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Robert Juan-Cantavella: «Para mí la escritura de una novela es como un intento de resolución de un acertijo»

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Autor de cinco novelas y de dos libros de relatos inclasificables, que han sido celebrados por la crítica por su originalidad y por su humor, y traductor al español de algunos de los autores más importantes de la literatura francesa de nuestra época (Daniel Pennac, Mathias Enard, Jonathan Littell…), antes de ser escritor, traductor, además de maquetador de libros y profesor de escritura creativa, Robert Juan-Cantavella (Almassora, 1976) fue el último jefe de redacción de la revista de cultura Lateral y mucho antes, el vocalista del grupo punk The Vidre—. Contesta a las preguntas sentado en el sofá negro de su piso alquilado en El Eixample de Barcelona, rodeado de cuadros de amigos pintores, como Riot Über Alles, Pierre Marquès, Pozo y Rai Escalé. Sobre la mesita hay ejemplares de sus últimos libros publicados: las ficciones Y el cielo era una bestia (Anagrama) y Nadia (Galaxia Gutenberg) y la antología de textos de no ficción La realidad. Crónicas canallas (Malpaso). Y en el suelo hay juguetes.

¿Por qué no estás en las redes sociales?

No las necesito. Creo que no lo llevaría bien. Tanta inmediatez me da vértigo, no tardaría en meter la pata.

En cambio, sí que usas internet en muchas dimensiones. ¿Cómo es tu trabajo con internet, tanto en términos de escritor como en los más bien profesionales, como profesor, como maquetador, como diseñador?

Lo utilizo muchísimo, claro. Para empezar contacto, como freelance que soy, con mis clientes; y luego para buscar información, como todo el mundo, para buscar cosas y tener una primera impresión. No sé, supongo que buscadores y diccionarios, cuando estoy traduciendo, es lo que más utilizo.

Eres el maquetador de los libros de Alpha Decay. Cuéntanos como fue el proceso de maquetación de La casa de hojas de Mark Danielewski, que tradujo al español Javier Calvo.

Fue una locura, tal como se puede desprender un poco del libro, del simple hecho de hojearlo. Es un libro muy complejo de producir. Está el original, al que hay que acercarse lo más posible, hablo como maquetador, pero está también el trabajo del traductor, que es un trabajo más o menos convencional, pero que luego en este caso hay que ir ajustando de forma constante. Las constricciones de espacio eran importantes y creaban un diálogo entre dos diferentes actores del proceso mayor que con un libro convencional. Se trata de un trabajo que hicimos un poco como believers. Es decir, todos los que estábamos en el ajo queríamos hacer eso. En términos económicos, no tiene sentido, no tiene retorno, digamos. Pero a todos nos hacía ilusión. Yo, por mi parte, no volveré a hacer otro libro de esas características, digamos que ya he hecho el mío. Fue muy bonito, pero fue un trabajo muy intenso, de muchísimas horas, agotador.

¿El propio Danielewski había diseñado su propio libro?

No estoy seguro, pero Mark Danielewski firma el libro en su conjunto, y al hacerlo está firmando la composición en página, por lo tanto, si no eres amigo suyo y le preguntas otro tipo de detalles, él es el autor también de eso. Yo me propuse reproducirlo tan fielmente como fuese posible. Nuestra edición tiene exactamente el mismo número de páginas, y cada uno de los textos está en su mayor parte en la misma página que en la edición original. Personalmente, incluso me permití el manierismo de reproducir algunos fallos, pequeños errores de maquetación que había en el original, y que yo reproduje tal cual en nuestra edición como un pequeño homenaje.

¿La maquetación del libro te permitió entender mejor la novela? ¿Cuál sería tu opinión, digamos crítica, sobre la relevancia de La casa de hojas en este cambio de siglo?

La maquetación del libro no me permitió entenderlo mejor. Entendí mejor el libro cuando lo leí como simple lector y no tenía que estar atento a cuestiones que competían fundamentalmente a mi trabajo técnico. ¿Cuál es la relevancia de esta obra en el contexto, digamos, de la literatura experimental? Yo creo que es una obra muy relevante en tanto que logró llegar a un gran público, algo que no es nada usual en este tipo de propuestas. Obviamente, hay otros autores que han jugado con el diseño gráfico y la puesta en página en sus novelas, no solo en la tradición clásica, la literatura barroca y esas cosas, sino en la literatura norteamericana contemporánea, por ejemplo, con autores como Raymond Federman, que para entonces ya habían puesto en práctica estrategias similares: las que vienen del caligrama, por decirlo de alguna manera. Sucede que, muchas veces, la literatura con un componente experimental tan fuerte de puesta en página corre el riesgo de resultar muy intelectual, muy para sus lectores, y se aleja de conceptos como diversión y entretenimiento. En cambio, La casa de hojas, aparte de tener igualmente un componente intelectual muy intenso, juega también con el mundo de novelas de terror, hay una trama con un personaje bastante macarra que resulta muy divertida.

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Esos argumentos se podrían aplicar a las dos grandes novelas de Roberto Bolaño, que son de hecho contemporáneas del proyecto de Danielewski, donde además encontramos chistes gráficos (Los detectives salvajes) y un trabajo fuerte con la lista experimental («La parte de los crímenes» de 2666): por un lado, es literatura experimental muy exigente y, por otro lado, historias entretenidas y con mucho humor. ¿Cómo es tu relación con la obra de Roberto Bolaño? ¿También lo consideras un autor de referencia como Danielewski?

Bueno, a Danielewski yo no lo considero tanto como un autor de referencia, lo considero un autor de referencia dentro del contexto sobre el que tú me has preguntado. Para mí no ha sido tan importante. A Roberto Bolaño sí que lo he leído mucho más, seguro que me ha influido más. ¿Cuál es mi relación con él? Pues la que tiene un lector con un autor que le gusta. Durante un tiempo leí muchos de sus libros una y otra vez, ahora ya no lo hago tanto. Pero es la relación de un fan, digamos. Sobre todo he leído y releído Los detectives salvajes, Estrella distante y Nocturno de Chile.

¿Y por qué dices que crees que te ha influido?

Me ha influido como lector porque lo he leído mucho. En verano casi siempre puedo permitirme trabajar poco, o por lo menos eso es lo que intento, y eso me permite manejar mis lecturas, algo que con el trabajo que tengo como profesor y traductor no siempre es posible porque tengo que leer muchas cosas que tienen que ver con mi trabajo. En verano trato de que esto no sea así, casi siempre lo consigo y leo al azar, ni me lo propongo, me voy dejando llevar y muchos veranos caía de nuevo en Roberto Bolaño. En ese sentido diría que me ha atrapado como lector, pero sin mucho sistema. Este verano he estado leyendo a Carver, no lo tenía previsto en absoluto y fue así. En cualquier caso, si me ha influido Bolaño o no, yo no soy quién para decirlo, ojalá fuese verdad, pero lo que más me interesa de Bolaño es algo que yo considero irreproducible. Hay autores que te gustan mucho durante un tiempo y de los que sí que eres capaz de rastrear una serie de recursos que puedes utilizar luego en beneficio propio, puedes robarles, tratar de ponerlos en juego. En el caso de Bolaño, las cosas que me atrapan no soy capaz de implementarlas, de ponerlas en práctica yo.

¿Y cuáles serían?

No sé, es muy difícil de definir. El manejo que tiene de la poesía en una prosa que parece desprovista de poesía, un ritmo interno, un juego con lo inconcreto, con lo abstracto, en personajes que, en cambio, son muy concretos y muy palpables. Lo he intentado, he leído y releído un mismo párrafo para ver dónde estaba el truco y no lo he encontrado. Si hubiese sabido cómo hacerlo, obviamente lo hubiese intentado desvalijar, pero no le he encontrado el punto débil por donde entrar.

También tienes relación directa con otras dos grandes novelas contemporáneas, que son Zona y Brújula, de Mathias Enard, como traductor. ¿Cuál fue la relación con esos dos textos, al tener que entenderlos profundamente para poder verterlos en español?

 

Bueno, de inmersión. Normalmente, cuando traduces un libro lo que haces es sumergirte en el mundo que propone. Este trabajo es más intenso en unas ocasiones que en otras, por razones obvias. Una de ellas, evidente, es la extensión, si el libro es cortito, esta inmersión dura poco y puede exigirte menos, aunque no siempre es así. Otra razón es sin duda la dificultad. En el caso de Zona y de Brújula, son libros largos y son libros difíciles de traducir porque utilizan muchos registros narrativos, porque hay una constante infección de la prosa por elementos de la historia que no tienes que conocer en profundidad pero sí manejar, y eso te lleva a abrir líneas nuevas de búsqueda de información que no tiene que ver directamente con el texto que estás traduciendo, pero sí con su sustrato, y eso te obliga a sumergirte. Por otra parte, lo que puede parecer más complejo de la prosa de Mathias, que es ese ritmo, ese largo aliento, ese delicioso coqueteo con lo barroco en algunas ocasiones, a mí no me resulta lo más complejo, me siento muy cómodo en ese registro. No me resulta sencillo, pero me siento cómodo y me lo paso bien tratando de encarnar esa prosa.

¿Cuándo nació tu relación con la lengua francesa?

Con un Erasmus. Yo estaba estudiando en la Universidad de Castellón, siempre había estudiado inglés, no sabía nada de francés, y por culpa de Ejercicios de estilo de Queneau decidí aprender francés y pedí un Erasmus a alguna universidad francesa, cuando en realidad mi facultad no ofrecía Erasmus a ninguna universidad francesa. Así que no me dieron la beca. Me ofrecieron otros sitios y dije que no, que me esperaría al año siguiente a ver si había plaza en alguna universidad francesa, algo que ahora me parece desprovisto del menor sentido, porque ahora pienso que lo suyo hubiese sido irse enseguida a cualquier parte. Entonces lo hice así y el año siguiente sí pude ir a Toulouse y aprender francés. Lo hice sobre todo hablando con gente, con amigos, porque como me tuve que esperar un año para conseguir el Erasmus, la carrera ya la había acabado, menos una asignatura que me dejé expresamente para seguir siendo alumno universitario y justificar la beca, de modo que no tenía un currículum que cumplir. A la universidad iba muy poco, de vez en cuando a un par de las asignaturas en que estaba matriculado y a la filmoteca. Pero hablaba con los colegas y fui aprendiendo a chapurrear francés. A partir de entonces empecé a viajar regularmente todos los veranos a París a visitar a amigos que había conocido entonces. De Toulouse me vine a Barcelona. Un amigo mío, Emilio Belmonte, poeta, se fue a París, y yo empecé a visitarle regularmente. Así mantuve el contacto con el francés, luego el resto lo aprendí con libros y diccionarios y ya está.

En esos meses en Toulouse es cuando escribes Otro, que se puede considerar tu primera novela. ¿Cómo fue el proceso de escritura de Otro y por qué decidiste darle esa dimensión tan gráfica y tan conceptual?

El proceso de escritura se lo debo fundamentalmente a Emilio. Era mi vecino en la residencia de estudiantes donde estábamos, era poeta y yo le decía que quería ser escritor. Entonces él empezó a obligarme a escribir, puesto que no íbamos prácticamente a la universidad ninguno de los dos. Él me decía siempre: «Si quieres escribir, escribe, no necesitas tanto discurso ni tantas ideas, sino ponerte a escribir; por la noche te sientas y escribes, por la mañana lo pasas a limpio, por la noche escribes y por la mañana lo pasas a limpio: eso es escribir». Fue él quien me abrió esa puerta, la escritura como un trabajo diario. ¿Por qué el componente visual de la novela? Pues eso no lo sé. Tal y como yo lo recuerdo, esa novela la inventé así de entrada. Seguramente porque estaba fascinado por la poesía visual, y quería hacer algo parecido en prosa. No había leído a Danielewski, por ejemplo. Luego, más tarde, estudié un doctorado en la Pompeu Fabra e hice una tesina, no una tesis, no soy doctor, porque estas cosas ahora hay que aclararlas [risas], pero sí una tesina de doctorado, y fue precisamente sobre Joan Brossa y su poesía visual y objetual.

En aquella época leías también a Juan Goytisolo.

A Juan Goytisolo, en Otro, le copié varios recursos sin más, sobre todo de su novela Makbara, que tenía un alto componente experimental a través de la representación de una voz muy subjetiva con signos de puntuación utilizados de una forma que no es la común. Ese es un clásico de la experimentación, Goytisolo lo hace ahí y en otros lugares, y yo se lo copié sin ningún tapujo. Por aquella época, efectivamente, Juan Goytisolo me interesaba mucho, ahora también, pero son otras cosas.

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Juan Goytisolo escribió sobre tu obra y te seleccionó como uno de los escritores españoles que más le interesaban. ¿Cómo fue tu relación con él? ¿Os escribisteis cartas? ¿Os conocisteis?

No, no tuve mayor relación con él. Nos saludamos en un par de ocasiones, yo le enviaba mis libros desde el principio, mucho antes de que él se interesase por alguno de ellos. A él y a Julián Ríos. A partir de ahí manteníamos una discreta correspondencia, pero muy formal. Luego le vi un par de veces y nos saludamos cortésmente, poco más. Una vez me invitó a París. Él y Julián Ríos eran los que armaban el programa, me invitó el Cervantes, pero fue a través de ellos. Entonces estuvimos un rato juntos, pero la mía con él fue siempre una relación, digamos, de admiración al maestro.

Antes de Toulouse, de Francia, ya habías estado implicado en varios proyectos de fanzine, algunos de ellos con intención política. Y después de Francia, cuando te mudas a Barcelona, acabas trabajando en la revista Lateral. ¿Hasta qué punto crees que tanto tu experiencia fanzinera como tu experiencia como periodista cultural han nutrido tu mundo literario?

Creo que bastante. El tema de los fanzines es una forma fácil de empezar a escribir. Yo tuve un fanzine en el pueblo donde crecí, en Almassora, que era estrictamente político y estrictamente local, era un fanzine escrito contra la gente del Ayuntamiento, contra la gente que mandaba. Hacíamos caricaturas, escribíamos relatos satíricos sobre ellos, también artículos políticos que entonces nos parecían de altos vuelos y ahora recuerdo con una sonrisa, por su ingenuidad. Pero esa intención inicial, la caricatura, la política, la parodia, está presente en varios de mis libros. Pienso en la novela El Dorado, pienso en el libro La realidad. Crónicas canallas, pienso en mi última novela, Nadia, que tiene una intención política agresiva que cuadra con aquel espíritu fanzinero. Lateral fue muchísimo más importante para mí porque fue el segundo lugar donde decidí tomarme en serio eso de escribir. El primero fue Toulouse, con Emilio. Y el segundo fue Lateral. Yo llegué allí siendo un jovencito, entré en la redacción y traté de quedarme haciendo lo que hiciese falta en cada momento. Empecé como una especie de secretario informal y después empecé a publicar, trabajé como redactor, etcétera. Aquello me permitió vivir con la gente que trabajaba allí entonces, como por ejemplo Juan Gabriel Vásquez o Leonardo Valencia, con los que fueron llegando luego, como Jaime Rodríguez Z. o Gabriela Wiener, con la gente que formaba parte del consejo de redacción, como Juan Trejo o Mathias Enard, y los colaboradores que iban y venían continuamente: gente que se lo estaba tomando en serio, que quería escribir y estaba escribiendo, gente que estaba partiéndose la cara por hacer lo que quería hacer, y que yo también quería hacer. Estar acompañado con ese tipo de gente me ayudó mucho.

Si tuvieras que quedarte con una lección del director de Lateral y amigo tuyo, Mihály Dés, ¿cuál sería?

Mihály me enseñó a leer, nada menos. Me enseñó a editar textos, que es una forma muy concreta de leer. Me enseñó a leerlos desde algunos puntos de vista que yo nunca me había planteado, ni por mi cuenta ni en la universidad, y a no tener miedo de asumir una posición frente a ellos que no solo tenía que ver con la afinidad o con mis gustos previos. Me enseñó a leer con espíritu crítico, no solo en un sentido político o ideológico; cómo buscar dónde podían estar las cosas interesantes y dónde no. Es difícil explicar eso. También me enseñó a confiar en mí. De hecho, él confió en mí en un momento en que era un poco descabellado hacerlo. Por ejemplo, cuando me hizo jefe de redacción. También está claro que en parte confió en mí porque allí no teníamos un duro, estábamos los que estábamos y había que sacar aquello adelante. También me sirvió para darle forma a la pequeña coraza que necesitas para manejarte con esa idea tan absolutamente peregrina de decirte escritor. Es una cosa con la que tienes que aprender a manejarte. Supongo que lo más importante que hizo por mí fue contagiarme una pasión absoluta por lo que estábamos haciendo entonces y una gran exigencia. Yo pasión traía bastante de serie porque era un chaval. Pero él me mostró un tipo de pasión, digamos, adulta que nunca le agradeceré lo suficiente. Gracias a Mihály, Lateral fue una revista, pero, de puertas adentro, también una comunidad de vida muy intensa. Mihály fue mi maestro.

En Lateral publicaste relatos que después se incluyeron en el libro Proust Fiction. El relato principal de ese libro, una novela corta prácticamente, que juega con Pulp Fiction de Tarantino a partir de Proust, tiene como protagonista a un pariente de Marinetti. Todo muy loco. ¿Tuvo algún tipo de influencia la psicodelia?

¿La psicodelia?

Es decir, el consumo de drogas.

No, qué va, en Proust Fiction no.

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Hay ahí un espíritu vanguardista claro, aunque tiene que ver con lo que comentábamos acerca de la poesía visual, Juan Goytisolo y la política. Para ti la vanguardia clásica de los años veinte y treinta, que has recuperado a través de los postsituacionistas en Nadia, ¿es fundamental en tu trabajo? ¿Intentas mantener vivo ese espíritu que unió arte y política, tanto en las vanguardias históricas como en la Internacional Situacionista?

Pregunta complicada. Voy a intentar ir por partes. Yo no quiero mantener nada vivo porque no creo que esas cosas necesiten de alguien como yo para estar vivas o muertas. Sí que me parece que, a nivel estético en un sentido amplio, lo queramos o no, somos hijos, nietos o lo que nos toque de las vanguardias. Las vanguardias están en nuestro ADN y nos han enseñado a pensar el mundo y a expresarlo. Otra cosa es que haya unos escritores que les den mayor o menor importancia, por supuesto, cada cual se maneja como quiere o como puede. Pero me parece que en la forma en que funciona nuestro cerebro como artistas occidentales somos hijos de las vanguardias, otra cosa es que te interesen más o menos, claro. Sí que es verdad que en mis libros he utilizado algunos de esos recursos. Algunas de las respuestas que dieron los artistas de la vanguardia a las preguntas que les planteaba su tiempo, hoy, a mí, me siguen pareciendo interesantes y posibles, y algunas de las preguntas que yo trato de trabajar en mis libros se pueden leer acercándose a aquellas vanguardias. Por ejemplo, en mi última novela, Nadia, trabajo con el tiempo de una forma que, a pesar de que la novela es absolutamente realista, no permite una lectura realista. No es una cosa demasiado compleja. La historia se lee como la novela de aventuras que es. Pero en ese manejo dislocado del tiempo, que es como una fractura del elemento racional, sí hay un poso de las vanguardias. Acerca de la segunda parte de tu pregunta, la conexión de la vanguardia con la política a través del situacionismo y el postsituacionismo es importantísima en Nadia. Hay algo de ello en El Dorado, mucho más difuminado, como un aroma, digamos, pero en Nadia la posvanguardia que comentas es una de las dos líneas fundamentales. Porque hablo de grupos que practican la acción directa en la calle a través del uso de la ironía, es decir, no con tácticas de guerrilla clásica, en las que por otra parte siempre pierdes, sino con estrategias de guerrilla irónica, de juego con el lenguaje, de juego con las expectativas del adversario. Hay una amplísima tradición en la segunda mitad del siglo XX en Europa de movimientos contestatarios y de activismo en la calle que manejan estos códigos de la ironía, gente que dice sí para gritar no, y yo algunos de estos grupos los manejo en mi novela.

¿Por ejemplo?

Por ejemplo, El Comité de Medidas Insólitas de Kreuzberg. O La Fiambrera Obrera, en diferentes lugares de España, como Sevilla o Valencia. O Karen Eliot, un nombre inventado que encarna una identidad múltiple al que acuden muchos artistas. Uno de los propósitos generales de muchos de estos movimientos es diluir la identidad del actor para crear una identidad más potente formada por muchos individuos sin nombre; más potente y más esquiva, más efectiva en términos de lucha. Es algo que hoy entendemos mejor a través de Anonymous, porque además de en la calle está constantemente en el telediario. Otro ejemplo popular es el de ciertos hackers que trabajan desde la red por la defensa de los derechos fundamentales del ciudadano, no ya del internauta, sino del ciudadano. En mi novela no hay hackers, pero han existido y existen muchos movimientos con filosofías próximas, y eso es en lo que me he fijado para escribir la novela. La identidad múltiple como un lugar desde el que luchar y entender el mundo. Nadia, la protagonista de mi novela, está en contacto con algunos de esos grupos.

El Dorado es tu novela más política, con una fuerte crítica a Marina D’Or y a la Valencia del Partido Popular durante la visita del papa, y Nadia también tiene una carga política con una visión más europea. El Dorado es más local, aunque invoque el modelo de Hunter S. Thompson, que es un modelo universal norteamericano, y Nadia, en cambio, tiene modelos más europeos. Pero me ha llamado la atención que sea la primera vez que hay en tu obra una protagonista mujer. ¿Crees que el espíritu de la época trabaja en nosotros más de lo que pensamos, si tenemos en cuenta que tu primer gran personaje femenino ha llegado precisamente en 2018?

No sabría qué decirte. La novela empecé a escribirla hace como cinco años y el personaje de Nadia, que primero se llamaba Europa, fue siempre ese. No sé muy bien cómo llegué a que fuese una mujer. Igual tienes razón, no sé, no sabría decírtelo, yo nunca me lo planteé así. Karen Eliot, una de estas identidades múltiples, es también un nombre de mujer, pero sirve de contenedor para un montón de sujetos más allá de sus géneros.

En El Dorado inventaste o acabaste de configurar un concepto muy atractivo, que es el del «periodismo punk», que tenía que ver con esta intervención desde la literatura hacia lo real. ¿Cómo es tu lectura de esa novela ahora que han pasado diez años de su publicación? ¿Te has planteado seguir trabajando en esa dirección?

No he vuelto a leer la novela, pero estoy contento con ella, me gustó escribirla, hice más o menos lo que quería y estoy satisfecho con ella. En cuanto a haberme inventado el periodismo punk, me gustaría dejar claro que eso es un poco una broma que se plantea en la novela, nunca he pretendido llevar eso muy en serio ni haber inventado nada, es un recurso narrativo. Es cierto que, en la novela, el personaje se inventa el periodismo punk y lo practica. Pero, salvo un par de diferencias de las que se habla en el libro, el periodismo punk es algo muy parecido al gonzo de Hunter S. Thompson. El periodismo punk sería un hijastro del periodismo gonzo. Muchas veces he pensado en volver a hacer aquello, pero siempre he decidido que no. En términos pragmáticos tal vez debería haberlo hecho, porque fue la que mejor funcionó, pero me gusta, por lo menos intentar, que cada nueva novela sea muy distinta de las anteriores. Tal como yo lo veo, de momento sí que es así, tengo cinco novelas que son bastante distintas. Me siento más cómodo en ese territorio de momento. Ahora bien, nunca digas nunca jamás.

Almassora está muy cerca de Marina D’Or, que sigue abierto, funcionando. Toda la región está llena de rotondas hechas por Ripollés, y Pablo Casado ha dicho que el PP tiene que estar muy orgulloso de la herencia que ha dejado en Valencia. ¿Tú cómo evalúas esa herencia?

Bueno, la herencia de los años sin fin que estuvo gobernando el PP en Valencia, además a todos los niveles, en todas las instituciones, en casi todos los Ayuntamientos, es nefasta para el territorio porque ha normalizado la corrupción política y el clientelismo, y eso es bastante grave. Donde hay políticos hay corrupción y clientelismo, a eso se dedican muchos de ellos y es bastante inevitable. Pero normalizarlo, que es lo que nos sucedió a nosotros, es muy grave. Además, esa normalización ha sido como una punta de lanza que, a partir de ahí, donde se llevó a las mayores cotas de perfección, se ha exportado con gran éxito al resto de España: el trabajo, digamos, a la valenciana, con la corrupción.

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Coincides en aspectos estéticos y políticos con el escritor Óscar Gual, con quien escribiste un libro a cuatro manos, El corazón de Julia. Los dos sois de Almassora, en Castellón, los dos trabajáis en el territorio de la novela irónica… ¿Desde cuándo os conocéis y cómo ha sido verlo convertirse en escritor?

Conozco a Óscar desde que teníamos un año o un año y medio, no sé, lo conozco de siempre. Hemos estado siempre juntos hasta que yo me vine a Barcelona, o sea que la contaminación de temas y de formas de afrontar el mundo es absolutamente natural, simplemente las hemos ido pariendo juntos. Estuvimos mucho tiempo juntos escuchando música parecida, él era heavy y yo punki, pero íbamos juntos a los conciertos, a los suyos y a los míos, burlándonos cada uno del otro. Vimos miles de películas juntos, y luego leímos juntos muchos libros. En nuestra etapa de formación, nuestra juventud, todo ese sustrato fue común, absolutamente común e indistinguible, digamos…

Pero tú estudiaste letras y él Informática. Ahí hay una divergencia fuerte.

Sí, pero eso no cuenta tanto. En el instituto, los dos íbamos al bachillerato de ciencias, dábamos física, química y biología, no literatura. Yo luego me cambié a las letras, después del instituto, y él se hizo ingeniero informático. Pero, bueno, la formación en muchos otros aspectos es común. La única diferencia es que yo llegué un par de libros antes que él a esto de publicar, Otro y Proust Fiction. Pero cuando saqué yo El Dorado, él sacó Cut and roll. Yo llevaba ocho años viviendo en Barcelona, donde es más sencillo intentar manejarte con estas cuestiones de los editores, además estaba metido en el mundillo como periodista cultural. Eso me permitió presentarle a un editor, Sergio Gaspar, editor de DVD. Sergio había rechazado mi manuscrito de Proust Fiction, y aceptó el de Óscar. O sea, que yo me limité a hacer las presentaciones.

¿Cómo conociste a Curtis Garland?

Lo conocí gracias a Laura Fernández, que acababa de publicar un artículo en el suplemento Tendències de El Mundo. Lo vi y la llamé para que me pasase el contacto porque quería hablar con él. Así fue como quedamos por primera vez, así conocí al escritor en persona. Pero su obra ya la conocía hacía un rato, tampoco mucho. Me encontré sus libritos por ahí, empecé a leer novelitas de estas que se llamaban de kiosco, novelas que en los setenta la gente se intercambiaba y tenían una gran circulación, era una literatura muy popular. Yo llegué a ella a través del Mercat de Sant Antoni, cerca de mi casa de entonces. Pasé un tiempo fascinado por esas novelitas y decidí hacer una novela con ellas, no sabía muy bien cómo, pero con ellas. Así nació el primer chispazo de Asesino cósmico. Empecé leyendo las de ciencia ficción y me encariñé con un autor que se llamaba Curtis Garland. Por eso, cuando vi el artículo en el que Laura hablaba con Curtis Garland me lancé enseguida a conocerlo, porque yo ya había decidido escribir una novela, no sabía muy bien cómo, pero sí que alrededor de ese mundo, y especialmente del de Curtis Garland, que era el autor que más me había gustado. De hecho, mi novela se titula Asesino cósmico porque es el título de una novela de Curtis Garland que aparece en la mía, sobre la que se habla, cuya historia se cuenta, se parafrasea. Sabía que en algún momento tendría que ponerme en contacto con el tal Curtis Garland para pedirle permiso, pero era algo que no estaba en mi agenda de momento. Así que nuestro primer encuentro fue para pedirle permiso para usar su novela Asesino cósmico en la mía. Él me recibió muy bien, se puso muy contento de que estuviese leyéndolo, enfocó la relación de una forma muy humilde, lo cual me chocó bastante. Porque yo iba en plan visita al maestro total, y él, para mi sorpresa, se mostró muy agradecido de que un autor joven le prestase atención. Nos hicimos amigos y seguimos viéndonos a menudo. Fue entonces cuando se me ocurrió la idea de que uno de los capítulos de la novela lo escribiese él a partir de un guion que yo le pasé para que cuadrase con el resto. Fue una maravilla, porque además se podía leer como un pequeño relato casi independiente. Antes que yo, había llegado a su entorno Gabriel Bravo, editor de Morsa, y Javier Pérez Andújar. Gabriel había publicado un libro de memorias de Curtis Garland que quizá fuese la pista que me llevó a mí al mundo de Curtis Garland, ya no lo acuerdo muy bien, pero ahora que hago memoria creo que sí. Pérez Andújar le había ayudado en el proyecto y había escrito el prólogo. Se titula Yo, Curtis Garland, un libro de memorias precioso. Desde entonces, ellos se veían un viernes al mes en un bar del Paralelo y charlaban. Charlaban de cine, de fútbol, de la vida y a veces también de literatura, aunque la literatura, pese a lo que pueda parecer con tanto letrado, no era el tema central ni muchísimo menos. Se veían periódicamente y yo tuve la suerte de que me aceptasen en el grupo. Pasamos así, con esas reuniones periódicas, unos cuantos años. Siempre nos veíamos en el Paralelo porque Juan Gallardo, que era el nombre real de Curtis Garland, vivía allí. Yo también, en la calle de al lado de la suya. Quedábamos en un bar cercano y nos tomábamos unas cervezas.

Ese procedimiento de invitar al autor al que homenajeas a participar en el propio artefacto que estás construyendo es muy tarantiniano. Tarantino acabó incluyendo en sus películas a músicos, actores y diversos creativos a los que admiraba de su época del trabajo en el videoclub, los integró en el texto y en la gramática de sus propias películas. ¿Cómo es tu relación con la obra de Tarantino? Tanto en Proust Fiction como en Asesino cósmico yo creo que estás en su misma frecuencia…

He visto sus películas, pero supongo que como muchos aficionados al cine. No sé si hay una influencia muy directa. Proust Fiction es un libro que tiene mucha relación con Tarantino, obviamente, fundamentalmente por el título y porque en el relato que lleva ese nombre aparece la película Pulp Fiction. Desde el principio me hizo mucha gracia el uso que hacía de la tradición, porque es un autor que crea su propio lenguaje, y en ese sentido es innovador, pero es a su vez un autor muy clásico. Eso me gustó desde el principio: su forma de arrodillarse ante los clásicos que le interesan, de rendirles pleitesía, y a la vez de subvertirlos. El hecho de que hiciese ambas cosas con tanta naturalidad, supongo que eso es lo que me acercó a él. No había pensado, en cambio, en esa dimensión, digamos, tarantiniana que señalas en Asesino cósmico, pero, bueno, supongo que el propio proyecto tiene una lectura desde esa óptica, por el tema pulp. Las novelitas de Curtis Garland son el pulp español, y Tarantino parte del pulp norteamericano. En Asesino cósmico yo manejo muchos de los referentes de este tipo de literatura popular, que comprende la ciencia ficción, el wéstern, las novelas de detectives y las novelas de terror. Son gustos que, así visto desde fuera, supongo que comparto con Tarantino. Pero, vaya, así como en Proust Fiction sí que hay un juego explícito con Tarantino, en Asesino cósmico no, ni siquiera si pones el disco al revés…

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Ese procedimiento también es muy borgiano y muy cervantino. Tanto Cervantes como Borges también trabajaban con géneros populares de sus épocas y los versionaban, mezclaban… En Y el cielo era una bestia, le das una vuelta de tuerca a eso que has hecho anteriormente con Marinetti, con Tarantino o con Hunter S. Thompson y de pronto construyes una ficción ambientada en un balneario de alta montaña que recuerda a Thomas Mann (La montaña mágica) y que contiene páginas de juego con Echegaray y de homenaje a Galdós. ¿Cuál es tu forma de entender el realismo y por qué reivindicas la obra de Galdós?

Bueno, yo no creo que Galdós necesite que alguien como yo lo reivindique. A mí me gusta Galdós, sin más. Me interesa su forma de trabajar el realismo, no tengo ningún problema en admitir eso. El realismo puede ser riquísimo o puede ser muy pacato, y el de Galdós me gusta. Me gusta, por ejemplo, su sentido del humor. Está claro que hay que pasar por muchas otras capas para llegar a él, y no es muy exagerado, pero ahí está. A Echegaray, por otro lado, llegué por una broma, por un chiste. Una noche, hace muchísimos años, estábamos en una de estas reuniones de escritores, no recuerdo exactamente dónde, en algún festival por España. Después de participar en los actos de rigor, y como también es de ley, salimos a emborracharnos. Y, no sé cómo, salió en la conversación Echegaray: «El primer Nobel de la literatura española», dijo alguien. ¿Tú lo has leído? No. ¿Tú lo has leído? No. No lo había leído nadie, a nuestro flamante primer Nobel. Entonces hicimos una conjura, la Conjura Echegaray, la llamamos. Fue así que los allí presentes firmamos un posavasos o algo así, comprometiéndonos a reivindicar en alguno de nuestros libros la obra de Echegaray ¡sin leerla! Ese era el plan. Una idiotez como otra cualquiera, cosa de borrachos. La aparición de Echegaray en Y el cielo era una bestia responde a aquella apuesta. Yo transgredí un poco el contrato, porque algo sí que leí, para saber lo que tenía entre manos; no mucho, la verdad, y no me gustó nada lo que leí. Pero lo utilicé. Lo que sí le agradezco a Echegaray es haberme llevado a Galdós, a quien no había leído. Era casi su contemporáneo, me lo encontré una y otra vez, leyendo sobre la vida de Echegaray, acabé por verlo como el escritor bueno al que no le dieron el Nobel. Otra idiotez, a fin de cuentas, el Premio Nobel es un concurso en el que gana alguien y ya está, lo que pasa es que nos han enseñado a mostrarle un respeto absurdo.

Háblame un poco el proceso de la creación de Y el cielo era una bestia, que creo que se parece al que has seguido en otras novelas. ¿Cómo concibes los personajes? ¿Cómo creas la estructura? ¿Cuál es la cocina de una novela tuya?

La cocina de una novela mía no siempre es igual. Sí que es cierto que la cocina de esta novela, Y el cielo era una bestia, tiene algunos elementos en común con la cocina de Nadia. No lo sabía, lo he descubierto recientemente, yo creo que los escritores tardamos en descubrir cómo escribimos. En algún momento nos parecen obvio, pero creo que no siempre lo hemos tenido tan claro. Por lo menos, es mi caso. En cierto momento, no sé cuándo, me di cuenta de que una de las cosas que me interesan a mí para hacer una novela era tener un tema que me interese mucho, tener otro tema que me interese mucho, estar seguro de que esos dos temas no tienen la menor posibilidad de relación entre ellos, y armar por último, alrededor de uno y del otro, una misma novela que, de algún modo, ejerce de argamasa para compactar el texto, un dispositivo que hace que aquellos elementos que no tienen puntos en común coexistan con cierta naturalidad.

¿Y cuáles son los dos temas de Y el cielo…?

Por una parte, la criptozoología, que es un tema por el que en cierto momento me interesé y sobre el que empecé a leer. La criptozoología como ciencia o pseudociencia que estudia los animales que no se sabe si existen, el monstruo del lago Ness y ese tipo de bichos medio míticos. Son seres que existen en la mente de algunas personas, de algunas regiones, en los relatos populares, en la artesanía popular de ciertos sitios, pero que la ciencia no admite en su corpus, con buen criterio, por otro lado, porque es que no hay nada tangible. Por otra parte, en Y el cielo era una bestia estaba la cuestión del santo medieval san Columba de Iona, también llamado Columbkill. En realidad llegué a Columbkill a partir del monstruo del lago Ness, porque el primer texto, o uno de los primeros textos, donde se hace alusión a aquello que podría ser luego el monstruo del lago Ness es un texto del siglo VI o VII después de Cristo escrito por san Columba de Iona, también llamado Columbkill, así que un punto en común sí que había, lo que pasa es que luego yo ahí no me intereso tanto por este pequeño episodio como por la vida del santo y por la tradición que nace a su alrededor. Los dos elementos serían, por tanto, los santos medievales de este paleocristianismo y la criptozoología como una pseudociencia del siglo XX. Luego en esa novela aún hay otros, como el mundo de los timadores, la estampita, el tocomocho, esas cosas. La mezcla parte un poco de aquella idea de Lautréamont, que señala la belleza en el encuentro casual entre un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disecciones. Para mí, la novela es esa mesa de disección que hace posible el encuentro. Con Nadia he hecho lo mismo. En Nadia está el mundo de los anatomistas y criminólogos del siglo XIX, la medicina forense, las mediciones del cuerpo buscando respuestas para el alma. Me fascinan esos momentos precientíficos de las ciencias, cuando están todavía en una fase tentativa y todavía no han asentado su independencia, a través de un lenguaje propio e impermeable que expulsa a los lectores curiosos. De hecho, supongo que eso mismo me interesó de la criptozoología. El segundo elemento en Nadia, la máquina de coser, digamos, es la tradición de los grupos de acción directa que podríamos llamar postsituacionistas, que trabajan con la ironía. Estos dos mundos, el forense y el activista, se mezclan en la novela. Me doy cuenta ahora de que para mí la escritura de una novela es como un intento de resolución de un acertijo. O, al menos, de que eso está en el corazón de mis libros.

Robert Juan Cantavella para JD 6

Desde El Dorado, todas tus novelas han sido parcialmente escritas en Berlín y en Barcelona. ¿Cómo ves esas dos ciudades en el contexto de la Europa de hoy? ¿Te gusta vivir en Barcelona? ¿Por qué sigues yendo a Berlín cada año a trabajar?

A mí no me gusta viajar. Después de Toulouse, como antes te contaba, me vine a Barcelona. Ahí todavía no sabía que no me gustaba viajar, de hecho, tenía previsto pasar un rato en Barcelona y luego irme a otro sitio. Lo que pensaba era que me gustaba viajar. Pero lo que hice en realidad fue visitar París, a ver a Emilio y compañía en Belleville, y luego volver, y luego volver, todos los años, siempre a Belleville. Como no teníamos ni un céntimo, lo que hacíamos era pasear por el barrio, comprar cervezas y bebérnoslas en casa, charlar, ver pelis, pasear otra vez…

Y has acabado traduciendo la novela…

Y he acabado traduciendo una novela que sucede en Belleville, de Daniel Pennac, es verdad, El caso Malaussène, que ha aparecido recientemente. Es una novela que sucede parcialmente en ese barrio parisino, pero que sobre todo forma parte de una saga novelesca arraigada de forma radical en el barrio de Belleville. Pues eso, que lo que hacía era ir siempre a París, y siempre al mismo barrio. Al final, nunca descubría nada nuevo, y eso fue lo que más me acabó gustando de ir allí. En cierto momento, dejé de ir a París porque se volvió insostenible, mis amigos empezaron a tener una vida más o menos seria que ya no permitía intromisiones como la mía, que consistía en llegar y pasar todo el tiempo juntos. París es una ciudad carísima, si no me daban una cama, era difícil mantener las visitas. Lo hice durante un tiempo, hasta que, por casualidades de la vida, llegué a Berlín. Casualidades de la vida que se llaman Hanna Grzimek, una traductora del español al alemán que me escogió para una antología de autores de Barcelona. Nos llevó a Berlín a presentar el libro, me quedé en su casa, ella vivía en Kreuzberg, me enseñó el barrio y me enamoré de él. Y fue así como cambié París por Berlín. Lo que había estado haciendo durante muchos años en una ciudad comencé a hacerlo en la otra, y todavía lo sigo haciendo. Me voy un mes al año sin trabajo, sin traducciones, me llevo simplemente la novela en la que estoy metido. Es la única parte del año en que puedo dedicarme en exclusiva a mi novela. El resto del año voy a salto de mata. En Berlín tengo una serie de amigos con los que trato a diario, siempre en las mismas cuatro calles, de nuevo sin descubrir nada nuevo. Aterrizo, voy a buscar a Pozo, un amigo cubano que es pintor, y ya. Durante muchos años ni siquiera anunciaba mi visita. Me plantaba en su casa y llamaba al timbre. Pozo tiene hasta una bici para mí que se llama Roberta. Cuando llegué era un barrio muy barato y estaba lleno de artistillas. Es un lugar donde es más fácil exponer, si eres pintor, o tocar en un bar, si eres músico, y eso atrae a mucha gente que, en Barcelona, por ejemplo, no tiene salida porque todo es muy institucional. Eso crea una cierta efervescencia constante. Ahora, también es cierto, la ciudad y el barrio se han gentrificado bastante, cada vez es todo más caro, cada vez es más modernillo, han llegados los males que aquejan hace mucho a Barcelona, como la uniformización. No es la ciudad punki que era antes, es una ciudad mucho más hipster, pero, bueno, yo ya tengo una serie de hábitos ahí creados y me sigue resultando muy cómodo. Además, desconecto de Barcelona, que me viene muy bien, y me centro solo en la novela, que es a lo que voy. A eso y a los bares.

En tu caso la llamada crisis de los cuarenta coincidió, por un lado, con la paternidad y, por el otro, con la lectura de un diario de juventud de un viaje a Chiapas, que llevó a un texto que da nombre al libro La realidad. ¿Cómo te ha cambiado la vida creativa y profesional la paternidad y hasta qué punto esa revisión crítica de tu juventud punk ha tenido algún tipo de repercusión o de efecto posterior? ¿Qué queda del viejo cantante punk del grupo The Vidre en el Robert de cuarenta y dos años en 2018, padre de una niña?

The Vidre es mi gran equivocación. Dejé la banda para venirme a Barcelona y ser escritor. Gran error. Nunca dejaré de arrepentirme. Aquello fue lo más divertido que he hecho nunca. Subir a un escenario a hacernos los chulos y armar ruido y que a la gente le pareciese bien. No éramos muy buenos, pero tampoco soy muy bueno escribiendo, seguro que algo hubiese salido. Y lo cambié por encerrarme durante años a escribir un libro. En fin… Si volviese a nacer, esa decisión la cambiaría. Lo de irme a Chiapas iba un poco por ahí, otra aventura irrepetible. Lo cuento en el libro. En este caso, si volviese a nacer con un poco más de sentido común, creo que no lo haría. Afortunadamente, entonces no lo tuve. Sobre la paternidad, a nivel creativo creo que no me ha cambiado, ha trastocado mis horarios, obviamente, ha invadido mi vida, obviamente, pero lo vivo la mar de feliz. Tengo una niña preciosa con la que me lo paso bomba. Es un pozo de amor que te da mucho más de lo que te quita. Porque es cierto que te quita mucho tiempo, eso está claro, ahora paso mucho tiempo en el parque, contándole cuentos, jugando a fútbol con un globo, pero lo que recibes a cambio es mucho más potente, te ayuda a sobrevivir y, por lo menos en mi caso, a relativizar las cosas. Antes les daba mucha importancia a cosas que ahora no me parece que tengan tanta. Escribir novelas es una de ellas. Ser padre no me impide escribir, sí que me cambia los horarios, sí que afecta a mi manejo del tiempo, me toca levantarme a las seis para tener dos horas antes de llevarla al cole. Pero eso es todo. Por ejemplo, mis visitas a Berlín, siendo padre, y gracias a Aina, mi esposa, puedo seguir haciéndolas, de hecho, jugamos a llamarla «la Beca Aina», a esta estancia. Cuando vuelvo de Berlín tengo que presentarle lo que he escrito para ver si hay renovación de la beca el año siguiente o no. De momento, siempre me la ha renovado, a pesar de que algún año no conseguí sacar nada en limpio, eso también es cierto. Por lo tanto, la paternidad no me ha cambiado mucho. Convertirte en un señor mayor, poco a poco, obviamente te va cambiando la vida, ya no eres el chaval que eras antes, a pesar de que te empeñes en pensar lo contrario; a pesar de que una de las armas del capitalismo moderno sea hacernos creer a todos, tengamos la edad que tengamos, que seguimos siendo jóvenes. Porque un joven siempre compra más que un viejo. Los cuarenta son los nuevos no sé qué, los cincuenta son los nuevos no sé cuántos, y ahí estamos todos atrapados. Antes, un señor de cuarenta y dos años tenía muy claro que era un señor mayor, no pensaba que era un jovencillo como muchos de nosotros seguimos pensando. Eso sí ha cambiado. Me parece ridículo tratar de seguir pensando que somos jóvenes cuando no es así, por más que nos los digan marcas e instituciones. No somos jóvenes, y, si nos ponemos según qué ropa, quedamos ridículos.

Robert Juan Cantavella para JD 7

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4 Comentarios

  1. Las fotos se dan un aire a Lost in Translation. Muy bonitas.

  2. Me gustaron mucho sus traducciones de Mathias Enard, que tiene un estilo no precisamente fácil.

  3. Este tipo no sabe lo que es la corrupcion mafiosa de verdad… Lo de Valencia es calderilla, finaciacion ilegal y miserias por el estilo…Que venga a Andalucia y le explicamos como ha gobernado el PSOE durante 37 años robando hasta los parados y sin hacer nada más que robar y seguir robando y saqueando con total impunidad por parte de la Justicia, controlada como un poderm ás del PSOE…El PSOE creó un red de corrupcion institucional que le ha permitido esquilmar y pisotear al pueblo andaluz durante 37 años, insisto. Al menos Valencia es un ciudad fantastica, con un monton de obra publica y una CIUDAD de las artes y las ciencias que ya las quiseramos los andaluces

  4. Un tipo simpático con el que me tomaría unas cañas.

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