En 1504, cuando Miguel Ángel tenía prácticamente acabada su estatua del David, recibió en su taller la visita de Piero Soderini, el gonfaloniero (el jerarca de mayor rango) de la entonces república de Florencia. En general, a Soderini le gustó la escultura y no puso objeciones a su desnudez. Dijo, eso sí, que tenía la nariz demasiado grande.
Miguel Ángel, que todavía no había desmontado los andamios en torno a la figura, subió a lo alto de la estructura armado con su cincel y comenzó a hacer ruidos, aplicando contra la piedra la parte roma del instrumento. También sacudió el polvo de mármol que se había acumulado sobre las tablas para que cayera y que pareciera que se estaba desprendiendo de la escultura. Desde el suelo, cinco metros más abajo, Soderini no pudo apreciar que Miguel Ángel no estaba esculpiendo realmente, solo fingiendo que lo hacía, y que no alteró en absoluto la nariz del David. Cuando el escultor dijo haber acabado, el gonfaloniero se dio por satisfecho:
—A mí me gusta más así —dijo—. Le has dado vida.
Lo cuenta Giorgio Vasari en Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos, publicado solo unas décadas después de aquello, y la anécdota todavía trae de cabeza a los historiadores del arte. Unos dicen que no es cierta, que el cronista solamente quiso significar la superioridad del juicio del artista frente al del patrón y que por eso inventó este episodio en su libro (1). Otros dicen que esto seguramente ocurrió, pero no a colación de la nariz sino del pene del coloso, aunque eso parece lo menos probable: el David se iba a exhibir con una guirnalda dorada cubriendo su virilidad. Y otros dicen que no, que esto pudo ocurrir tal cual, y que posiblemente Soderini intuyó lo que, por otra parte, puede intuir cualquiera con ojos en la cara y un poco de sangre en las venas: esa nariz rotundísima del David, ese semblante de buque rompehielos, es una auténtica obscenidad (2). O no le gustó nada o, peor todavía, le gustó demasiado. Los puritanos, ya se sabe, con frecuencia no distinguen bien una cosa de la otra.
Sobre la vida sexual de los monos (incluido usted)
Solamente existen dos especies de primates con una probóscide cartilaginosa y protuberante en las fosas nasales. Una es el ser humano. La otra es un pequeño cercopiteco endémico de la isla de Borneo al que llamamos, en castellano, mono narigudo.
En febrero de 2018, un equipo de investigadores de las Universidades de Cardiff y Kioto publicó los resultados de un amplio estudio concerniente a la nariz de ese animal (3). El grupo, liderado por el biólogo japonés Hiroki Koda, descubrió que existe una relación directa entre el tamaño de la nariz de los machos y el grado de reacción de las hembras a sus aullidos de cortejo; entre el tamaño de la nariz de los machos y el número de hembras en sus harenes; y, lo más llamativo, entre el tamaño de la nariz de los machos y el tamaño de sus testículos. Aunque los expertos conocían la prevalencia de los machos con las mayores narices en el contexto de la competencia sexual, sorprendió la contundencia de esa correlación biológica adicional: los machos con mayores narices no solo logran entablar más relaciones sexuales, sino que también tienden a ser sujetos más fértiles.
A la otra especie del planeta dotada de nariz, sin embargo, parece ocurrirle lo contrario: que la prefiere pequeña. Dato: según las estadísticas de la Asociación Internacional de Cirugía Plástica y Estética, en 2016 se hicieron 786 852 rinoplastias a lo largo y ancho del mundo. Y, aunque la abrumadora mayoría de usuarios de cirugía estética son mujeres, proporcionalmente son los varones quienes se someten más a este tipo de intervención. La reducción del tamaño y la proyección de la nariz es la tercera intervención quirúrgica con fines estéticos más frecuente entre los hombres (después de la cirugía de párpados y la de corrección de ginecomastia) y solamente la sexta entre las mujeres.
A nivel global, la rinoplastia es la segunda operación estética más frecuente en el área de la cabeza y la que antes se acomete: en un 65 % de las ocasiones se hace a pacientes menores de treinta y cinco años. Brasil es el país donde más personas se someten a este tipo de cirugía: solo en aquel año, el último que recogen al completo las estadísticas, lo hicieron cerca de 74 000. En España, el décimo país del mundo donde la cirugía estética es más frecuente, se hicieron 17 675 rinoplastias. Ah, y que no le tiente pensar que esto es una singularidad del primer mundo, de Occidente o de alguna otra entelequia de esas. En países como Irán y Turquía, de hecho, es la operación de cirugía estética más demandada.
Y la cirugía es lo de menos. Basta con echar un vistazo a los deportistas más deseados, los miembros de las boy bands o la lista de los «Sexiest Man Alive» que confecciona la revista People: en nuestra civilización se encumbra por su atractivo a hombres con narices pequeñas, frecuentemente minúsculas, y en casi todos los casos discretas y poco llamativas. Pero ¿por qué? Es todo un misterio. La nariz es uno de nuestros caracteres sexuales secundarios, es decir, uno de los rasgos anatómicos (aparte de los propios órganos genitales) sujetos a dimorfismo sexual. En la especie humana, la nariz de los machos es aproximadamente un 10 % mayor. Esta divergencia, además, no tiene lugar entre los niños y las niñas, y solo ocurre a partir de desencadenarse la maduración sexual. Aunque sea algo fácilmente contrastable en la experiencia de cualquiera, en un estudio (4) dirigido en 2014 por Nathan Holton, antropólogo de la Universidad de Iowa, se pudo precisar que la nariz de los varones comienza a desarrollarse a mayor ritmo que la de las mujeres a partir de los once años, con la entrada en la pubertad, y a la vez que otros caracteres sexuales secundarios de naturaleza cartilaginosa localizados en el aparato respiratorio (como la nuez o las cuerdas vocales).
En conjunto, los caracteres sexuales secundarios son los que ejercen como reclamo sexual, y en nuestra especie (desprovista de cornamenta o un plumaje colorido) lo harán casi siempre por su tamaño: las mujeres con mamas más desarrolladas y labios más carnosos, por ejemplo, resultarán más atractivas (5); los hombres lo serán si adquieren más desarrollo muscular y una mayor estatura (6). Entonces, ¿ocurre acaso que el mayor tamaño de la nariz no es la cualidad que acentúa precisamente su magnetismo sexual? Dicho con sencillez: ¿no son las narices grandes las que confieren más atractivo a los machos humanos, y no las pequeñas? Ay, cómo decirlo: para gustos, los colores. Eso es algo complicado de probar, o acaso de hacerlo con verdadero rigor científico. Pero sí sabemos a ciencia cierta que ha venido siendo así en el pasado, o que lo ha sido predominantemente. Este fenómeno, muy común en la naturaleza (cuando los machos desarrollan características anatómicas de forma diferente a las de las hembras, o que incluso llegan a convertirse en exclusivas de su sexo), es consecuencia de la selección sexual: las hembras han premiado esa característica a la hora de elegir compañero sexual y los machos portadores de estas cualidades han reproducido sus genes con más frecuencia. De esa forma la propia característica se ha ido acentuando en el sexo masculino con la sucesión de generaciones (7). Y esto, recuerda el propio Koda en su estudio, «no hace excepción con los linajes de primates, incluyendo a los humanos». En otras palabas: los hombres tienen narices mayores porque los hombres con narices mayores han gustado más a las generaciones de mujeres que nos han precedido. Y eso, según parece, ha dejado de pasar.
Sátrapas persas y el Capitán Garfio
Que sepamos, la primera persona retratada en una moneda fue Tisafernes, un sátrapa persa, en el siglo V antes de Cristo. Ya en aquella primerísima ocasión la figura aparecía de perfil y provista de una grandísima tocha.
En aquello tuvo que ver la influencia del arte persa (en el que abundaban los bajorrelieves, donde la figura humana se representaba normalmente de lado), pero no puede dudarse que fue una idea felicísima. Las monedas con perfiles calaron pronto por todo el Imperio aqueménida y más tarde, tras la conquista de Alejandro, llegaron a sus satrapías occidentales, incluyendo Egipto y Grecia. En el Mediterráneo cambió la nariz, pero no su proporción exagerada. En los dracmas, los diádocos tenían grandes narices rectilíneas al estilo helenístico; en los denarios romanos, los cónsules y emperadores aparecían investidos con tremendas narices aquilinas (del latín aquilinus, que significa ‘aguileño’ o ‘relativo a las águilas’). Príncipes renacentistas, padres de repúblicas, dictadores fascistas… Siglo tras siglo, todos se han retratado así, con narices desproporcionadas (8). ¿Acaso es que todos esos sujetos las tenían así? No, hija, no. El parecido con la realidad importaba poco antes de que los medios de comunicación de masas permitiesen a las personas comunes conocer el aspecto de sus gobernantes. Se trataba de infundir respeto, favorecer la mansedumbre y garantizar la obediencia.
No era psicología subliminal, descarte usted esa idea; es que realmente se pensaba que las narices ilustraban con fidelidad el carisma de las personas. Es una creencia muy antigua y bien documentada. Ejemplo: Platón menciona la nariz de Sócrates hasta cuatro veces en el Teeteto. Según él, la espantosa nariz de su maestro, tan diminuta y respingona, tan contraria a la napia enorme y rectilínea que los griegos consideraban hermosa, era un reflejo de su carácter poco convencional (9). La idea no solo sobrevivió a la Antigüedad sino que experimentó su edad de oro en el siglo XIX, con el auge de la frenología y el racismo científico, hasta el punto de popularizarse varias taxonomías. La más famosa, seguramente, fue la de George Jabet en Notes on Noses, un libro publicado en 1848. Distinguía seis tipos de narices (griega, romana, cogitativa, judía, respingona y celestial) y cada una era el reflejo de diferentes cualidades de la personalidad. Pierda interés en este libro, si acaso tiene alguno: es pura basura (10).
Y no, en la actualidad tampoco hemos dejado de atribuir rasgos de la personalidad a las narices. Ocurre que las narices ya no dicen las cosas que solían decir. La nariz grande y gibosa ya no es algo que los reyes quieren tener en su retrato en las monedas; ahora esa nariz la tiene Gargamel. Y la madrastra de la Cenicienta, el emperador Palpatine, la Bruja del Oeste o el Capitán Garfio. Por el contrario, a los héroes de nuestras películas les caracteriza habitualmente una nariz pequeñita y en los dibujos animados muchos protagonistas ya no tienen nariz, directamente (11). Así que no se felicite tan pronto por vivir en la edad de la razón, cuando ya no se atribuyen cualidades psicológicas a los rasgos faciales; en cierto modo, quizá sea ahora cuando nos dedicamos a hacerlo con más ahínco.
Breve compendio de tonterías acerca de la nariz
Como de todos los males del mundo, también del ocaso de la nariz grande se ha culpado a los millennials. Incluso hay quien atribuye a «la generación selfie» una especie de trastorno dismórfico corporal en lo que concierne a su nariz: no es que prefieran las narices pequeñas, dicen, es que perciben la propia más grande de lo que es en realidad. La tesis sería esta: la óptica de las cámaras de los teléfonos móviles distorsiona el tamaño aparente de la nariz, agrandándolo. Hasta un 30 % en el caso de los hombres y un 29 % en el caso de las mujeres, según los resultados de un estudio (12) publicado en agosto de 2018. Y los millennials, como son tontos, van y se operan. Acerca de este asunto no le recomendaremos una lectura en concreto, en internet encontrará un gran surtido de noticias diciendo esto mismo y variaciones parecidas (13). Elija usted la que presienta que va a confirmar mejor sus prejuicios sobre las generaciones venideras y haga clic sobre ella. Quizá no lo sepa, pero las publicaciones online en cuyo titular se acusa de algo a los millennials, en particular de amariconamiento y pamplina, cosechan, generalmente, unas visitas de escándalo.
Y, mire, ya que se pone: busque también en Google la expresión «men are the new women» (y de forma entrecomillada, para que le muestre solo las publicaciones donde la frase se dice literalmente así). Comprobará que el motor de búsqueda arroja más de 140 000 resultados. Eso son 140 000 artículos, publicaciones en blogs y vídeos cuyos autores afirman literalmente esto, que «los hombres son las nuevas mujeres», una expresión que ya es casi un cliché en la lengua inglesa. Confiamos en que no le coja por sorpresa: habrá oído esto mismo o alguna analogía en charlas de sobremesa, cafés con amigos y otros foros donde se cultiva el género narrativo más popular de toda la historia: que todo era mejor antes que ahora. Eso sí, la devaluación de la nariz característicamente masculina es, normalmente, la menor de las preocupaciones de los custodios de las esencias. Nada comparado con la gravedad de otros fenómenos que vienen ocurriendo a la par, como la popularización de la depilación entre los varones, por ejemplo, o el verdadero séptimo sello: el maquillaje masculino. Es el apocalipticismo moderno, el nuevo efecto 2000. Los campesinos medievales temían la proximidad del fin del mundo, nosotros auguramos la inminente desintegración de la condición masculina.
Eso sí: no se crea que para naturalizar lo contrario, la nariz de proporciones pequeñas, no se incurre en el disparate y la parida. Por ejemplo, en julio de 2017 la ciencia («la ciencia») anunció quiénes eran, empíricamente, los diez hombres más atractivos del mundo. Y el periodismo («el periodismo») acudió raudo a dar la buena nueva. Julian de Silva, un cirujano plástico londinense, había desarrollado un software capaz de cartografiar los rasgos faciales, detectar los que confieren belleza, tomar sus medidas y comprobar en qué grado estas magnitudes guardan entre sí la divina proporción, también llamada número φ (phi) o razón áurea (14). Por lo visto, el hombre más guapo del mundo (ya verá, sorpresa en Las Gaunas) es George Clooney (con un 91,86 % de algo; el qué, no nos queda muy claro). Le siguen Bradley Cooper (91,80 %), Brad Pitt (90,51 %), Harry Styles (89,63 %) y David Beckham (88,96 %), entre otros hombres de narices más bien chiquititas. Hasta donde hemos podido comprobar, a ninguno de los profesionales que firmaron estas noticias les pareció pertinente reseñar que, en los resultados que arroja este sistema, confeccionado por cirujanos plásticos y financiado por la industria de la cirugía plástica, una proporción significativa de estos hombres de rasgos perfectos lo son después de someterse a cirugía plástica (y, en particular, a rinoplastias) (15).
Sobre el tamaño de su pene (el suyo de usted)
A los lectores, varones y hembras, con independencia de su edad, estado y condición, les suplico por el amor de Dios y bien de sus propias almas, simplemente que se guarden contra las tentaciones y sugestiones del demonio y que se defiendan contra sus maquinaciones y artificios orientados a inculcar en sus mentes ideas diferentes de las que yo doy en mi definición. Cuando utilizo la palabra nariz, tanto a lo largo de este capítulo sobre las narices como en cualquier otra parte de mi obra donde aparezca la palabra «nariz», declaro que con esa palabra no quiero decir ni más ni menos que nariz.
Lo puso Laurence Sterne en boca de su narrador en La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, donde la palabra «nariz» aparece ciento sesenta y tres veces. Ya ve usted qué parrafada y solamente para evitar decir «polla». ¿Sabe qué? Que quizá pecamos de mojigatería al decirnos que la nariz grande es hermosa, al equiparar porque sí la belleza y el magnetismo y conferirles un mismo rango. Quizá (quizá) la nariz grande no fuese nunca verdaderamente hermosa. Quizá (quizá) la nariz de tamaño moderado fuese siempre la hermosa y la grande tuviera algo más poderoso todavía: retórica. Y quizá (quizá) ocurriese aquello mismo contra lo que advertía Sterne: que, al ver una nariz, se estuviese viendo realmente otra cosa.
La creencia de que el tamaño de la nariz de un hombre se relaciona con el tamaño de su pene viene de antiguo. Y en la especie humana el tamaño del pene (tápese los oídos, que las verdades duelen) es una de las cualidades sexuales más valoradas (16). La nariz era un silogismo: si A es B y B es C, entonces A tiene que ser C. Y aquel silogismo encendía coloretes tras los abanicos. ¿Por qué persistió este mito? Por su utilidad, como cualquier otro. Les resultaba útil a las damas victorianas, y también a algunos caballeros, para anticipar las magnitudes anatómicas de los varones y dejar la imaginación volar. Y a usted y a mí, sencillamente, ese silogismo no nos hace falta, y quizá por eso las narices grandes hayan empezado a darnos igual a efectos del lerele. No somos más listos que entonces, no, e inocentes lo somos solamente un poquito menos. Es que estamos en 2019, ya no hay necesidad de figurarse nada. Hasta en los grandes telones publicitarios que cubren las fachadas de los edificios los futbolistas posan vestidos solamente con unos calzoncillos apretadísimos. Es que usted me dirá.
Y, mire, se lo diremos de sopetón: ni la nariz ni ninguna otra parte del cuerpo tiene un tamaño correlativo al del pene. Una nariz grande no prueba salud sexual, no anticipa fertilidad y ni siquiera le garantiza a usted que vaya a echar un polvo mejor. Puede culpar de tan terrible caída del guindo a Jyoti Shah y Nim Christopher, investigadores del Hospital St. Mary de Londres, que dejaron la cuestión zanjada en un estudio de 2002 que ha adquirido ya el estatus de clásico (17). Aunque su investigación, en la que estuvieron involucrados ciento cuatro varones de diferentes procedencias étnicas, se centraba en la relación entre el tamaño de los pies y el del pene, muestreos adicionales y nuevas investigaciones han confirmado lo mismo en cuanto al tamaño de las manos, de la nariz y de otras regiones de la anatomía (20). Se han medido los penes, se han medido después las manos, los pies y las narices de sus dueños, y la respuesta es no. Repetimos: no.
Así que sí, debe usted aceptar la derrota. Ellos tienen razón y nosotros nos equivocamos. Ellos son quienes prefieren una nariz moderada, quienes encumbran por su sex appeal a los hombres chatos; hacen bien y no incurren en ningún sinsentido. Nosotros somos quienes todavía encontramos en la nariz grande un cierto erotismo y nos decimos que es fundado; no lo es, punto pelota, y ya está. Consuélese pensando que estos aciertos y desaciertos los son solamente en sentido biológico. Y, mire, entre usted y yo: ande o no ande, caballo grande. Y la biología qué más dará. No somos monos, a fin de cuentas. Mucho menos, monos narigudos.
(1) En cierto modo, este intercambio entre Miguel Ángel y Soderini lleva a términos literales la expresión italiana «prendere per il naso», literalmente, ‘tomar por la nariz’ o ‘coger por la nariz’. Aunque hoy esta expresión significa ‘burlarse’ o ‘engañar’ (y puede equipararse a la castellana «tomar el pelo»), en aquella época implicaba, más bien, conseguir que alguien cumpliera inadvertidamente la voluntad de uno (la noción que se evoca es la de conducir a los bueyes, los búfalos o las vacas asiendo el aro que atravesaba sus fosas nasales).
(2) Lo dice Paul Barowsky en Michelangelo’s Nose: a Myth and its Maker, de 2007. Si solo va a leer un libro sobre narices en su vida, que sea este.
(3) Hiroki Koda et al.: «Nasalization by Nasalis larvatus: Larger noses audiovisually advertise conspecifics in proboscis monkeys». Science Advances, vol. 4, n.º 2, 2018.
(4) Nathan Holton et al.: «Ontogenetic scaling of the human nose in a longitudinal sample: Implications for genus Homo facial evolution». American Journal of Physical Anthropology, vol. 153, n.º 1., 2014.
(5) Miriam Law Smith et al.: «Maternal tendencies in women are associated with estrogen levels and facial femininity». Hormones and Behaviour, no. 61, 2012.
(6) Véase la nota 16.
(7) Erik Svensson y Thomas Gosden: «Contemporary evolution of secondary sexual traits in the wild». Functional Ecology, vol. 21, n.º 3, 2007.
(8) Algunas de las narices más grandes de numismática: Nahapana, Rudrasena I (ambos sátrapas occidentales de la India), Mitrídades II de Partia, Cleopatra VII (no podía faltar), Calígula, Nerva, Isabel I de Inglaterra, Carlos III de España o Antonio Sucre. Aunque nos consta que muchos de estos gobernantes tuvieron, en efecto, una nariz grande, su traslado a la efigie de las monedas debe considerarse intencional. De hecho, algunos de los soberanos más verdaderamente narizones (Julio César, Napoleón, Fernando VII) aparecieron en sus monedas con un perfil suavizado y narices más pequeñas que las de estos otros.
(9) Habla Teodoro: «Con el mayor gusto, Sócrates, y para informarte, creo conveniente decir cuál es el joven que más me ha llamado la atención. Si fuese hermoso, temería hablar de él, no fueras a imaginarte, que me dejaba arrastrar por la pasión, pero, sea dicho sin ofenderte, lejos de ser hermoso, se parece a ti, y tiene, como tú, la nariz roma y unos ojos que se salen de las órbitas, si bien no tanto como los tuyos».
(10) Es racista, machista y antisemita hasta el mismísimo lunatismo. Por descontado, carece del más mínimo fundamento científico. Si quiere leer divulgación sobre la anatomía de la nariz, nuestro consejo es The Nose: A Profile of Sex, Beauty, and Survival, un libro de Gabrielle Glaser publicado en 2002.
(11) No tienen nariz ninguna de las Supernenas, Darwin (de El asombroso mundo de Gumball), Patricio (de Bob Esponja) o la mayoría de los personajes humanos de Hora de Aventuras, por poner solo algunos ejemplos. Es muy frecuente que ocurra en anime japonés o en películas de animación de Pixar.
(12) Brittany Ward et al.: «Nasal Distortion in Short-Distance Photographs: The Selfie Effect». JAMA Facial Plastic Surgery, 20, 2018.
(13) Otra: la denominada «dismorfia Snapchat».
(14) Por si quedaba alguna duda: «No hay ningún descubrimiento científico que haya resultado de aplicar científicamente la proporción áurea. No predice nada. No forma parte de ninguna propuesta que tenga algún tipo de contenido científico». Son palabras de John Allen Paulos (matemático y autor de Innumeracy: Mathematical Illiteracy and its Consequences, un libro titulado El hombre anumérico en español) recabadas por Business Insider a propósito de esta misma cuestión. En realidad, un estudio de 2009 ya demostró de forma concluyente que, aunque se pueden rastrear fácilmente las proporciones físicas que se consideran, convencionalmente, más hermosas, estas tienden a parecerse a las proporciones de la fisonomía media. Con mucha prudencia, los autores de aquel estudio entrecomillaron en el titular la propia noción para significar que esta nueva proporción áurea de la belleza facial no es, en modo alguno, la proporción áurea convencional. Más: Pamela M. Pallett, Stephen Link y Kang Lee: «New ‘golden ratios’ for female facial beauty». Vision Research, vol. 50., n.º 2, 2010.
(15) No nos vamos a pillar los dedos con cifras precisas, tendrá que disculparnos. Las estrellas no suelen confirmar ni desmentir que se hayan sometido a cirugía estética. Tampoco daremos nombres, está feo señalar con el dedito, pero a nosotros nos salen tres seguros y dos muy probables. Ah, y, todo esto, sin contar el bótox.
(16) Pero no la que más. En el curso de una investigación publicada en 2013 se pidió a un grupo de mujeres heterosexuales que calificasen el atractivo de hombres caracterizados por diferentes combinaciones de atributos sexuales. Entre las conclusiones, interesantísimas, está que el tamaño del pene aumentaba decididamente el atractivo de aquellos sujetos, aunque no de forma determinante; la altura de un varón, por ejemplo, tenía más efecto en su magnetismo sexual que el tamaño de sus genitales. Brian S. Mautz et al.: «Penis size interacts with body shape and height to influence male attractiveness». Proceedings of the National Academy of Sciences, vol. 110, n.º 17, 2013.
(17) Jyoti Shah y Nim Christopher: «Can shoe size predict penile length?». BJU International, vol. 90, n.º 6, 2002.
(18) Otra sobre este particular: D. Mehraban, M. Salehi M y F. Zayeri: «Penile size and somatometric parameters among Iranian normal adult men». International Journal of Impotence Research, n.º 19, 2007. Otra más: J. C. Orakwe, B. O. Ogbuagu y G. U. Ebuh: «Can physique and gluteal size predict penile length in adult Nigerian men?». West African Journal of Medicine, vol. 25, n.º 3, 2006.
Rubén, genial como siempre!
Me ha hecho usted divertir con estas investigaciones sobre nuestras narices. Especialmente con la muy posible sustitución, como símbolo del poder masculino, de la otra saliente puntiaguda que cotidianamente está más presente en nosotros que la primera por motivos de angustia terrenal. La primera es más celestial, aérea, y pasa casi ignorada. Esto me lleva a especular que, si los penes hubieran tenido una cierta personalidad reconocible en aquellos tiempos libres de dioses pudorosos, digamos un cierto perfil identificable, habrían tenido el legítimo derecho de ser ellos las efigies en las monedas y derivados. Y esto me lleva a pensar con bochorno en los penys ingleses. Luego de esto me pregunto cuál sería la interpretación de los científicos de frente a las grandes narices femeninas, y confieso que jamás presté atención a las de ellas. Es más, me parecían (hasta ahora, luego de leer este interesante artículo) que no merecían ningún tipo de reflexión, forman parte de la belleza femenina, pero que las hay las hay. Y me viene súbito la de Julia Roberts, o la de Liv Ullmann, o la otra aún mas pronunciada, la de la grande Ingrid Bergman, siempre puntiagudas y hacia lo alto como todos los suecos, y aquella otra de Christina Scott Thomas. ¿Aspiración de poder? No lo creo. Gracias por la lectura.