Cine y TV

The Day After, una bomba atómica psicológica y su respuesta soviética

El día después (1983). Imagen: ABC Circle Films.

El 21 de noviembre de 1983, la revista Newsweek sacaba en portada una TV-Movie de la cadena estadounidense ABC. El titular decía «TV’s Nuclear Nightmare». Recogía el impacto que había tenido la emisión de la película The Day After sobre un ataque nuclear en Estados Unidos. Fue la película con más audiencia de la historia de la televisión, más de cien millones de personas la vieron en directo, y el semanario se preguntaba si la cadena había realizado un servicio público o emitido propaganda. ¿Cómo afectará a los niños? rezaba el subtitulo.

A un niño español que la vio por la tele a finales de los ochenta en España, como fue mi caso, le impactó bastante. No como para ponerse a llorar o no poder dormir, pero sí para quedarse de piedra y tomar conciencia de que una guerra nuclear, como se decía entonces, no la gana nadie. Sin embargo, la URSS desapareció, así como los regímenes comunistas europeos, llegó la globalización, la interconexión, etc… y nos olvidamos del riesgo de guerra nuclear.

Ese miedo había existido durante décadas. La información sobre Hiroshima y Nagasaki era suficiente para asustar a la población. Tal y como recoge el documental The Atomic Café en 1982, desde los cincuenta se filmaron numerosas películas y vídeos informativos para preparar a la gente para una conflagración de estas características y, al mismo tiempo, normalizar el riesgo. En los noticiarios sobre las pruebas nucleares se minimizaban los efectos, quienes advertían de que las consecuencias eran más graves, eran tachados de locos y borrachos, o de algo peor, de comunistas. En el mismo documental aparecía Lyndon B. Johnson diciendo sobre la bomba: «Hay que acostumbrarse a tenerla y vivir en un mundo donde el enemigo de la libertad también la tiene».

Durante los sesenta y setenta hubo un periodo de distensión, pero en el ocaso del gobierno de Brezhnev se recrudeció el enfrentamiento. En contra de esta dinámica, siempre hubo activismo en contra de las armas nucleares, pero más que sus manifestaciones, a principios de los ochenta unos artículos de la superestrella científica Carl Sagan tuvieron un gran impacto en la opinión pública. El divulgador advertía de que una guerra de estas características llevaría al invierno nuclear, que podría causar la extinción de la especie humana. Los obispos católicos y el resto de autoridades cristianas del país se posicionaron en contra de las políticas de Reagan de proliferación de armas nucleares. En 1982, las encuestas nacionales mostraban que ocho de cada diez personas estaba a favor de congelar la fabricación de este tipo de armas. En junio de ese año, cientos de miles de personas se manifestaron en Nueva York a favor del desarme.

La opinión pública no estaba dormida, pero el antes y el después se produjo un año más tarde. El 20 de noviembre de 1983, la cadena ABC emitió The Day After. Ya había habido películas de género postapocalíptico. La más famosa era El planeta de los simios, que acababa con una Estatua de la Libertad neoyorquina rota en la playa como vestigio inequívoco del fin de la civilización humana. Las grandes capitales habían protagonizado muchas películas de estas características, esa era la gracia que tenían, de hecho, pero The Day After transcurría en Lawrence, Kansas. Una localidad prototípica de los estadounidenses que Nixon bautizó como «mayoría silenciosa», aquellos que apoyaban a su país en la guerra de Vietnam por mucho dolor que causara.

La cadena anunció a bombo y platillo la emisión de la película con meses de anticipación. La expectación fue extraordinaria. El director, Nicholas Meyer, declaró públicamente que su película no tenía fines propagandísticos. La cadena tenía miedo a que se percibiera como una crítica a la política exterior estadounidense y los anunciantes la vetaran. La cinta se editó concienzudamente, se eliminaron escenas y diálogos para suprimir cualquier posible mensaje político que pudiera interpretarse. Sin embargo, años después, Meyer reconoció que aspiraba a desalojar a Ronald Reagan cuando afrontase la reelección.

Los cambios fueron sustanciales. Inicialmente, iba a ser una miniserie, como V, de la NBC, que había arrasado en mayo de ese año, pero se minimizó su impacto convirtiéndola en película. Como se temía que muchos anunciantes se podían echar atrás, de este modo se recortaron gastos. De hecho, aunque al final se vendieron todos los huecos disponibles para la publicidad, se hicieron a un precio menor del ofertado inicialmente.

En marzo del 83, Reagan había puesto en marcha la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI), conocida como Guerra de las Galaxias. Una política defensiva, pero de facto aceleraba la carrera armamentística. En estas circunstancias, el revuelo organizado por la película que se iba a emitir llamó la atención de la Casa Blanca. Everett Erlick, vicepresidente ejecutivo y asesor jurídico de ABC, se ofreció para hacer un pase privado en el despacho oval, pero James Baker, jefe de personal de la Casa Blanca, lo impidió. Tenía miedo de que si finalmente The Day After no se hubiese emitido por falta de anunciantes se pudiera decir o sospechar que había sido por un veto impuesto por el presidente. Sin embargo, fue el propio Reagan el que pidió verla después de leer en octubre su presentación en National Review. El lunes 10 de octubre, escribió en su diario:

Día de Colón. Por la mañana, en Camp D. Pongo la cinta de la película que va a  emitir ABC el 20 de noviembre. Se llama El día después. Va de cómo la guerra nuclear con Rusia arrasa Lawrence, Kansas. Tiene un fuerte presupuesto de siete millones. Es muy efectiva y me ha dejado totalmente deprimido. Todavía no han vendido los veinticinco anuncios que tenían programados y puedo ver por qué. Si servirá de ayuda al movimiento antinuclear o no, no lo sé. Mi propia reacción fue que tenemos que hacer todo lo que podamos para tener un elemento disuasivo y que nunca haya una guerra nuclear.

Días después, volvía a anotar.

Todavía estoy luchando contra la depresión que me causó El día después.

Y posteriormente

Todavía había algunas personas en el Pentágono que creían que una guerra nuclear era ganable. Pensé que estaban locos. Peor aún, parecía que también había generales soviéticos que pensaban en términos de ganar una guerra nuclear.

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Imagen promocional de El día después (1983). Imagen: ABC Circle Films.

Sus biógrafos dijeron después que la imagen que más le impactó fue la de Jason Robards caminando por las cenizas de su casa. Se ha dicho que quedó tan conmocionado que decidió dar un giro a sus políticas e iniciar un acercamiento con la URSS. Lo que ocurrió después está en la hemeroteca, volvió la distensión y con toques festivos. El impacto fue tal que, en un libro que se publicó después, Robert Hutchings, un experto en Europa Oriental del Consejo de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, confesó que uno de los mayores retos de la administración Bush fue volver a convencer a los estadounidenses de la necesidad del dotarse de un arsenal apropiado de armas nucleares después de la repercusión de la película.

Las emotivas palabras de Reagan y el giro constatable que tomó su presidencia pueden resultar admirables e incluso enternecedores, pero también se ha documentado que la realidad pudo ser más prosaica. Las conversaciones de paz con Gorbachov han sido vistas como una escenificación muy astuta, como explica el documental The Reagan Show, para salir del bajón de popularidad que supuso el Irán-Gate y el descubrimiento de que la CIA había estado relacionada con operaciones de tráfico de drogas para financiar a aliados de dudosa reputación. Al mismo tiempo, como ha documentado Adrian Hänni en A Chance For a Propaganda Coup? The Reagan Administration and The Day After, la previsible influencia de la película puso en alerta a su gabinete y trazaron un plan para situarse inmediatamente después de su emisión en cabeza de las ansias de paz que iban a aparecer y no enfrente. The Day After supuso una oportunidad para ellos.

La audiencia fue de varias decenas de millones más de lo esperado. George Shultz, secretario de Estado, compareció en cuanto se acabó para trasladarle a los estadounidenses un mensaje tranquilizador, que no había ninguna guerra nuclear inminente. Sin embargo, eso preocupó más a los espectadores. Que saliese alguien de su nivel a decir que no pasaba nada solo indicaba que el asunto era serio realmente, por mucho que sostuviera que el único motivo por el que Estados Unidos tenía armamento nuclear era para asegurarse de que este tipo de armas no se utilice nunca.

A partir de entonces, la consigna principal del equipo de Reagan fue que ningún político negase el mensaje de la película. El escenario descrito por Nicholas Meyer podía ser perfectamente real. Había que hacer hincapié en que durante todo el año Reagan había solicitado una cumbre con Yuri Andropov. Incidir ahí era la clave. Si el líder soviético se negaba, era porque él no quería resolver el riesgo de guerra nuclear. Si aceptaba, la iniciativa había sido de Reagan

No obstante, el 1 de septiembre los soviéticos habían derribado un Boeing coreano con doscientas sesenta y nueve personas abordo que se había adentrado en su territorio. Andropov se había quejado de que la entrada del avión en su espacio aéreo respondía a una «sofisticada provocación, organizada por los servicios secretos estadounidenses». La reunión no fue posible en ese clima y, además, a Andropov le quedaban pocos meses de vida.

Lo que sí que hubo fue una ofensiva en los medios. En cuarenta y ocho horas, el portavoz de la Casa Blanca había aparecido en doce televisiones, la mitad de ellas nacionales. En días sucesivos, personajes afines al gobierno salieron en los principales canales y en los programas más importantes, como Meet the Press de la NBC o Crossfire de la CNN. También enviaron gente a quince programas de radio. Se escribieron artículos de opinión para el New York Times, firmado por el vicepresidente George Bush, el Washington Post, por el secretario de Defensa Caspar Weinberger. También en el USA Today, Journal Star, Washington Times, New York Post, etc… La Casa Blanca llegó a poner a disposición de la ABC un número de teléfono para que se lo facilitasen a la audiencia y los espectadores pudieran llamar y expresar su opinión. Miles de personas lo hicieron, se necesitaron decenas de operadores.

Cuando compareció Reagan, habló sin mencionar la película directamente, pero dejó claro el mensaje asociado a ella: «Nuestro objetivo debe ser la eliminación final de todas esas armas […] el principal objetivo de nuestra administración es ayudar a construir un mundo más seguro y más pacífico». Dos días después de la emisión sí que aludió directamente a ella, dijo que estaba «bien rodada» y que no había nada que temer: «No dijo nada que  no supiéramos, la guerra nuclear sería horrible, por eso estamos haciendo lo que estamos haciendo, de modo no que no habrá una».

La siguiente iniciativa fue ofrecerle a los soviéticos la película para que la pudieran ver también en su país. Se tradujeron unos subtítulos al ruso y se le cambió el título por uno más elocuente y amenazador, pasó a ser El último día. No funcionó. Hubo pases privados, pero la cinta no llegó a la televisión soviética hasta mayo de 1987, aunque sí que se habló de ella. El 23 de noviembre, se dieron algunas imágenes en los informativos y un reportero frente al edificio de la ABC dijo que Reagan había intentado que no se emitiera la película.

Como cuenta Andrei Kozovoi en More Powerful Than The Day After, en junio de 1984, Valery Karen, un actor armenio, miembro del partido, se presentó en el estudio de cine soviético más importante, Mosfilm, para protestar por la influencia que estaba teniendo en toda Europa la película estadounidense. Tras el éxito en su emisión en directo reflejado en la prensa mundial, durante 1984 en Europa se había presentado en cines. En España, el estreno lo patrocinó la revista Tiempo. Da buena cuenta de la expectación que había la lista de invitados. Estaban la madre del rey, condesa de Barcelona, Gutiérrez Mellado, Manuel Fraga —que abandonó la sala al final a toda prisa—, Santiago Carrillo, Gerardo Iglesias y el embajador soviético, Yuri Dubinin, quien manifestó que no le cabía duda de que un suceso de esas características sería peor en la realidad que en la ficción.

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El día después (1983). Imagen: ABC Circle Films.

Al término de la proyección, un Dubinin lacónico y escurridizo se remitió a la película para dar a conocer su opinión: «El filme es suficientemente elocuente; para evitar las consecuencias de lo que presenta como hipotético debemos tener esperanza e ilusión de que se va a terminar la posibilidad de todo uso de las armas nucleares (…) Las opiniones sobre el carácter impresionante de la película no fueron generales».

El portavoz socialista en el Congreso, Javier Sáenz de Cosculluela, juzgó «demasiado efectista el filme», pero Marcos Vizcaya, portavoz del Partido Nacionalista Vasco en la misma cámara, pareció hondamente impresionado: «Esta película va a motivar una reflexión, porque, como se dice en ella, vamos a llegar al holocausto nuclear sin que nos demos cuenta ni haya posibilidades de controlar a los que al final aprietan el botón».

Un filósofo, Fernando Savater, vio también en este filme («que no es gran cosa») una consecuencia pedagógica: «Nos enseña a observar más de cerca la paradoja a que nos lleva el equilibrio del terror, que conduce al mundo a un mecanismo neurótico». A juicio del historiador Ángel Viñas, la película («que no está mal enfocada») lleva a la opinión pública «la conciencia del potencial trágico de este sistema de disuasión, cuya lógica hay que cambiar radicalmente».  (El País, 6 de marzo de 1984)

Hasta hubo cierto debate en España. Un reportaje de Joaquín Prieto en el mismo periódico se quejaba de que el país no estaba preparado para ese escenario: «Mientras nueve de cada diez suizos, o cinco de cada diez escandinavos, disponen de refugios para intentar la supervivencia en caso de riesgo nuclear, en España el estado de la cuestión se resume en la falta de todo dispositivo», protestaba. Se supone que la amenaza no nos involucraba. No había armas nucleares en la península, pero solo en teoría. Miembros del PCUS habían dudado públicamente de que fuera así.

En Estados Unidos, por las noches la gente salía con cirios a protestar. En Reino Unido, tras el verano, se estrenaron Threads y un documental, On the 8th Day. En 1965, The War Game de Peter Watkins, no llegó a emitirse porque se temía el impacto que pudiera causar en los telespectadores. Según Soledad Gallego, corresponsal en Londres en aquel momento, la audiencia quedó aterrorizada. Threads no se quedaba solo en el día después, se iba a trece años más y mostraba los cambios climáticos que se producirían y las hambrunas. Ya en 1975 tuvo éxito la serie Survivors, pero la humanidad en ese caso había desaparecido por un virus, no por la hecatombe nuclear. En Alemania Occidental se estrenó justo antes de la instalación de unos misiles y el distribuidor de la película manifestó en los medios: «Esperamos poder cambiar la mentalidad de nuestro gobierno sobre los misiles mientras aún haya tiempo».

Solo un año atrás, en 1983, se había estrenado en Europa Kamikaze 1999, de Luc Besson, que explotaba el mismo tipo de fantasía. Poco antes, Mad Max 2 y 1997: Rescate en Nueva York habían impulsado una producción de género posapocalíptico que encontró su época dorada. Precisamente, el semanario Newsweek, que se preguntaba si los jóvenes debían ver The Day After, concluía que ya habían visto tantas imágenes en el cine de terror que no debía impactarles demasiado, sin embargo, no se hablaba de otra cosa.

Por eso el soviético Valery Karen estaba indignado. Protestó ante sus camaradas porque «el país que es el mayor defensor de la paz mundial no tiene una película como la que ha rodado el país que es el centro del peligro». Karen pidió un film que asustase al espectador, que le obligase a «salir del cine para irse a protestar a la calle pidiendo la paz en el mundo». Ese fue el origen de Pis’ma mertvogo cheloveka (Cartas de un hombre muerto) de Konstatin Lopushansky.

No fue fácil llevar a término el proyecto. Se desarrolló finalmente en Lenfilm, los segundos estudios del país y hubo un sinfín de trabas y problemas que dilataron el proceso casi tres años. En la cinematografía soviética ya se había tocado de pasada el tema. Polvo de plata (Serebristaya pyl, Abram Room,  Pavel Armand 1953), iba sobre una guerra entre corporaciones americanas por el arma de destrucción masiva definitiva que había acababa de inventar un científico estadounidense. En Nueve días de un año (9 dney odnogo goda, Mikhail Romm, 1962) un científico quedaba expuesto a la radiación en un experimento y sufría las terribles consecuencias. Películas extranjeras como On the Beach, de Stanley Kramer, habían tenido pases privados, aunque no se permitió su difusión en la URSS por ser «demasiado pesimista», pero Hiroshima mon amour, de Resnais, tuvo gran influencia en muchas películas soviéticas, al menos en lo referido a las consecuencias sobre la población del ataque nuclear estadounidense en Japón. Tras la muerte de Stalin, también la literatura de ciencia ficción soviética abordó los holocaustos nucleares y dio clásicos como en La nebulosa de Andrómeda, de Ivan Efremov.

En 1972, La domesticación del fuego (Ukroshchenie ognya) de Daniil Khrabrovitsky, trataba el desarrollo de la bomba nuclear soviética y Elección de objetivo (Vybor tseli) de Igor Talankin en 1974, justificaba la producción de armas nucleares como elemento disuasorio. Sin embargo, con el boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú de Carter, con la correspondiente pérdida de reputación en el mundo, el partido emitió una resolución en 1981 que instaba a la producción de películas destinadas a niños y adolescentes que les transformasen en «auténticos patriotas e internacionalistas», aunque el verdadero problema de las autoridades soviéticas con lo posapocalíptico era Sajarov. El científico que había diseñado la bomba de hidrógeno no había tardado en denunciar la carrera armamentística y advertir que nadie podía ganar una guerra nuclear, en 1975 no pudo recoger el Nobel de la Paz y en 1980 se le envió al exilio interno en Gorky. Su repercusión e influencia como disidente había convertido el asunto en un tabú.

Inicialmente, Cartas de un hombre muerto se iba a llamar La advertencia. Los permisos para empezar con ella se pidieron el 6 de septiembre de 1983. Se etiquetó como «ciencia ficción política». Era el primer gran proyecto del director Konstantin Lopushansky y el escritor de ciencia ficción Vyacheslav Rybakov, que se haría cargo del guion, el cual fue calificado por las autoridades a las primeras de cambio como «demasiado aburrido» y «neutral». Estaba despolitizado, «los protagonistas no intentan descubrir quién lucha contra quién», se quejaban en Lenfilm.

Un asesor, el prestigioso director soviético de Bielorrusia Iosif Kheifits, dijo que, en realidad, lo único positivo de The Day After era la escena de las explosiones atómicas, pero que carecía de «valor artístico». Por este motivo, Boris Gontarev, responsable de la producción, ordenó del guión que la película de Lopushansky debía ofrecer esperanza en lugar de extender el pánico.

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Cartas de un hombre muerto (1986). Imagen: Lenfilm Studio.

Para febrero de 1984, estaba lista una segunda versión revisada. La influencia de The Day After seguía creciendo en todo el mundo y se estrenó en Estados Unidos otra película con un escenario de la III Guerra Mundial, Amanecer rojo (Red Dawn, John Millius) Entraron las prisas. El Comité Central del Partido y el consejo de ministros anunciaron «medidas para mejorar los niveles ideológicos y artísticos de las películas y reforzar la base tecnológica de la industria cinematográfica».

Eso suponía vientos a favor desde la cúpula del partido, pero los engranajes burocráticos siguieron poniendo trabas. Un informe denunció que Lopushansky, aparte de no tener experiencia, era ucraniano y no estaba afiliado al partido, podría imponer un sesgo nacionalista. Había sido violinista, eso podía hacerle caer fácilmente en «formalismo». Además, lo peor, había sido discípulo de Tarkovsky, un director que había sido tolerado solo porque obtenía premios en el exterior, porque en la taquilla soviética tenía resultados más que discretos.  

Anatoly Gromyko, hijo del ministro de Asuntos Exteriores, apoyó al joven director en su calidad de asesor científico de Lenfilm, pero no sirvió de nada. El guion volvió a ser rechazado por ser demasiado largo, tener demasiado diálogo y no mostrar el antagonismo entre socialismo e imperialismo. Se había perdido toda la «intención propagandística». Como sospechaban, se percibía que los autores querían ser filosóficos y no políticos. «La narrativa principal es incomprensible», sentenciaba. Sin embargo, la cercanía del 12º Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes de Moscú era una buena oportunidad para estrenar una película de estas características y aceptaron seguir a regañadientes.

Para protagonista, el profesor Larsen, fue elegido el legendario actor soviético Rolan Bykov. Daría prestigio al proyecto y bajo su paraguas lograrían eludir parte de la censura, pero también salió mal. Lopushansky pronto empezó a pelearse con él, Bykov no entendía a su personaje. El actor escribió en su diario: «Todas las ideas de Lopushansky son medio chaladuras, es imposible encontrar una forma de trabajar con él». Para colmo, tenían que interrumpir el rodaje por los múltiples compromisos de Bykov. Si se iba al extranjero, todo quedaba interrumpido durante semanas. En enero del 86, todo estuvo a punto de cancelarse para siempre cuando Bykov sufrió un infarto. Según los informes de los estudios, hubo acusaciones de que el problema cardiaco lo desencadenaron sus disputas con el director de la película y el tener que estar rodando en una húmeda cueva.

Todo iba de pena, los primeros resultados de la posproducción, además, enervaron a los burócratas. El 11 de enero el respetado director Vitalii Melnikov de Lenfilm denunció en otro informe las escenas «largas y pretenciosas». Seguía sin haber ni rastro de confrontación entre socialismo y capitalismo y «con un tono monótono y pesado», entendieron que Lopushansky no hacía más que imitar pobremente a Tarkovsky. De nuevo, una carta de Gromyko salvó la película in extremis, el científico escribió que la cinta «sin ninguna duda, representa el riesgo de una guerra nuclear de una forma mucho más poderosa que la película americana».

La disputa se decantó del lado de Lopushansky  cuando, en marzo de 1985, hubo grandes cambios en toda la URSS. Llegó al poder Gorbachov y admitió la conclusión reiterada durante años por los expertos de que una guerra nuclear no puede ganarse. Una declaración sin precedentes en un líder soviético, aunque Kozovoi especifica que se hicieron con la intención de que Reagan retirara su Iniciativa de Defensa Estratégica, el famoso escudo, así que muy sinceras no eran, aunque se rehabilitó a Sajarov y se le liberó de su exilio interno. Eso fue más importante, el profesor Larsen de la película guardaba cierta relación con su figura.

El político Alexander Yakovlev, al que habían apartado de la política soviética enviándole como embajador de Canadá, regresó para convertirse en asesor de Gorbachov. Procedía del departamento de propaganda del Comité Central, pero había adoptado tesis demócratas y por eso se truncó su proyección. No obstante, en América había observado cómo el anticomunismo se filtraba por todos los medios culturales y periodísticos y trató de implantar algo parecido en la URSS. Antes de la cumbre de Reykjavik, ordenó presionar con estas armas criticando la política de defensa de Reagan. Paradójicamente, estos cambios se tradujeron en una limpia entre los responsables del cine, se sustituyeron por progresistas y liberales, y entró como máximo responsable Elem Klimov, el autor de Masacre, ven y mira. Con estas nuevas directrices, por fin la película vio la luz. Se pusieron todas las facilidades para que se estrenara cuanto antes.

El título se cambió por Cartas de un hombre muerto para evocar al Gogol de Diario de un loco y las Memorias del subsuelo de Dostoyevski. Se estrenó el 15 de septiembre de 1986 en Moscú. Un artículo en Izvestia explicaba que la película invitaba al espectador a pensar, no a temer, como pasaba con la estadounidense. Genrikh Borovik, periodista y presidente del Comité Soviético Para la Defensa de la Paz, manifestó en una entrevista que, con claridad, la película soviética era «artísticamente superior» a su contraparte estadounidense.

La prensa publicó que a los espectadores les conmovieron las escenas de niños enfermos por la radioactividad. Rolan Bykov fue premiado por su papel en la República Socialista Rusa, al igual que el guionista. Las autoridades se pusieron manos a la obra a difundir la película como un reflejo del nuevo pensamiento de Gorbachov y promocionar a Lopushansky como «el nuevo Tarkovsky». Llegó a haber estrenos en Francia, Alemania y países como Portugal, también dio el salto y se emitió en Canadá y Estados Unidos por televisión por cable. La prensa soviética presumía de las ventas a distribuidores extranjeros.

El impacto, sin embargo, fue mucho menor. El recuerdo de la cinta hoy, prácticamente inexistente. Se recuerda mucho más Soviet, la respuesta, (Odinochnoye plavanye, Yevgeni Mesyatsev, 1987) Siguiendo las instrucciones de Yakovlev y Gromyko, es decir, para denunciar la belicosidad de Estados Unidos, era una película de acción convencional que quedó grabada en los usuarios de los videoclubs por ser promocionada como «el Rambo soviético», aunque no tuviera nada que ver tampoco con el cine de Stallone.

La realidad fue la que fue, las audiencias masivas no cayeron cautivadas la  película de Lopushansky en ninguna parte, al final era cine de autor, una propuesta oscura y lenta. Se ha especulado con que el público soviético pudo verla como una metáfora de su situación. Cartas de un hombre muerto trataba de un grupo de personas que vivía encerrado en un búnker por culpa de un experimento fallido que había envenenado las atmósfera. Sin embargo, si algo afectó a la película y anuló su potencial propagandístico, que es para lo que se había filmado, fue que tres meses antes de su estreno se produjo la tragedia de Chernóbil. El escenario posapocalíptico causado por un accidente nuclear que impide la vida humana en los alrededores a causa de un error humano era futurista en la película, pero actualidad en la URSS de 1986.

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Cartas de un hombre muerto (1986). Imagen: Lenfilm Studio.

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10 Comentarios

  1. The Day After (1983) hizo mucho para tomar consciencia del efecto inmediato de una guerra nuclear. Son mejores reflejando las consecuencias de un conflicto así Testament (Testamento final) (1983), Threads (1984) y When the Wind Blows (Cuando el viento sopla) (1986). Son duras, vemos que los afortunados serían no los que hubieran sobrevivido sino los que hubieran muerto en el primer momento. Como La tumba de las luciérnagas (1988), deberían ser obligatorias verlas durante la adolescencia.

    Cartas de un hombre muerto (1986) probablemente es mejor artísticamente, pero debido a su componente de ciencia ficción, dificulta el acercarnos a comprender la desgracia de los sobrevivientes de la misma forma que las otras.

  2. «El Día Después» la ví de pequeño y es de esas películas que no se te borran de la memoria. No se me olvidará la escena de los misiles saliendo de los silos ni el final, transportados a una especie de Edad Media infernal.

    Al final parece que la advertencia tuvo alguna influencia….

  3. Rosendo Bartola

    Y todas esas lluvias trajeron estos lodos, desembocando en cosas como «28 días después», «The walking dead», «Black summer», etc, etc…

  4. Hola, Alvaro, tocayo, te tranquilizo sobre tus miedos (y míos) treinta años más tarde pero bueno.
    Que las dos potencias nucleares pudieran destruir veinte veces al enemigo no fue irracionalidad. Fue la aplicación de la teoría de juegos.
    Según la teoría de juegos, si a dos presos se les propone delatar al otro y reducir casi del todo la pena, o cooperar y compartir una pena menor (bueno, ya conoces todas las cláusulas: los presos no se pueden comunicar, etc) la teoría e juegos indica que al principio siempre TRAICIONAN. y por tanto no puedes fiarte. Solo después de varias tiradas se empezaba a cooperar y no a traicionar. Por eso, las potencias nucleares no negociaban. Daban a entender bien claro que jugaban a TRAICIONAR, a ir con todo, porque en la guerra nuclear no hay segunda tirada. Y por ese uso inteligente de la teoría de juegos no nos destruimos.

  5. Ya hay más actores con poderío nuclear, y menos fiables, no solo Corea del norte tiene botón, la India y Pakistán también y estos se odian mutuamente, si estos tipos les diera por freírse a base de plutonio, con que solo se detonarán simultáneamente el mismo día 20 cebollazos nucleares tácticos ( medidos en kilotones) en sus territorios, ya nos joderían al resto del planeta, por qué el polvo de las explosiones llega a las capas altas de la atmósfera, bloqueando la luz solar lo suficiente para arruinar algunas plantaciones, eso sin contar la radiactividad, imaginaros 2000 cabezas nucleares, tácticas y estratégicas (megatones). A mí The Day After a día de hoy, a pesar de inexactitudes y que no ha envejecido demasiado bien, todavía me acojona y fascina…no se, es hipnótico un escenario tan devastador, mejor morir enseguida, lo que vendrá después será peor.

  6. Hay un antecedente español, nada influyente, pero creo que mucho más deprimente y loco, y en forma de serial, además: ‘La solitaria vida de Soledad Sola’. Una serie de sobremesa sobre una última superviviente en un búnker antinuclear, encerrada y condenada a vivir el resto de su vida en él, que pasa los días en un monólogo imposible con una colección de maniquíes que representan las personas que vivían en ese búnker y que fueron murieron mientras la niña Soledad Sola crecía. Deprimente la historia, la puesta en escena, los diálogos, todo.La pasaron el año 1975 y la veía entre fascinado y horrorizado. Fue unánimemente consideradala peor serie del año por el público y crítica.

  7. Si continuamos a mandar a los parlamentos machos cabríos, inventores de fronteras, banderas y dogmas esta pesadilla continuará.

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