Escribir es un trabajo arduo que de vez en cuando, si uno tiene paciencia y además tiene suerte, se transforma en otra cosa, un arrebato, una especie de trance del que si se habla debe hacerse con tiento, porque es un campo sembrado de malentendidos. Para los antiguos no había la menor duda: la poesía era el fruto de una posesión. Que tal posesión se manifestara en versos perfectamente medidos y en un lenguaje hecho en gran parte de fórmulas no tenía nada de contradictorio. La poesía estaba unida a la música, y también al recitado en voz alta y al canto, lo cual la conectaba más directamente aún con los dioses, metáforas ellos mismos de la naturaleza y de la condición humana. Borrados los saberes humanísticos en la educación contemporánea, las etimologías preservan indicaciones objetivas: en la raíz de la palabra «entusiasmo» está la idea de la posesión por un dios. En la cultura griega arcaica, los dos oficios humanos que conectan de algún modo con la divinidad, el de bardo y el de adivino, llevan consigo la ceguera. Porque ven lo que nadie más puede ver Homero y Tiresias no pueden ver lo que los demás ven con sus ojos. El bardo y el adivino son variantes de la figura del chamán, que a cualquier persona en su juicio la pone en guardia, porque nos recuerda, sobre todo a los que ya tenemos cierta edad, aquellos delirios ineptos de los años setenta, hechos de una mezcla entre la lectura de los libros de Carlos Castaneda y el consumo de porros de hachís con fondo de rock sinfónico, o peor todavía, de rock sinfónico andaluz.
Curiosamente en el romo lenguaje de la droga de entonces afloró la metáfora inmemorial de la ceguera, en una variante que se refería a un estado de máximo colocón, por seguir con el vocabulario de entonces: alguien «pillaba un ciego» o «llevaba un ciego», pero ese presunto estado de conciencia alterada tenía mucho más de tosca modorra con propensión al muermo y a la risa floja que de lucidez visionaria. En mi experiencia, la cosa no dio nunca mucho de sí. A uno le daba a veces por escribir en ese estado y llenaba páginas y páginas, con un fervor parecido al de los espejismos de lucidez de las conversaciones de borrachos. Pero a la mañana siguiente los grandes hallazgos de la noche anterior apenas se descifraban, porque en medio del arrebato no estaba uno para cuidar la letra, y cuando lograba entenderse algo de lo que se había escrito con tal sensación de trance, se comprobaba que era una tontería.
No hay atajos para escribir, al menos que yo sepa, ni más sustancias favorables que las segregadas en abundancia por el propio cerebro. Durante bastantes años yo estuve seguro de que entre la nicotina y la escritura existía una relación necesaria, sin duda por la influencia del cine, que tanto daño ha hecho a las imaginaciones noveleras, sobre todo en esas décadas gloriosas de su alianza criminal con los fabricantes de cigarrillos, cuando no había periodista o escritor de película que no golpeara heroicamente a deshoras la máquina de escribir envuelto en una niebla de tabaco tan espesa como la que rodeaba a los detectives y a los gánsteres, y cuando las mujeres más hermosas entreabrían los labios antes de besar expulsando un hilo de humo. Besar aquellas bocas perfectas habría sido como lamer un cenicero sucio. Una noche de entonces, la época remota de las cartas tangibles y las cabinas de teléfonos, salí a las tres o a las cuatro buscando por los callejones del Albaicín de Granada una cabina para despertar a mi novia, ebrio de alegría y tabaco, y decirle que acababa de terminar la novela en la que había estado trabajando como un galeote los últimos meses. Por el camino creo que no dejé de toser. A la mañana siguiente, cuando desperté bastante tarde, la resaca de tabaco era más poderosa que el alivio de no tener que seguir escribiendo.
Hay que tener cuidado hablando de rapto en un país como España, donde el desprecio por los trabajos intelectuales está todavía más extendido que la autoindulgencia entre quienes se dedican a ellos. Escribir algo que valga la pena requiere no solo mucha perseverancia, sino también algo más primitivo, cabezonería pura, una determinación de hacer eso y solo eso a lo largo de mucho tiempo, o de reservar en la propia conciencia un espacio privado en el que el acto de escribir posee la primacía absoluta. Aunque uno haga otras cosas, se gane la vida como pueda, cuide a su familia, salga a cenar con sus amigos, etc., hay un momento en que lo que hace puede ser descrito con uno de los efectos del amor, según Lope de Vega: «dar la vida y el alma a un desengaño». Lo importante es la primera parte: dar la vida y el alma. El desengaño también, muchas veces, pero la literatura, lo mismo que el amor, también nos puede dar mucho más de lo que le habíamos pedido, de lo que habíamos sabido imaginar, que casi siempre es poco, porque la imaginación del deseo, contra lo que parece, es bastante pobre.
Es verdad que sin el trabajo no hay nada: pero es igual de verdad que el trabajo no es nada si además no sucede, de tarde en tarde, lo inaudito, si el esfuerzo no da paso a una especie de incontrolado abandono, si el que escribe no se deja llevar sin saber hacia dónde, como si uno mismo asistiera al acto de escribir. Hablo de ese momento que para mí está en el origen de cada una de las novelas que he escrito, y que en mi experiencia viene casi siempre después de un largo desaliento, de un miedo tremendo a haberse equivocado, a haber perdido ese secreto valioso que estuvo siempre en la médula de la vocación: la pura alegría de inventar y al mismo tiempo de encontrar el modo de contar lo que se va inventando, de hallar conexiones inusitadas entre materiales que parecían ajenos entre sí, de darse cuenta de que una brizna de recuerdo resulta ser un rasgo definitivo para un personaje o una historia.
Pero es como si la historia ya existiera, y se alimentara ávidamente ella sola lo mismo de recuerdos que de fantasías, mezclándolos sin escrúpulo en una especie de magma cuyo resultado es la ficción. Es un regalo, porque uno podía no haberlo recibido. Paul McCartney soñó «Yesterday» y Coleridge Kubla Khan, y Wagner el breve preludio en el que está contenido como un árbol en una semilla toda la proliferación del Anillo del Nibelungo. Pero solo porque eran ellos y porque habían velado y trabajado tanto les fue posible que esos hallazgos les sucedieran. ¿Cuántas horas, al parecer estériles, había trabajado Proust en los materiales de una novela autobiográfica que no iba a ninguna parte, cuando tuvo el arrebato que empezó a convertirlo todo en La recherche? Juan Carlos Onetti iba un día por el pasillo de su apartamento de Buenos Aires y vio en su imaginación el mundo entero de Santa María.
No hay escritor que no sepa que esa fiesta secreta es el único premio que se puede desear.