En realidad es culpa de todos y no es culpa de nadie, como cualquier otra de las grandes tragedias con las que se ha visto obligada a convivir la humanidad a lo largo de los siglos. Durante demasiado tiempo se ha consentido, incluso fomentado, el discurso simplista y dulzón acerca de los grandes beneficios del deporte en nuestras vidas sin reparar demasiado en el lado oscuro del asunto, quizás porque el ser humano prefiere las mentiras cubiertas de buenas intenciones que la cruda realidad, por sencilla que esta sea.
El deporte es salud. El ejercicio físico aumenta la sensación de bienestar y reduce el estrés, la agresividad, la ansiedad, la angustia y la depresión. Incrementa la capacidad de aprovechamiento del oxígeno, la actividad de las enzimas musculares, el consumo de grasas. Mejora nuestra respuesta inmunológica ante las infecciones, nos asegura una vida sexual plena, mejora el sueño… Son algunos de los eslóganes con los que a diario se bombardea sin compasión a esta sociedad nuestra ávida de inmortalidad, cuerpos musculados, penes incansables y buen cutis para las fotos. Se abren gimnasios al mismo ritmo que se cierran bares; la gente se alimenta a base de plancton, tofu, hierbajos varios, raíces de todo tipo y batidos de colores; las conversaciones de sobremesa —si es que todavía se las puede seguir llamando así— giran en torno a los vatios que se mueven con cada pedalada, el tiempo invertido en recorrer cada kilómetro, las series de flexiones y abdominales que parecen diseñadas por un entrenador alcohólico del otro lado del antiguo telón de acero o los kilos de pesas levantados en arrancada. Podemos seguir refiriéndonos a ellos en términos de buenos hábitos, dogmas de vida saludable, incluso acompañarlos con carteles de agradecimiento en los que rece el lema «El Gran Hermano vela por nosotros», como en aquel libro de Orwell, pero no parece exagerado advertir que destilan todo el aroma de cualquier acto corriente de penitencia, incluyendo el sudor, la sangre y las lágrimas, lo que debería llevarnos a la cuestión principal que nos ocupa en este humilde texto: ¿Es el deporte pecado? Siento decirlo, o quizás no, pero parece que sí.
Porque el ejercicio corporal para poco es provechoso, pero la piedad para todo se aprovecha pues tienen promesa de esta vida y de la venidera. (Primera carta del Apóstol San Pablo a Timoteo, 4-8)
El pastor Juan Carlos Berrios Urbina es el líder y fundador del ministerio La Última Trompeta, con sede en Salt Lake City, en el estado de Utah. Nacido en primera instancia el 5 de enero de 1969, en la Ciudadela San Martín de Tipitapa, Nicaragua, el buen pastor afirma haber vuelto a nacer en los Estados Unidos de América en 1992, también un 5 de enero, tras admitir a Jesús como su rey y salvador. «Son ya veintitrés los años transitando por el Camino Angosto», escribió en su muro personal de Facebook para celebrar su último cumpleaños. Voz autorizada como pocas, no en vano asegura tener línea directa con Dios desde rapaz, las opiniones del pastor Berrios son muy claras en cuanto a la naturaleza pecaminosa del deporte. Para él no existe la menor duda de que el deporte ofende al creador, especialmente en su vertiente profesional: «El deporte es satánico, diabólico, un pecado».
Su primer argumento no puede resultar más contundente y sencillo de comprender: el deporte nos lleva al ocio, el ocio conduce al tiempo libre, que es el pecado, y de ahí a la muerte eterna. «Aunque las prácticas deportivas cuentan con principios sabios, como el de mente sana en cuerpo sano, según señalaba el filósofo griego Tales de Mileto, lo cierto es que se han ido pervirtiendo por causa de la idolatría y toda una serie de falsas creencias que ella conlleva, llegando a extremos de propiciar la pederastia homosexual o los sanguinarios circos de gladiadores en Roma», asegura el ministro. Estas declaraciones pueden resultar sorprendentes, disparatadas e incluso ofensivas para algún que otro lector puntilloso, qué duda cabe, pero lo cierto es aportan continuidad al ideario de su ministerio y los variopintos contenidos de su portal web, La Gran Ramera, donde destaca poderosamente entre otros apuntes una ácida crítica al expresidente norteamericano, Barack Obama, por su apasionada lucha en favor de los derechos de los gais y lesbianas, o la advertencia de llevar a juicio cuanto antes a la Gran Babilonia, madre de todas las abominaciones existentes en la tierra. Estoy seguro de que en España, con suerte una pequeña Gomorra, sabrá apreciarse su tajante respeto por la ley, más allá de cualquier otra consideración hacia sus argumentos.
«Entonces, ¿qué puede hacer un cristiano?», se pregunta a sí mismo el pastor Berrios, antes de contestar inmediatamente: «Amar al prójimo, enseñar la palabra de Dios y mantenerse firme hasta el final; esto es lo primordial. Limpiar lo de adentro antes de preocuparse por lo de afuera. Somos luz gracias a Jesús, mientras que los que practican deportes son la oscuridad. Analicemos lo siguiente: de todas las cosas escritas en el Nuevo Testamento, ¿nos enseña Nuestro Señor a jugar béisbol, fútbol, boxear o jugar al tenis?». Definitivamente la respuesta es no, nada de eso dicen las sagradas escrituras, salvo que Jesús fabricase porterías en la carpintería de su padre y no se nos especifique, lo que no nos lleva a una gran conclusión: el pastor Berrios puede ser muchas cosas, eso sin duda, pero por encima de todo es un caballero muy bien documentado.
Todo me es lícito pero no todo conviene; todo me es licito pero no todo edifica. (Primera carta de San Pablo a los Corintios 10:23-26)
Otra de las opiniones que nos puede ofrecer una perspectiva alternativa sobre la verdadera naturaleza del deporte es la de don Luis Arturo Santiago, licenciado en Teología por la Universidad Presbiteriana de la Ciudad de México. Hace unos años, durante una intervención pública en Acapulco que mereció cierta atención en la prensa azteca, el señor Santiago aseguró que existen diferentes pasajes en la Biblia que nos ayudan a componer un correcto ideario deportivo, versículos plagados de instrucciones con el fin de señalar unos ciertos criterios de conducta sobre los que debería regirse cualquier afición al deporte: «No es malo admirar a un deportista, tomar su ejemplo. Lo que no debe hacerse nunca es caer en la idolatría, es decir, en rendir culto a ídolos deportivos». Según el teólogo, lo más importante es evitar los excesos y aprender de los buenos ejemplos, entre los cuales cita al futbolista brasileño Ricardo Izecson dos Santos Leite, popularmente conocido como Kaká, quien a su juicio aprovecha cualquier oportunidad para dar testimonio de su fe, llamando al mundo a vivir de acuerdo con los mensajes de Dios. Es de sospechar que tales declaraciones fueron realizadas antes del fichaje de este por el Real Madrid y aquella inolvidable frase de la, por entonces, esposa del mediapunta de Gama, Caroline Celico: «Dios puso el dinero en manos de don Florentino Pérez para fichar a Kaká». Hay que reconocer que la idolatría también nos ofrece momentos mágicos como aquel, válgame el cielo.
Más allá de consideraciones particulares sobre seres superiores o falsos ídolos, lo que más preocupa a don Luis Arturo Santiago son las presiones que se ejercen sobre el deportista y que, a su juicio, terminan por provocar un alejamiento consciente de los preceptos divinos: el dopaje, la búsqueda de la trampa en cualquier aspecto de la competición, la competencia exclusiva por dinero, el excesivo gusto por el propio cuerpo… «También tales actos reflejan un tipo de idolatría», advierte el bienintencionado teólogo para quien quiera escuchar.
La virginidad de las niñas podría resultar afectada por el exceso de movimiento y los saltos que requieren deportes como el fútbol y el baloncesto. (Jeque Abdalá Al Mani, asesor de la Corte Real Saudí)
En la gran mayoría de los países árabes el pecado se resume en ser mujer y deportista, apenas queda espacio respirable para la controversia o la ironía. En cualquier escuela o instituto de Arabia Saudí, por ejemplo, reza la norma de que tanto las piscinas, como los gimnasios y las diferentes pistas polideportivas disponibles en los centros son de uso exclusivo para los hombres. El deporte femenino, en muchos de estos países, se ha convertido en una actividad clandestina y peligrosa para quienes osan practicarlo, siempre al amparo de razones culturales y religiosas difíciles de comprender pero no tanto de tolerar —al menos visto el comportamiento de los diferentes comités internacionales—, mientras que en otros se ahoga su práctica mediante normas de comportamiento y vestuario que, prácticamente, los convierten en una parodia de sí mismos, además de impedir cualquier progreso y aspiración internacional de las valientes que se deciden a luchar por sus sueños.
La argelina Hasiba Bulmerka ganó el oro olímpico en los 1500 metros de Barcelona 92, e inmediatamente se convirtió en un icono para las jóvenes mujeres árabes que soñaban con poder paladear el sabor del laurel y el éxito internacional. Las amenazas de los fundamentalistas la obligaron a trasladar su residencia a Europa y todavía hoy pende sobre ella la amenaza de muerte por haber osado competir en pantalones cortos y no aceptar el uso del velo en los actos públicos, tal fue su pecado. «La participación de las mujeres en el deporte es un claro reflejo de su posición en la sociedad en general», dijo una vez Nawal Al Mutawakel, campeona de los 400 metros vallas en la olimpiada de Los Ángeles 84.
Pantalones gigantes, túnicas hasta las rodillas, pañuelos cubriendo su pelo… Son algunas de las precauciones que el deporte islámico toma para alejar a sus mujeres del supuesto pecado, del mismo deporte, en definitiva. Hace unos años conocimos otro caso que ejemplifica a la perfección el calvario por el que pasan estas heroínas de espíritu guerrero y sueños bajo las telas. Nasim Hasampur, una de las gimnastas más destacadas de Irán, se pasaba a la disciplina de tiro olímpico, de cara a la cita de Atenas, ante la imposibilidad de utilizar mallas en público. De este modo, la representación femenina de estos países en las grandes citas del deporte mundial queda reducida al rango de anécdota exótica, siempre en nombre de la religión y con la condescendencia hipócrita de estar pensando en el bienestar de ellas.
Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. (Lucas 23:34)
En conclusión, todo parece indicar que sí, que el deporte es pecado y, como tal, parece condenado a perpetuarse entre la especie: así somos los humanos. Adoramos pecar, aunque sea a la carrera, pues en el fondo pocas cosas nos ofrecen mayor satisfacción en la vida que la trasgresión voluntaria de las normas. La gente seguirá haciendo deporte mal que nos pese a los más estrictos detractores: unos porque les gusta y les proporciona grandes satisfacciones; otros porque la presión social se impone y nadie quiere ser menos que nadie, aunque les cueste la vida; algunas porque simplemente lo tienen tajantemente prohibido y prefieren luchar a conformarse, y los más —tampoco hay que ser un lince para llegar a tal conclusión— porque en tiempos de crisis existen pocas formas más baratas de matar el tiempo que calzarse unas zapatillas y trotar por el mundo, a solas con sus pensamientos. Sea del modo que sea, una cosa parece clara: los gallegos seguiremos siendo los guardianes de vuestros pecados, faltaría más. Y si para ello debemos afrontar la tercera revolución del narcotráfico, así será, que nadie tenga la menor duda. Que viva la EPO, los esteroides y la hormona de crecimiento, digan los dioses lo que digan.
Corre, corre, corre que te van a echar el guante. (Leño)
¿»Mayas»?
Vale, «mallas». Eso sí.
No es extraño que ese predicador al final de sus razonamientos asocie el deporte al sexo, la bestia negra del cristianismo. Me recuerda a Savonarola, un monje que tuvo el poder por un tiempo en la Florencia del Medioevo: dentro de las tantas leyes que promulgó estaba aquella que prohibía a las mujeres de bañarse con agua tibia porque corrían el peligro de caer en la voluptuosidad. Si en vez de ser los verdugos hubieran sido las víctimas de la hoguera y solo dependieran de sus piernas, creo que los fanáticos religiosos de aquellos tiempos serían recordados como los primeros más rápidos en los cien metros. Y como dice el autor de este excelente artículo, dentro del cual jamás estuvo mejor representado el autor del dicho con respecto al argumento tratado, «Corre, corre que te van a echar el guante» LEÑO.
PD: También Savonarola terminó en la hoguera. Parece que era demasiado «hoguerista».