jeanne Moreau y Marcello Mastroianni, matrimonio al borde del divorcio (o de un futuro sin mirarse a la cara), acuden a una fiesta de la alta sociedad donde no se requieren máscaras porque todos las llevan puestas desde que se levantan. Nadie allí quiere admitir que el dinero y el poder no pueden llenar un agujero negro. Cuando El eclipse (1962) está a punto de oscurecerlo todo, Alain Delon y (otra vez) Monica Vitti vagan sin rumbo por la ciudad, los últimos humanos entre un ejército de zombies. Hacia allí va el mundo moderno, debió pensar Antonioni. Y no se equivocó. Se quedó corto, si acaso. Por ello tal vez prolongó el statu quo instaurado con la mentada trilogía y no varió demasiado el enfoque para su primer filme en color, El desierto rojo (1964). Aún no estaba preparado para dejar ir a la Vitti, así que le hizo un traje de shock postraumático.
Bergman y Antonioni y sus trilogías son paradigmas, pero no nos olvidamos de Dreyer, ni de Tarkovski, ni de la Nouvelle Vague, del underground americano, de Casavetes, del primer Malle, de cierto Truffaut, de cierto Godard, Saura, Erice, etcétera. Es público y notorio que a medida que el cine de autor fue comiéndole terreno al cine de productor las salas fueron llenándose de realidad y, por qué no, ya que eso es lo que nos ha reunido aquí, de depresión, del conflicto interior. Porque si algo hemos sacado en claro es que la desdicha, incluso la de grado medio o leve, engendra buenos creadores que desean celebrar exorcismos en plaza pública. De todas formas, que levante la mano quien, diez mil palabras después, desee sumergirse en pequeños ensayos sobre Solaris (1972) u Ordet (1955). Ya han estado por estas páginas, ya volverán a estar. Como han estado y estarán todos los «miniyos» de los pioneros ya citados. En Sundance viven de eso. De eso o de Bocados de realidad, a veces es difícil saberlo. Por la parte que nos toca en las Españas, con Coixet, Martínez Cuenca, Rebollo, el director que una vez fue Bajo Ulloa, también hemos parido buenos delineantes de la desolación. Pero nada ni remotamente parecido a la negrura que, una vez más, llegó del norte con manifiesto incluido bajo el brazo.
Algo huele a antidepresivo en Dinamarca
De aquellos Bergman y Dreyer vinieron estos Von Trier y Vinterberg que, con la coartada de no encorsetarse se encorsetaron más que ningún otro director conocido. Lo llamaron DOGMA 95, y su «Voto de castidad», su decálogo, quiso ser revolución pero pronto derivó en repetición (como cualquier revolución). Al principio (como cualquier revolución) funcionó, y aunque no todo el cine elaborado bajo el auspicio del manifiesto fue de color ceniza, al zapatero en el fondo le gusta dedicarse a sus zapatos. Seis meses de invierno no dan para comedias. Si salen comedias serán bien cabronas, casi ofensivas, en la línea de Los idiotas (1998) que reunió el amigo Lars, tipos fingiendo ser retrasados mentales como modo de vida. En general, apuntábamos, el Dogma explotó en un arco iris monocromático de dramones que te hacen salir de la sala de cine arrastrando tu miserable existencia por el suelo. Empezaron con buena letra, directos al hígado. Thomas Vinterberg organizó La celebración (1998) del aniversario de una pareja más que bien situada en la sociedad y en la bolsa. Familia, amigos, cobistas. Todos reunidos. Y todo va bien hasta que uno de sus hijos suelta la bomba; el pater familias se comportó como algo más que un padre con él. Prueben a soltar noticias de este tipo la próxima Nochebuena, probablemente sea también algo digno de ser filmado por un danés.
Difícil elevar el nivel cuando saltas desde la cima. Von Trier, ya se ha dicho, epató un rato con sus retrasados mentales de vocación, y el abuelo del club, Søren Kragh-Jacobsen, convirtió en drama romántico con nombre de actor legendario —Mifune (1999)— el triángulo entre un tipo que se ve forzado a regresar a la granja familiar, su hermano discapacitado y una prostituta. Un pequeño respiro entre el holocausto emocional, como el que también nos dio Lone Scherfig en clases de Italiano para principiantes (2001), cuyas hechuras «dogma» eran meramente circunstanciales, porque en realidad Scherfig se tiró a por esa clase de comedia romántica «inteligente» que con algún que otro ajuste habría pasado el corte americano sin más problemas. Allí, en Norteamérica, Harmony Korine se unió a la fiesta con el chaval esquizofrénico de Julien, the donkey boy (2002). Barra libre. Algunos destellos más, Annette K. Olesen y su pastora protestante de En tus manos (2002), que ejerce en una cárcel para mujeres, Susanne Bier entregada al culebrón moral con diseños de Ikea de Te quiero para siempre (2002). Afiliados al manifiesto saliendo de debajo de las piedras, desde Italia hasta Argentina. Pero para cuando Bier nos invitó a pasear por la encrucijada de Cecilie (Sonja Richter), que se acaba de liar con el marido de la mujer que atropelló a su novio y lo dejó tetrapléjico, las cabezas visibles del movimiento ya estaban abandonando el barco. La propia Bier no tardaría en seguirles.
Abandonaron el barco, que no el océano insondable de la desdicha humana. Quede claro. Vinterberg trató de asaltar los cielos de Los Ángeles con suerte desigual. Se abonó a los jóvenes desubicados made in Gus Van Sant con Querida Wendy (2005) y no le fue mal, pero su historia de amor más grande que la vida en la futurista It’s all about love (2003) no recaudó ni para pagarle el suelo a una Claire Danes ya en franca decadencia. Con el tiempo volvió al redil. A Dinamarca. A la madre patria. Y ya en su terreno nos cortó la digestión con La caza (2012) de ese profesor de guardería acusado en falso de pederastia. Así, sí, Thomas. Así, sí. Un montón de síes hay que entregarle también a la Bier, que desde las ya mencionadas secuelas pos guerra de Afganistán de Hermanos [Ver Parte I] hasta su asentamiento en Los Ángeles ha mantenido la regularidad a la hora de producir dramas sólidos a partir, normalmente, de carambolas muy jodidas del destino y desde un cierto conservadurismo formal y argumental. Después de la boda (2006), Cosas que perdimos en el fuego (2007), En un mundo mejor (2010)… Es una profesional, no cree en los experimentos, pero precisamente por eso nadie la ha puesto en ninguna lista negra allá donde germinan los sueños.
Los experimentos hay que dejarlos, sin que sirva de precedente, para el macho alfa, el plusmarquista del mal rollo, el troll de las ruedas de prensa, el niño cabrón con CI de 150 que decidió ponerle el dedo en el ojo a toda la humanidad desde detrás de una cámara de cine. Nuestro bien amado líder, Lars von Trier, a quien todo se le perdona. O casi todo.
La madre de todas las depresiones
Cuando uno crece en Dinamarca, de padres bohemios comunistas y tiene «miedo a todo en la vida excepto a dirigir películas», no es extraño que se vea abocado a observar (y narrar) desde un cierto cinismo la negritud de eso que llaman alma. Ese había sido el trabajo de Von Trier hasta que la depresión le golpeó con la fuerza de un tren de mercancías en 2007. Había encadenado sus «grandes éxitos» post DOGMA 95; la esposa varada en un pueblucho de Escocia que espera y desespera por su marido, trabajador en una plataforma petrolífera de esas contra las que siempre están Rompiendo las olas (1996), la progresiva pérdida de visión de Björk, que terminará de una forma u otra lista para Bailar en la oscuridad (2000), no sin antes afrontar La Pasión según Von Trier y dejar el cine social de Ken Loach a la altura de las Kardashian, o los teatrillos morales de Dogville (2003) y Manderlay (2005) adonde mandó a medio Hollywood para condensar en unas pocas horas los auges de los totalitarismos y los racismos, y ser tan demoledor como la última cena de los mendigos de Buñuel en su mirada atroz a la condición humana.
Al horror que vivieron Nicole Kidman y Bryce Dallas Howard debió seguirles Wasinton para completar la trilogía de ‘La tierra de las oportunidades’, pero antes de caer en barrena hacia ese pozo donde el tiempo parece no pasar, donde nada importa pero todo duele, solo le quedó (paradójicamente) un cartucho en forma de comedia de enredos en las altas finanzas, El jefe de todo esto (2006). Después, como podría titular Werner Herzog, directo al país del silencio y la oscuridad; a los neurolépticos y a las curas de reposo. Y tres años en el dique seco. «La depresión me ha dejado como una hoja de papel en blanco», dijo ya en pleno proceso de recuperación. Y no hablamos precisamente de una hoja en blanco que esté pidiendo a gritos que la llenes de texto compulsivamente. No. Vacío. Nada. El hombre de los mil proyectos se quedó como vaca sin cencerro, sin rumbo.
Tocaba dejar de mirar hacia afuera en busca de inspiración, abandonar la demiurgia y la crítica feroz, y volverse hacia adentro. Entonces empezaron a fluir las películas. Nació la trilogía de la depresión, y llegó al mundo en forma de Anticristo (2009). Es posible que Von Trier aún no estuviera preparado para ponerse delante del espejo, pero sí colocó ahí al dolor y mostrándonos en tiempo real un orgasmo negligente que deriva en la muerte de un bebé firmó la declaración de intenciones más devastadora del cine actual. Agárrense a los asientos, parecía decirnos mientras la Gainsbourg volcaba todo el odio y la rabia que sentía hacia su mala hora en un mucho más sereno Willem Dafoe. «The urge to kill somebody was simply overwhelming», escribió Nick Cave para el opus que siguió a la muerte de su propio hijo. No hay línea más certera que esa para expresar el desgarro que no se puede expresar. Ganas de matar a alguien, a quien sea, el abrumador impulso de destruir para no ser destruido. Matar o morir. Anticristo no es un filme redondo, es un alarido. Tampoco era redonda Nymphomaniac (2013), la película en dos capítulos que cerró la trilogía, de nuevo con Charlotte Gainsbourg tratando de extirparse el puto corazón si hacía falta, esta vez recurriendo al sexo, a cualquier tipo de sexo. A la droga que calme la bestia interior, al fin y al cabo.
Pero la madre de todas las depresiones ocupó el lugar central de la trilogía. De entrada, la elección de la actriz que canalizaría el sentir de Von Trier, su Melancolía (2011), desconcertó a algunos. ¿Kirsten Dunst? ¿La exestrella adolescente? ¿La novia de Spider-Man? Dunst, sin embargo, ya le había demostrado a Sofía Coppola que podía ser la perfecta virgen suicida, y su imagen nórdica, gélida, colaboraba a construir personajes que desconectan del mundo que les rodea, que parecen tenerlo todo para ser felices (de acuerdo a los cánones de algún imbécil) pero que, por eso mismo, sufren el doble ante su incapacidad para experimentar la «sensación de vivir». Lo que la mayoría de los opinadores tal vez no sabía era que Kirsten batalló como mejor supo con la depresión en los años que siguieron a su fulgurante ascenso juvenil. En cualquier caso, con las primeras secuencias de la película los recelos vuelan por los aires. Ahí la tienen, blanca y radiante va la novia, y se aísla de todos en su noche de bodas. La gente pregunta. Bah, es que ella es así, es un poco rara. Cambio de rollo. La misma novia (o su silueta) se adivina bajo las mantas de una cama de la que tienen que levantarla a la fuerza para ducharla. Aquí quería llegar Lars. Aquí quería traernos. A la depresión sin ambages. Cuando la palabra voluntad se ha fugado del cerebro; cuando, si alguien no lo remediase, alguien como esta Justine se dejaría morir bajo esas mantas. Lágrimas y asco, y sabor metálico en el paladar. De repente, lo inesperado, lo imposible. Un planeta ha aparecido de la nada y corre a cien mil kilómetros por hora a estrellarse contra la Tierra. Es Melancolía, que amenaza con destruir todo lo que alguna vez existió. También es así la depresión, «como si un meteorito impactara en el centro de tu corazón, como el fuego que arrasa y destroza cuanto hay en tu interior». El fuego o el hielo, da lo mismo. Y con la destrucción inminente e inevitable llegan los cambios. Los «sanos» tienen miedo, algunos se suicidan ante la perspectiva del holocausto, otros se encomiendan a un dios en el que no creen, y Justine empieza a mejorar. Bienaventurados los deprimidos, porque ellos mantendrán la calma el día del Juicio Final. Esa es la idea. Justine se crece porque no tiene nada que perder, porque nada puede ser más terrorífico que el lugar que ahora habita. En la hora última, es ella la que consuela, la que abriga, la que abraza, y a su alrededor solo hay animalillos asustados. El «a tomar por culo todo(s)» de Von Trier se puede gritar más alto pero no más claro. No hace prisioneros, como no los hizo Malle en El fuego fatuo. No todo tiene arreglo. A veces solo queda esperar al fuego purificador.
¿Hay mensaje de esperanza en Melancolía? Esa cuestión se la voy a dejar a ustedes, aunque ya hayan tenido bastante. Pero la esperanza no tiene por qué ser un horizonte despejado, puede ser un astro desbocado que acabe con los tormentos. Volvamos a recordar a Tristeza, de Inside Out, que seguro habría recomendado a sus copilotos una sesión de Von Trier antes que El club de la comedia. Cine deprimente y cine depresivo son dos cosas distintas. Como las comedias, que no siempre son graciosas. Depende. Siempre depende. Cuando hoy no sea víspera de nada la autenticidad será lo único que importe, y los creadores solo son auténticos y honestos cuando, como Lars von Trier en esta última etapa de su carrera, hablan de los demonios y los fantasmas que caminan con ellos. En clave de comedia, de drama o de musical de Broadway. Eso es lo de menos. Pero lo que los demonios y los fantasmas te cuentan no se aprende en la factoría Apatow ni en los peliculones de Dani Rovira, tengamos eso claro. Sin desmerecer a nada ni a nadie, pero tengámoslo claro. Porque… Alcalde, todos somos contingentes, pero el cine depresivo es necesario. Ahora más que nunca.
Muy interesante todo este resumen realizado sobre la depresión del cine, yo estoy estudiando cine y esto me ayuda bastante a conocer como ha sido el cine Hollywoodense en estas últimas décadas.
kaurismaki, donde estas?