Este artículo fue publicado originalmente en nuestra revista trimestral número 5
En la década inmediatamente anterior a la caída de Lehman Brothers España era una fiesta. Un banquete sin fin en el que todos y cada uno de los comensales participaban animadamente repartiéndose casas, votos, comisiones y crédito, mucho crédito. Esta aparente orgía escondía un equilibrio a tres bandas muy particular. Un equilibrio en el cual los políticos obtenían votos y comisiones, los empresarios obtenían crédito para invertir, capacidad para construir y beneficios, y los ciudadanos obtenían el mismo crédito para consumir, viviendas como aparente inversión segura, trabajo y crecimiento. Nadie parecía tener que pagar con nada, pues la financiación era aparentemente ilimitada, y los votos también. Este equilibrio tenía, como digo, tres partes. Cada una de ellas funcionó de manera que ocultó la disfuncionalidad de las otras, haciendo aparentemente innecesario plantearse la mesura. Estábamos en el banquete que no tenía cuenta. En una década libertina.
La primera pata que sostenía la mesa del festín estuvo compuesta por la relación entre algunos políticos y varios empresarios españoles. En 1998 el Banco Central Europeo tomó el control de nuestra política monetaria, así como sucedió con el resto de países de la zona Euro. Esto, unido al nivel de inflación comparativamente superior de España respecto a la media europea, provocó un descenso de las tasas de interés reales. Además, supuso la incorporación de un aparente «seguro» para inversión externa, al reducir (o, dentro de la zona Euro, eliminar) la incertidumbre por los posibles vaivenes en el tipo de cambio de la peseta. El incremento del crédito en España fue una consecuencia natural del descenso del precio del dinero. Dónde fue ese dinero, ya lo sabemos: a construir millones de viviendas. Sin mesura, sin control, sin apenas preocuparnos, alfombramos la Península y las islas con ladrillo.
España es un país con mucho suelo, mucha playa y buen clima. Está, además, lleno de entidades municipales con relativamente escasa capacidad para recaudar impuestos pero amplia discrecionalidad a la hora de decidir dónde y quién construye en su suelo (con el beneplácito de las comunidades autónomas). En un reciente artículo de los economistas Jesús Fernández-Villaverde, Luis Garicano y Tano Santos dedicado a interrogarse sobre cómo una burbuja de crédito impide a los gobiernos aplicar reformas se expone de qué manera ciertas figuras institucionales alimentaron dicha burbuja. Tanto «agentes urbanizadores» (consistentes en personas físicas o jurídicas que tienen la capacidad para plantear un plan urbanístico completo a un municipio) como «convenios urbanísticos» (agrupaciones de propietarios que presentan su propio plan) supusieron paraguas institucionales para que personas bien contectadas se lanzasen a ser empresarios del suelo. Quienes tenían que aprobar estos planes eran cargos elegidos a dedo por el alcalde de turno, y no funcionarios de carrera. Es decir: tenían todos los incentivos del mundo para sacar toda la tajada posible mientras mantuviesen el cargo. El politólogo Víctor Lapuente ha apuntado en varios artículos que la falta de profesionalización de las Administraciones Públicas españolas es un coladero de corrupción por esto mismo. Pero es que además de todo esto, como apuntan los economistas Fernández-Villaverde, Garicano y Santos (y muchos otros antes que ellos), en España teníamos una parte del sector financiero bajo control político (las cajas de ahorro), capaces de proporcionar crédito sin aparente fin a proyectos urbanísticos en cualquier municipio.
La pregunta inmediata es obvia: si todo era tan malo, si todo estaba tan eminentemente podrido, por qué nosotros, votantes y ciudadanos, no acabamos con el festín, dimos fin al libertinaje al primer toque de ladrillo contra ladrillo. Aquí entran las otras dos patas de la mesa, los pactos tácitos entre ciudadanos y políticos, y entre ciudadanos y empresarios. En ellos, nosotros no solo comprábamos las viviendas, sino que las podíamos comprar gracias al trabajo y a la riqueza que estas generaban. Y votábamos a quienes ayudaban, aparentemente, a tener este trabajo y esta riqueza.
Comencemos por el lado más privado del asunto. Que la nuestra es tierra de propietarios no es un dato que vaya a coger a nadie por sorpresa. Más del 80 % de nuestras primeras viviendas son en propiedad, y un valor similar de nuestra riqueza está invertido en bienes raíces. Esto, como indican Garicano, Santos y Fernández-Villaverde, nos hace particularmente sensibles a los vaivenes en la valoración de las viviendas. Un repunte, unido al mentado incremento del crédito barato y a unas expectativas positivas sobre el futuro, nos hace confiar de manera bastante inconsciente en la vivienda como una «inversión». Ya saben: la vivienda nunca baja, los pisos son una inversión segura, etcétera. De tal manera que en España llegamos a tener un 33 % de nuestro parque de viviendas como segunda residencia. En algunos lugares como la Comunidad Valenciana este porcentaje alcanzó el 40 %. Piénsenlo bien: cuatro de cada diez casas valencianas estaba normalmente vacía. Inserten aquí una pausa dramática.
Por otro lado, nuestro mercado laboral separa con un abismo legal y práctico a trabajadores precarios (normalmente temporales) del resto. Las diferencias en coste y proceso de despido, las facilidades para la contratación por obra y servicio y otras particularidades institucionales hacen que para el dinero dispuesto a ser invertido sea más fácil emplear mano de obra barata y poco cualificada. Esto, como mostró el sociólogo Javier Polavieja hace ya una década en una serie de artículos académicos, condiciona nuestro modelo productivo en las partes altas y bajas del ciclo. En la parte baja, ya hemos visto cómo los jóvenes han asumido el coste de la crisis. Pero esto fue así porque en la parte alta muchos de estos jóvenes se vieron tentados por la inversión fácil y rápida hecha por empresarios que de un día para otro decidieron levantar murallas de viviendas acá y acullá. Un 18 % de nuestros trabajadores llegó a estar empleado en la construcción, llegando esta cifra a un 25 % en el caso de los hombres, casi todos cabeza de familia.
En resumen, demasiados de entre nosotros teníamos nuestros ahorros y nuestro sueldo puesto de manera directa o indirecta en la vivienda, un valor que aparentemente nunca bajaba y nunca dejaba de dar trabajo. Cuando llegaba la hora del voto, esto pesaba. Otro trío de investigadores españoles (Gonzalo Rivero, Pablo Fernández-Vázquez y Pablo Barberá) ha mostrado en un artículo reciente cómo en la España de la burbuja la corrupción de raíz urbanística no resultaba penalizada en las elecciones locales. La historia, creo, iría más o menos así: el equipo de gobierno de un municipio X recibe la oferta de un «agente urbanizador» de construir un nuevo barrio que va a doblar la población del pueblo, que se encuentra (a) cerca del mar (b) cerca de un área metropolitana (c) a veces, incluso, en mitad de la nada. Garantiza la demanda de viviendas.Y de paso ofrece una cierta comisión para «facilitar» los trámites, las eventuales recalificaciones, etcétera. El equipo de gobierno podría temer que los votantes se enterasen de lo sucedido y en las siguientes elecciones recibiesen un castigo. Sin embargo, este castigo no llega. Probablemente porque el nuevo barrio genera empleos directos (construcción) e indirectos (incremento de la actividad económica), además de ofrecer liquidez a las arcas públicas, lo cual, vía gasto público, redunda en el beneficio general. El coste es aparentemente inexistente. La rotura de las normas del sistema resulta, por tanto, poco relevante a ojos del votante, quien prefiere crecimiento económico a solidez institucional.
Como concluyen Fernández-Villaverde, Garicano y Santos en su artículo, la existencia de un flujo aparentemente ilimitado de crédito fácil y rentas provenientes de la recalificación y los proyectos urbanísticos retrasaron la adopción de toda una serie de reformas estructurales que España necesitaba, y necesita. Parte de estas reformas, curiosamente, son las que habrían evitado buena parte del festín: acabar con la precariedad en el mercado laboral, finiquitar la perversión del sistema de cajas de ahorro, mejorar la situación de la educación pública para evitar la «fuga hacia la construcción» de los menos cualificados… Más aún: como muestran los citados economistas, la aparente situación de bonanza hizo pensar a los votantes que realmente todo iba bien. Una burbuja daña el mecanismo de evaluación que tenemos los ciudadanos hacia nuestras élites.Y la de España fue una muy, muy grande.
Y he aquí el equilibrio de la década libertina, como una mesa de banquete desplegada hacia atrás en nuestra historia reciente. Sobre la mesa, crédito barato y fácil, viviendas que nunca bajan, creación masiva de empleo como nunca se había visto en este país en los años de democracia, y palmaditas en la espalda nuestra y de la Piel de Toro. Bajo la mesa, comisiones, votos, manipulación de una parte del sistema financiero, y ojos que no quieren ver. Alrededor, una burbuja que, si bien no dependió solo de la voluntad de los actores, sí fue magnificada por el desenfreno. Esta burbuja, al explotar, nos ha cogido a todos mirándonos los unos a los otros, con cara de no querer (y, en algunos casos, ni tan solo poder) pagar la cuenta del festín.
Muy interesante. ¿Sería posible contar con la referencia del artículo de Santos-Garicano-Fdez Villaverde?