Destinos Ocio y Vicio

Autobuses a ninguna parte

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Roma, Italia, 2007. Fotografía: Pithawat Vachiramon (CC).

En el verano de 2008 un camarero me sacó a escobazos de una discoteca de Changsá, un hormiguero de siete millones de habitantes perdido en el interior de China. Cuando salí a la calle ya era de día, no recordaba dónde estaba mi hotel y no conseguía que nadie me entendiese. Además llovía, así que busqué refugio en una sala de masajes que se anunciaba con unos neones que dibujaban una jirafa en la bruma. Me desperté en calzoncillos, forcejeando con una campesina cincuentona que intentaba introducir su dedo anular por mi agujero del culo. Quizá fuese el dedo índice, la verdad es que no estoy seguro.

En términos de confusión y desconcierto, aquello no fue nada comparado con los cinco años que pasé en Roma abordando autobuses, tranvías, trenes, taxis y esa cosa entrañable que los romanos insisten en llamar metro. Con el tiempo me he convencido de que no es posible encontrar en ningún lugar del planeta la intensidad surrealista que alcanza la capital italiana. Y en los transportes se destilan las esencias porque entran en fricción casi todos los factores del legendario caos romano: los propios romanos (en sus dos categorías básicas: resignados e indignados), los funcionarios, la fisionomía de una ciudad que amontona desordenadamente sus siglos de esplendor, los tiempos del Mediterráneo, su luz festiva, los turistas entregados; y agregados más recientes, como esos grupos de chiquillas rumanas que te roban la cartera.

Quizá Google Maps haya conseguido revolucionar las cosas pero cuando yo llegué muchos nos guiábamos aún por un voluminoso librote lleno de cartografía, números y cuadrantes. Se compraba en los kioscos y mis compañeros de piso lo llamaban respetuosamente la guida. Tardé semanas en aprender a manejar aquel arcano y a menudo me veía obligado a pedir ayuda. Planificábamos los desplazamientos con mucha antelación, gesticulando alrededor de la mesa de la cocina, compitiendo por encontrar la mejor ruta. Nos poníamos muy serios y trazábamos líneas, trayectorias, derivadas… Era inútil porque estábamos intentando predecir el comportamiento de un organismo vivo, que invertía su curso o desaparecía a su antojo y sin previo aviso. Recuerdo que una noche vimos la película The Cube y nos sentimos profundamente identificados con sus protagonistas.

Además, y como sucede prácticamente con todo en Roma, sobre los medios de transporte se cierne constantemente la amenaza de lo sciopero («la huelga»). Es tan sustantivo aprender a entender eso como procesar e interpretar las advertencias cifradas que ofrecen los conductores de los autobuses.

Sí, llevo puesto el 84 pero le he dicho ya que yo hoy hago la ruta del 75.

Mi dispiace, yo hoy no paso por Piazza Repubblica porque hay mucho tráfico.

A usted le conviene bajarse aquí y esperar el siguiente porque, aunque ya he comido, aún tengo que hacer una pausa pranzo.

Que los transportes no están pensados para llevar a nadie a ningún sitio es algo que entienden todos los romanos con dos dedos de frente. El hecho de que haya quien los utilice para desplazarse es secundario, en ocasiones accidental. ¿O es que acaso está ahí el mar para que naveguen los veleros? Las cifras respaldan lo que dicta el sentido común: en Roma solo el 25 % de los desplazamientos se realizan en transporte público, porcentaje que en Barcelona asciende al 67,7 %, en París al 63,6 % y en Londres al 47,7 %. Ocurre que I mezzi existen por motivos más importantes que llegar a tiempo a la oficina o visitar a una abuelita enferma: son una fuente de empleo público, un tema de conversación sobre el que estar invariablemente de acuerdo, un espacio donde resulta socialmente admitido descargar frustraciones personales e incluso una forma de ocio. Ocio que además sale relativamente barato a una minoría y totalmente gratis al resto.

El actual alcalde de la ciudad, Ignazio Marino, cuantifica el agujero por encima de los doscientos cuarenta millones de euros. Hace años que no voy por allí, pero pocos millones me parecen. Aunque se acumulan muchos problemas, hay uno que rebasa al resto: a la hora de pagar, escasean los incentivos. Cuando quedan, los billetes se compran en kioscos, estancos y en unas máquinas que funcionan de manera ocasional y bajo las normas de la devoción mariana. Es imposible reprimir un suspiro de satisfacción (o de alivio, dependiendo de las prisas) cuando se consigue extraer una de esas cartulinas sin incidencias.

Y luego están los revisores, tan escasos que muchos romanos los consideran una leyenda urbana, transmitida de padres a hijos y alimentada por los políticos. Yo estoy en condiciones de asegurar que sí existen porque una vez me enfrenté con uno de ellos en un tranvía. Por inusual, la anécdota solía formar corrillos en las fiestas y tuve que contar mil veces mi encuentro con aquel señor discretamente amable, con el pelo canoso, que no me multó a pesar de que el billete que le entregué estaba caducado desde hacía meses. Me perdonó, creo, por el engorro de sancionar a un extranjero, aunque después hizo una amnistía general con un grupo de adolescentes que eran más romanos que Francesco Totti.

El ATAC, la Azienda per la Mobilità, es la gestora de este portentoso desmadre. Se trata de una institución establecida, que graba sus acrónimos en paredes, columnas y objetos de papelería como si fuese el SPQR. Y cuya autoridad no se cuestiona, como no se cuestiona la Camorra o la Posta Italiana. Entrevisté a alguno de sus responsables para un reportaje sobre el estado de las infraestructuras italianas, uno de esos trabajos periodísticos de los que solo se puede disfrutar cuando ocurren en Italia. Con la grabadora puesta me entretuve un par de mañanas, pero no saqué demasiado en claro. Después, fuera de micrófono, un cargo intermedio me dio unas cuantas pistas para no pagar en el metro. Lo hizo sin dejar de llamarme de usted y en medio de una descripción pormenorizada de su trabajo, que decía tomarse muy en serio. Cada vez que deslizaba algún truco, me guiñaba el ojo.

Mi raccomando, esto se lo digo para que se haga cargo de las dificultades, no para que lo detalle en un artículo.

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Roma, Italia, 2011. Foto: BWphotostreet (CC).

Los romanos se consuelan pensando que en Nápoles las cosas funcionan mucho peor. Algo que resulta probable. Según datos recientes, en toda Campania el 75 % de los pasajeros viaja sin billete. Eso justificaría la ocurrencia de un periódico de la región, creo recordar que Il Mattino, que publicó un reportaje a dos páginas en el que los protagonistas eran gente che paga, personas a quienes el periodista retrataba sin dejar claro si debían ser consideradas ejemplares o auténticos pardillos, en uno de esos ejercicios de ambigüedad tan italianos.

A Nápoles yo iba a menudo a pesar de que mi compañero de piso, un romano criado cerca de Venecia, insistía en que era poco menos que una misión suicida, comparable a internarse en Bagdad tras la invasión americana. En las Navidades de 2005, hice el trayecto en uno de los primeros trenes de alta velocidad que cubrían la ruta. Berlusconi tenía unas elecciones que ganar y forzó la inauguración del juguete antes de cualquier previsión razonable. Para que la cosa trascendiese, repartió cientos de billetes entre los periodistas extranjeros. Se trataba de glosar la gesta. Y lo hicimos. El tren salió con un tremendo retraso, se paró cuarenta minutos a medio camino y no alcanzó nunca los doscientos kilómetros por hora. Tardamos casi el doble que con un tren lento y en el bar se acabó la cerveza y el vino. Fue un viaje inolvidable, donde se citó mucho la famosa frase de Giulio Andreotti.

Hay dos tipos de locos, los que se creen Napoleón y los que se creen que pueden arreglar la red de ferrocarriles del Estado.

Me adapté rápido en la ciudad, adoptando la variante indignada, que es la más divertida. Solía ser muy crítico con todo aquello, disfrutando de las exageraciones y comprendiendo para mis adentros que la experiencia no era comparable a la de i pendolari, esas personas santas que viven en pueblos cercanos y utilizan los trenes de cercanías a diario. En reconocimiento a su valentía, el Corriere della Sera elaboraba todo tipo de cálculos y comparaciones, algunas muy imaginativas, para cuantificar el impacto que los retrasos tenían sobre la economía de la región y sobre la vida de esas pobres gentes. Es un tema serio: a lo largo de los años, muchos perdiendo innumerables meses de vida.

Hasta aquí la Roma que funciona. Ahora va tocando referirse al metro, el transporte menos fiable y más impuntual que existe en el planeta. Hay más probabilidades de llegar a destino en una lancha de piratas somalíes, a lomos de una llama andina con tuberculosis o bajando el Mekong sobre la rueda de un camión. Lo del suburbano de Roma está a medio camino entre el tren de la bruja y el Nautilus. Dentro puede uno mojarse con las goteras, asistir a una propuesta de matrimonio o quedarse a oscuras mientras escucha por megafonía risas histéricas y psicofonías que advierten de la presencia de «carteristas extranjeros». Si cobrase entrada por el espectáculo en lugar de por el trayecto, sería infinitamente más rentable.

Durante buena parte de los años que pasé en Roma, una de las dos líneas dejaba de funcionar horas antes de lo establecido porque había lavori in corso. En respuesta a las tímidas protestas de la ciudadanía, se intentó que i lavori se hiciesen de madrugada, como ocurre en otras tantas capitales. Pero los sindicatos bloquearon la idea exigiendo cifras astronómicas por cada hora extra.

Es justo recordar que se registraron algunos intentos aparentemente honestos de aliviar tanto degrado. La compañía vasca CAF instaló un puñado de trenes que los romanos identificaban como «los españoles» por su aspecto más moderno y porque las paradas se anunciaba en un italiano con acento patrio. La voz femenina que prestó su voz en las grabaciones se delataba especialmente al pasar por la estación de Piazza Repubblica, donde desaparecían la mitad de los pasajeros, una «zeta» y una «be».

Uno de aquellos trenes tuvo, por cierto, un accidente que durante las primeras horas se confundió con un atentado terrorista. Eran los años posteriores al 11S y cualquier cosa que estallase o chocase era susceptible de ser reivindicada por Al Qaeda. Me pasé una tarde escribiendo sobre la falsa alarma. Días después del accidente, cuando ya no le importaba a nadie, una fuente fiable me explicó quién había sido el verdadero terrorista: el conductor del tren desmontó a las bravas los sistemas de seguridad y viajaba, sin límite de crucero, a una velocidad muy superior a la permitida.

«Hemos descubierto que han destripado el seguro de casi todos los trenes. Al parecer les dan un incentivo por hacer más viajes, para evitar retrasos», me explicaron los técnicos.

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Roma, Italia, 2010. Fotografía: Ira Smirnova (CC).

Prometí no publicarlo hasta que concluyese la investigación previa y empezase el eventual juicio. Conociendo la justicia italiana es bastante posible que ninguna de las dos cosas haya ocurrido aún y que, al mismo tiempo, el delito ya haya prescrito.

Otra de las características más reconocibles del metro romano es que tiene solo dos líneas, la azul y la roja. La explicación más extendida, fortalecida por aquellas famosas escenas de Fellini, es que resulta complejo y tortuoso perforar el subsuelo por la cantidad de joyas arquitectónicas que aparecen. Y esto es cierto: hasta para cavar un huerto hay que llenar cientos de formularios y permisos por el bendito incordio que supone toparse con un pasado glorioso a todas horas. Es otra de esas cosas que hacen única a la Città Eterna: que se convive con la historia de manera intensa. Para lo bueno, que es mucho. Para lo malo, que puede asfixiar. Y para el resto. Una noche, volviendo a las tantas de una fiesta por el centro de Roma, a dos amigos les entró la urgencia de orinar. Mientras lo hacían, un tercero lanzó un grito de advertencia.

Aooo, ¿os dais cuenta de que estáis meando sobre un Bernini?

Pero ni siquiera la riqueza arqueológica del subsuelo es suficiente para explicar los retrasos de la línea C, la tercera, la que se empezó a planificar en 1990, y que ha costado ya más de cinco mil millones de euros, convirtiéndose en la obra incompleta más cara de Europa. Mientras escribo estas líneas, leo que se prevé que abra sus puertas este mismo otoño. Pero ya les digo yo que eso no va a ocurrir. Llevan veinte años a punto de inaugurar la C y empieza a ser difícil tomárselo en serio. El retraso de las obras ha creado, además, un verdadero género periodístico. Una de las últimas entregas consiste en detallar una compleja complicación técnica que nadie entiende bien pero que provocaría enormes congestiones de pasajeros en hora punta.

A los transportes romanos se puede sobrevivir si se espacian y se abordan de uno en uno, pero al combinarlos y mezclarlos se están corriendo ya demasiados riesgos. En este sentido, fue de profunda gravedad lo ocurrido un sábado de abril de 2005, cuando había quedado con la que entonces era mi novia en su ciudad, en Perugia. Tenía que llegar a la estación Termini antes de las cuatro de la tarde para subirme a un tren que, casi con total seguridad —pensé—, se acabaría retrasando por el camino y me haría perder los nervios. Me equivoqué, pero por optimista, porque el viaje se interrumpió mucho antes, en la estación de metro de Barberini. A oscuras, conseguí abandonar el vagón y me arrastré hasta la calle. Llovía a cántaros frente a la Fuente del Tritón, donde había un mendigo que se burlaba de los conductores casi todos los días. Me entretuve mirándolo los veinticinco minutos que tardé en parar un taxi. Cuando por fin abordé uno, empapado, el taxista percibió que su víctima llegaba debilitada y con prisas. Y decidió alargar la carrera más allá de lo razonable, alegando insólitas confusiones y cálculos disparatados. Se detuvo frente a una de las puertas de la estación de Termini a las cuatro y ocho minutos.

«Seguro que me da tiempo hasta a tomarme un café», pensé.

Pero no, el panel de horarios de la entrada indicaba que por una vez el Roma-Perugia había sido puntual y que yo me quedaba en tierra. Sin salir del coche, intentaba asimilar la derrota cuando el taxista empezó a desplegar la táctica del «no llevo cambio» para quedarse una propina de treinta euros, es decir, el ciento cincuenta por ciento de la carrera. Mientras discutía, cegado por la ira, un macarrilla abrió la puerta del taxi y me exigió que me diese prisa. Es lo último que recuerdo. En el siguiente fotograma estoy ya sobre un charco mientras unas señoras y un guardia de seguridad nos separan. Un camarero me dio la puntilla minutos después, mientras narraba mis aventuras por teléfono a mi novia:

Aooo Rambo, ma il caffè me lo paghi?

Los últimos años los pasé alejado de aquel mundo que me estaba llevando a la locura. Abandoné al 25 % y me traje mi coche de España. Durante un tiempo intenté ponerlo en regla, pero resultó totalmente imposible. Así que me rendí a las comodidades, asumiendo que Roma es extremadamente más generosa con los caraduras. Mi matrícula extranjera me permitía estacionar en cualquier sitio y circular por donde solo unos pocos privilegiados estaban autorizados, centro histórico incluido. Solo tenía una regla: aparcar en lugares a los que no pudiese acceder una grúa, algo relativamente sencillo en la ciudad de las callejuelas y las fuentes. A menudo se amontonaban las multas en el salpicadero, pero en la embajada me confirmaron que no había manera de hacerlas llegar a España, así que iban directamente a la papelera. Fueron un par de años fructíferos en los que aprendí muchas cosas útiles, como dejar el coche en la zona de empleados de Alitalia para no pagar el parking del aeropuerto o visitar talleres de dudosa reputación para sacarle el máximo rendimiento al seguro.

Son habilidades que olvidé pero que podrían serme útiles si algún día vuelvo a España, un lugar que cada vez me recuerda más a la Italia a la que llegué hace ya más de diez años. El proceso es evidente, con políticos que participan a todas horas en tertulias y programas de chorradas, una ciudadanía curada de espanto, viejas glorias que se agarran a sus poltronas, periodistas que utilizan cada semana un nuevo término económico, servicios públicos al borde del colapso, jóvenes con dos carreras y cinco idiomas que viven de la pensión de un abuelo fontanero y esa sensación generalizada de «sálvese quien pueda». Digo que si nos vamos a sumir en esto, lo hagamos al menos como los romanos: con estilo, originalidad y desde la comedia.

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6 Comments

  1. Tomás R

    He estado dos veces en Roma y en las dos ocasiones he tenido una experiencia parecida con el transporte público. La sensación de frustración. de impotencia. de fracaso sin paliativos fue increíble. Una auténtica cura de humildad después de haber usado el transporte público con soltura en países bastante menos desarrollados.

    Roma es demasiado para mí.

  2. Qué bien descrito, Ángel.

    Dan ganas de coger el primer vuelo a Fiumicino, con sus carabinieri armados hasta las trancas. O tal vez de rascar un poco más en la MLP y evitarla para siempre.

    Esa sensación de desamparo paseando por Via Golitti al quitarse el sol, rodeado de yonkis y putas, y a la vez empaparse de una extraña sensación de pertenencia a la ciudad, el barrio, el hampa…

    En Roma uno agudiza los sentidos, todos, pero es imposible pasar más de tres días sin sentirse timado (normalmente suele empezar a las pocas horas, en el hotel/apartamento). Enseguida recuperan lo que uno se ahorra con la gratuidad del transporte público.

    Y volver con la musiquilla del «preeeego» incrustada en los huesecillos del oído, como cucharilla de heroína incitando a recaer.

    Roma. Solamente oír tu nombre causa ruina.

  3. Señoras y señores, he estado en Italia 10 días, y llámenme raro, pero fui con las expectativas del transporte público italiano tan bajas que cuando me tocó «sufrirlo» no lo vi para tanto, salvo por un tren regional que era de la posguerra (Florencia-Pisa) que iba como un misil, y el que iba de Termini a Fiumicino (supermoderno) que salió 6 minutos tarde el resto no es que me agradaría pero si me sorprendió por funcionar bien a pesar de lo gastado y cascado que parecía todo. Disfrute en Italia, y la disfruté, 10 días no, ojalá 100. Por cierto en Italia la mayoría de la gente maravillosa, salvo por una revisora de Trenitalia en Pisa que era imbécil y los hoteles de Roma, caro y cutrelux. Por lo demás mediterráneo a fuego.

  4. Gonçal

    maravilloso

  5. Gisela

    Como veo que el artículo tiene un poco de tiempo, lo actualizo con las últimas noticias:

    – el metro C finalmente «funciona». Las comillas porque llega a solo a San Giovanni, y a pesar de lo moderno que es, un día que lo cogí tardé más que con el metro A. Eso sí, la estación de San Giovanni es un museo gratis, con todas las piezas encontradas en los decenios de excavaciones.
    – el alcalde Marino lo echaron por pagarse unas cenas con la tarjeta de crédito del ayuntamiento. Ahora tenemos a una alcaldesa de 5 estrellas desde hace unos años, que apuesta por la solución definitiva al caos del tráfico: un teleférico.
    – el metro ya no para en el centro porque hay 3 estaciones cerradas porque las escaleras móbiles parecen hechas con papel albal. En la estación de Repubblica en octubre resultaron heridos varios hinchas del Spartak Moscú al romperse la escalera.
    – los trenes vascos son la mayoría en circulación; pero han cambiado la megafonía. Aún quedan de los viejos en la línea B. Si te toca uno de esos en verano arriesgas la lipotimia.
    – varios miembros del equipo de la alcaldesa están procesados por corrupción por el nuevo estadio de la Roma, que ni siquiera se ha empezado a construir aún.

    Habría más, pero daría para otro par de artículos…

  6. Ifigenia

    Lo mejor del cuento, el camarero:

    Aooo Rambo, ma il caffè me lo paghi?

    Carcajada al aire jajaja, gracias, que risa.

    Italia, tan humana, eléctrica e irresistible

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