«Un plato de arroz con leche», contestó Manolo Sabaté cuando, horas antes de ser ejecutado, los funcionarios de la cárcel Modelo de Barcelona le preguntaron cuál era su última voluntad. Era 1950. Tenía veintidós años. Las monjas no se atrevieron a cocinar el postre y fue finalmente la mujer de un vigilante quien lo preparó. «Qué cojones tuvo este tío. Pidió un arroz con leche antes de que lo mataran», comentó un preso en el patio, dos días más tarde. «Me emocioné terriblemente al oírlo. Manolo y yo habíamos acordado que antes de que nos ejecutaran pediríamos un arroz con leche para demostrarles que ni en ese momento nos íbamos a acobardar. Pero a mí me conmutaron la pena de muerte y el arroz solo lo pidió él», recuerda Joan Busquets, entonces un joven integrante del maquis, la guerrilla antifranquista.
La cárcel en la que Joan recibió, a los veintiún años, la mejor y la peor noticia de su vida, la conmutación de su pena y la ejecución de su amigo, cerró sus puertas en 2017.
Inaugurada el 9 de junio de 1904 con capacidad para ochocientos hombres, recibió durante ciento trece años a decenas de miles de reclusos en cuyas condenas también se escribió la historia de un país. En 1909 acogió el juicio por la Semana Trágica de Barcelona. Tras la Guerra Civil se llenó de presos políticos y en sus celdas llegaron a hacinarse más de trece mil personas en penosas condiciones —en 1940 se registró la compra de treinta y cinco mil kilos de mondas de patatas—. A partir de los sesenta llegó el relevo antifranquista, el que luego participaría en la Transición; en los setenta, los homosexuales condenados por la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social, antes de Vagos y Maleantes. Y en los ochenta, la droga, que lo cambió todo. En 1988, según los datos recogidos en el magnífico libro La Modelo de Barcelona, historias de la prisión, de Rosario Fontova, repleto de cartas, fotografías y documentos del penal, el 80 % de los presos (2470) estaban recluidos por delitos relacionados con las drogas. Uno de cada tres era toxicómano.
«Que sea el amor purísimo a nuestro prójimo el que nos cautive a todos entre sus dulces mallas para lograr la redención de los esclavos del vicio, del crimen, de la desgracia, de la perversa o escasa educación», proclamó Ramón Albó, abogado, en su discurso de inauguración del penal, en 1904. «La antigua cárcel de Barcelona, en el Raval, era miserable y corrupta y se había creado una junta para estudiar otras posibilidades. Había gente muy vinculada a la Iglesia y pretendían que la nueva cárcel fuera un modelo de regeneración, pero el sistema falló desde el principio», explica Fontova. «Se inspiraron en las teorías del británico Jeremy Bentham, que creía que la recuperación del preso debía ser en plena soledad. Pero el aislamiento solo trajo locura y embrutecimiento».
Lo cuenta uno de los primeros cronistas de la cárcel, el periodista Josep Pous i Pagès, condenado a seis meses de prisión en la Modelo en 1909 por un artículo que no había gustado al Ejército. El sistema de aislamiento de los reclusos los estaba volviendo locos. La desesperación se hacía patente por las noches con los lamentos que salían de las celdas. Nadie podía dormir. «Aquello no eran gritos de voz humana; eran bramidos, aullidos de monstruos fabulosos. Toda la energía, toda la fuerza de su cuerpo joven contenido penosamente durante largas horas de inmovilidad y de silencio», anotó el periodista.
Han pasado más de seis décadas, pero Joan Busquets recuerda aún con rabia la crueldad de las autoridades de la prisión. «Mi familia me comunicó durante una visita que a mí me habían conmutado la pena, pero que a mis compañeros Saturnino Culebras y Manolo Sabaté, no. La madre de Saturnino se despidió con gritos desgarradores de su hijo, en una escena imposible de olvidar. A la madre de Manolo no la dejaron. Eran unos miserables». Pese a estar condenado a muerte, le habían castigado impidiéndole cualquier visita. «Manolo estaba en una celda junto a la mía y nos comunicábamos a través del váter. Al llegar, le dije que había peligro, pero no me atreví a contarle que esa misma madrugada lo iban a matar. Me había invadido una tristeza absoluta. Fui incapaz de despedirme».
Para Joan, la Modelo es un plato de arroz con leche, un amigo que dejó atrás, un pacto que no tuvo que cumplir y que, a sus ochenta y nueve años, cuenta que le sigue obligando a «hablar y escribir de los presos del franquismo, de cómo humillaron a tantas madres». Para Daniel Rojo, exatracador de bancos que ingresó por primera vez en 1981, la Modelo son tres puñaladas, muchos gramos de droga escondidos en cubitos de hielo, la vida antes de Eva, de los mellizos… antes de convertirse en el asistente de Loquillo y en el chófer de Messi.
En las celdas de esta cárcel que ahora echa el cierre durmieron dos presidentes de la Generalitat, Lluís Companys y Jordi Pujol; un arqueólogo expulsado de la Alemania nazi; delincuentes precoces como el Vaquilla; empresarios como Javier de la Rosa, artistas como Arnau Vilardebó, de Els Joglars. Allí también murió, tras veinte eternos minutos de agonía, el último ejecutado a garrote vil, Salvador Puig Antich. Tenía veinticinco años. La sala donde lo mataron el 2 de marzo de 1974 fue luego la paquetería de la prisión.
Centenares de presos fueron ejecutados. Solo en los tres meses que Joan estuvo condenado a muerte en la Modelo recuerda una decena de ejecuciones. El joven guerrillero fue trasladado posteriormente al monasterio de San Miguel de los Reyes, en Valencia. «En total estuve preso veinte años y seis días. Salí a los cuarenta y uno». Una vez en la calle, cumplida su condena, era acosado constantemente por la brigada social y cuando murió su madre, un año después de salir en libertad, decidió marcharse para siempre. España le resultaba insoportable. Se refugió en Francia, donde trabajó en la construcción, restaurando muebles y, finalmente, en una tienda de quesos que montó con su mujer. Hoy vive en Normandía y, aunque nunca quiso pedir la nacionalidad francesa, no piensa volver al país donde nació.
Una vida de película
Tres décadas después de que Manolo Sabaté pidiera un último arroz con leche, atravesó las puertas de la Modelo un chaval de diecinueve años conocido como Daniel el Rojo. Había atracado su primer banco a los dieciséis, cuando ni siquiera tenía carné de conducir para poder salir huyendo en coche. No había nacido en un barrio marginal, ni pertenecía a una de esas familias «desestructuradas». Su padre era empresario y no sospechó nada hasta que tuvo que ir a ver a su hijo a la prisión. «Me puse a robar porque me enganché a las drogas y porque me habitué al dinero, a una clase de vida», cuenta Daniel.
Había empezado a consumir heroína a los dieciséis. «En los primeros atracos escogíamos siempre los bancos que tenían guardia de seguridad porque en nuestra lógica de drogadictos si había seguridad es que había más dinero. No gritábamos, como en las películas, eso de “todos al suelo”, porque era una gilipollez; desde fuera se habrían dado cuenta de que estábamos atracando. Nunca hicimos daño a nadie, yo iba a robar un banco, no el reloj de la abuela. Con el dinero montamos discotecas y timbas», recuerda Daniel. «A los diecisiete tenía un Porsche 911, vestía trajes de Ermenegildo Zegna, llevaba un Rolex, cadenas de Cartier… Nos repartíamos cada día diez millones de pesetas (sesenta mil euros) entre los cinco de la banda y eso solo con lo que ganábamos en las timbas. Entonces yo me creía Superman, pensaba que nunca me iban a pillar».
Pero le pillaron. La primera impresión de la Modelo fue muy dura. «No es que yo fuera especialmente guapo, pero los internos me parecieron feísimos. Todos tenían tatuajes y unas cicatrices horribles de puñaladas. En ese momento pensé: “Si estoy aquí, es que soy como ellos”, y eso fue un palo muy grande: pasar de vivir a todo trapo a darme cuenta de que era lo último de lo último de la escala social».
En la Modelo, Daniel pasó por distintas galerías: la de menores, la sexta, «la mejor, la de los ricos», y la cuarta, «el pozo», donde once reclusos convivían en la misma celda con un millón de chinches, que fueron el denominador común del penal durante décadas. El atracador no llegó a coincidir con ningún banquero, aunque sí recuerda que en 1982 entró «la primera tanda de empresarios que habían tenido problemas con Hacienda y nos pagaban a cambio de protección».
Vivió varios motines, otra de las marcas de la casa. El primero había sido en 1906, dos años después de la inauguración, tras el ataque epiléptico de un recluso. «Los funcionarios trataban con mucha crueldad a los presos y los motines eran habituales», explica Fontova. «Uno de los más sonados fue en septiembre de 1975 a raíz de la muerte de un delincuente común conocido como el Habichuela tras recibir la paliza de un funcionario». En 1982 un grupo de presos se cosió los labios con sedal después de que la prisión se quedara sin agua corriente en plena ola de calor. En 1984, el Vaquilla se inyectó heroína ante las cámaras de televisión durante otro motín que duró seis horas.
«La Modelo era una cárcel muy violenta. Aparecían ahorcados que no se habían ahorcado, les ahorcaban, violadores asesinados, y se producían muchos abusos sexuales. Los funcionarios nos trataban como animales y nos comportábamos como animales», recuerda Daniel. En aquel ambiente de tensión permanente, sin embargo, a finales de los setenta se producía una imagen insólita cuando los sábados por la tarde les permitían ver la televisión y los presos se sentaban a ver… Heidi.
«La legislación fue cambiando un poco las cosas: los primeros vis a vis íntimos, la entrada en la cárcel de psicólogos, terapeutas, criminólogos, los centros de toxicomanías… Hasta 1983 la cárcel había sido, básicamente, castigadora, y a partir de entonces empieza a dirigirse a la reinserción», afirma Daniel. A él, sin embargo, le costó.
Tuvo que entrar tres veces en prisión para dejar de delinquir. Estuvo preso entre 1981 y 1983, entre 1984 y 1989, y entre 1991 y 1997. En 1989, antes de salir en libertad, le dijeron que le quedaba un año de vida por el sida y decidió vivirlo a todo trapo. «Fueron mis mejores atracos y cuando la policía me puso el mote de Dani el Millonario», recuerda. En 1991 le volvieron a detener. «En total me imputaron ciento cincuenta atracos, de los que sacamos unos diez mil millones de pesetas de la época, sesenta millones de euros hoy. Me lo pulí todo en drogas, putas, buenos coches…».
Hoy, a sus cincuenta y cinco años, se ha convertido en el reinsertado perfecto. Da charlas en cárceles, ha publicado seis novelas, acaba de terminar un libro que trata de concienciar a padres e hijos sobre el peligro y la accesibilidad de las drogas, y hasta ha hecho sus pinitos en el cine interpretando a un personaje en Anacleto: agente secreto junto a Imanol Arias y Quim Gutiérrez.
La conversión de Daniel empezó en 1997, cuando decidió ingresar en una granja rehabilitadora y dejar definitivamente las drogas. «Yo nunca había trabajado. Tenía treinta y cinco años y no podía escribir ni una sola línea en mi currículum. Así que durante dieciocho meses en la granja hice de todo, hasta recoger miles de pollos en una nave, tres en cada mano, cada noche». En 1998 se casó con Eva, la primera médico que le convenció para medicarse contra el sida. Y luego llegaron los artistas.
Un día, al llevar a su mujer al aeropuerto, vio bajarse de un taxi a un amigo de la infancia. Era Loquillo. «Nos conocíamos desde los trece años. Sabía toda mi historia, pero me dijo que en unos días daba unos conciertos en Barcelona, que fuera a verle. Me ofreció trabajo llevándole el merchandising. Luego conocí a Calamaro, a Bunbury, a Rosario… en total estuve unos diez años trabajando con artistas, al final era como una especie de asistente personal». Un día, una firma italiana necesitaba llevar a Messi a su stand en una feria de Barcelona; alguien mencionó el nombre de Daniel y le enviaron al Camp Nou. «A partir de ahí entablamos relación, luego le presenté a Calamaro, al que Messi admiraba mucho… Es un tipo muy humano. Una vez se paró a mi lado un cochazo, bajó la ventanilla y salió Antonella [la mujer de Messi]. Me dijo: “Dani, ¿qué haces? ¿Te llevamos algún sitio?”. Ese fue el día en que Messi, para el que yo había trabajado de chófer, me llevó a mi casa en coche».
Daniel se ríe con ganas. «Mis primeros treinta y cinco años fueron un desastre. Hace veintiocho me dieron un año de vida. Pero he aprendido de mis errores. He sabido reinsertarme», dice. «¿De qué me río? De agradecimiento, de pura gratitud».