En un pasaje de la novela La noche fenomenal, de Javier Pérez Andújar, uno de sus personajes defiende que las palabras no deberían ser clasificadas por categorías gramaticales porque «aúllan, gritan, rugen. Campan a sus anchas en su territorio y fuera de él se hacen raras. También pueden clasificarse por especie, género, familia». Con esta forma de prosopopeya, nos transportamos de la gramática formal de Nebrija de finales del siglo XV a la taxonomía del XVIII de Linné.
De este último, y de plantas y animales; de las palabras y su territorialidad; y de la taxonomía formal en latín como forma de esperanto y espacio de libertad para el homenaje hablaremos en este texto.
Carl von Linné nació en el año 1707 en Råshult, una pequeña villa del sur de Suecia (aunque pasó la mayor parte de su vida en Uppsala; situada unos setenta kilómetros al norte de Estocolmo), y a lo largo de su vida tipificó y clasificó decenas de miles de especies de animales y plantas, estableciendo además la metodología actual para la clasificación de los seres vivos. El botánico, zoólogo y físico sueco dedicó su vida a la búsqueda, descripción y clasificación, publicando entre 1735 y 1768 hasta doce ediciones de su obra más influyente, Systema Naturae. De todas estas, y como obra referencia, tenemos la décima edición en el año 1758, considerada canon de la taxonomía moderna, en la que dispuso un sistema binomial para nombrar y diferenciar los seres. Este binomio está compuesto por género y especie.
En cualquier caso, lo que uno clasifica y pone en orden en un momento determinado de la historia puede dar lugar a numerosas perversiones antropológicas con el paso del tiempo. Hace más de doscientos cincuenta años de aquello y el ser humano (y sí, en esta categoría incluyo a los científicos) es un animal que tiende a la dispersión.
Aunque parezca mentira, los botánicos, los zoólogos, o incluso los arqueólogos tienen su corazoncito, su sentido del humor y sus gustos musicales. Por lo que en ese extenso y dinámico mundo de la descripción de especies nos encontramos con prodigios como un helecho llamado Gaga germanotta y con un sapo llamado Hyla stingi. Imagino que no es complicado deducir a qué afamados intérpretes se honraba. También se homenajea como cantante (¡como cantante!) a Yoko Ono con la Struszia onoae. Debe ser cosa de justicia divina que se trate del fósil de un artrópodo bastante desagradable.
Curiosamente estos bichos del Paleozoico han dado mucho juego a paleontólogos, como se puede comprobar en la cantidad de descripciones dadas basándose en nombres de músicos, esta vez sí, ilustres: Struszia mccartneyi, por el ex Beatle; Arcticalymene viciousi, A. rotteni, A. jonesi, A. cooki, A. matlocki por los Sex Pistols; Aegrotocatellus jaggeri por Mick Jagger. Es un no parar que no se limita a lo extinto, sino que, como hemos comentado antes, también es común entre botánicos y zoólogos. ¿Cuánto admirarían los entomólogos estadounidenses Jason Bond y Norman Platnick al canadiense Neil Young para nombrar una araña como Myrmekiaphila neilyoungi? Aunque parece que nuestro amigo Norman Platnick era bastante mitómano viendo otras especies de araña que describió como la Calponia harrisonfordi. Harrisonfordi, joder. Y esta fue su primera joyita de ocho patas. Mas tarde, junto a Antonio Brescovit, Norman volvió a vestirse de prócer de la nomenclatura biológica, pero esta vez como víctima inocente. Con intención de premiar a dos científicos argentinos que habían trabajado con ellos, les propusieron que fueran ellos (los argentos) los que decidieran el nuevo género a describir. La propuesta fue Losdolobus. Y así se acuñó ese género de arañas de Brasil.
Quién no tiene recuerdos de su infancia con Los Chalchaleros cantando «Zamba, de mi esperanza, amanecida como un querer» de Cafrune. Pues este mítico cuarteto de folclore argentino fue homenajeado en el año 2000 por Mares, Braun, Díaz y Bárquez con el nombre de una rata: Salinoctomys loschalchalerosorum. La verdad es que puestos a recibir un tributo quizás sería mejor que fuera con una flor rara y breve, o con un insecto tan elegante como la mosca de mayo Paramaka pearljam, descrita por el brasileño Rodolfo Mariano honrando a la fenomenal banda de Seattle.
Uno se puede imaginar que cuando Harvey describió el género Draculoides en el año 1992, estaba pensando en la novela gótica de Bram Stoker. Y así fue confirmado en el año 95 cuando describió otra especie de arácnido del mismo género dándole el Draculoides bramstokeri.
También, por supuesto, ha habido descripciones mucho menos literarias. Una muy célebre es la de la conchita azul, Clitoria tertanea, que el mismo Linneo incluyó en su decimosegunda edición del «Systema Naturae». Solo hay que leer el género y fijarse en la forma de la flor, y uno ya se hace una idea del asunto.
Lo habitual es leer los nombres científicos con el desatino y el desinterés con el que se lee un nombre en cirílico. Un laberinto para la pronunciación en el que el género suele ser el mayor damnificado. A ver, si no, quién lee de carrerilla y sin equivocarse palabros como Oncorhynchus, el género de la trucha arcoíris. Trucha que adorna los mostradores de las pescaderías y que representa un gran problema para el equilibrio ecológico de muchos de los ríos de Europa. Una especie invasora que ha sido repoblada en los ríos de la península con irresponsable abundancia durante décadas. Pero eso es harina de otro costal.
Nos podemos imaginar al entomólogo (y músico) británico Enrico Adelelmo Brunetti partiéndose de risa allá por el lejano año 23 del siglo pasado mientras le endosaba el nombre Parastratiosphecomuia stratiosphecomyioides a una pequeña mosca asiática. Nombre que, con cuarenta y dos caracteres, es el más largo hasta la fecha. Y esto es así gracias a que, con prudencia y buen criterio, la Comisión Internacional de Nomenclatura Zoológica rechazó en al año 1927 el nombre Gammaracanthuskytodermogammarus loricatobaicalensis propuesto para un pequeño anfípodo por el cachondo naturalista polaco Benedykt Dybowski.
Para que nos hagamos una idea del grado de laxitud en las denominaciones científicas, el Código internacional de nomenclatura zoológica, por el que se rige la comisión que acabo de mencionar, recomienda que «los autores deberían ejercer con cuidado razonable y consideración la formación de nuevos nombres, para asegurar que se escogen teniendo a los usuarios en mente y que, en medida de los posible, son apropiados, compactos, eufónicos, memorables, y no causan ofensa». Lo cual debe explicar perfectamente por qué todavía hay un coleóptero que se llama Anophthalmus hitleri, en honor a ese señor tan aficionado a la dominación total y a la eugenesia.
A pesar de la tendencia a mirar con distancia los nombres científicos (también llamados nombres latinos) y de esa visión que se tiene de que solo sirven para alimentar el ego de algunos científicos y cuatro sabiondos, estos son la única tabla de salvación para que los parlantes de un idioma (por no hablar de la obviedad del caso de los hablantes de idiomas distintos) con léxicos locales diferenciados, se puedan entender. A saber: uno va por una calle peatonal del Eixample de Barcelona y le dice a su pareja, cariño, este árbol se llama árbol del amor. A lo que ella contesta: qué dices, si se ha llamado siempre árbol de Judas por aquello de que Judas Iscariote se ahorcó en uno de estos. ¿Cómo salir de esa situación? Pues con el común a todas las lenguas y territorios nombre científico: se trata de un Cercis siliquastrum. Ambos satisfechos y de acuerdo en que saber latín puede salvar estos baches de comunicación. La magia de lo común.
Igual pasa cuando dos recolectores de setas se encuentran en un bar de carretera y se preguntan mutuamente por cómo fue la jornada. En primer lugar, como sucede con los pescadores, exagerarán, en segundo siempre van a mentir cuando den las referencias del lugar en el que han encontrado las setas, y en tercero, se pueden hacer un lío: he encontrado bastantes hongos. Ya, a eso hemos ido, a buscar hongos. No, no hongos en general; me refiero a la especie. ¿Qué especie? Pues los boletus esos. Ah, ¡porros! ¿Te estás quedando conmigo? Que no, coño, que hablo en serio: Boletus edulis. ¡Ah, sí!
Y aquí paz y después gloria. Se han entendido en latín mientras sorbían sus carajillos en la barra del bar.
Goethe afirmó sobre Linné que «a excepción de Shakespeare y Spinoza, no conozco a nadie, de entre los que ya no viven, que me haya influido más intensamente». Así, pero inspirándose en la obra de J. R. R. Tolkien, debió ser para el científico mexicano Juan J. Morrone, que clasificó tres especies de coleópteros bajo los nombres de Macrostyphlus bilbo, Macrostiphlus gandalf y Macrostyphus frodo.
Linné ha sido uno de los científicos que más impacto han tenido en la historia de las ciencias naturales y se le atribuye habitualmente la magnífica cita «Dios creó, yo ordené», aunque, en honor a la verdad, es muy probable que esta cita sea apócrifa y que quien en realidad dijo (más bien escribió) esto fue D. H. Stövers, en su biografía de Linné (1792): «Deus Creavit, Linnaeus Disposuit». Pero uno, igual que con esa leyenda urbana de «esa gran pintora, Sara Mago», decide qué fantasías se cree por el bien de sus mitos y de su propia relación con el rugido de las palabras y la territorialidad de los significantes.
Los restos de Linné están enterrados en la ciudad de Uppsala y son el tipo nomenclatural del Homo sapiens. Algo así como el ejemplar tipo a partir del cual se describe nuestra especie. No os preocupéis si veis su foto en algún lugar; esto también se hizo a modo de tributo.
Algunas incertidumbres sobre este excelente artículo que me ha hecho reír en manera «culta». Pareciera que el autor es un compatriota que no se preocupa por la diferente percepción que puede tener un español con respecto al vocablo argentino «conchita, concha, con su similar peninsular; «coño», duda que se revierte cuando nos llama «argentos» (puede que sea una ironía, bien recibida por supuesto). Y para finalizar este terruño lamento, cuando no explica esa peculiar manera que tenemos nosotros de divertirnos con las palabras con una técnica que llamamos «al vesre»: al revés. Losdolobus no es otra cosa que los «los boludos» cambiando el orden de las letras, el similar a «los chalados, los tontos» en español. Dicho esto, gracias por la docta divulgación de un mundo casi desconocido.