A Isabel Steva Hernández (Barcelona, 1940) la conoce todo el mundo como Colita, que es como ha firmado sus obras toda la vida. Una vida dedicada a la fotografía, una vida dedicada al periodismo y a la cultura, una vida dedicada a contar la vida de los demás, retratando por el camino un buen trozo de la historia de la modernidad en Barcelona.
Sin sus retratos, la Gauche Divine, la Nova Canço o el boom latinoamericano no sería lo mismo. Sin ella, el mundo del flamenco luciría infinitamente menos. Con ella conversamos sobre su admirable carrera profesional, de la que nos hablará, como siempre hace, de forma apasionada, deslenguada, desaforada… Su perro Paquito fue testigo de todo.
La fotografía en España ha sido siempre muy dada a colectivizarse. Pienso en la Agrupación Fotográfica de Cataluña, en La Palangana de Madrid, en el grupo AFAL, en los de Nueva Lente… Sin embargo, tú siempre has ido por libre.
Sí, es cierto, nunca participé de esos colectivos artísticos, por más que muchos de sus miembros fueran mis amigos. Con Oriol Maspons y Xavier Miserachs salía siempre a cenar, al cine… Con Català Roca menos, porque era muy serio, estaba entonces casado y con niños, pero al final nos juntábamos todos por la noche porque éramos muy fiesteros. Ese ha sido mi grupete de amigos de toda la vida. Montse Faixat era también muy amiga mía. Poco después llegó Pilar Aymerich, que no solamente es una gran fotógrafa sino una laboratorista de escándalo. Ella se incorporó un poquito más tarde, porque estuvo mucho tiempo viviendo en Londres, pero en los setenta estaba ya completamente integrada en nuestro grupo. Mi relación con los fotógrafos ha sido sobre todo de amistad, pero es cierto que, justo en los años setenta, muchos de nosotros empezamos a tener problemas con nuestro trabajo, y eso nos unió más profesionalmente, sobre todo los que nos dedicábamos al periodismo. Los periódicos empezaron a no pagarte por las fotos, a no devolverte los originales, a no poner tu nombre… Los maquetadores se convirtieron en nuestros enemigos acérrimos, porque estaban todo el día haciéndonos cabronadas. Entonces Pilar Aymerich y algunos más creamos en mi casa la primera Asociación de Fotógrafos de Prensa y Medios de Comunicación de Cataluña. Luego ya nos fuimos trasladando a otras casas, pero aquello surgió en la mía. Y lo que empezó siendo un grupúsculo de diez personas comenzó a engordar y durante muchos años aquello funcionó, chico, qué quieres que te diga.
Nos pusimos de acuerdo en las cosas más básicas, como los precios de las fotografías, por ejemplo, porque entonces había algunos que cobraban tropecientos y otros que cobraban dos pesetas. Montamos así una asociación para sentar un poco las bases de la fotografía profesional. Hicimos incluso una revistita, pero aquello no tenía nada que ver con las revistas que hacía el grupo AFAL, por ejemplo, que eran publicaciones con claras pretensiones artísticas, sobradamente comprensibles, por otro lado. Pero para mí los de AFAL eran un grupo, digamos, que se basaba en el «estoy encantado de conocerme», mientras que lo nuestro era más «¡queremos cobrar, queremos cobrar!»… [risas]. Te digo esto con todos mis respetos hacia los miembros de AFAL, que son amigos míos, ¿eh? Quién sabe, a lo mejor, si hubiera sido más vieja, hubiera acabado allí metida, y no hubiera venido mal, la verdad, porque en AFAL no había ni una sola mujer.
Nosotras fuimos las que rompimos el molde, claramente, hasta el punto de que para cuando llegó la Transición ya había muchas fotógrafas trabajando. Ojalá me acordara de cómo se llamaban todas, porque muchas han desaparecido. Pero una de las más destacadas fue Guillermina Puig, que llegó a ser directora de fotografía de La Vanguardia. Y como Guillermina hubo entonces muchas mujeres que hicieron muchas cosas. Por aquella época hicimos una revista llamada Vindicación Feminista, muy interesante, en la que colaboraban muchas mujeres.
Estuve hace poco hojeando ejemplares de esa publicación y me quedé alucinado con su diseño y lo avanzado de sus contenidos.
Se cerró porque era muy cara de hacer. Pero era buena, ¿verdad? De todo lo que se habla ahora ya habíamos hablado nosotras. Yo fui su directora de fotografía, pero vamos, que también era la chica de los recados, ¿eh? Fue una gran revista que nació con voluntad de ser una cosa importante, pero al cabo de equis números hubo que cancelarla porque, simple y llanamente, se nos acabó el dinero. Fue una revista que se vendió poco. Normal, no tenía un solo lector masculino. Nos odiaban a muerte, claro. Pero ahora es una revista que está en los museos, fíjate. Se habla mucho de ella, se estudia, las portadas pueden verse en muchas exposiciones… ¡A buenas horas! [risas]. Nos adelantamos a la época, y ya está.
Tus primeros pasos como fotógrafa profesional los das a caballo entre dos mundos muy distintos, el del flamenco y el de la llamada Gauche Divine. ¿Cómo los conjugabas?
Era muy fácil, porque a la Gauche Divine le gustaba mucho el flamenco. Iban a ver a la Singla, y tal. Como les gustaba salir de fiesta, cualquier sarao flamenco servía de excusa para que toda aquella basca se desplazara. Yo me lo pasaba muy bien con los gitanos, la verdad. Iba a las bodas, a las fiestas, a las barracas, volvía a casa llena de pulgas y mi madre chillaba [risas]. Me hice muy amiga de la Singla. Creo incluso que nos vamos a ver pronto, porque están haciendo un documental sobre ella y me han llamado. Estoy loca por volverla a ver, es una criatura maravillosa y una gran bailaora. Con los flamencos lo que hice fue básicamente pasarlo muy bien. Por Carmen Amaya sentía auténtica admiración, me quedaba con la boca abierta cuando la veía. Luego empecé a introducirme en el cante, que no es fácil, ¿eh? Hay que entenderlo, estudiarlo un poco. Y luego, claro, conocí a Caballero Bonald, que es un sabio del flamenco y que tantas cosas me enseñó.
Vuestra obra Luces y sombras del flamenco ha quedado como uno de los libros clave de la historia del flamenco. ¿Cómo surgió aquella colaboración?
Ese libro lo tenía yo aquí [se señala la frente]. Caballero y yo habíamos hablado ya de hacer algo juntos con el flamenco, así que le pedí que me hiciera una lista con lo mejor, con los nombres más auténticos, para luego yo ir y fotografiarlos. Yo no quería retratarlos en un escenario sino en su ambiente, en sus casas, para que estuvieran en su salsa, que era algo que apenas se había hecho antes. Así que convencí a Esther Tusquets, la dueña de la editorial Lumen… Vamos, no es que la convenciera, es que la arrastré por los pelos, como quien dice, y no tuvo más remedio que darme el visto bueno al proyecto. Aquello fue para mí todo un viaje iniciático a Andalucía. Me acompañó un chaval amigo de Caballero Bonald, cuyo nombre ahora, y lo siento mucho, no recuerdo. Era un tío joven que sabía mucho de flamenco y que fue vital para mi trabajo. El libro salió entonces así: Caballero Bonald escribió el texto y yo hice las fotografías. Y se agotó al instante. Salió publicado originalmente en la colección «Palabra e Imagen», que fue una maravilla. Ahí la tengo completa. En esa colección salió otro trabajo mío: Una tumba, con Juan Benet. Aquello fue… Nos agarrábamos unas moñas los dos que no sé cómo no nos matamos [risas].
Realmente conseguiste retratar a muchos de estos flamencos en su salsa. Las fotos que le hiciste a la Fernanda y a la Bernarda de Utrera, por ejemplo, son impresionantes.
¿Sabes por qué puede que esas fotos sean, en efecto, impresionantes? Porque hubo química, confianza, y porque yo me lo estaba pasando bien y ellas también. Es así de sencillo. El fotógrafo a veces puede ser molesto, puede también no saber integrarse en el sitio en el que está. Muchos fotógrafos piensan que lo primero, que lo único que importa, es la foto, pero antes de hacer ninguna foto tienes que integrarte, porque así te van a dejar hacer luego todas las fotos que quieras. Porque ya eres de la familia. Uno no puede entrar en casa de alguien con la cámara por delante, porque entonces la gente te posa, empieza a no ser como es en realidad, o, en el peor de los casos, desconfía de ti, porque puedes incluso estar dando la lata. Si un fotógrafo quiere hacer buenas fotos a unos gitanos, lo primero que tiene que hacer es tomarse cuatro copas con ellos, y luego ya, si acaso, sacar la cámara. Esto que te digo sirve solo para según qué ambientes, claro. Si lo que quieres es fotografiar al papa, no hace falta emborracharse con él antes [risas].
Y para fotografiar a la gente de la Gauche Divine, ¿había que emborracharse mucho?
[Risas]. Los de la Gauche Divine no fuimos más de veinte o treinta personas, contando con los satélites, ¿eh? Aparte que, como ya hemos dicho todos miles de veces, nunca tuvimos conciencia de que aquello fuera un grupo ni porras. Es más, y esto quiero que se sepa, fueron los cerdos del Opus Dei los que acuñaron sin querer el término «gauche divine», fueron ellos los culpables. Yo trabajaba en una revista que tú, como eres tan joven, no recordarás, pero que se llamaba Mundo Joven. Entonces no lo sabía, pero esa revista estaba financiada por el Opus Dei. Era una revista de música en la que se hablaba de las tonterías de las tías que cantaban en aquella época, del rock que se empezaba a hacer en España y también de alguna cosa de la Nova Canço, de Serrat, de Maria del Mar Bonet, de Guillermina Motta… gente de la que yo era entonces su fotógrafa oficial y por eso colaboraba con la revista. Ocurrió que cuando cerraron El Molino de Barcelona, porque Mary Mistral salía a escena y enseñaba una teta, se ponía todo el mundo a gritarle «¡Una teta, una teta!», y ella hacía… ¡zas!, y la enseñaba, y luego se la metía para adentro, y todos ahí «¡Oooh!»… pues, por lo visto, un día entre el público había un poli malaje y cerró el local uno o dos meses por aquella chorrada tremebunda. Ya ves…
Cuando lo volvieron a abrir, fuimos todos allí a celebrarlo, a rendirle culto al local. Lo de El Molino era una cosa tremenda. Era la época en la que por Barcelona corría Paco Rabal y su infalible polla fantástica, así que allí acabamos todos, Teresa Gimpera, Romy, Terenci Moix… alquilamos un par de palcos y estuvimos toda la noche metiendo gresca, gritando «¡Guapa!», «¡Una teta!», lo que fuera, y luego nos quedamos bailando en el primer piso, con un señor que tocaba el piano entre actuación y actuación… En fin, que me puse a hacer fotos y las terminé mandando a Mundo Joven diciéndoles: «Han reabierto El Molino y allí estuvo toda la gauche divine». Y al poco me mandaron una carta diciendo: «El director de la revista ha dicho que no quieren saber nada de la Gauche Divine». Le conté luego esta historia a Juanito Segarra y a Oriol Regàs: «Fíjate lo que me han dicho en Madrid: que no quieren saber nada de la Gauche Divine. Y me han devuelto las fotos de lo de El Molino. ¡Serán becerros!». Y nos empezamos a reír. Y hubo un momento en que dijo Oriol: «¿Pero los de la Gauche Divine quiénes somos?». Y allí mismo, en una servilleta de Bocaccio, que es donde estábamos, nos pusimos los tres a apuntar nombres. Todo como verás, muy «sofisticado», ¿verdad? [risas]. Y empezamos: Fulano, Mengano, Zutano no que no folla… Y tras terminar la lista decidimos hacer una exposición de fotos de toda esta gente. Y como yo los tenía ya a casi todos retratados, pues nos pusimos manos a la obra. Retraté deprisa y corriendo a los que me faltaban, alquilamos la sala Aixelà, una sala hermosísima, colgamos allí las fotos, todas enormes, de metro por metro, fotos de toda la gente divertida de Barcelona, modelos, editores, fotógrafos… y se inauguró la exposición. Jijí, jajá, vino mucha gente, se tomaron muchas copas, pero al día siguiente apareció la policía y nos la cerró. Así fue como nació la Gauche Divine.
Pero, ¿por qué la cerraron? ¿Por el contenido de las fotos?
No. Simple y llanamente porque tradujeron «gauche» como «izquierda», y se pensarían que por allí iban a aparecer un montón de gente con barba con el libro de Mao bajo el brazo, cuando allí lo más que iba a pasar es que apareciera una chica estupenda enseñando un poco el escote y unos cuantos tíos haciendo el animal. La exposición se volvió a abrir al poco, pero ya la habían jodido, porque aquello en un principio no era más que una fiesta, una broma, algo que no tenía pretensión ninguna, y al cerrarlo nos convirtieron en un grupo. Fue ahí cuando comenzó la «leyenda» y la marca Gauche Divine quedó ligada a Barcelona. Fue entonces cuando empezaron a hacernos entrevistas, que si la Gauche Divine por aquí, que si la Gauche Divine por allá, y ya tuvimos que empezar a decir: «Miren, la Gauche Divine no existe. Nadie ha querido que esto fuera así». Pero como se puso todo el mundo tan pesado, y vimos que gustaba tanto, no nos quedó más remedio que jugar a este juego. Desde entonces, fíjate, se han escrito libros, se han hecho exposiciones… hay hasta un ensayo de una profesora emérita de Nueva York, un ensayo aburridísimo, por cierto, todo lo contrario a lo que fue la Gauche Divine.
Pero parece innegable que, más allá de la amistad, había algunas otras cuestiones que os unían…
Mira, si la Gauche Divine se caracterizó por algo fue porque todos nos poníamos ciegos todas las noches pero al día siguiente estábamos trabajando. Esta es la principal característica de la Gauche Divine. Cada cual sabría el resacón que arrastraba al día siguiente, pero a las nueve de la mañana estaba todo el mundo en su despacho.
¿Fue en Bocaccio, como se cuenta, donde ocurrió todo?
Sí. Bocaccio fue durante aquellos años el ombligo de Barcelona. Todo el mundo iba allí, hasta que de repente las cosas empezaron a cambiar. Empezó a venir gente, gente que subía de Las Ramblas, que no nos gustaba. Porque una cosa era pasar un día con los gitanos, que son la cosa más honesta que hay, y otra tener que aguantar a unos chuloputas. Entonces la cosa decayó. Tuvo lugar el encierro de Montserrat, nos pusieron a todos tibios de multas y hubo a partir de ahí una clara deriva nuestra hacia la política. Sin darnos cuenta, la gente dejó de ir a Bocaccio y empezaron a proliferar los cenáculos políticos. Nos pusimos todos a militar en partidos políticos, de lo cual nos arrepentimos mucho ahora, pero entonces no, la verdad. Los cambios fueron muy suaves, pero lo cierto es que dejamos de ir a Bocaccio y empezamos a hacer estas cosas de ir a conferencias, a presentaciones de libros, etc… Yo empecé entonces a trabajar para Tele/eXpres, y me colé en un manicomio a las tres de la mañana para retratar a los locos. Empezamos a disfrazarnos para meternos en sitios y poder hacer así periodismo crítico, obviamente de izquierdas, que es lo que se impuso entonces.
Si alguien te dijera ahora que la famosa foto que le hiciste a Herralde con sus «secretarias» es machista, ¿qué le dirías?
Que eran otros tiempos, y que entonces no lo fue. En esa foto salen dos tías que se burlan de su jefe. Entonces se llevaba la minifalda, y reivindicábamos que las tías estábamos muy buenas y hacíamos lo que queríamos. Ahora no la hubiera hecho así, no te digo que no, pero entonces tenía todo el sentido del mundo. Si yo la hubiera considerado en algún momento machista la habría retirado de circulación, ¿me entiendes? Porque a mí lecciones de feminismo pocas. Yo he sido feminista desde que tengo uso de razón. Esa foto no es antifeminista, es una foto feminista porque en aquella época feminismo era provocar, y provocar era de izquierdas. En esa foto hay dos mujeres desafiantes que se están riendo del espectador. Para provocar a la Iglesia hice una vez unas fotos de unas tías en tanga azotándose con un cilicio. Aquello me llevó a los juzgados. Esas fotos no eran tampoco antifeministas. Eran fotos provocadoras, hechas para joder a todos los curas, para que se la destrozaran pensando en mis fotos. Eran otros tiempos, eran otras formas de pensar. Muy validas, ¿eh? Porque ahora nos hemos vuelto todos unos hijos de puta tremendos, pero vamos por ahí de finolis con la moral y según qué cosas, decimos: «Esto es políticamente incorrecto». Y nos escandalizamos con que vienen inmigrantes y tal, pero no digas según qué sobre Cataluña, porque la gente empieza entonces a desgarrarse las vestiduras esas de satén que llevan. No he conocido yo una generación más inmisericorde que la actual, en la que ves a los políticos diciendo unas barbaridades enormes y la gente va y les vota. ¿No te jode? Eso no lo entenderé nunca. Nos hace falta otro Franco, ¿sabes? Para darnos cuenta de lo que tenemos, de lo que es de verdad la libertad y la democracia. Que venga otro Franco, un año nada más, pero que se pase el año entero tocándonos los huevos a todo el mundo, a ver si así la gente despierta.
No pocos creadores de tu generación me han confesado que fue durante el franquismo cuando hicieron algunos de sus trabajos más interesantes. ¿Eres de la misma opinión? ¿Se encuentran más estímulos cuando se tiene enfrente a un claro enemigo común?
Por supuesto. Es que, a ver, cuando vivía Franco hacíamos muchas cosas muy transgresoras. No quedaba otra. Y desde que se murió, no se ha hecho nada parecido. No sé, me imagino que habrá habido algún movimiento similar, quizás el rap, pero a nivel literario, por ejemplo, no se ha hecho nada como lo que hicieron en su día los Goytisolo o los Moix, ni a nivel editorial han salido una Beatriz de Moura o un Jorge Herralde.
¿La Barcelona de la Gauche Divine era tan libertina como se nos ha vendido?
Libertina no fue, pero recatada tampoco. Éramos liberales y no perdíamos el tiempo en tonterías de esas de chupacuras y meapilas que no sirven para nada. A la gente le gustaba beber, a la gente le gustaba mucho comunicarse, y del beber y del comunicarse se derivaban otras cosas de forma natural. Yo no tuve nunca la impresión de ser una Salomé ni nada de eso, ¿comprendes? Vivíamos la vida como personas jóvenes que éramos e intentábamos saciar nuestros moderados apetitos como podíamos. Entre nosotros tampoco es que hubiera ningún Casanova ni nada por el estilo, y tampoco nadie te violaba, nadie te forzaba, porque si no hubiera estado en boca de todo el mundo y… A ver, ¿qué pasa? ¿Que la gente follaba? Pues sí. ¿Y qué? [risas]. Follar no le hace mal a nadie. Follar no tiene nada de malo, salvo que te quedes con algo que no es tuyo, ¿eh? Eso está muy feo. Pero tomarte unas copas con alguien y decir: «Qué a gusto estoy. Vamos a la cama un ratito»… Además, éramos todos amigos. Entre nosotros surgían amores pero también odios. Me acuerdo ahora mismo de una escena en la que vi a dos modelos, cuyos nombres no diré, persiguiéndose cuchillo en mano alrededor de una mesa por el amor de Jacinto Esteva, que era un hombre guapísimo, con cara de oso dormilón, pero que las tenía… [risas]. El tío estaba encantado de la vida, claro. Pasaban cosas divertidas, pero nunca llegaba la sangre al río. Nos queríamos mucho.
Ahora que has mencionado a Jacinto Esteva, ¿qué recuerdas de tu paso por la Escuela de Cine de Barcelona?
Que allí aprendí a diferenciar un whisky de otro [risas]. ¡No veas lo en serio que se lo tomaban y las risas que nos entraban al equipo técnico! De tirarnos por el suelo, ¿eh? No nos tirábamos para que no se enfadaran, pero aquello era una merienda de negros. El único que sabía de cine era Jaime Camino, que sabía mucho, y Vicente Aranda. Todos los demás, Pere Portabella, Carlos Durán, Joaquím Jordà… no hacían más que el payaso. Que eran muy divertidos y tal, sí, lo pasamos muy bien, y eran encantadores, ¿eh? Pero, vamos, que a esta gente se le tome en serio ahora como si fueran los de la escuela francesa de cine me parece muy exagerado. Me parece que es pasarse tres pueblos. Algunos hicieron con el tiempo excelentes películas, no digo que no, pero otros… ¿Dante no es únicamente severo? ¡Bah! Los pobres querían hacer cosas, pero es que además de querer hay que saber.
Ocurría algo parecido con la gente del underground. Nosotros íbamos a Zeleste, claro, como todo el mundo, y yo he retratado muy asiduamente a Sisa y a Pau Riba. Digamos que el underground que ellos representaban, que era muy talentoso, me interesaba, como también me interesaba lo que se hacía, por ejemplo, en el Salón Diana. Pero dentro de aquel mundo había mucho cutrerío. Estaban aquellos que pintaban las paredes y tal… Eso me parecía una tontería, como muchas de las cosas que hacían en la Escuela de Cine.
Me acuerdo ahora, curiosamente, que en Playa de Aro estuve fotografiando al grupo Smash, que eran de Sevilla, ¿no? Eran muy buenos, ¿eh? Hacían esa cosa de mezclar flamenco con el rock, y lo hacían muy bien. Actuaban mucho en el Maddox, la discoteca que tenía Oriol en la Costa Brava. Fue él quien me pidió que les hiciera algunas fotos de promoción. Y eran buenos, eran de verdad, me gustaban mucho. Pero desaparecieron al poco, fíjate.
Entiendo, por lo que cuentas, que casi siempre has trabajado por encargo.
El otro día se rio mucho conmigo Laura Tarres porque yo le decía: «Todas mis fotografías deberían ir con su correspondiente factura pegada al lado» [risas]. Es que yo eso del arte y ensayo… Cuando aprendí a usar Photoshop, que no sé utilizarlo bien, ¿eh?, solo sé hacer eso de cortar y pegar, hice una serie que llamé «Bestiario», que representaba cómo quedaría el mundo sin seres humanos, solo con animales. Lo hice para divertirme, solamente. Lo colgamos en el Museo de Zoología, y ya está. Fue, como te digo, una mera diversión. Pero otra vez, con Gema, mi ayudante, que la pobre murió de cáncer hace unos años, estando las dos aquí aburridas, se nos ocurrió inventarnos unas fotos «artísticas». Yo no hago fotos «artísticas», pero me las puedo inventar. Empezamos a buscar fotos que yo tenía de cosas sueltas, de una tumba, de cosas así, y tratamos de hacer con ellas una cosa casposa. Las tengo ahí, ¿eh? Luego te las enseño. Hicimos con ellas lo mismo que hizo Man Ray con aquel alter ego femenino que se inventó, que cuando se le acabaron los originales empezó a tirar fotos nuevas y a virarlas en té, para engañar a los críticos y a los marchand [lo pronuncia muy exagerado] que es algo que me encanta, que me fascina. ¡Qué gusto da engañar a un crítico de esos! Eso lo hizo Man Ray y nosotros lo imitamos. Viramos mis fotos en té y en Coca-Cola. Luego les echamos agua por encima, las terminamos de joder, vamos, y luego le pusimos a la exposición un nombre muy pretencioso, y las acompañamos con un texto más pretencioso todavía que el título, y en una galería de un amigo las colgué. Coño, ¡si hasta vendí unas cuantas! Tanto a Javier [Miserachs] como a Oriol [Maspons] nos irritaba mucho esa cosa pretenciosa de la fotografía artística de los Fontcuberta y compañía. Nos ponía de los nervios y todavía nos pone, por eso tenía tantas ganas de hacer esa broma. Con Xavier y Oriol estuvimos a punto de inventarnos una vez, entre los tres, a un fotógrafo del siglo XIX, nada más que para engañar a toda esta gente. No es tan difícil como parece, ¿eh? Lo que pasa es que había que trabajarlo un poco y Oriol es un verdadero manta y Javier tenía entonces mucho trabajo, porque estaba Hacienda buscándole la ruina, y al final no hicimos nada. Me quedé con las ganas [risas].
Pues, te guste o no, al final tus fotos han acabado en los museos.
Sí. Y, querido, deja aquí que te sea absolutamente sincera: no me lo hubiera esperado jamás. Nunca fue esa mi pretensión, porque mi pretensión con la fotografía ha sido, primero, pasarlo lo mejor posible; y segundo, mantenerme. Porque, a todas estas, yo tenía en esa época una casa en la Costa Brava, adonde íbamos toda la basca todos los fines de semana. Aquello era… ¡Uh! Y yo tenía a su vez mi estudio en Barcelona, así que tenía que ganar dinero como fuera para mantener eso. Es así de sencillo. Esa era mi prioridad. Que luego las fotos me salieran bien… ¡Vete a saber! Lo mismo es que estoy dotada para eso, porque lo cierto es que desde que era pequeña ya me gustaba hacer fotos. Nunca me ha resultado difícil hacer una foto, de ahí que me sorprenda todavía más el ver cómo algunas han acabado en los museos. Oye, estoy muy contenta de que eso haya pasado, ¿eh? Lo estoy de veras, porque si mi padre viviera se lo restregaría por la cara. Todas las medallas que me han puesto a lo largo de mi carrera, que son unas cuantas, las tengo colgadas en mi cuarto encima de una foto de mi padre. Si queréis luego vamos y le hacéis una foto. Mi padre fue quien me compró mi primera cámara, ¿eh? Pero cuando yo le dije: «Papi, me quiero dedicar a la fotografía», se puso que no veas, porque yo tenía que ser, según él, farmacéutica. Me acuerdo de que me dijo: «¿Qué quieres ser, como esos desgraciados que van a los ayuntamientos y se tiran encima de la comida, como buitres muertos de hambre, cuando hay una rueda de prensa? ¿Eso es lo que quieres ser?». Y yo le decía: «Papá, no todo el mundo es así». Lo malo es que luego, con los años, me di cuenta de que mi padre tenía ahí algo de razón, porque los fotógrafos, y tú lo sabrás David [se dirige a nuestro fotógrafo], no tenemos muchas veces tiempo para comer, y en cuanto vemos unos canapés nos vamos flechados a por ellos. Papá tenía ahí razón [risas].
Terenci Moix decía que por culpa de tus retratos te convertiste en «la gran embalsamadora» de su generación.
[Risas]. Es verdad. Eso era fantástico. Terenci Moix fue uno de mis grandes amigos. Cuando escribía sus novelas, las leía antes de que se publicaran. En El sexo de los ángeles hay un personaje que soy yo. Se trata de una fotógrafa de Barcelona que habla en castellano y dice muchos tacos. ¡Soy yo total! [risas]. Adoraba a Terenci y adoraba a su hermana Ana María. He trabajado mucho con ellos.
Las fotos que tienes de ellos son estupendas. Ana María sale muy guapa en muchas de ellas.
La quería mucho. Y para mí su muerte fue un disgusto muy grande. Se nos fue tan pronto… Tantos amigos se han ido ya que… En fin, en esa parte más vale no entrar.
En tus retratos nunca se nota el posado, son muy naturales, casi como robados. ¿Cómo los trabajabas?
Al retratado lo dejo siempre a su aire, dejo que se confíe. La confianza es para mí, y lo ha sido siempre, la base de una buena fotografía. La persona a la cual estás «mortificando», como diría Terenci, tiene que confiar en ti y tiene que saber que todo va a salir bien, que va a salir guapo. Yo he hecho, en efecto, mucho retrato. Me he ganado la vida con ellos, vamos. Pero ha sido porque a la gente la he sacado guapa, coño. Esa es la única razón por la que he hecho tanto retrato. Detesto al fotógrafo que busca su propio lucimiento a costa de la persona que está retratando. No puedo con eso. Cuando tú haces un retrato tienes que estar al servicio de la persona que te ha contratado. Me acuerdo de que a Raphael me negué a hacerle fotos, porque, la verdad, no sabía qué hacer con esa cara. Quiero decirte con esto que uno no tiene por qué hacerle fotos a quien no quiere, pero si se las hace, no te exhibas tú, joder, porque hay tres o cuatro fotógrafos por ahí que… en fin. A mí me gusta la belleza, la gente atractiva, las cosas bonitas, y si tú analizas un poco mis fotos de gitanos, por ejemplo, verás que yo no le meto el dedo en el ojo a nadie, cuando podría haberlo hecho, ¿eh? Pero no. Para mí siempre ha primado la belleza.
Más allá de tus retratos, ¿dirías que Barcelona ha sido como un plató de cine para ti?
Sí. Es una ciudad muy ordenada, bastante más limpia de lo que la gente se queja. Y luego está el modernismo, todo lo de Gaudí, claro, aunque yo, así te lo digo, detesto la Sagrada Familia. Viendo cómo se quemaba Notre-Dame pensaba todo el rato: «¿Por qué no se habrá quemado la Sagrada Familia?» [risas]. Mi amiga Julia Goytisolo, hija de José Agustín, regentó durante una temporada una oficina en el Ayuntamiento de Barcelona donde se facilitaba a la gente que venía a rodar películas aquí. Julia llevaba aquello divinamente. Es una tía culta, maja, pero esa oficina la han cerrado y es un error, porque, en efecto, como bien apuntas, Barcelona es un gran plató de cine. Y el cine trae dinero, coño.
A Barcelona yo se lo debo todo. Mi ser. Yo primero soy feminista, porque es algo que está en mis genes. Segundo soy mediterránea. Y tercero, barcelonesa. Todo lo demás lo discutimos, ¿vale? [risas].
¡Bufff! ¡El Maddox, qué recuerdos y alguno de ellos con Colita incluida! Creo que fue ella la que fotografió a la sensacional Teresa Gimpera «tamponada» con el logo de Bocaccio en su cuerpo (buscar foto en google) entre otras muchas fotos estupendas. Muy divertida la entrevista y recomiendo tomar buena nota de el timo a los críticos que describe en la última parte; dedicado a esos que suspiran por «El grito» de Munch y cosas parecidas. ¡Un recuerdo afectuoso para Colita!
creo que hay que saber apreciar la sátira y tener en cuenta el contexto
hay una gran diferencia entre una mujer a cuatro patas desde un angulo más que calculado para vender cualquier producto en televisión, a una fotografía de dos mujeres a cuatro patas en un marco donde a gritos se sabe donde quedaba el papel de la mujer en algunas oficinas, escenificarlo y dejar evidencia del hecho, de forma que el ver a una mujer a cuatro patas pasa a ser una consecuencia más que a un fin consumible en sí mismo
el fotógrafo eso lo sabe y creo que es un fallo por parte de una revista cultural alimentar clichés y falacias metiendo todo en el mismo saco y emborronando conceptos para aflorar y sacar de nuevo el tema «ofendiditos» siempre de forma unidireccional
que hay varias formas de tratar temas feministas se sabe, es como educar a un perro, les hay que señalan buenos comportamientos y les hay que señalan los malos, las hay que reivindican que somos igual de capaces que nuestros compañeros y que ocupamos espacio y las hay que señalan todo en lo que la sociedad es injusta con nosotras
y también están los que aprovechan para seguir dando baza, reafirmándose en blancos y negros sin tener en cuenta las escalas de grises
Para no creerse el mote de «gauche divine», bien que lo han aprovechado. Los niños terribles del franquismo. Lo que caracteriza a todos ellos es su talento para la autopromoción y para no dejar que quienes no son de su tribu prosperen. Muy graciosa cuando dice que no le gustaba la gente «que subía de las Ramblas». Vamos a visitar a los gitanos en sus covachas, pero que no entren en las nuestras. Y lo de un añito de Franco para que la gente espabile… estupendo retrato hablado.
‘Trabajar’ dice la buena señora… qué horror, espanto y miedo estos ‘modernos’, los de ahora y los de antes. Gente muy peligrosa si se les deja
Si hay algo que me tiene convencido de que el ser humano mejora a largo plazo, es contemplar con tranquilidad, que ciertos sujetos no se reproducen.
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