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Y Alexander Karelin se hizo hombre

Alexander Karelin, 2013. Fotografía: A.Savin (CC BY-SA 3.0)

Sidney, 2000: el mejor luchador grecorromano de la historia intenta voltear sin éxito a un granjero de Wyoming al que no conoce nadie. «No puede estar pasando», pensó él, pensó el mundo, antes de que la campana certificara la única derrota internacional de aquel coloso siberiano que acumulaba ochocientas ochenta y siete victorias. Pocos segundos después, Alexander Alexandrovich Karelin anunciaba su retirada abandonando sus botas sobre la lona. 

De acuerdo, no desapareció. El cambio de siglo le trasladó del tapiz al parlamento ruso de la mano de Putin pero, ¿dónde reside el mérito de llegar a sentarse en la Duma para alguien como él? Cráneo rapado y mirada glacial bajo una frente cincelada como su mandíbula, su cuello, o cada centímetro de su cuerpo. Era como si la imponente estatua de un héroe soviético hubiera bajado de su pedestal para darse un paseo triunfal alrededor del mundo. Esperen, ¿no habría sido Karelin el molde de todos aquellos gigantes de bronce? 

Empecemos por el principio. Alexander Alexandrovich Karelin nació envuelto en un cuerpo de seis kilos un 19 de septiembre de 1967 en Novosibirsk (Siberia). Las constantes ausencias de su padre, un boxeador amateur que se ganaba la vida conduciendo un camión por la tundra, lo llevaron a gozar de una temprana libertad. Crecer entre días que parecen no acabar nunca en verano ni empezar en invierno a orillas del río Ob, en ese mar de hormigón en el que las krushevkas hacen piña en hileras intentando protegerse de la naturaleza más hostil. Y no era la única amenaza. A sus trece años, Alexander Alexandrovich tenía una edad en la que muchos en Novosibirsk contaban con antecedentes penales. Su madre le advertiría de los urcas: auténticos aristócratas siberianos del crimen, amos indiscutibles de las cárceles del país más grande del mundo. A los únicos que Stalin no pudo deportar a Siberia fue a los propios siberianos.

Pero el destino reservaba una suerte muy distinta al joven Alexander Alexandrovich. Una tarde de verano sin final de 1981, alguien lo vio en la calle y lo invitó a acercarse al gimnasio del Dynamo Novosibirsk, donde Viktor Mijailovich Kuznetsov, entrenador, mito, buscaba candidatos para la cantera del club. 1,78 de altura y 78 kilos de peso para un chaval de trece años era un potencial que no se podía desaprovechar. Coincidieron todos, incluido Kuznetsov, quien se convertiría en su mentor desde aquel mismo día hasta ese último combate en 2000. Y así fue como Alexander Alexandrovich entró por primera vez en ese círculo de nueve metros de diámetro donde caen gigantes. Lo llaman «superficie de combate».

Bronce

A sus padres no les hizo mucha gracia aquello, sobre todo cuando el chaval se rompió una pierna peleando a los quince. Fue durante una fiesta nacional como la del 8 de marzo: «Su hijo está en el hospital», le dijeron a su madre en mitad de una multitudinaria marcha de mujeres de Novosibirsk. Su enfado fue tal que le prohibió entrenar y le quemó el uniforme para intentar evitarlo. Fue inútil. Para entonces, Alexander Alexandrovich pasaba más horas en el gimnasio que en cualquier otro lugar. Solo él y Kuznetsov saben cuántas veces abandonó el anillo entre lágrimas; cuántas arrastró su cuerpo tumefacto atravesado por miles de cristales de ácido láctico pensando en si podría volver al día siguiente. Tras la pierna se rompió las manos, dos veces, y hasta ocho las costillas. Kuznetsov ya le había avisado de que aquello era una carrera de fondo, que las victorias no llegarían de un día para otro. Se lo recordaría una vez más tras perder en la final del Campeonato de la Unión Soviética de 1987 ante Ígor Rastórotski, dos veces campeón mundial. Karelin era aún un crío, pero se encontrarían de nuevo al año siguiente en Tbilisi (Georgia), poco después de que el siberiano sufriera una conmoción cerebral que casi le deja fuera del equipo olímpico. Aun así, saltó a la lona y venció con solvencia a su máximo rival poniéndolo de espaldas. Así es como se gana un combate, o dominando dos de los tres periodos de los que consta. Documentada desde hace dos milenios en bronce y mármol, en frescos o en la cerámica de vasijas que se apilan en museos, esta disciplina es un arte entre caballeros en el que la técnica y la astucia juegan un papel mucho más importante que la simple fuerza bruta. 

Tras vencer por segunda vez al único hombre que logró derrotarle —además del granjero de Wyoming—, Karelin recuerda que fue entonces cuando, por primera vez en su vida, levantó los brazos e hizo «algo parecido a un baile». A partir de ese momento único de emoción descontrolada, aquel soldado soviético de 1,91 de estatura y 130 kilos de peso se dedicaría a encadenar una victoria tras otra, sin aspavientos ni estridencias innecesarias, a la mayor gloria del socialismo. Era lo que la patria esperaba de él. Como en la final de las Olimpiadas de Seúl en 1988, ahora frente al búlgaro Rangel Guerovski. Se fueron al descanso con un marcador de 3-2 a favor del último. A quince segundos del final, el búlgaro se amarraba al suelo esperando a la campana que le diera como ganador a los puntos, así que Karelin se agachó, le agarró de la cintura, lo volteó por encima de su hombro derecho y lo tumbó de espaldas. Era un ritual que repetiría centenares de veces. En la máxima categoría, donde los combatientes superan los cien kilos, se necesita una enorme fuerza para ejecutar ese volteo vertical. Karelin era el único capaz de hacerlo entre los chicos más grandes y, a día de hoy, la maniobra aún lleva su nombre.

De él se decía que no solo era el más fuerte, sino también el de técnica y estrategia más exquisitas. Aunque resultara imbatido durante trece años, quizás sea aún más impactante el hecho de que no encajó ni un solo punto en una década. Tras completar estudios universitarios en la Academia Siberiana de Cultura Física, la férrea defensa que desplegó siempre sobre el tapiz quedó ampliamente diseccionada en su tesis doctoral. Más tarde completaría su formación académica licenciándose en Derecho, y sepan que Alexander Alexandrovich es también un contumaz intérprete de las partituras de Sostakovich, Gershwin o Bach. Pero su mundo, al menos el de fuera del anillo, se derrumbaba a finales de los ochenta. Tras firmar las gemelas Perestroika y Glasnost el certificado de defunción del imperio soviético, Karelin volvería a abanderar al equipo olímpico en 1992. Ya no era la URSS, sino una entidad amorfa de quince países en ciernes, representada con un acrónimo más propio de una academia de idiomas o una correduría de seguros: CEI, la «Comunidad de Estados Independientes». Ni siquiera contaba con una enseña propia. Karelin desfiló con la bandera olímpica.

En más de una ocasión, el siberiano dijo no perdonar a Occidente lo ocurrido. Encajar la derrota de la guerra más larga, la fría, resultaba aún más difícil para alguien tan acostumbrado a la victoria como a ver alzarse el sol entre el humo de las chimeneas de Novosibirsk. Para entonces, hacía tiempo que su carisma trascendía los lodos de la geopolítica y fueron sus propios rivales los que le enviaron el equipamiento necesario para que pudiera seguir entrenando en mitad de la desintegración del país que le vio nacer. No sabemos si aquella frustración se trasladó a la superficie de combate, pero lo cierto es que le bastaron diecinueve segundos para derrotar al sueco Thomas Johansson en la final de Barcelona.

Precisamente, fue Estocolmo la que acogió el Campeonato del Mundo el año siguiente. Tras intentar voltear al estadounidense de origen iraní Matt Ghaffari se le desprendieron dos costillas que acabaron presionándole el hígado; «de ahí el sabor de bilis en la boca durante todo el combate», recordaría al final del mismo. Por aquel entonces, la antigua selección de la URSS se estaba transformando en la de la Federación Rusa pero, contaba Karelin, se olvidaron de los doctores. Gracias a la ayuda desinteresada de un galeno alemán, el ruso eliminó a todos sus rivales sin siquiera poder enderezarse con normalidad por sus costillas rotas. Tres años después volvería a firmar una nueva gesta. En los europeos de Budapest, un hematoma de un kilo y medio en su pecho le dejó casi inutilizado el brazo derecho, pero consiguió ganar el campeonato únicamente con el izquierdo. Tras ser operado de urgencia en la capital húngara, los médicos le dijeron que no se recuperaría para la cita olímpica ese mismo año. Pero lo hizo. En Atlanta 96, ya oficialmente con la Federación Rusa, el de Novosibirsk conseguió su tercer oro olímpico. Contaba uno por cada bandera bajo la que había competido.

Carne

Mientras seguía imbatido, Karelin fue nombrado «Héroe de la Federación Rusa» en 1997, la más alta distinción en el país más grande del mundo que, obviamente, merecía el mejor deportista de su historia. Cargado de metales, su carrera hacia la Duma fue un paseo cuando todavía era un luchador en activo. Quedaba Sidney 2000, su cuarta cita olímpica que se antojaba como un mero trámite en el que Karelin volvería a aplastar a su adversario en la final. Además, ¿quién era ese tal Rulon Gardner? ¿Qué posibilidades tenía aquel estadounidense sin pedigrí ni experiencia? Y toda esa grasa que rebosaba su licra azul… Del granjero se decía que había entrenado levantando vacas en su granja de Wyoming, los típicos chascarrillos de cada cita olímpica para enganchar a la audiencia. Lo cierto es que nadie, ni siquiera los seguidores americanos en el público, se tomaron en serio a Gardner. Al fin y al cabo, era Karelin con quien tenía que disputar el exiguo mundo circular de la superficie de combate. 

Acabó siendo un encuentro tan sorprendente como mediocre: mucha defensa y muy poca acción, ambas tachonadas por una polémica decisión arbitral. Fue una innovación más de entre las muchas —demasiadas para algunos— que se producen en las reglas de la grecorromana; una que hizo perder un punto a Karelin cuando este soltó por un instante a Gardner durante un agarre. En los siguientes tres minutos, el de Wyoming se dedicó a escabullirse para acabar refugiándose bajo sus 130 kilos amarrados a la lona.

Con la ceremonia habitual, Alexander Alexandrovich se agachó para hacerle el cinturón y voltearlo por encima del hombro. Lo había hecho en centenares de ocasiones, ¿por qué ahora no era posible? Y no fue posible. Apenas un minuto después, Gardner saltaba de alegría mientras intentaba asimilar lo que acababa de ocurrir. De hecho, aquella gesta justificó una autobiografía publicada incluso antes de que el de Wyoming sobreviviera a un accidente de avión o participara en The Biggest Loser, un reality americano en el que perdió ochenta kilos en directo durante dieciséis semanas.

En cuanto a Karelin, el siberiano podía haber ocultado fácilmente su derrota  en el zarzal en el que se ha ido convirtiendo el reglamento de la grecorromana. Prefirió asumirlo desde la sinceridad que le había caracterizado siempre. «A veces te da igual todo, y no puedes hacer nada contra eso. A veces te acuestas y parece que no te late el corazón. Y lo peor de todo es cuando te das cuenta de que ya no quieres nada», explicó en una de las muchas entrevistas que dio después de aquello. Cuatro segundos antes de que sonara la campana, Karelin agachó la cabeza asumiendo su nueva condición. Ya solo era un hombre.

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2 Comentarios

  1. Hola,
    ¿»Se hizo hombre» no da pie a confusión? Hombre ya lo era («A veces te da igual todo, y no puedes hacer nada contra eso. A veces te acuestas y parece que no te late el corazón. Y lo peor de todo es cuando te das cuenta de que ya no quieres nada»), pero humano parece que no.

  2. Al Karelin este y al gordo ese de Wisconsin, los agarro yo del escroto y les hago rodar como una peonza antes de enviarlos a su pueblo de una patada en la base del cuello para que lleguen faltos de oxígeno.

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