El puerto de Sollube era la última dificultad que tenían que afrontar los corredores participantes en la Clásica de Bermeo. Las cunetas de la parte alta del puerto estaban atestadas de aficionados que esperaban, ansiosos, el paso de los ciclistas. Era una simple carrera amateur, pero allí no faltaba nadie con sus neveras repletas de bebidas y bocatas en un ambiente festivo, pasando el día y mirando las estribaciones del puerto por donde ascendía, retorciéndose, la carretera. Todos esperaban el gran duelo entre los dos ídolos del momento: Jokin Mujika, guipuzcoano de diecinueve años, y Julián Gorospe, vizcaíno de veintiuno.
El pelotón comenzaba a subir las primeras rampas del puerto y todos los ciclistas esperaban el ataque de los dos favoritos. Jokin decidió colocarse a rueda del «veterano» Gorospe, y este último resolvió no atacar mientras tuviera a su rival a rueda. Al rato, un corredor se atrevió a arrancar y se marchó hacia adelante y, tras él, otro, y otro, y otro, mientras Gorospe y Jokin continuaban vigilándose. Así ascendieron gran parte del puerto, perdiendo cada vez más tiempo con respecto al resto de corredores, y perdiendo todas sus opciones en la carrera. Hasta que decidieron retirarse, decepcionando a seguidores y al resto de aficionados, a los que privaron del esperado duelo.
Como decía, no eran profesionales; no se ganaban la vida con el ciclismo. Aun así, al día siguiente llenaron páginas de periódicos y protagonizaron encendidos debates en los programas deportivos de todas las emisoras de radio. Quizá fue un día especial, sí, pero cada semana los medios de comunicación del País Vasco daban cuenta de lo que habían hecho estos dos corredores —y otros— en la carrera del anterior fin de semana. La prensa no hacía este seguimiento porque quisiera promocionar el ciclismo, que también, lo hacía porque el público vasco demandaba y buscaba información sobre las gestas de los ciclistas.
Jokin Mujika, nacido en el pequeño pueblo de Itsasondo, en el Goierri, fue mi compañero de equipo en la categoría de aficionados, y pasamos juntos a profesionales. En el equipo también estaban Betegui, de Urretxu, Izuzkiza, de Gabiria, Etxezarreta, de Zaldibia, y Dorronsoro, de Bidania. Yo era el único de ciudad; alguno me llamaba, entre bromas, kaleume, que quiere decir algo así como urbanita, o niñato de ciudad. De hecho, en mi ciudad solo dos ciclistas han corrido y terminado el Tour de Francia: mi hermano Jordi y yo. No quiero decir con esto que el arraigo de la afición al ciclismo en el País Vasco provenga mayoritariamente del mundo rural; muchos grandes ciclistas vascos provienen de la ciudad de Bilbao o de Vitoria-Gasteiz, pero sí creo que la pasión por el ciclismo tiene que ver, y mucho, con los deportes rurales.
Jokin estudiaba FP en Tolosa, pero tenía que ayudar en las labores del caserío; no les sobraba de nada, pero nunca les faltaba comida. Tenían que segar la hierba, alimentar a las vacas, cuidar la huerta y demás trabajos, pero «mi padre tenía mucho cuidado en no ponernos tareas los domingos», contaba. Cada año, cuando se disputaba la Clásica de Ordizia profesional, a escasos cinco kilómetros de Itsasondo, iba a ver a su ídolo ciclista, Txomin Perurena. Empezó con el ciclismo a los dieciséis años, tarde en comparación con otros chavales, pero su contacto con la bicicleta ya venía de bastante antes. Desde los diez años hasta los diecisiete salía a diario desde el caserío, con su bicicleta, a repartir la leche de las vacas. Llevaba dos marmitas de diez litros, una a cada lado del manillar, y un cazo para medir y servir. Leche fresca, claro, como ha sido siempre.
Julián Gorospe y Jokin Mujika arrastraban aficionados a las carreras ciclistas, fomentaban discusiones y rivalidades, protagonizaban páginas enteras en los medios de comunicación y llenaban horas de radio, siendo solamente aficionados. Lo pedía la gente. Gorospe lo siguió haciendo siendo ya ciclista profesional; Jokin no pudo adaptarse del todo al terreno profesional a pesar de su calidad, lo mismo que otros muchos corredores como Etxabe, Gastón, Lejarreta o quien esto escribe. Pero antes de llegar nosotros, la afición vasca no perdía detalle de los triunfos de Perurena y Lasa, o de Galdós, en el Giro. Y antes, en los sesenta, todo el mundo se volcaba con el mítico equipo Kas, o el Fagor, y con Antón Barrutia, Momeñe, Errandonea o Gabica. Y aún antes, el aficionado se enfervorizaba con la rivalidad entre Loroño y Bahamontes, o con Dalmacio Langarica. Y si nos remontamos todavía más atrás, a los años treinta, la afición vasca vibraba con Montero, Mariano Cañardo o Federico Ezkerra. Estos, y otros muchos que no he nombrado, alimentaban esa pasión de los vascos por el ciclismo. Pero la afición vasca valora y anima a todos los ciclistas por su entrega, por su sufrimiento, por la épica y por muchas otras razones, sean estos de donde sean. La opinión de los ciclistas sobre la afición vasca se mueve siempre entre «la mejor afición del mundo» y «una de las mejores aficiones». Tenía un compañero de equipo llamado Anastasio Greciano, modesto gregario, que siempre me decía riendo: «En mi pueblo ni saben que soy ciclista, y cuando corro en el País Vasco me reconocen y me animan jaleando mi nombre».
A pesar de que ganó unas cuantas carreras, Jokin Mujika no cumplió con las expectativas que se habían puesto en él. En el ciclismo profesional no llegó al nivel de su gran rival en aficionados, Gorospe. A veces pasa eso, y lo contrario también. Había dejado de estudiar y de realizar las duras tareas del caserío. También dejó de salir a repartir leche con sus dos marmitas colgando del manillar de la bicicleta. Quizá, si hubiera seguido haciéndolo, hubiera creado otra modalidad de deporte rural vasco. Ya existe uno parecido, las txingas, que consiste en correr con dos pesos colgando de cada mano, y su origen está en el trabajo de las ferrerías. Pero, tranquilamente, podría tener su origen en el reparto de leche. En el País Vasco los trabajos se acabaron convirtiendo en deportes.
Los segalaris empezaron apostándose algo a quién cortaba más hierba; los aizkolaris, a quién cortaba más rápido el tronco. Lo mismo con los que levantan piedras. Incluso las más conocidas regatas de traineras tienen su origen en el trabajo de los pescadores que salían a por ballenas. Otros dicen que viene de atoar barcos, pero, para el caso, es lo mismo; era trabajo. Cuando se divisaba una ballena se daba el aviso, y salían las traineras del puerto con el arponero en la proa. El que llegaba primero y arponeaba se llevaba la mejor parte del animal. Cuando se extinguieron las ballenas en el Cantábrico las tripulaciones de las traineras siguieron retándose, pero ya sin la recompensa de la pieza; quedó el reconocimiento del público.
El público vasco, amante del buen comer y del buen beber, y atraído hasta el límite por los deportes extremos y agónicos y por los deportistas duros y sacrificados. Esta querencia por los deportes más duros, unida a la atracción por viajar o por subir a las cimas de los montes y montañas, por las apuestas y por los retos cada vez más difíciles, convierten al ciclismo en el deporte más seguido. Después del fútbol, claro, pero eso es algo bastante más vulgar.
Jokin ganó varias carreras como ciclista profesional, y tomó parte en cinco ediciones del Tour de Francia, con un 30.º puesto como mejor resultado en 1986. Una carrera a la que acuden miles de aficionados a ver a los corredores, vascos o no, en las rampas de los puertos pirenaicos. Como si de una tradición legendaria del mes de julio se tratara, hasta allí se desplazan cuadrillas de amigos y familias enteras para acampar, comer y beber, mientras esperan durante horas el paso de los ciclistas. La primera edición del Tour se remonta al año 1903, con seis etapas, cuatro de las cuales superaban los cuatrocientos kilómetros. En el reglamento se les prohibía a los corredores cualquier tipo de ayuda externa, mecánica o alimentaria, y tenían que cubrir el recorrido por encima de los veinte kilómetros por hora si no querían ser descalificados. Por caminos de tierra y con bicicletas rudimentarias, los ciclistas pasaban de diecisiete a veinte horas pedaleando. Con semejante panorama, las narraciones de las gestas de estos deportistas no tardarían en calar entre los vascos. El primero en intentarlo fue el bilbaíno Vicente Blanco, el Cojo, en 1910. Según el reglamento, los premios y dietas no se pagaban a los corredores hasta que no hubieran terminado el Tour. Vicente Blanco no tenía medios y tuvo que ir desde Bilbao hasta la salida en París pedaleando sobre su bicicleta. Solo pudo aguantar hasta la tercera etapa antes de retirarse, pero fue el que señaló el camino a otros muchos ciclistas.
Patxi Alkorta, alias Panadero, presidente de la Sociedad Deportiva Danena de Zizurkil, fue el «padre» deportivo de Jokin. El mío también, pero sin duda tenía más querencia por Jokin, al que tuvo en su equipo desde juveniles; yo empecé más tarde a correr en bici. Patxi era el panadero de Zizurkil, y dedicaba todo su tiempo libre a la S. D. Danena, al ciclismo y a los ciclistas. Trabajaba muy duro y disfrutaba mucho también, siempre de manera altruista. Como Patxi Panadero, hay cientos de personas en el País Vasco que dedican su tiempo de ocio a dirigir clubes, crear escuelas de ciclismo, sacar equipos ciclistas de categorías inferiores u organizar carreras para la chavalería. Patxi tenía un equipo juvenil, pero consiguió crear otro equipo en la categoría superior, la de aficionados, para que Jokin, ya con dieciocho años, no se fuera a otro sitio. Allí nos juntamos los Betegui, Izuzkiza y compañía. Al cabo de tres años de competir en aficionados y de ganar carreras, ya estaba bastante claro que, tanto Jokin como yo, estábamos llamados a ser corredores profesionales. Entonces ocurrió lo excepcional. En lugar de fichar por un equipo profesional, Patxi y el capacitado grupo de gente de la que se rodeó en la S. D. Danena consiguieron patrocinadores y crearon un nuevo equipo profesional. Los chavales de Itsasondo, Urretxu, Gabiria, Bidania y el kaleume, junto a corredores fichados de otros lugares, nos vimos en el equipo del Panadero de Zizurkil corriendo la Vuelta a España y el Tour de Francia. Por supuesto, también participamos en las carreras que clubes y sociedades deportivas organizaban en el País Vasco, que siguen adelante con la ayuda de muchos voluntarios. La Clásica de Ordizia, la carrera que iba a ver Jokin de pequeño y cuya primera edición se remonta a 1922, o el Gran Premio de Getxo y la Vuelta al País Vasco, con origen en 1924, que fueron escenario de nuestros sueños infantiles, se convirtieron en escenarios de nuestras gestas adultas.
No creo que exista una única razón por la que el ciclismo goce de tanto arraigo y predilección en el País Vasco. Es difícil de explicar, como lo es descifrar el porqué de esa pasión por subir a los montes más altos o de disfrutar viendo a unos pelotaris dando manotazos a una pelota dura como una piedra. Hay muchas cosas que son comunes en otras partes del mundo o sentimientos parecidos que hacen que no parezcamos diferentes, pero tampoco iguales. Muchas pequeñas cosas que, unidas, marcan una característica.
Salgo con mi amigo David a rodar con la bicicleta. Él es de la nueva hornada de apasionados del ciclismo; le gusta comer y beber, arrastra muy dignamente su barriguita sobre la bici. No se pierde una carrera ciclista en la tele, pero le gusta también salir, como a otros muchos miles de vascos. Le pregunto mientras rodamos juntos:
—¿Por qué hay una afición tan especial al ciclismo en el País Vasco?
Y no duda un instante:
—Porque no follamos.
—¡Venga, en serio! —replico.
—En serio te lo digo. Fin de la conversación.
Al menos alguien lo tiene claro.
Hay lugares en el mundo en los que tienen una predilección por el ajedrez, aunque también les guste el ciclismo. En el País Vasco esa predilección es por el ciclismo, a la vez que existe afición por el ajedrez. Eso sí, si este se jugara sobre un tablero del tamaño de un campo de fútbol, con piezas de cincuenta kilos que se tuvieran que mover en un tiempo limitado, sería un deporte de masas.
Me ha hecho reir de buena gana esa conclusión sobre el ajedrez y las piezas de cincuenta kilos. Y, como siempre, cada vez que se habla de ese pueblo no puedo no recordar con cariño y nostalgia a un personaje vasco de mis pagos. El vasco de la carretilla, famoso en sus tiempos por haber recorrido más de tres mil kilómetros, hasta la Patagonia, ida y vuelta con ese atrezo, siempre a pie. El motivo de tal hazaña no la recuerdo. Pudo haber sido una apuesta, y tal vez de ahí nace nuestro tópico de que todos los vascos son testarudos, obstinados. También ellos, con sus generosidades han hecho único y especial a mi pais que acogía «a todos los hombres de buena voluntad que quieran habitarlo», como reza nuestra constitución. Muchísimas gracias por la lectura.