Arte y Letras Historia

Locuras y corduras del primer Borbón

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Retrato de Felipe V (detalle), por Jean Ranc, ca. 1723.

Sabemos —gran obviedad— que algunos hechos, que devienen decisivos, ocurren de carambola. En la vida cotidiana se nos presenta como coyunturas de la suerte lo que la mitología griega atribuía a la intervención de las Moiras, hiladoras de la hebra de la vida y del destino de los hombres.

Hay circunstancias históricas que son resultado del conjuro de las fuerzas del azar: así se explica que un chico, segundo de tres hermanos de una familia francesa, acabara siendo rey de España y sus posesiones, iniciando una dinastía que perdura en el siglo XXI, y ande todavía en boca de muchos paisanos casi tres siglos después de su muerte. Es el caso de Felipe de Borbón, duque de Anjou, más conocido por Felipe V

Bien es verdad que no hablamos de una familia cualquiera, era nieto del rey Luis XIV e hijo del Gran Delfín y, si todo hubiera transcurrido con la normalidad esperada en el palacio de Versalles —donde nació—, nada de lo que hubo de afrontar habría ocurrido en su vida. 

Su abuelo, el Rey Sol —una fuerza de la naturaleza—, reinaba en Francia por derecho divino, como era propio de las monarquías absolutas. Su abuela, la infanta española M.ª Teresa, era hija de Felipe IV y había renunciado a sus derechos dinásticos en España al casarse con Luis XIV. 

Luis, el primogénito de este matrimonio, se casó con M.ª Ana Victoria de Baviera y fueron padres de tres varones: Luis, duque de Borgoña, Felipe, duque de Anjou y Carlos, duque de Berry. Los niños pronto quedaron huérfanos como consecuencia de un sarampión que se llevó a la tumba a los cónyuges con cinco días de diferencia. El abuelo puso a los nietos al cuidado de ayas y preceptores, quienes se ocuparon de su instrucción mientras él les buscaba destinos que sirvieran al engrandecimiento de la propia Francia.

Su cuñado, el rey español Carlos II, que daba muestras de incapacidad para el gobierno, andaba muy flojo de salud y no había podido concebir un heredero. La situación produjo mucho revuelo en las cortes europeas: España era un pastel muy apetitoso y, a pesar de la decadencia y la mala gestión de sus recursos, poseía un imperio en Europa y en tierras lejanas que todos ambicionaban.

Se concertaron alianzas, se llevaron a cabo hipotéticos repartos de territorios y se eligió un futurible que murió antes incluso que el Hechizado; los reyes europeos se frotaban las manos, ajenos a las políticas secretas que el rey francés había puesto en funcionamiento con tal de hacerse con el botín.

Carlos II abominaba de esas alianzas que amenazaban con descomponer el imperio y en un golpe de mano nombró heredero a Felipe de Anjou. Estableció algunas condiciones, claro: que no ciñera las dos coronas y que no enajenara parte alguna a favor de terceros. Luis XIV anduvo fino y aceptó las rebajas en nombre de su nieto.

Y así fue como Felipe, de diecisiete años de edad, se convirtió en Felipe V, rey de España y sus posesiones, haciendo su entrada en Madrid el 18 de febrero de 1701. Daba comienzo la dinastía de los Borbones, como una rama más de las varias que esta familia llegó a tener en Europa. 

El muchacho no vino solo: como cabía esperar, el abuelo lo rodeó de secretarios como Jean Orry y cortesanos como la princesa de los Ursinos, que ejercían tareas de espionaje y control sobre sus actos enviando puntualmente informes a Versalles de casi todo lo que acontecía en Madrid.

Felipe tenía poco carácter y se mostraba obediente y dócil a las sugerencias de sus asesores. Era muy religioso y temeroso de Dios, fruto de la implacable formación que había recibido de Fénelon, arzobispo de Cambrais, y ya desde la adolescencia mostraba episodios de melancolía como los que había sufrido su madre, una depresiva crónica.

El inicio de su reinado fue también el comienzo de una guerra cruenta que cambiaría el mapa de Europa, la guerra de Sucesión, enfrentando al propio Felipe y al archiduque Carlos de Habsburgo —hijo segundo del emperador austriaco—, que pretendía la corona haciendo valer sus derechos como pariente también de la extinta dinastía de los Austrias españoles. Europa se dividió en dos bandos y así ocurrió en la propia España.

En los textos históricos se muestra una tremenda divergencia entre el rey como figura pública y el monarca como persona. 

Como monarca por la gracia de Dios gobernaba de manera absoluta, al estilo francés, unificando y centralizando el poder mediante la eliminación de los fueros tradicionales de territorios no afines, lo que le granjeó —todavía hoy— el rechazo de los que se habían alineado con el austriaco. 

De forma paralela, el rey vivía una vida aparentemente monótona pero no exenta de sobresaltos; cuando llegó a Madrid se instaló en el palacio del Buen Retiro —que le parecía demasiado grande e incómodo— e intentó adaptarse lo más posible a las costumbres españolas. Sorprendía a sus cortesanos la negritud de los Austrias, que contrastaba tanto con el lujo y las fiestas de Versalles. Felipe vestía a la moda francesa y paseaba su palmito entrenado en el ejercicio físico por los salones de su nueva residencia, pero, poco a poco, fue transformando su indumentaria y su espíritu con tal de hacerse más español y asemejarse así a sus predecesores.

María Luisa Gabriela de Saboya, por Miguel Jacinto Meléndez. Ca. 1712.

Llegado el momento de casarlo, se eligió a M.ª Luisa Gabriela de Saboya, de trece años de edad, para asegurar la alianza con ese Estado italiano.

La boda se celebró por poderes en Turín, como mandaba el protocolo —cuando se conocieron ya estaban casados—. A finales de 1701 llegó M.ª Luisa a España, entrando por el oriente de Cataluña; tras la misa de velaciones se entregaron a la consumación del matrimonio, aunque la reina se resistió tres días, al cabo de los cuales todo fue sobre ruedas. Desde ese momento cambió la vida del puritano rey, que había rechazado hasta entonces cualquier contacto carnal por no estar previamente legitimado, algo rarito en su estirpe. Y parece que los reyes se enamoraron y se entendieron bien.

Sus contemporáneos, encabezados por el cotilla duque de Saint-Simon, embajador francés, describen a un rey obsesionado por el sexo, inmerso en una espiral permanente: si estaba con la reina, necesitaba hacer el amor a diario, y, si no estaba con ella, se entregaba a un bucle consistente en masturbación, tremendo ataque de culpabilidad y confesión inmediata para expiar el pecado de onanismo, que tan bien había grabado Fénelon en sus neuronas.

Los reyes, contraviniendo las costumbres establecidas, compartían aposento, mesa, cama —que era más bien pequeña—, incluso cuando estaban enfermos, iban juntos a todos lados, comían a la vez, celebraban audiencias, cazaban y bailaban. Tanta cercanía, según Saint-Simon, necesariamente debía llevar al contacto amoroso continuo, lo que, opinaba el noble, tenía al monarca extenuado y a la reina hecha una piltrafa, pues su esposo no perdonaba ni los días de indisposición ni los de posparto y «ella nunca se negó a nada».

Iniciaban juntos la actividad pública diaria, pero nunca antes de mediodía; hasta ese momento permanecían en la cama desayunando, rezando, leyendo, hablando o Dios sabe haciendo qué; terminadas las tareas de una mañana muy alargada, se disponían las mesas y los enseres para la comida real, que se realizaba cada vez más tarde, dejando de lado las costumbres francesas; el rey comía mucho, pero de una carta limitada de quince platos; la reina comía menos cantidad, pero lo mismo que el rey; bebían muy poco y siempre vino francés.

Después de la comida salían a pasear y a cazar, algo que siempre ha formado parte de la vida de los Borbones; cuando volvían a palacio, merendaban, recibían, leían, charlaban, cenaban y se iban a la cama.

Este estado de felicidad se vio interrumpido en 1702, cuando las potencias antiborbónicas se levantaron en armas en el norte de Italia y el rey marchó al frente de sus tropas, separándose de su esposa, que lo despidió en Barcelona. 

El momento fue clave: empezó a manifestarse en Felipe lo que ahora llamaríamos bipolaridad —entonces melancolía o rarezas—, que fue creciendo a lo largo de su vida y complicándose con otras psicopatías, posiblemente un TOC (trastorno obsesivo-compulsivo de repetición de conductas); en el campo de batalla fue tan arrojado y tan temerario que se ganó el calificativo de «el Animoso» (tiene gracia), en una actitud muy propia de la fase maniaca de la enfermedad, en la que no existía restricción mental acerca del peligro o de la medida de sus propias fuerzas.

Como contrapartida, llegó más tarde la fase depresiva, en la que gritaba que tenía la cabeza vacía y que se le iba a caer, negándose rotundamente a salir de la cama, lavarse o peinarse. Sus servidores lo achacaban a la separación de la reina y a la abstinencia sexual. El tormento que esto suponía le hizo protagonizar, según libelos de la época, episodios de exhibicionismo en los que llegó a masturbarse en público, cayendo, acto seguido, en una postración insuperable de la que no lo sacaba ni el atareado confesor real.

En 1703 regresó a España y el reencuentro con su esposa le proporcionó una cierta estabilidad emocional, cayendo de nuevo en una fase maniaca que le llevó a recuperar el ánimo y el arrojo en su faceta como monarca.

De este matrimonio nacieron cuatro varones, dos de los cuales llegaron a ser reyes: Luis I y Fernando VI. En febrero de 1714 murió la reina y el precipicio se abrió definitivamente ante la mente de Felipe.

La falta de sexo y sus terribles efectos se convirtieron en cuestión de Estado al negarse el rey a «mantener desahogos» con mujer alguna sin estar casado. El asunto no era baladí: Felipe no salía de la cama, se negaba al baño y al aseo, a lavarse el pelo y a cortarse las uñas, y era presa de violentos dolores de cabeza y sudores, según relato de la princesa de los Ursinos.

Circulaba entonces por palacio el listísimo abate Alberoni, que vio enseguida la oportunidad de colocar a una italiana en la corte española y desplazar así la influencia de los franceses. Dicho y hecho, le vendió al rey la imagen de una dulce Isabel de Farnesio, sobrina del duque de Parma, que se convirtió en la segunda esposa de Felipe en la Navidad de 1714, unos meses después de la muerte de M.ª Luisa.

La Parmesana resultó ser una dominatrix, y con veintidós años tuvo clara la situación y la manera de resolverla a su favor: se trataba de atender todas las necesidades de su esposo, fueran cuales fueran, sin hacerle ascos a nada, y neutralizar a los personajes de la corte que no servían a sus intereses. 

Se portó como la madrastra del cuento con los dos hijos (supervivientes) de M.ª Luisa y ella misma parió siete, a los que fue colocando como mejor pudo. Ni en sus más fantasiosos sueños pudo haber imaginado lo que acabó ocurriendo: los hijastros murieron y Carlos, su primogénito, acabó ocupando el trono.

El rey, mientras tanto, había entrado de lleno en la locura: creía que iba a ser envenenado a través de la piel y de la ropa, por lo que usaba exclusivamente camisolas de su mujer hasta que estas se le caían a jirones, llevaba encima siempre un frasco de antídoto para el veneno y estaba convencido de que el sol le traspasaba la espalda y le penetraba en los órganos, por lo que decidió trabajar por la noche y dormir de día, trasmutando por completo la vida de palacio. Todo se hacía al revés, la vida empezaba a las doce de la noche, tanto la privada como la pública.

Las larguísimas uñas de los pies le impedían caminar y se colocaba la peluca, de moda en la época, por encima de los cabellos grasientos y sin cortar, lo que añadía aún más patetismo si cabe a su imagen. A veces se autoagredía mordiéndose los brazos y otras se creía una rana, lo que ahora se calificaría como un síndrome de Cotard, una enfermedad mental relacionada con la hipocondría en la que el que la padece cree estar muerto, podrido, o directamente no existir.

A estos episodios de extravagancias les seguían otros de lucidez, que eran muy patentes cuando se trataba de cuestiones de Estado, pues el rey recobraba la cordura y despachaba asuntos como si nada ocurriera en su ánimo. Esta doble personalidad tenía completamente despistados a los que le rodeaban, aunque todos, sin excepción, seguían su juego. Isabel de Farnesio fue implacable: al rey se le daba y se le consentía todo mientras ella manejaba las riendas de su casa y del Estado.

En los últimos meses de vida se hacía acompañar a todas partes por Farinelli, el famoso castrato, que le cantaba diariamente hasta dejarlo dormido. 

Una bulimia extraordinaria que devino en obesidad mórbida —herencia paterna— le dificultaba el movimiento, pero nada le impidió seguir manteniendo hasta casi el momento de su muerte, ocurrida por apoplejía la noche del 6 de julio de 1746, las relaciones sexuales cotidianas que su segunda esposa «tampoco le negó nunca».

Reinó durante cuarenta y seis años, interrumpidos unos meses por la abdicación en su hijo Luis, que murió al poco tiempo. Fue rey en la primera mitad de un siglo convulso que dio la vuelta a la historia cambiando los modelos políticos, sociales, económicos y culturales y acabó convirtiéndose en un auténtico español, como le había ordenado su abuelo el día 16 de noviembre de 1700, ante la corte francesa en el palacio de Versalles: «Sed buen español ahora, es vuestro primer deber…».

Así lo hizo y parece que tomó al pie de la letra el modelo que Cervantes creó para el Caballero de la Triste Figura: la lucidez y la locura, una mezcla sublime que trasciende, a la postre, cualquier etiquetado.

Detail of the 1743 portrait of the Family of Philip V of Spain Fernando Prince ofAsturias King Felipe Infante Luis Antonio Queen Elisabeth Infante Felipe and Princess Louise Élisabeth L M van Loo
La familia de Felipe V (detalle), por Louis-Michel van Loo, 1743. Clic en la imagen para ampliar.

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2 Comentarios

  1. De aquellos polvos, estos lodos

  2. Si no fuera que detrás había mezquinos y criminales intereses de dominio territorial, esa orden del abuelo de adaptarse a ser un buen español suena extraña en estos momentos de nacionalismo exacerbado, pero eran otros tiempos, de los cuales no hay ni rastros en la nobleza de una actitud tolerante y «lungimirante». Y será debido a estos tiempos inciertos que otra casa real asoma sus narices: los Savoia de Italia, cuyo último rey escapó vergonzosamente durante los fines de la II guerra mundial. De los Borbón, los napolitanos tienen buenos recuerdos de su Rey Ferdinando I, que habían bautizado con el nombre del «lazzarone» (gandul, sinvergüenza) a quien solo le importaba cazar, desentendiéndose totalmente de la dirección del reino, a tal punto que durante una de sus batidas de caza vio a sus soldados marchar y ahí se enteró de que iban a la guerra y les deseó buena suerte. Si no fuera que lo documenta Indro Montanelli, un gran periodista e investigador italiano no lo habría creído. Fueron, en su mayoría, personajes nefastos, pero hijos de sus tiempos. Gracias por la lectura.

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