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J. D. Salinger es célebre por describir un instante de transición: ese momento en que descubres que el mundo de los adultos tiene menos lógica que el de tu hermanita Phoebe. Ese día eres expulsado del reino infantil y sufres por primera vez un mal adulto: la nostalgia.
A mí me gusta El guardián entre el centeno porque estoy de acuerdo con sus detractores: es un libro adolescente y sobrevalorado.
Pero hay otro cuento de Salinger aún mejor.
«El hombre que ríe» es un cuento asombroso que te devuelve al mundo idealizado de la infancia. Haces el viaje con su narrador, que rememora sus días como miembro del Club de los Comanches.
En la historia hay tres personajes principales. El primero es el jefe de los comanches, un estudiante de NYU que recoge en autobús a los muchachos cuando salen de la escuela. El Jefe es un joven corriente a ojos de la gente, pero no para los comanches: para ellos es un scout aventajado, un buen deportista, un árbitro imparcial y un maestro haciendo fuego. Es un tipo bajito, pero si los deseos hubieran sido centímetros, «entre todos los comanches lo hubiéramos convertido rápidamente en un gigante».
Además, el Jefe tiene otro talento: es un magnífico contador de historias. Es ahí donde el cuento de Salinger se desdobla —tiene la estructura de un cuento dentro de otro cuento— y aparece el personaje que le da nombre.
Cada tarde, al quedarse sin luz, los comanches se aprietan en el autobús para escuchar un episodio de «El hombre que ríe». Un relato adaptado a su gusto y que el Jefe iba creando sobre la marcha. Un cuento que «tendía a desparramarse por todos lados», pero que giraba alrededor de su protagonista —el «hombre que ríe»—, un bandido vagamente honrado, raptado de niño y desfigurado por sus captores, que vivía en la costa del Tíbet y regalaba su fortuna.
El tercer personaje aparece en una foto que el Jefe ha colgado junto al retrovisor de su autobús. Al principio este se muestra evasivo, pero al final reconoce que lo de la foto es una muchacha.
Mary Hudson efectivamente era una chica y, por tanto, una rareza. Al conocerla, los comanches pensaron que era bonita pero entrometida. Luego resultó que Mary Hudson era una estupenda bateadora. No todo era perfecto —su fielding era horrible, saludaba desde la tercera base y se empeñaba en jugar con un guante porque le quedaba mono—, pero pronto pasó a formar parte del club.
Sobra decir que a partir de aquí las cosas se complican para todos, incluidos los comanches y hasta el «hombre que ríe», pero no puedo contar nada más sin arriesgarme a destrozar el cuento.
* * *
«El hombre que ríe» te devuelve a los nueve años. Por eso es un cuento asombroso. Leyéndolo regresas a esos veranos en que pedías cenar un bocadillo para seguir jugando al balón. Leerlo es volver a esos miles de años, que en verdad debieron ser cinco o seis, en que tus rutinas te parecían tan inmutables como fenómenos naturales. Ese tiempo en que tuviste un puñado de héroes de ficción y hasta de carne y hueso.
Pero el reino de la infancia se desvanece cuando vislumbras ese mundo distinto donde viven los adultos. Lo que nos cuenta el narrador de «El hombre que ríe», que bien podría ser Holden Caulfield o cualquiera de nosotros, es su primera incursión en ese otro mundo que pronto será el suyo —«Le pregunté si él y Mary Hudson se habían peleado»—, pero que no lo es todavía: «Me dijo que me metiera la camisa dentro el pantalón».