Fotografía: Andoni Lubaki
El último demonio sobre la Tierra es judío, vive en una buhardilla y tiene como sustento un libro de cuentos en yiddish, «un residuo de los días anteriores a la gran catástrofe». Isaac Bashevis Singer lo sabía porque escribió este, y el resto de sus cuentos, en la misma lengua moribunda. Recordamos su discurso tras recibir el Nobel de literatura (1978): «A los fantasmas les encanta el yiddish, todos lo hablan. El día de la resurrección millones de cadáveres se levantarán de la tumba y preguntarán por el último libro escrito en su lengua».
A Dios, decía Bashevis, solo le pediría una cosa: alguien que la traduzca. Rhoda Henelde lo hizo al castellano y está ahora sentada enfrente nuestro junto a su marido, Jacob. Nos hemos citado en la sede madrileña de la Federación de Comunidades Judías de España. Pronto descubriremos que haber traducido a los tres hermanos Singer, o a Kulbak, a Bergelson o a tantos otros solo es el capítulo más reciente en la vida de una mujer que llegó al mundo en los albores de la gran catástrofe; justo cuando los fantasmas estaban a punto de enamorarse de su lengua de cuna. Rhoda Henelde nació en diciembre en Varsovia, oficialmente en 1937, pero ella sabe que fue en el 38. Para entonces, el gueto de los judíos ya se había levantado en la capital polaca y ni a su padre, Mordejai Lebenshtein, ni al resto se les permitía trabajar fuera de allí. Que el 30 % de la población de Varsovia llegara a ser recluida en un espacio de apenas el 2 % de su superficie era, además de una atrocidad, un desafío a las leyes de la física.
Mordejai era un hombre de recursos, capaz de mantener a su familia dando clases de ruso y esperanto. Rhoda dice que había mucha demanda entonces. Lo sabe porque se lo contaron. Aún era demasiado pequeña para entender nada. También cuando su madre se la llevó a Konstantinow Biala Podlaska, su pueblo. Y allí estaban, con los abuelos, cuando los nazis invadieron Polonia y llegaron a Varsovia. Mordejai consiguió huir entre las bombas y, tras llegar a pie, les dijo que tenían que salir del país. Los abuelos se encomendaron a Dios; Rhoda y su madre huyeron escondidas en un carro de heno hasta Gómel, en la actual Bielorrusia. Su padre encontró trabajo de contable en una fábrica de cerillas, lo cual también fue suficiente para vivir humildemente en aquella casita del bosque. Hasta que volvieron a sonar las sirenas y caer las bombas. Las carreras a los refugios son un primer recuerdo de la infancia para Rhoda, pero todavía no tenía edad para entender que no tener pasaportes era un problema. El castigo para ambas sería más leve si Mordejai entraba en el ejército, o eso pensaron en casa. Rhoda dice que no sabe si lo reclutaron a la fuerza o si marchó voluntario al frente con el Ejército Rojo. Lo cierto es que Mordejai desapareció para siempre, y ellas acabaron en Siberia, en un centro para mujeres delincuentes de Tomsk. Al menos no era un gulag, dice Rhoda, aunque hay otros recuerdos tan dolorosos que prefiere atajar antes de retomar el relato.
En Tomsk, su madre —se llamaba Sime— trabajaba por una ración de pan, y así pasaron tres años hasta que, en el 43, llegó la amnistía de los prisioneros polacos.
«Nos mandaron a Ucrania, a un pueblo en la región de Krasnodar, donde cursé 1º y 2º de primaria. Para entonces ya hablaba ruso pero el ucraniano me resultaba extraño. Como quería que los niños jugaran conmigo, también lo aprendí». Madre e hija hablaban siempre el yiddish entre ellas. No hemos dicho que es una lengua fascinante: alemán medieval en un 70%, y el resto repartido entre vocablos hebreos, eslavos e incluso arameos. Se dice que Ludwik Lejzer Zamenhof construyó el esperanto sobre la gramática de su yiddish materno, el mismo que Isaac Asimov perdió al poco de emigrar a Estados Unidos, o el que Leonard Cohen y Woody Allen no llegaron a heredar de sus padres. El cineasta decía recordarlos hablando su lengua siempre entre susurros. Tanto ellos como la mayoría de los que sobrevivieron a la gran catástrofe se la llevaron así a la tumba.
Éxodo
Sime y Rhoda pasaron dos años en Krasnodar, donde celebraron el final de la guerra poco antes de que el gobierno ruso anunciara la repatriación de todos los judíos polacos a Polonia. Eran viajes larguísimos, siempre en trenes de ganado. Así llegaron a Zgorzelec, en la región polaca de la Baja Silesia. «Era una ciudad bombardeada, pero éramos libres: estábamos en nuestra patria. Entrábamos en casas porque la ciudad estaba vacía. Nunca había visto una casa normal, con mesas, mantel, etc. Todos los días rebuscábamos en el escombro y encontrábamos ropa y juguetes». Los antiguos ocupantes habían sido alemanes. Su ropa seguía en los armarios y su comida en las cocinas, como si fueran a volver a las pocas horas de haberse marchado precipitadamente. Entretanto, la madre y la hija disfrutaban juntas de un primer momento de libertad. Un día la pequeña encontró un saco lleno de billetes. «Fui corriendo donde mi madre pero me dijo que podía seguir jugando con ellos, que ya no valían nada. Era dinero nazi».
La llegada de ciudadanos polacos puso fin a todo aquello. Ahora eran ellos los que perseguían a los judíos; parias a los que estaba permitido insultar, golpear, e incluso matar a palos si era necesario; «un lugar en el que morían hasta los gallos de hierro de las veletas», que habría dicho el demonio de Bashevis. Encerradas en aquella casa, los estantes con comida no tardaron en quedar vacíos. Justo cuando madre e hija se debatían entre morir de hambre o arriesgar la vida en la calle, oyeron voces en la escalera. «Hablaban en yiddish, eran de la Jewish Brigade», recuerda Rhoda, refiriéndose a esa brigada de judíos llegada de Palestina al amparo de Churchill. Tenían orden, después de haber luchado contra los nazis, de permanecer en Europa, ayudar a los supervivientes y rescatar a los niños. A Rhoda y a su madre las llevaron a un edificio enorme, «quizás un antiguo hospital», al que llamaban kibutz. No salían nunca de allí, pero Rhoda recuerda que era primavera por una sencilla razón: «Celebramos la Pascua, el éxodo de Egipto, y descubrí que era judía, y no una «sucia judía» como nos llamaban en todas partes. Tengo muy buen recuerdo de aquello».
Rhoda, que solo dominaba el alfabeto cirílico, aprendía ahora el hebreo de su madre mientras esta pelaba patatas en el patio central del edificio. Sime insistía en volver a su Konstantinow natal, pero los brigadistas judíos avisaron de que Polonia no era lugar para ellos, que los matarían a todos. Preguntaron por los abuelos y les dijeron que los habían mandado a Treblinka. También a los paternos. Se organizó la Brijá, la huida de los supervivientes del Holocausto de Polonia. Les dijeron que era muy peligroso porque ningún país europeo les dejaría cruzar sus fronteras sin documentos. No solo había que hacerlo clandestinamente, sino que debían separar a los padres de sus hijos. «Después de todo lo que habíamos pasado juntas… Fue muy duro», dice Rhoda. Se le vuelve a entrecortar la voz. Tenía siete años cuando la llevaron a un campamento al que iban llegando más niños desde monasterios, desde colegios y hospitales abandonados y campamentos levantados en lo que quedaba de Polonia tras la guerra. «Nos subieron a las traseras de camiones protegidos bajo una lona; atravesamos Ucrania, Rumanía, Hungría… Siempre recogiendo más niños. Pasábamos días o semanas ocultos en lugares lúgubres, como aquel edificio abandonado enorme en cuyo sótano dormíamos rodeados de ratas. Años más tarde descubrí, gracias a un documental, que había sido el hospital Rotschild».
Solo Checoslovaquia les dejó cruzar de forma legal. Cuando Rhoda vio la nieve en Praga entendió que habían necesitado casi un año para llegar desde Polonia a Alemania. El final del trayecto para todos aquellos supervivientes fue un campamento de personas desplazadas de Alemania; desde uno de ellos salió su madre, buscando entre los niños que bajaban de los camiones. El reencuentro fue todo lo emotivo que uno puede esperar en esas circunstancias. Juntas pasaron cuatro años en cuatro de esos campos. «No solo eran inmundos sino que teníamos que compartir espacio con colaboradores de nazis que no querían volver a sus países de origen». Únicamente la intervención del presidente Truman a través de uno de sus enviados consiguió separar a las víctimas de sus verdugos. Para entonces, el yiddish era la lengua favorita de los fantasmas. En un campo ya solo para judíos, Rhoda cursó 3º de primaria en yiddish y hebreo, porque el plan era llevarlos a todos a Palestina. Durante aquella odisea a través de Europa oriental, su madre se había vuelto a casar, esta vez con Menahem Henelde, un sastre judío de Lodz. Este tenía un hermano en Londres y una tía y primos en América. Tras embarcar en el puerto Bagnioli de Nápoles, llegaron a Nueva York el 22 de diciembre de 1949. Rhoda cumplió los años en mitad del Atlántico; oficialmente once, pero ella sabe que fueron doce. Da igual. Cuesta creer que alguien pueda vivir tanto en tan poco tiempo.
América tampoco se lo pondría fácil a los Henelde, pero nada podía ser peor que lo que habían dejado atrás en Europa. Recuerdos de un barbero que se quedó con todos los ahorros de su padrastro nada más desembarcar (cinco dólares), así como de una adolescencia con ropa prestada en un colegio cuyo nivel general era aún más bajo que el de los campos de desplazados en Alemania. De ahí pasó a trabajar como secretaria en un bufete de abogados, donde ahorraba todo lo que podía para pagarse un billete a Israel. Un día, uno de los abogados le dijo que había becas en Estados Unidos para estudiar en Israel. Fue el 10 de abril de 1960 cuando Rhoda pisó el país de los judíos por primera vez. Aprendió el hebreo en un kibutz y se matriculó en Literatura Inglesa y Filología Románica, con literatura yiddish como especialidad suplementaria. En el verano del 61 viajó a Madrid con la intención de perfeccionar el español, y su camino se cruzó con el de Jacob Abecasis, un estudiante de Ingeniería sefaradí.
«Nos conocimos en la sinagoga y centro comunitario, que no era más que un oratorio tolerado en un sótano de la calle Cardenal Cisneros. Por aquel entonces había en Madrid algún centenar de familias judías llegadas de toda Europa, además de algunas decenas de estudiantes universitarios venidos del antiguo Marruecos español, como yo mismo», interviene Jacob. «Éramos universitarios de casi todas las facultades; organizábamos reuniones los sábados, manteníamos una revista oral… Yo tenía mi base de conocimiento del hebreo de niño de Tetuán porque provenía de una familia conservadora y Rhoda fue mi profesora para perfeccionar el idioma».
La última página
Se casaron en el 68 y, a partir de entonces, tuvieron a sus tres hijos mientras encadenaban temporadas entre España e Israel. No fue hasta el año 2000 cuando Rhoda recibió la primera propuesta de traducir a Bashevis, aunque este último llevara muerto desde el 91. Tras recibir el Nobel, varias de sus obras se traducen al castellano desde la versión inglesa, pero no todas. Sombras sobre el Hudson se había publicado por entregas en el diario yiddish neoyorquino Forward entre 1957 y 1958. En ella, Bashevis cuenta el ocaso del judaísmo centroeuropeo al que pertenecía a través de una serie de supervivientes del Genocidio varados en Manhattan: son los Grein, los Luria, los Makaver… Han perdido a sus madres y a sus hijos en el Yiddishland, la tierra del yiddish, pero sus fantasmas les han acompañado hasta el otro lado del océano. En España será Ediciones B la que se lance a publicar esta perturbadora novela en el año 2000. Tras comprar los derechos para la traducción desde el original, los editores se topan con la dificultad de encontrar a alguien que lo haga desde el yiddish.
«Nos contactaron a través del grupo de conversación y lectura que tenemos desde el 92 en Madrid para mantener la lengua. Mis hijos insistieron y, al final, me animé», explica Rhoda. La constatación de que era ella la traductora que Bashevis había pedido a Dios llegaría poco después. «Hay muchos dialectos del yiddish pero resultó que el de Bashevis era el de mi madre. ¡Era justo el nuestro!». Desde aquello, Rhoda y Jacob han firmado la traducción de media docena de autores. De Israel Joshua Singer, hermano mayor de Bashevis, dicen que era mucho mejor novelista que este, pero que murió demasiado joven. También han traducido a Esther, la hermana mayor de la que ambos renegaron; «no el padre, pero sí la madre y los hermanos. Era epiléptica. Es una historia muy triste», dice Jacob. Sobre el futuro de una lengua que fue cercenada físicamente en su momento de mayor esplendor, la pareja se muestra optimista:
«En América se han creado grupos laicos para mantener la lengua y se enseña en cursos de verano en Tel Aviv, e incluso en Alemania», aduce Rhoda. Es cierto que el yiddish sigue vivo en comunidades ultraconservadoras como los jasídicos neoyorquinos, que usan el hebreo solo para leer los libros sagrados. Tal es la paradoja lingüística de los judíos: la lengua oficial en Israel, el hebreo, llevaba muerta dos mil años cuando se rescató de las escrituras a finales del siglo XIX. Su imposición como única lengua oficial tras la creación del Estado judío fue un elemento de cohesión social clave, pero también una mordaza para otras que se habían hablado durante siglos y seguían aún vivas, como el yiddish. Datos recogidos por el Consejo de Europa finales del siglo pasado situaban el número de hablantes en todo el mundo en torno a los dos millones, una cifra que podría haberse reducido considerablemente a día de hoy, y que palidece aún más cuando uno piensa que sumaban en torno a doce millones antes del Holocausto.
Se ha perdido mucho, casi todo. Rhoda recuerda que su abuela sabía el polaco justo para defenderse en el mercado, y que vivió el momento en el que yiddish salía del barro de la diglosia. Fue en 1864 cuando Sholem Yankel Abramovich, un escritor ilustrado de Lituania consagrado en hebreo, escribió Dos kleyne mentshele (El hombrecillo) en yiddish. Su publicación fue la puesta de largo en la literatura moderna de una lengua rica y flexible; el código para desvelar una cosmogonía judía no necesariamente religiosa. El último demonio de Bashevis lo explicaba mucho mejor: «Satanás ha cocinado un nuevo guiso, y ahora los judíos han producido escritores».
Rhoda quiere pensar que la lengua sobrevivirá a los embates del futuro. Llegó esperanzada de su reciente visita a Rumanía, donde recientemente fue invitada a una feria de teatro y a participar en un simposio sobre el yiddish. En el hotel junto al teatro todo el mundo hablaba la lengua, hasta los propios israelíes. «¡Era Yiddishland!». Le pidieron que hablara de la situación de la lengua en España. La península nunca fue parte de la patria del yiddish pero, según la traductora, el interés por sus autores resulta sorprendente. En Bucarest, el antiguo director del Forward, que ahora tiene un digital en ese idioma, le pidió el papel de su disertación para publicarlo. También menciona a Evgeny Kissin, el reconocido pianista clásico ruso —hoy ciudadano británico e israelí— sorprendido de que en España existiera el yiddish, quien le escribió una carta donde le explicó en yiddish que quiere recuperar la lengua de su infancia de su abuelos. Se conocieron en persona durante su último concierto en Madrid, en la que el músico también quiso reunirse con el grupo de hablantes en su reunión mensual.
No es raro ver a Kissin recitar en publico, y con auténtica devoción, poemas como Di freyd fun yidishn vort («El gozo de la palabra yiddish»). Pertenece a Yankev Glatshsteyn, un poeta judío nacido polaco a finales del XIX y muerto americano en 1971, justo el año en el que nació Kissin. Bashevis habría achacado la casualidad a ese demonio que se agarra a un libro de cuentos en yiddish. «Mientras las polillas no hayan destruido la última página, tengo con qué jugar», nos traduce Rhoda.
En menos de una página una conmovedora historia. Excelente lectura.
Realmente asombrosa la historia de supervivencia y superación de esta increíble mujer. Excelente artículo.
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