Aunque somos la especie más tecnológica que nunca ha pisado este planeta, hoy en día otorgamos devotas garantías y ciega confianza a todo lo que pretende ser «natural». Pero si descartamos aportaciones de dioses y alienígenas, hay que reconocer que sería muy de sobrados y egocéntricos pensar o afirmar que nuestra especie no es el resultado de la naturaleza, así que por ende nuestra tecnología también lo es, cosa que delata una falsa separación entre lo «natural» y lo «artificial». En esto hay un sesgo temporal importante, y a menudo llamamos natural a lo que hace unos siglos o unos milenios era artificial, como cuando distinguimos una panoja modificada en laboratorio de una seleccionada por fertilización controlada en el campo. También adulamos comidas y remedios de antaño, olvidando las enfermedades y muertes que han causado. La sabiduría rural funciona muy bien a corto plazo, pero, a falta de criterios y métodos de control a largo plazo, fracasa dramáticamente al enlazar causas y consecuencias lejanas en el tiempo (de aquí el uso de plantas cancerígenas o de aguas radiactivas, sin contar unos cuantos rituales anatómicos absurdos y lerdos).
En muchos casos halagamos nuestros instintos, exaltando sus raíces naturales. Por ejemplo, uno de nuestros tabús más sensibles y respetables es la reproducción, un derecho intocable y una necesidad sagrada. La pulsión por reproducirse es el motor más fuerte de la evolución, y no escapa a sus hechizos ni siquiera el sesudo y cuerdo ser humano. Aun sabiendo que hay miles y miles de niños abandonados en el mundo, la adopción es, en general, solo un último remedio a la infertilidad, en lugar de ser la primera de las opciones, aparentemente la más sensata, práctica y moral. Pero el instinto te dice que la cría tiene que tener tus genes, así que prima este deseo profundo e hipnótico de autoclonación, un intento (evidentemente inútil) de inmortalidad, que manda callar a cualquier tipo de razonamiento o de evidencia lógica. Además, para una adopción se requieren garantías impecables y un largo camino administrativo, pero nadie pone pegas a la paternidad de un niño generado entre los vómitos de una borrachera, en un ambiente degradado por violencia y abusos, o en un contexto económico desastroso e inviable. Tiene que «pasar algo» para que la sociedad, a veces, reaccione. Pero a la espera de que aquel «algo» pase, la generación y entrega de una vida a una condición de fracaso más que probable se acepta, porque el proceso ha sido «natural» y, por ende, legítimo.
Evidentemente, el afán reproductivo no afecta solo la individualidad familiar, sino que se extiende a escala mundial. El programa de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas se propone acabar con los problemas del planeta, y ha localizado diecisiete «Objetivos de Desarrollo Sostenible» que hay que resolver imprescindiblemente. Y es interesante notar que casi todos los que se enumeran se solucionarían en buena parte con un control de la natalidad. Pero claro, es un tema caliente, que huele a eugenesia, castración y represión, y ni gobiernos ni expertos se atreverían a mencionar ni siquiera el asunto. Todos conocen y entienden perfectamente el problema y la solución, a grande y pequeña escala, pero no se puede mencionar, no se puede nombrar, ni siquiera insinuar entre líneas, como cualquier tabú que se precie. Porque la reproducción es sagrada, es un instinto natural. Y nos olvidamos de que también matar o violar son instintos naturales. En evolución el único parámetro que cuenta es cuánto te reproduces, tú y tu linaje. No hay otro valor que este a ojos de la selección natural. Cueste lo que cueste alcanzarlo. Cuanto más te reproduces, más se difundirán tus genes en las generaciones siguientes. Es la ley de las medusas, de los jabalíes, y de los piojos. Y la naturaleza, en su constante ambición de satisfacer este criterio, nunca es moral o justa. Al revés, es cruel y muy despiadada, según nuestros criterios occidentales. Entonces, en el momento en que queremos defender la reproducción y no el asesinato o la violación, tenemos que encontrar otra razón, porque la de «es un instinto natural» no conviene utilizarla, a no ser que queramos también defender otros comportamientos igual de naturales, que pero tachamos (en mi opinión, más que oportunamente) de inhumanos y aberrantes. Tampoco cuela la de la «supervivencia de la especie», porque está visto que tenemos el problema opuesto. Y la de «porque quiero y punto» aguanta lo que aguanta, porque no ofrece muchas perspectivas de discusión, porque arroja dudas sobre nuestras ostentosas capacidades mentales, y porque también en este caso se puede aplicar a muchas otras cosas a las que es mejor no aplicarla.
Una de las características más interesantes de nuestra cognición humana es la capacidad de inhibición. Muchas especies animales pueden experimentar una cierta inhibición a la hora de expresar un comportamiento determinado, aunque hay dos diferencias importantes con respecto a nosotros. La primera es una diferencia de grado: nuestra capacidad de inhibir un instinto o una respuesta emocional está increíblemente más desarrollada, a nivel individual y de grupo. La segunda es una diferencia de calidad: la inhibición en un animal suele estar asociada a miedo o a algún tipo de coerción, generalmente a corto plazo, mientras que los humanos tenemos también una inhibición asociada a un razonamiento, incluso a una moral, también (y sobre todo) a largo plazo. Nuestra inhibición es, muchas veces, una decisión. Esta capacidad de inhibición es una de esas características que «nos hace humanos», que nos permite alcanzar grupos sociales muy grandes sin matarnos, sociedades complejas y diversificadas, almacenar recursos sin gastarlos todos de golpe, o planear estrategias de larga duración. Es muy interesante notar que, muchas veces, el proceso de inhibición a nivel cerebral no se basa en elegir una opción, sino en ¡descartar las otras! Es decir, en muchas ocasiones nuestro cerebro no nos aconseja la elección mejor, sino que se limita a suprimir, según la información disponible, las que parecen peores.
Aquí no viene mal recordar que instintos y emociones no son las mismas cosas, así que hay que tener cuidado en no confundir el mensaje. Es cierto que tienen una relación muy íntima (a nivel evolutivo y psicológico se alimentan los unos de las otras y viceversa), pero desde luego no son lo mismo. Los instintos son programas comportamentales que conllevan la ejecución de un acto para alcanzar un objetivo, y su realización afecta las relaciones con otros individuos. Las emociones son descargas bioquímicas que generan un cambio en la condición interna de un organismo, en su forma de ver, sentir y pensar el mundo, y afectan más la relación con uno mismo. Es decir, en los instintos algo interno (el programa) afecta algo externo (el ambiente y la sociedad), mientras que en las emociones es al revés, y algo externo (el ambiente y la sociedad) afecta algo interno (el individuo). Evidentemente hay más que esto, y la separación entre estos dos flujos no es tan lineal, porque se sustentan el uno con el otro, pero es importante entender esta diferencia de polaridad. Como consecuencia reprimir instintos es necesario para desarrollar una sociedad compleja, mientras que reprimir emociones a menudo solo desarrolla penas, conflictos internos, e incluso trastornos. Para estar bien con los demás muchas veces es necesario inhibir los instintos, pero para estar bien consigo mismo hay que evitar inhibir las emociones. La tarea no es sencilla y alcanzar un equilibrio entre estos dos factores no es nada fácil, pero es recomendable, por lo menos, intentarlo. Y, más allá de esta diferencia funcional, hay una diferencia de color muy intensa: los instintos nos hacen más primates, mientras que las emociones nos hacen más humanos. Que cada uno elija su propia combinación.
Pero así es, la capacidad de inhibición es una de las claves de nuestra supuesta humanidad. Una capacidad increíblemente potente, aunque no absoluta. Intentamos no matar y no violar, y para muchos de nosotros son tareas tan asumidas que las llevamos a cabo sin ningún esfuerzo. Al revés, sería más difícil renunciar a esta inhibición, dejando rienda suelta a nuestros instintos jabalíes. Pero sabemos que esto no vale para todos y hay unos cuantos que no han alcanzado este control espontáneo, ya sea por límites biológicos o culturales. Hay otros instintos que es más difícil controlar e inhibir, como los relacionados por ejemplo con la comida (nos pasamos, las cosas como son) o las dinámicas de las jerarquías sociales (que en los humanos son las mismísimas que en los babuinos o en los macacos). Y, finalmente, hay otros para los que estamos todavía muy lejos de tener un control eficiente, como la reproducción. Y esto a pesar de ser la única especie en la historia de este planeta que es capaz de distinguir entre reproducción y sexo, y que por ende puede permitirse el lujo de disfrutar del cebo (el placer) sin tener que tragar necesariamente el anzuelo (la fecundación). Aun así, el instinto es imparable, y la pulsión de autoclonación, arrasadora.
Somos como renacuajos a la mitad de un camino, hemos evolucionado las patas (la capacidad de razonar) pero todavía no hemos perdido la cola (la capacidad de controlar los instintos), y estos elementos se chocan y se obstaculizan, generando una pisada confusa y poco funcional. Duele decir que, en los anfibios, es este el momento de mayor mortalidad: el renacuajo con patas no domina ni el agua ni la tierra, y los depredadores se ceban con miles de incapaces, perdidos en un cuerpo quimérico y torpe, seres híbridos que no saben adónde huir, ni cómo hacerlo. La solución que han encontrado muchas especies es la más obvia: reducir lo más posible este período de transición, prometedor para el futuro pero nefasto para los que se quedan atrapados en él.
Ahora bien, hemos empezado a percibir esta sensación de metamorfosis desde hace poco tiempo, y en particular desde cuando las teorías evolutivas nos han hecho notar cierta continuidad con los otros animales. La ciencia nos ha ofrecido, en el último siglo, mucha información acerca de nuestra posición en la historia natural de la vida en este planeta. Los humanos somos primates sociales, necesitamos un grupo, y un fin. Esto de ser parte de un gran proceso divino hoy en día, en nuestras sociedades, ya no cuela, y entonces nos ha empezado a gustar la idea de ser parte de un gran proceso natural. De ahí el conflicto con la religión, que ha visto peligrar su rol unificador y soberano, garantía de poder y de control. De ahí también los excesos de una entrega demasiado pasiva de la sociedad a los dictados de muchos académicos evolucionistas, que a menudo han transformado la ciencia en dogma, traicionando sus mismos principios con mantras y sentencias copia-y-pega sustentadas por la fe en lugar de ser fruto del conocimiento.
Sea como fuere, los humanos de las sociedades industriales hemos empezado poco a poco a agradecer ser hijos de la madre naturaleza (algo que otras culturas nunca han separado de sus religiones, matando dos pájaros de un tiro), buscando y anhelando esta maternidad, y halagando más o menos tímidamente sus evidencias. Pero claro, ha sido una reconciliación conflictiva, entre el deseo de ser parte de la naturaleza y una mezcla de soberbia y asco hacia esa excesiva proximidad con las bestias. Simios sí, pero con distancia, por favor. Tarzán ha sido uno de nuestros primeros iconos en esta fase de reconciliación, y aún hoy en día delata este conflicto: es un puente entre la metrópoli y la selva, un hombre mono, pero es guapo, peinado y aseado, bruto pero con sanos principios honorables, salvaje pero con un pasado aristócrata. Su Jane sale fresca de la peluquería, y su Chita es un chimpancé joven, dócil y juguetón, no como los de verdad, que arrancan brazos y matan crías desgarrándoles el pecho. El hombre mono tiene una maldición que funciona al revés: en lugar de transformar al humano en bestia, afeita y perfuma al animal, le corta las garras y le blanquea los dientes, le depila el sobaco y le distorsiona la mirada tosca en una seductora sonrisa. El simio humano, iluminado por la luz encantada de la evolución, se transforma en una aberración primatológica que huele a jazmín, lleva tanga, y predica una moral.
Pero no es más que una leyenda. No existe el hombre mono. Solo existen primates, de diferentes especies, con sus límites filogenéticos y zoológicos, sus necesidades y sus instintos, sus emociones y sus afanes. Mejor reconocer y aceptar los límites de la evolución y tenerlos en cuenta que ignorarlos y luego llorar sus consecuencias. Ser primates quiere decir tener potencialidades y limitaciones, ventajas y vínculos, y es preciso saber dónde acaban las unas y empiezan los otros. No se trata de ser perfectos, sino solo, sapientemente, coherentes.
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Halagamos el raciocinio pero le tenemos miedo, porque puede delatar nuestras incoherencias. Fardamos de que el raciocinio nos hace humanos, pero también afirmamos que un exceso de raciocinio deshumaniza. Os invito a leer este artículo sobre nuestra conflictiva relación con la inteligencia: Vitruvianos, talosianos y otros monos cabezudos
Quiero dedicar este artículo a la memoria de Irenäus Eibl-Eibesfeldt (1928-2018), que nos ha guiado entre los increíbles caminos que enredan filogenia y psicogenia, para descubrir los aspectos más hermosos y más oscuros de la bestia humana.
Este artículo me ha recordado a cómo de curioso me resulta que a día de hoy, cuando trato de abarcar el tema de que somos primates, una especie más, se generan caras de asombro al descubrir a ciertas personas (las que se dejan…) que no estamos en el pico más alto de los organismos vivos ni nuestros productos tienen algún componente que nos aparte de lo natural y del resto de las «bestias». Y para ello solo me basta ejemplificar con la típica escena de un Gorila sacudiendo con suaves golpes un trozo de madera para así conseguir suficiente cantidad de termitas y poder llevárselas a la boca. La primera impresión obtenida es -Vaya pero si son unos golpes muy torpes, movimientos primitivos.- Pero en cambio cuando se muestra la técnica que utilizan para trepar árboles y hasta fabricarse un nido donde pasar la noche, se quedan con que son movimientos inimitables por nosotros «los superiores» y además son trabajos bastante eficaces. Es ahí, cuando el mensaje que quiero transmitir a los míos se hace visible y generalmente se traduce en un -Claro, no es que estén poco evolucionados y sean primitivos, es que usan técnicas diferentes a las nuestras, y con ello cada uno seguimos estando donde estamos en el tiempo y en el espacio.- Llegando a la feliz conclusión de que efectivamente no estamos por encima de ningún otro organismo siendo, afortunadamente (desgraciadamente para otros), unos animales más que ocupan un sitio en la naturaleza. Un artículo muy interesante.
Tarzán, ese símbolo de la supremacía británica…
Lo que me crea perplejidad es que esta atávica, y diría casi irresoluble contradicción humana, nos pilla en medio de una transformación social-politica-tecnológica y antropomórfica imprevista, con una intercambiabilidad de roles de género impensable medio siglo atrás; con el consolidarse de las democracias representativas y lilberales (que hemos elegido no por su bondad implícita, sino porque las otras nos llevaban al abismo) que conllevan un estado contínuo de histeria, chascos, desilusiones y sobre todo innovaciones; y una indefinición de sexos cada vez más marcado. Esto último, a pesar de mi natural velo masculino del cual me siento orgulloso, lo considero altamente satisfactorio, ya que siempre opiné que el varón tiene que feminizarse; una, porque no es justo que solo ellas sean las únicas herederas del sistema que eligió la naturaleza para perpetuarse, o sea dividirse en dos (una especie de envidia, lo reconozco), y la otra porque carecen de las manifestaciones del género opuesto que han llevado casi a la destrucción del planeta. Ya estamos por colonizar Marte, y para no repetir la historia del descubrimiento de América con sus horrores, habría que decidir a quién llevar a esos lares. Talvez la mujer, en lo que respecta a la fuerza fisica, tendría que masculinizarse, y pruebas ya las hay, con tantas futbolistas, rugbieras y otras disciplinas impensables y poco aconsejables para uno que ama la ligereza, la fragilidad, la levedad, el perfume, la belleza y la dulzura femenina, pero en aras de un «porvenir radioso de la humanidad» estaría dispuesto a renunciar a estos placeres aunque ya ni cenizas sería. Humanas del mundo, uníos!
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