La industria del videojuego, como toda industria, evoluciona, crece, se transforma, se equivoca, rectifica y acierta. Los últimos años nos han sorprendido en muchos sentidos: con obras que llevaban una década en producción y, finalmente, han visto la luz; con remakes y reboots de obras clásicas que nos han transportado en volandas por la autopista de la nostalgia; y con mucho, mucho, juego independiente. Pero en una industria que mueve miles de millones de dólares anualmente, y cuyo impacto mediático, social y económico se mide ya las caras con la industria del cine, ¿cómo puede hablarse de que algo sea independiente? El videojuego, como todas las artes, se encuentra sometido al capricho del consumidor, al beneplácito del público. Y no hay nada más cambiante, inconstante y difícil de predecir que la masa pública.
A la hora de comprar un videojuego el jugador medio no mira que este sea una producción de doscientos millones de dólares, o con un presupuesto que dé lo justo para pizza y cerveza. Las claves de la venta, es hora de aceptarlo, no las tiene nadie. Ni siquiera las enormes y todopoderosas compañías, y prueba de esto ha sido el inesperado éxito de unos cuantos elegidos. Hacerle llegar al público la idea de que no todos los videojuegos son grandes superproducciones es como convencer al espectador medio de que una película cuyo presupuesto apenas cubre los gastos propios de un rodaje, y cuyo guionista, actores y director seguramente no han cobrado nada, puede ser igual de espectacular que la última de los Vengadores. Bueno, quizás espectacular no sea el término adecuado, pero la idea se entiende.
El cine independiente ya hizo (y sigue haciendo) los deberes: se ve las caras incluso en los Óscar con algunas de las producciones más rimbombantes y, en ocasiones en que la fortuna se siente juguetona, gana de forma aplastante. De sus oscuros callejones han emergido nombres como Jim Jarmusch o escuelas completas como Dogma 95. Todas estas producciones que han ido escribiendo la historia del cine en proyecciones llenas de asientos medio vacíos tienen en común una cosa con la industria del videojuego independiente: la falta de pasta.
Así de simple.
Hacer un videojuego no es barato. Los espectaculares gráficos que compiten con el obsesivo CGI (Computed Generated Imagery) de mediocres cintas como la trilogía de El hobbit (Peter Jackson) se sudan a base de dólares: equipos de última generación, kits de desarrollo, el sueldo de personas tremendamente preparadas… Pero ay, el talento no se compra. Y la industria ha comprendido esto a base de equivocarse, como todo en la vida. El desarrollo independiente parte de unas bases que se han perfilando en la última década, cuando algunas producciones ajenas por completo a la cadena de producción que suponen los videojuegos de última generación, no solo han rivalizado con estos en cuanto a ventas y aceptación del público, esa masa incomprensible: los han tumbado y arrastrado por el suelo.
Ahora bien, ¿qué demonios es un videojuego indie y cómo reconocerlo?
Para empezar, un videojuego independiente es aquel que no cuenta con el respaldo financiero de una gran empresa. Simple y llanamente: estas producciones se construyen fuera del circuito de mercadotecnia que nutre las estanterías de las tiendas de videojuegos. Y aunque esto ya era algo que sucedía en los ochenta y noventa, con el shareware que algunos entusiastas del desarrollo y las nuevas tecnologías compartían en un primitivo internet, hoy día el mercado independiente se ha constituido como una bestia a tener en cuenta. Esto se debe, en parte, al fenómeno Steam. La plataforma de distribución digital de videojuegos creada por Valve Corporation en 2003 ha propiciado que desarrolladores independientes y pequeños equipos pudieran llegar a vender su obra y alcanzar una cuota de usuarios nunca antes imaginada para otros mercados de similar estructura. Los videojuegos independientes son como fanzines: producciones en su mayoría artesanales y llevadas a cabo por un reducido número de autores que dependen de la venta no solo para pagar su trabajo, sino para financiar la propia producción. Sin embargo, el fanzine y la edición independiente no han tenido nunca el acceso a una red de distribución mundial. Salvo, quizás, el fenómeno Amazon, del que será mejor no hablar.
Ahora bien, el desarrollo independiente alcanzó un pico en 2009 gracias al fenómeno Minecraft. No hay duda de que no podemos hablar del primer caso de juego independiente que alcanza el éxito, pero sí me atrevería a hablar del primer caso en que este éxito consigue una repercusión mundial y social que ha rivalizado con grandes producciones. El videojuego, creado por el desarrollador sueco Markus Persson, basa su éxito en la lógica de los juegos de niños que todos conocemos: bloques para construir.
Con esta sencilla premisa, el videojuego se ha convertido en una idea de más de dos mil millones de dólares, que es lo que Microsoft pagó en 2014 por la compra de Mojang, la empresa de Persson y responsables del título, adquiriendo además los derechos sobre este. No se puede negar algo de influencia del ideal de sueño americano: una pequeña empresa que lanza al mercado uno de los videojuegos más jugados; un producto que todo el mundo quiere, y las grandes fortunas se rinden ante su ingenio.
Minecraft ayudó a poner en el radar al desarrollo independiente; digamos que le dio alas a una industria emergente que terminaría por llamar la atención de los poderosos. Y no, no se trata de las empresas, sino del público: siempre el público. Porque los que mandan han encumbrado otras obras como Papers, Please, del desarrollador Lucas Pope, Braid, de Jonathan Blow o Cuphead, de StudioMDHR. Pero algunos de los mitos del juego independiente siguen remando a la contra para que el jugador más casual y menos puesto en la industria se acerque a descubrir algunas de las perlas que no son ni Call of Duty ni FIFA.
Por ejemplo: ¿tienen malos gráficos los juegos indie?
Primero, aclaremos qué significa «malos gráficos». En la era del fotorrealismo estamos acostumbrados a que ciertos videojuegos, como ha pasado con el reciente Red Dead Redemption II, nos hagan explotar la cabeza, rozar el síndrome de Stendhal, con su desmesurado acercamiento a lo que veríamos al abrir la ventana. El mundo digital y el real casi se confunden, y algunos fotogramas de los videojuegos de última generación podrían confundirse con una fotografía de un paisaje real. Llegar a esto, sin embargo, es un esfuerzo que la mayoría de estudios independientes no pueden permitirse. ¿Cuál fue la solución? El retro. Haciendo memoria algunos recordarán RPG Maker, el programa desarrollado por ASCII Corporation y que puso, desde 1995, el desarrollo de aventura de estilo japonés a pie de calle. Quien más y quien menos comenzó sus pinitos con este u otros programas similares, gracias a los cuales se han desarrollado algunos títulos interesantes y experimentales, de los cuales quizás sea To the Moon, de Freebird Studios, el más interesante y conocido.
El estilo gráfico de RPG Maker rememora la época de NES; los 8 bits, el píxel y los colores chillones de neón, pero se ha vuelto sofisticado en los últimos tiempos, llegando a encontrarnos con verdaderas obras maestras del pixel art, capaces de evocar en el jugador el mismo pasmo que un videojuego con gráficos hiperrealistas. Nos hemos encontrado, pues, obras como Hotline Miami, desarrollado por Dennaton Games, o el español Gods Will Be Watching, de Deconstructeam. Claro que muchos jugadores asemejan el pixel art con un tipo de videojuego de baja producción; una reminiscencia de épocas pasadas, un género vintage donde la tecnología ya ha aplastado toda opción de disfrutar de ello. A estos jugadores la industria les responde con Firewatch, de Campo Santo, The Banner Saga y su magnífico dibujo tradicional, desarrollado por Stoic, o Layers of Fear, de Bloobler Team. Aunque claro, debatir sobre si el videojuego es peor o mejor gracias a sus gráficos sería como debatir si un actor es mejor o peor por el maquillaje que lleva. Menos mal que la extensión del motor gráfico Unity, creado por Unity Technologies, ayuda a tumbar este mito.
¿Qué aporta, pues, un videojuego indie frente a uno AAA?
Lo primero es aclarar que un videojuego llamado AAA (léase triple A) se refiere a un juego con unos valores de producción altos; con la inversión de un gran grupo y el apoyo, normalmente traducido en marketing, de las marcas. Justamente lo contrario al juego independiente. Así pues lo que aporta este frente al productor mainstream es precisamente eso: la independencia. Y es que no tener que responder ante inversores, jefes, directores de equipo y demás burocracia, ha venido en dar como resultado algunas ideas arriesgadas pero que han configurado la base sobre la que sustentar algunas obras que rozan la excelencia. Algunas decisiones de gameplay, que hubieran sido puestas en tela de juicio por los productores ante lo desconocido de la propuesta, solo han podido darse en la escena indie. Como por ejemplo Undertale, de Toby Fox, un ejercicio de metaficción que cuestiona el modelo de acción de los videojuegos RPG y permite pasarnos la aventura sin llegar a herir a nadie. O las sencillas mecánicas de Papers, Please, del ya citado Lucas Pope, que nos pone en la piel de un agente de aduanas en el interior de un cubículo en la frontera del que nunca llegamos a salir. Y es que la escena independiente permite experimentar, aunque estos experimentos no siempre salgan bien parados.
Nos encontramos con un fenómeno parecido más allá de lo meramente jugable. En la narrativa, el desarrollo independiente es donde ha tenido que vérselas y jugarse el todo por el todo frente a la poderosa maquinaria de los grandes estudios. La necesidad agudiza el ingenio. Ante la falta de recursos materiales, la historia narrada en los videojuegos indie ha puesto patas arriba a la industria. Pongamos la magnífica historia, inspirada por clásicos como Cien años de soledad, del autor colombiano Gabriel García Márquez, de What Remains of Edith Finch, una de las grandes sorpresas de 2017 desarrollada por Giant Sparrow y ganadora, entre otros, de un BAFTA.
El hervidero de la escena viene dado también por ciertos festivales y game jams. Estas últimas funcionan como las sesiones de improvisación de un grupo de jazz o como una batalla de bandas. Dado un tema, una premisa o una serie de requisitos, los desarrolladores disponen de un tiempo limitado para producir un videojuego de corta duración, pudiendo alzarse con premios en metálico. Del mismo modo, un foco de atención es el Independent Games Festival, algo así como los Óscar de la industria indie, que se celebra cada año en el marco del Game Developerts Conference y cuenta con una andadura veterana desde 1998.
Al ritmo que avanza el mercado independiente, captando cada vez más la atención de la comunidad de jugadores, no es de extrañar que el siguiente paso lógico vengan a ser los juegos III (léase triple I). Es decir, para muchos el último truco del capitalismo corporativo para hacerse con la industria del videojuego. Barco que, en opiniones, ya ha zarpado. Un videojuego III es nada más y nada menos que la industria rindiéndose a la evidencia: el desarrollo independiente interesa y, lo más importante para las grandes empresas, vende. ¿Cómo hacerse con un trozo del pastel? Comprando una opción sobre estos estudios que tanto están revolucionando la concepción del videojuego. Por esta razón anunciaba Microsoft la compra de importantes estudios de desarrollo, hasta ahora, más o menos independientes, como Ninja Theory, creadores de Hellblade: Senua’s Sacrifice o Compulsion Games, responsables de We Happy Few. De esta guisa, con la chequera en la mano y la promesa de mantener la libertad creativa, los padres de la Xbox se aseguran una buena dosis de la atención de los medios especializados y el beneficio de la duda por parte de la comunidad indie para los próximos años. En una jugada que rindió a los asistentes a la feria E3 de 2015 a los pies de Sony, estos anunciaron el desarrollo de Shenmue 3, el final de la saga de Yu Suzuki, a través de un kickstarter. Una suerte de financiación híbrida que, según apuntan desde Ys Net, ha permitido mantener la libertad creativa de sus responsables.
En España no somos ajenos al fenómeno, ni mucho menos: importantes aportaciones desde la escena indie se han dado desde nuestras fronteras, como el mencionado éxito de Gods Will Be Watching (Deconstruct Team), Moonlighter (Digital Sun), y sonados casos de éxito de financiación en kickstarter y plataformas similares como fueron Dead Synchronicity (Fictiorama Studios), A Place for the Unwilling (AlPixel Games) o Blasphemous (The Game Kitchen).
Y la última pregunta a plantear es: ¿cómo afecta o beneficia esto al jugador?
En realidad, todo lo que tiene que ver con el movimiento de la industria debería, en última instancia, tratar de responder a esta pregunta. El mercado del videojuego ya no es tan sencillo: ahora no solo los poderosos producen software que vale millones; también lo hacen, aunque no precisamente les pongan la alfombra roja, los aspirantes y los soñadores. La industria se nutre de unos y de otros y, con ello, termina por alimentar a la comunidad de jugadores, cada vez más ávidos de experiencias que fuercen los límites de este arte. La oferta, en consecuencia, es cada vez más amplia. ¿Está el mercado listo para absorber esta cantidad de títulos? La triste realidad es que la mayoría de estudios independientes se dan de bruces con un techo de cristal. Si la compra masiva de estudios independientes por parte de las grandes ligas dará su fruto es algo que aún está por ver. En su época, Hollywood también compró a un grupo de soñadores, jóvenes y ambiciosos directores de cine que dieron al mundo auténticas obras maestras… pero toda burbuja explota.
Lo que nos depara el futuro nadie lo puede predecir, pero las últimas décadas en la evolución de esta nueva industria dejan una cosa clara: hacer videojuegos está ahora al alcance de todos, pero la gloria solo de unos pocos.
Oiga usted, Darkest Dungeon…
https://www.youtube.com/watch?v=69dDEUXgqkI
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