No se me olvida —y seguro que a ustedes tampoco— el año 2000. El año en que un hombre dedicó el mayor galardón cinematográfico a una bolsa de plástico del World Trade Center.
Antes de subir al escenario apretaba entre los dedos un tubo de tranquilizantes escondido en el esmoquin. Para él, todo aquello era una fantasía grotesca y casi felliniana. Orinar junto a Brad Pitt, ayudar a Charlize Theron a recolocarse el vestido. Ver a Joan Rivers en carne y hueso. En la cumbre misma del éxito (recoger un Óscar con tu primera película), Alan Ball se sentía un extraterrestre sudoroso con gafas de pasta.
Porque no hacía tanto tiempo que no era más que otro gris guionista que se dejaba los dientes en un empleo que detestaba. Escribir para sitcoms como Grace Under Fire o Cybill fue lo más parecido a ser cortesano en el palacio de una reina desquiciada. Risas enlatadas y guiones semanales que no valían ni el papel en el que estaban impresos. Habría sido obsceno confesarse infeliz —viviendo entre Hollywood y Nueva York, trabajando con las estrellas televisivas del momento—, así que se resignaba con la frustración alienante de justificar su sueldo.
A Ball le rondaba la certeza de haberse equivocado por segunda vez. Dar marcha atrás en su empeño de ser actor no fue especialmente traumático (bastó con interpretar al general Von Trapp en el musical teatral de Sonrisas y Lágrimas y percatarse de que tres de sus hijos eran actores bastante mayores que él), pero con la escritura le estaba costando doblegarse. Era una ilusión esquiva y tramposa, un constante ir y venir de oportunidades que, una vez llegaban a término, deformaban sus sueños en parodia chusca. Ni siquiera cuando ABC le concedió su propia serie, Oh, Grow Up, pudo sacudirse la vergüenza de ver el resultado en pantalla. Le cambiaban los diálogos (demasiado elevados), los personajes (nada de roles gais) y los escenarios. Cuando el perro ladraba, le ponían subtítulos. El despropósito no pasó de los once episodios, para alivio de sus cero espectadores y especialmente del propio Ball. «Es la primera serie que es físicamente dolorosa de ver», describió un crítico, de forma memorable.
Todos los días abandonaba el set de Cybill a las dos de la mañana con toneladas de ira y frustración en el estómago. Una noche cualquiera comenzó a golpear el teclado para tratar de sacárselas de encima y afrontar el tóxico rodaje. Había perdido la pasión por lo que hacía, y escribió la historia de un hombre que había perdido la pasión por lo que hacía. No le puso nombre hasta que se vio a sí mismo hipnotizado por la basura azotada por el aire en la capital del mundo: American Beauty.
Y aquí podría acabar el relato lacrimógeno de alguien que persevera para conseguir su sueño. El olfato de Steven Spielberg localizó el potencial del proyecto y, dos años después, recaudaba ciento treinta millones de dólares y cinco estatuillas en los premios Óscar. Entre otras, la de mejor guion original para Alan Ball.
Dejar de vender su alma al diablo fue en un alivio, sí. Pero para alguien que ha pasado toda su vida entre fantasmas, estaba muy lejos de suponer una salvación.
Poco después de la ceremonia, Ball regresó de visita a su casa familiar en Marietta (Georgia) y descubrió que su antigua habitación había sido convertida en una inútil sala de estar. Nada fuera de lo común, en apariencia. Los hijos avanzan y sus padres también. Pero ese insignificante detalle implicaba un devastador retroceso emocional. No le quedó más remedio que dormir en la habitación de su hermana muerta, en la que todo permanecía intacto desde su cumpleaños número veintidós.
Ese día, Mary Ann llevaba a Alan, de trece años, a clase de piano. Él iba en el asiento del copiloto cuando les arrolló otro coche que circulaba en sentido contrario. «Literalmente, murió encima de mí. Se esparció sobre mí». Él salió físicamente ileso, pero huérfano de una de las pocas personas con las que tenía una intimidad real. Fue un niño-sorpresa en una familia muy tradicional, y apenas existía relación con los otros dos hermanos, separados por más de dos décadas. Sus aficiones artísticas le coronaron como el «rarito» de la casa.
Sus padres asumieron la pérdida replegándose en sus propios mundos de dolor y religiones apocalípticas. Alan se quedó solo y la vida jamás recuperó el equilibrio. Su padre falleció seis años después. Su madre encadenó depresiones e ingresos en el hospital.
A él no le fue difícil aprender a reprimir la pena. Lo sumó a la lista de cosas que era mejor no sentir para no proporcionar problemas extra a su devastada familia: el aislamiento, la invisibilidad, el ardor cuando veía a Sean Connery en pantalla. Nacer y crecer en un pueblo del sur profundo de Estados Unidos —no viendo Will and Grace— convertía la homosexualidad en algo aterrador para la comunidad y para él mismo.
Llegado el momento, apiló todo aquello en una habitación con armario y se largó a estudiar teatro en la Universidad de Florida. Tiró la llave.
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«Nos encantan los personajes, pero ¿podrías hacer que estén más jodidos?». Asomó a su rostro una expresión de placer. Aún no se había recompuesto de aquellas noches en la habitación de su hermana muerta y HBO le respondía así al borrador que les había enviado para una nueva serie. «Este es mi sitio», se dijo.
Entonces fue cuando parió a los Fisher. Y les jodió bien. Carolyn Strauss le había pedido una trama sobre una familia de funerarios y optó por el camino más inesperado: concebirles como auténticos héroes. Su trabajo era encarar la muerte para que el resto de nosotros no tuviéramos que hacerlo. Mirar el cadáver. Limpiarlo, maquillarlo, embalsamarlo, exponerlo en el salón central de su casa. Hacer lo que el resto está demasiado atemorizado para siquiera imaginar.
Fue una catarsis. Ball sintió que emplazaba la serie en Los Ángeles («capital mundial de la negación de la muerte»), pero en realidad la ubicó exactamente en sus entrañas. Y no solo en el plano más superficial —que el personaje de Richard Jenkins muera de manera similar a Mary Ann, o que Michael C. Hall sea homosexual reprimido—, sino en lo más hondo y podrido de sí mismo. En esa habitación clausurada habitada por fantasmas.
El sexto episodio de la primera temporada es la muestra de cuánto se había alimentado Ball, como buitre de carroña, de sus propias aprensiones. No en vano, se titula «The Room». En él, todo se desata con el trivial comentario de un conocido: «Tu padre era un tipo muy gracioso», le dice al personaje de Nate, que queda petrificado. ¿Gracioso? A él le crio —a ratos— un hombre bastante malencarado, severo, cuya única fuente de entusiasmo eran los coches fúnebres y los cigarrillos. A partir de legajos, Nate va bosquejando el perfil de un hombre sustancialmente distinto. Un desconocido. Que, en la intimidad, escuchaba una música diferente. Que fumaba hierba. Que guardaba las fotos de su mujer en un pequeño cofre oxidado. Que tenía una habitación (no metafórica: con paredes, bombillas y, al menos, un sofá) en la que, a veces, se escondía a ser él mismo. Un lugar donde no había deudas, ni muerte, ni reproches. Una fortaleza infranqueable con acceso vetado para los demás. Un hombre que guardaba bajo llave sus secretos más frustrantes, como Lester Burnham. Como su padre. Como él mismo. Como usted y yo.
Puede parecerlo, pero Alan Ball no nos estaba hablando (solo) de su familia. Con la precisión microscópica de una historia personal, A dos metros bajo tierra extrajo verdades universales. Él —que empezó escribiendo guiones para darse el placer de interpretarlos— acabó haciendo uno de los retratos más nítidos de la familia occidental suburbana, disfuncional por definición. Con sus vergüenzas, sus traumas, sus patetismos y su siniestra y cautivadora belleza. Traficó con aquellos recuerdos que no se había atrevido a tocar y fusionó lo alegre con lo macabro. Lo mundano, lo grotesco y lo fantástico.
El truco —de haberlo— fue hacer exactamente lo opuesto que había aprendido en Cybill. Invertir el dispositivo narrativo. Entonces existía lo que él llamaba «the moment of shit» (el momento de mierda), en el que la hija de Cybill reconocía que la pataleta de esta semana se debía a que cuando tenía su edad, su madre era tan perfecta que ella era incapaz de lidiar con la presión. Pedía disculpas y todo el mundo se abrazaba con música de violines. En A dos metros bajo tierra el momento de mierda jamás se produce. Todo se sepulta, se ignora, se esconde. Si una madre llora frente al ataúd abierto de su hija muerta, el director de la funeraria aparece de la nada y la empuja suavemente tras una cortina. Es la ridícula manera que nuestra sociedad impone para lidiar con la omnipresencia de la muerte.
Solo hay dos formas de verlo: la serie trata sobre la vida o sobre la muerte. Y el único método para sobreponerse a ambas es la risa. Por eso A dos metros bajo tierra es oscuramente humorística. O humorísticamente oscura.
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Una vez acomodó el dolor, abrió las compuertas y confesó a su madre su orientación sexual, a Alan Ball le entró hambre. Le apetecieron palomitas. Algo que rebajara el forcejeo existencial con la mortalidad y que le permitiera, sencillamente, disfrutar de lo llorado.
El resultado se llamó True Blood, que inauguró y clausuró su propio género. Porque lo que parecía una serie de vampiros, basada remotamente en los best sellers de Charlaine Harris, acabó siendo otra cosa. Por favor, no pregunten el qué. Podría ser un vodevil chalado, un desahogo mamarracho, una novelucha romántica victoriana, una genialidad inclasificable. Y, a la vez, decididamente nada de eso.
Se nos vendió que los vampiros, el sexo y la violencia eran los muros de carga de la serie. Al principio nos lo tragamos. Pero el retorcimiento de Alan Ball nunca es tan obvio, y se divirtió jugueteando con nuestras mandíbulas desencajadas mientras, con la otra mano, iba tejiendo una serie con un protagonista incognoscible. Uno que llevaba inserto en el ADN: el sur.
El musgo y los pantanos de Louisiana no son mero atrezo, sino la diégesis misma de True Blood. Todos los sures históricos están ahí: los licántropos como la white trash de una aristocracia vampírica, las grandes mansiones con plantaciones aledañas, los werepanthers como oscuros rednecks… Ball trasplantó el terror de ser «el otro» en una población sureña, e hizo de esa sensación de aislamiento un hogar para sus personajes. Con la dosis alegórica mínima, eso sí, porque la discriminación contra los vampiros es una metáfora apenas velada de la lucha por los derechos de los homosexuales. «God hates fangs», ¿recuerdan?
Lo sobrenatural siempre ha atraído al sur como la Luna atrae el agua de mar. En el deep south están las raíces de la más turbia mitología —no solo estadounidense— y es parte integral de su carácter. «Ponga una cerca alrededor del sur y tendrá un gran manicomio», decía Florence King. «Y no olviden las palomitas», remachó Alan Ball. Una advertencia más que pertinente. Porque nada en True Blood es demasiado alocado para no ser superado en el capítulo siguiente. Ni demasiado carnavalesco. Una bruja llamada Antonia Gavilán de Logroño, un vampiro irrumpiendo en el prime time para arrancarle el espinazo (y sustituir) al presentador de telediario, mientras porta una bombonera con los restos de su amante muerto. ¿Frívolo? ¿Lúbrico? ¿Superficial? Quizás. Pero reconozcamos que hay que gozar de una inteligencia portentosa para hacer que el sur, el tradicional gemelo malvado, nos deleite con más placer que terror. Que sepa a Faulkner o a Lynch, o quizá a ambos al mismo tiempo.
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Aquel crío sureño que escribía obras de teatro a los seis años y descubrió demasiado pronto que la muerte llega a una inconcebible velocidad es hoy un señor satisfecho de su excentricidad. Vive en una delirante mansión hollywoodiense poblada de todas las clases de aves exóticas imaginables. El incesante estruendo enloquece a su vecino, Quentin Tarantino, que se declara incapacitado para escribir guiones ante semejante recital. Demandó a Ball, pero él continúa, ufano, exportando jaulas y más jaulas.
«Ahora siento como que lo tengo todo, y eso es extraño», dice.
Y bien está. Cualquier cosa menos volver a clausurar esa habitación, ese santuario de demencia, genialidad y ternura que Ball entreabrió al ver la basura volar. Porque lo suyo no es televisión: es realismo mágico.
«Everybody is waiting», reza uno de sus inolvidables capítulos finales. Aquí estamos, Alan. Creyéndonos preparados para lo siguiente, pero no estándolo en absoluto.
Estupendo artículo de Barbara Ayuso sobre una de las mejores series de televisión que se ha realizado. Me sobran los comentarios sobre True blood porque lo que me une a Alan Ball es la anormal normalidad de sus personajes persiguiendo la vida, acompañando muertes ajenas que también acompañan a sus propias muertes cotidianas, a su constante pérdida de inocencia. Solo el personaje más joven escapa de la muerte en un viaje en coche en el que se aleja de la muerte que ronda a sus amigos y a su familia. No la evitará, nadie puede evitarla, pero al menos no permanecerá quieta esperándola.
Has olvidado la última producción de Alan Ball, Here and Now, la que empezó muy bien, con un buen apartado técnico y actores de primer nivel, acabo enterrada en fango, gracias a su inmersión en temas políticos que dejaron un argumento de serie interesante en una serie de reproches políticos.
Acabe de verla por que estaba escrita por Alan Ball, pensando que luego remontaría, pero no fue así.
True Blood era terriblemente absurda, provocadora, carnal, pero sobre todo, divertida. Su ultima temporada fue terrible, pero después de lo que he leído, ya entiendo la pringosa (no se derrama, va mucho más allá) muerte de Bill. Por otro lado reivindico una serie que los puristas no consideran suya pero que de no ser por su empeño nunca se hubiera hecho, Banshee. Que es ultraviolenta, ultrasexual (creo que en los 5 primeros capitulos de la temporada 3 solo se folla), ultrapasada de rosca a muchos niveles (con suma cum lauden para Job) y jodidamente divertida. Pero claro, Alan Ball solo era productor y mente en la sombra.
Six feet under es una obra maestra de la producción televisiva, sobre todo las primeras temporadas (las últimas bajan hasta el celebérrimo final), y sin duda una de las precursoras del fenómeno seriófilo. En ningún caso nadie debería adentrarse en el universo series sin haberla visto, todo funciona como un reloj eso si, el VO, alguna vez la encontré en la 2 a horas imtempestivas y el doblaje era de los baratos.
Comencé con True Blood y bueno, al principio tiene un pase, después deja de ser entretenida que era lo único que la salvaba y tiraba al sindios (que luego seguirian otras tipo American horror story en sus primeras temporadas.
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