Creo que durante la infancia se convive siempre con la victoria, o al menos con cierto ideal de victoria, porque cuando yo era chaval y no ganaba las más de las veces, sí que soñaba con el triunfo. Las fantasías de los niños están llenas de goles imposibles, adelantamientos en la última curva y patadas en la entrepierna al matón del colegio. Me parece en cambio que en la madurez uno gira el timón y se acostumbra a vivir rodeado de derrota. De la de los demás a ser posible, pero dada la cierta inevitabilidad del asunto, cuando el fracaso golpea no queda sino buscarle cierta belleza a la cosa. Sucede así que mientras todo chiquillo tiene algo de Tintín, los adultos preferimos imaginarnos a nosotros mismos rotos pero dignos, no sé, recortados contra el marco de una puerta con el desierto de fondo, agarrándonos el brazo con aflicción mientras se observa lo inalcanzable, un poco como John Wayne al final de Centauros del desierto, ya me entiende. E
s esta una de las evoluciones más necesarias de la personalidad, porque los niños (y los bebés sobre todos ellos) son unos perfectos egoístas hasta que la vida les descubre la empatía por medio de un proverbial guantazo. Ese momento es tan crucial e identificable que lleva a veces a confundir la madurez con la derrota, que no es lo mismo, aunque se le parece. Un ejemplo: leí el otro día que Cuenta conmigo, esa película estupenda de los ochenta sobre unos niños que se escapan de casa para ir a ver un cadáver, es la versión madura de Los Goonies. A lo mejor es porque los Goonies encontraban el tesoro al final, mientras que los otros chavales llevan la palabra «perdedor» escrita en la frente desde el minuto uno. Sea como fuere, los únicos espectadores adultos que apreciaron Los Goonies fueron los que la vieron de críos y años después se acercaron de nuevo a la película con los mismos ojos nostálgicos con los que Holden Caulfield observaba a su hermana pequeña mientras jugaba en el parque. Cuenta conmigo, en cambio, fue un éxito de crítica instantáneo, lo cual se explica en parte, creo yo, por nuestra fascinación ancestral por la derrota.
Digámoslo claramente: los ganadores de las películas suelen ser gente previsible, aburrida y algo irreal, de manías raras, como meter siempre la canasta en el último segundo y abrazarse mientras sube la música. Los perdedores, en cambio, tienen otro fuste, no me vaya a comparar. Los ejemplos de superación y las historias de éxito nos suelen resultar empalagosas, y con pocas excepciones tendemos a desconfiar de los finales felices, que en ocasiones nos parecen (¡exacto!) infantiles. La derrota en cambio embellece, y en el cine más. Piense por ejemplo en cualquier película de triunfitos al uso, y compárela con Robert De Niro en Érase una vez en América, cuando a la pregunta de qué ha hecho los últimos treinta años de su vida responde con un lacónico «acostarme temprano». Otro nivel, oiga. El fracaso da caché y ennoblece las artes. También revitaliza carreras. Un ejemplo: a Bill Murray no le bastó ser uno de los grandes cómicos del último cuarto del siglo XX para ganarse el respeto de la crítica. Tuvo que torcer el gesto y pasear por Tokio esa máscara triste que ya se le intuía para que se saludara con júbilo la segunda etapa (aún en curso) de una carrera que tiene como bisagra esa escena memorable de Rushmore (Wes Anderson, 1998) en la que Murray recibe un bautismo de dolor y pesadumbre zambulléndose en una piscina. Las tragicomedias de Wes Anderson van mucho de ponerse agridulce vestido de tweed y responder con media sonrisa pop ante la peor adversidad, pero esto no es sino un reflejo evolutivo posmoderno, porque la comedia de toda la vida ha ido, y mucho, sobre perdedores que, muy al contrario, no parecen ser conscientes de su condición: un truco que lleva funcionando casi desde Charlot, que se sacudía el polvo de los pantalones raídos para no perder la elegancia y compostura, y se comía los zapatos y los cordones con el porte de quien ataca un confit de pato con ciruelas.
La fórmula de la derrota es tan eficaz que incluso una mala película de perdedores es siempre mejor que una mala película de ganadores. Pero no nos engañemos: si las películas de superación estomagan, no lo hace menos su antítesis: la sucesión dramática e interminable de desdichas. Para evitar el empalago lacrimógeno se requiere el pulso de los grandes, el que diferencia Ladrón de bicicletas de esa cosa de Will Smith de En busca de la felicidad, no sé si me explico. Ese pulso es tan raro, tan único, que apenas lo posee más de un cineasta en cada época. Así, dado que Charles Chaplin lo tenía de sobra, Buster Keaton triunfó por medio de otro artificio: el truco de Keaton consiste en dibujar a un perfecto triunfador, un auténtico superhéroe, un antecedente de Superman vestido de payaso triste, de patán salvado invariablemente por la providencia. En España coló, y llamamos «Pamplinas» a un tipo desgarbado que sobrevivía a huracanes, derrumbes y riadas, y que siempre, siempre, siempre terminaba llevándose a la chica. Porque vestir a los triunfadores de triunfadores no vende. El fracaso debe entrar en la fórmula, aunque solo asome la patita. La lección de Keaton ha perdurado en el tiempo, y si no imagine qué película sería Forrest Gump con un protagonista listo, guapo y cachas. Hasta Superman era un pringado cuando se ponía las gafas.
Esto de la cinefilia le suele llevar a uno a hacer listas y elencos en sus ratos muertos. Yo suelo entretenerme definiendo secuencias temporales del talento americano. Pensar, por ejemplo, que toda época de Hollywood, por lo menos desde el sonoro, ha tenido a un actor capaz de personificar al americano modelo, al honesto ciudadano, al bastión de la civilización. Henry Fonda fue Wyatt Earp o Abraham Lincoln, casi nada. Stewart vistió con esos valores elevados a sus sensibles retratos del americano medio, definiendo una tradición que siguió con Jack Lemmon y que tiene hoy a Tom Hanks como pilar indiscutible, creo yo, sobre todo desde que el año pasado Hanks y Spielberg estrenaron una película de espías que podría haber rodado el mismísimo Frank Capra. Y me gusta pensar que, cuando lleguen la tripa y las arrugas, Matt Damon tomará el relevo de Hanks. En Estados Unidos tienen una relación casi morbosa con el éxito, pero mire por dónde todos los actores que han bordado al americano medio tienen en su currículum un maravilloso retrato de un perdedor: Fonda fue Tom Joad en Las uvas de la ira. La escena final de Vértigo, el campanario, la monja y Stewart con los hombros caídos, es casi un cuadro perfecto sobre la derrota, mientras lo de Lemmon en El apartamento es un curso avanzado sobre el fracaso, el amor agridulce y sobre cómo escurrir espaguetis con una raqueta de tenis. Hanks tiene grandes amagos en su filmografía que ya dejan entrever el gran momento que llegará, como el de Damon. Porque queda muy elegante (ya lo hemos dicho: ennoblece) ponerse amargo y decir eso de que ya no habrá más cine interesante que valga la pena, pero todos sabemos que es mentira. En el cine como en la vida, con una lágrima uno se construye una pose entera.
A diferencia de Estados Unidos, en España en cambio lo que tenemos es una relación muy morbosa con el fatalismo. Nos pone. Y por supuesto de ahí ha salido glorioso cine de derrotados. No discriminamos a nadie, recorremos todo el espectro: ricos, pobres, urbanos, rurales, Muerte de un ciclista, Plácido, El mundo sigue, Los santos inocentes. O La vaquilla, esa película en la que todos, vencedores y vencidos, pierden. También Atraco a las tres, aportación patria a un riquísimo subgénero del cine de perdedores, el de los atracos imperfectos, en el que ha buceado hasta Woody Allen y que los franceses, tan graves ellos, llevaron a lo más alto en la seca y sobria Rififí, que sirvió para que los italianos se rieran en su cara y subieran aún más el listón con la descacharrante Rufufú, de Monicelli. Otra cosa: sin robos que salen mal, desbaratados por rubias arpías y tipos desorientados que apuran cigarros mientras les consume la ambición, no se entiende el cine negro, que es como decir que no se entiende el cine.
Decíamos que los hombres que triunfan en el cine se visten de perdedores, para aparentar. A las mujeres directamente no les está permitido vencer, o como mínimo se les prepara en el guion un vía crucis existencial, un camino de espinas de esos que obligan a medir los pasos que ríete de Neil Armstrong. Piénsese en Uma Thurman en Kill Bill, por ejemplo: a la muchacha volver a ver a su hija solo le cuesta batirse con ochenta y ocho maníacos, luchar a puño desnudo contra una tuerta psicópata o ser enterrada viva. La brillante teniente Ripley de Alien triunfaba en la primera entrega de la saga, así que en las siguientes la obligaron a perder a su hija adoptiva, infectarse con el bicho, echarlo por la clásica vía estomacal y, una vez muerta, ser clonada para seguir sufriendo, no vaya a ser. La cosa tiene su punto de sadismo, e incluso en ocasiones la propia presencia de la palabra «mujeres» anuncia la derrota desde el título: Otra mujer, de Woody Allen, Dos mujeres, de Vittorio De Sica o nuestras Mujeres al borde de un ataque de nervios, por supuesto. El género femenino ha entregado varias perdedoras maravillosas al cine, y a mí me parece que todas ellas viven en los ojos de Marisa Berenson en la escena final de Barry Lyndon.
El fracaso es universal, trasciende géneros, continentes y épocas, y lo mismo golpea a samuráis de Kurosawa que a los antihéroes excluidos de la historia y la civilización de John Ford. Lo que se pierde con la derrota se gana en variedad, porque, parafraseando a aquel, los triunfadores se parecen, pero los vencidos lo son cada uno a su manera: Danny Rose celebrando Acción de Gracias con lo menos granado del mundo del vodevil; Clint Eastwood recortado contra el ocaso mientras entierra a su mujer al inicio de Sin perdón; Giulietta Masina sonriendo a los músicos bañada en lágrimas al final de Las noches de Cabiria; Paul Giamatti bebiéndose el vino de su vida en un vaso de cartón con hielo en Entre copas; McLovin haciéndose pasar por un donante de órganos hawaiano para comprar alcohol en Supersalidos; Ed Wood y Bela Lugosi convencidos de estar llamando a las puertas de la gloria en la más perfecta obra de Tim Burton… Hasta las mejores películas de Rocky son la primera y la sexta. Justo en las que pierde el combate final, fíjese qué cosas.
Dicen que James Bond y Batman son personajes más complejos desde que han aprendido a sangrar. Puede ser, porque la derrota da recursos. Tanto en el cine como en la vida real, en la que se sobrevive como se puede, y si el fracaso ataca se inventan eufemismos para salir adelante. Como «victoria moral», por ejemplo. Si eso tampoco funciona, se adopta pose maldita, se congela la sonrisa y se luce lagrimilla para buscar la empatía. Esto lo han entendido muy bien los niños, esos egoístas algo cabrones de los que hablábamos al principio: todos ellos saben de sobra que las cosas se consiguen llorando. Al final va a resultar que los realmente maduros son ellos, así que va siendo hora de dejar de decirles eso de que lo importante es participar, no vaya a ser que solo sea cierto en las películas.
Artículo interesante. No puede evitarse ver cierto romanticismo en los «losers». Nos recuerdan lo que quisimos en contraste con lo que somos. Cuanto más grande es el contraste, más compasión inspira.
Hay un dicho que expone: «La imaginación nos consuela de lo que no somos; el humor, de lo que somos».
Para perdedor Ben Mendelsohn en Mississipi Grind. ¡Imprescindible!
«La noche debilita los corazones,
noches de funeral, de vino y rosas.
Brindemos por el amor y sus fracasos,
quizás podamos escoger nuestra derrota».
(La extraña pareja – Ismael Serrano)
Creo que cualquier artículo que trate sobre el cine de perdedores debería mencionar, de manera especial, esa obra maestra que es The Hustler (‘El buscavidas’) con Paul Newman en el papel protagonista.
Lo iba a decir yo. Te has adelantado.
Y en este caso la derrota es devastadora, sin mueca tragicómica posible.
Otra gran peli con protagonistas perdedores es «Los fabulosos Baker Boys»
¡Genial artículo!
Mi vida es mi vida, de Bob Raphaelson con Jack Nicholson! Joya del New Hollywood de los 70s o El amigo americano, de Wim Wenders, con Bruno Ganz y ¡Dennis Hopper!
¡Poesía!