La página par Opinión

Manuel Jabois: Amar el ciclismo

Le voy a explicar cómo aguantamos el Tour de Francia —le dijo Henri al periodista. Rebuscó en el bolsillo trasero de su maillot, sacó un estuche y lo colocó sobre la mesa. Del estuche extrajo un par de frascos—. Esto es cocaína para los ojos. Y esto es cloroformo, para el dolor de las rodillas. Ahora le voy a enseñar las píldoras —y sacó tres botes más—. Ahí lo tiene: funcionamos con dinamita. Y usted no nos ha visto cuando llegamos a la ducha (…) Una vez que nos hemos quitado el barro, estamos blancos como sudarios. La diarrea nos deja vacíos. Nos desmayamos en el agua. Cuando nos acostamos, empezamos a temblar con el baile de San Vito y no podemos dormir (…) Hacemos el esfuerzo que no permitiríamos a una mula. Si salgo con un periódico bajo el pecho para evitar el frío, tengo que llegar a meta con él. Si paro a beber, tengo que sacar el agua de los pozos yo mismo o me penalizarán. Aceptamos el tormento, pero no queremos vejaciones. Un día nos colocarán plomo en los bolsillos alegando que Dios hizo al hombre demasiado ligero.

Roger Walkowiak aceptó hablar para un documental. Delante de la cámara, sembrado de arrugas, contaba divertidas anécdotas ciclistas hasta que el periodista, después de varios rodeos, se atrevió a preguntarle por una cuestión espinosa: el Tour que había ganado cuarenta años antes. “Nunca hablo de eso, ni siquiera con mi mujer”. Se hizo el silencio y la cámara se acercó al rostro encarnado de Walkowiak. Comenzaron a agitarse sus mejillas, ocultó la cara con su mano izquierda y se desplomó en el llanto: “Nadie sabe cuánto sufrí”. Walkowiak había ganado el Tour gracias a dos escapadas milagrosas siendo un don nadie, un invitado que no arrastraba gloria ni carisma, y para el que su paso por la vuelta francesa debería haber sido un trámite de gregario. No ganó ni una etapa. La prensa lo rechazó porque entendía que su nombre manchaba el glorioso historial del Tour. Desde que ganó el amarillo en una escapada de modestos provocada por la anarquía del pelotón, en plena transición de los años de Coppi a los de Bahamontes, Walkowiak sufrió una tortura en la carretera y fuera de ella. “Por los ataques en tromba de los favoritos, que veían que se les escapaba el Tour, pero también por el desprecio que sufrió su liderato: los periodistas escribían que Walkowiak, indigno para llevar el maillot, se había encontrado con el mayor golpe de suerte de la historia del Tour, y no disimulaban las ganas de que un nombre con más prestigio lo desbancara”, escribe Ander Izagirre, que recuerda el asombro del mozalbete cuando al acabar la etapa le vistieron el amarillo y lo rodearon las cámaras. “El periodista, impaciente porque Walkowiak apenas pronunciaba monosílabos, le recalcó la importancia del momento como quien regaña a un chaval: ‘Roger, eres líder del Tour de Francia. Miles de personas te están viendo y quieren saber qué sientes con el maillot amarillo puesto’. Walkowiak se llevó las manos a la cara y balbuceó unas palabras: ‘Es increíble, no puedo creerme lo que ha pasado, es increíble…”. De pronto, Walkowiak se estremeció en un llanto incontenible y se arrojó a los brazos del periodista, arrasado por las lágrimas: “Es increíble, es increíble…”.

La historia la desmenuza al detalle Ander Izagirre en Plomo en los bolsillos, un libro que ganó aquel concurso literario que Marca puso en marcha hace unos años. Constituye un tratado inamovible de pasión. Una manera de entender la escritura puesta al servicio de nadie más que el lector (el periodista invisible, el mejor periodista), pero sobre todo un camino con el que prolongar los años ciclistas del niño Ander, resumidos en el aroma del prólogo, donde uno se empapa ya desde el principio en la atmósfera sin concesiones del deporte más bello del mundo. Su padre, dice, le llevó al Tour con nueve años. “Me enseñó a plantar una tienda de campaña y me hizo esperar dos días en el monte, con esa reverencia de los ritos un poco absurdos pero apasionados. Cuando por fin llegó el momento, la bruma se tragó los Pirineos y nos dejó a ciegas. Entre las tinieblas apareció Perico, acosado por el aliento de los perseguidores, y su rostro retorcido y angustioso se me quedó grabado en la memoria, con el fogonazo de los recuerdos infantiles más deslumbrantes”. Si los orígenes de las pasiones suelen remontarse a una imagen, aquella postal de Perico ganando su primera etapa en el Tour y firmándole luego un maillot al niño en el descenso en coche, quizá esté detrás de la biografía de Ander Izagirre, al que sus abuelas aconsejaban antes de la carrera: “Cuando te canses, párate”. El día que se bajó del sillín en formidable etapa, a la altura de cualquiera de las historias de Plomo en los bolsillos, se hizo periodista lujoso en detalles, rico en verbo; con memoria, incluso, para que “a la mierda no la perfumen”.

El propio Perico es el protagonista de otro capítulo del libro, acaso el más angustioso: desentierra en la memoria de los aficionados el Tour que perdimos sin empezar. “Fueron apareciendo, minuto a minuto, Breukink, Hampsten, Parra, Rooks, Bugno, Mottet, Fignon, Lemond, Kelly… Ya sólo faltaba por llegar Pedro Delgado, ganador de la edición anterior. La cámara fija de meta retransmitía la imagen de la recta final, vacía, y un cronómetro digital en el que corrían los minutos y los segundos de Delgado. El segoviano debía de estar a punto de aparecer. Pero no aparecía”. Cuenta el periodista cómo Delgado, mientras empezaba a perder el Tour presa de un despiste antológico, paseaba con la bici tan tranquilo por las calles de Luxemburgo, por donde se encontró incluso a Thierry Marie, al que le preguntó qué tal le había ido: “Hay que ir a tope desde el principio, pero luego viene un repecho en el que se debe regular un poco con el desarrollo para no atascarse”. Finalmente, acercándose a la la zona en la que ya se agolpaba el público, no hizo caso a las caras crispadas del público, gritando su nombre para avisarlo (“el segoviano estaba acostumbrado a que los aficionados le llamaran a gritos”), ni a su mecánico Carlos Vidales, agitando dos ruedas, chillándole que saliese (“Vidales siempre se ponía muy nervioso en las contrarrelojes”). El tiempo ya estaba enterrando a Perico en las catacumbas cuando se dirigía panchamente a la rampa para pasmo de los periodistas, a los que se les había caído el alma a los pies. Sólo reaccionó y apuró la pedalada hasta la salida cuando vio a Echavarri, éste sí, descompuesto, haciendo gestos histéricos: “¡Vamos, Pedro, arranca de una vez!”. Cuando llegó a meta sin saber aún muy bien qué había pasado, se encontró a todo el mundo enmudecido, mirándolo con curiosidad, quizá espanto. Sólo perdió 14 segundos con el ganador, Erik Breukink. Pero había salido dos minutos y cuarenta segundos tarde. Jamás se volvió a poner el maillot amarillo.

Plomo en los bolsillos pasa por los grandes nombres propios del Tour en una aventura extraordinaria que comenzó en 1910 con el famoso grito de Octave Lapize, ganador de una etapa de 326 kilómetros con las bicicletas de entonces, y aquellos caminos de cabras, que reunía “cinco monstruos que nadie conocía”: Peysourde, Aspin, Tourmalet, Soulor y Aubisque. “Lapize excavó la ruta de los mitos a golpe de dolor. Llegó a la cumbre del Aubisque gimiendo como un perro; tiró al suelo la bicicleta, se dirigió hacia uno de los organizadores del Tour y, cuando sus pulmones reunieron un poco de aire, cinceló la primera sentencia en las tablas del ciclismo: ‘¡Asesinos!”. El libro bebe de referencias inmejorables y destapa la esencia de campeones grandísimos, heroes de gestas prehistóricas, casi dioses. “He llegado muy lejos en el dolor”, dice Indurain. Gente como Bernard Hinault, del que dice el autor que era un ciclista “de triunfos brutales, que acumulaba etapas y sepultaba a sus enemigos con minutadas humillantes”, pero que procuraba pese a todo dotar a sus victorias de cierta elegancia. Por eso, paseando por los Campos Elíseos en la última etapa del Tour de 1979 y con trece minutos de ventaja sobre el segundo, Zoetmelk, y veintiséis sobre tercero, Agostinho, desencadenó un ataque brutal llevándose a Zoetmelk a rueda para batirlo al esprint bajo el delirio de los franceses. El libro cuenta también por qué Hinault perdió el sexto Tour en 1986 en batalla hostil con Lemond, de su mismo equipo; los dos peleando por hacer gregarios suyos a sus compañeros, e Hinault despreciando al americano por falta de épica y olvidando, dice Izagirre, la advertencia legendaria de la carretera: el Tour limita la ración de gloria incluso a los más grandes.

Con todo, acaso Coppi sea el que llene las páginas del libro con la más rotunda de las bellezas, y no en el Tour, sino el Giro. Un día histórico, el 10 de junio de 1949. “Cuentan que se suspendió la ley de la gravedad”, escribe el autor. La gesta más loca es la gesta más bella era el lema bajo el que corría el Campionissimo. Tenía el Giro sometido con el segundo a más de un cuarto de hora, y entonces decidió cometer una locura nunca vista en la última etapa de montaña. Había por delante terreno francés con cuatro cimas descomunales: la Maddalena, Vars, Izoard y Montgenèvre. Coppi atacó cuando faltaban 192 kilómetros. Sufrió “un arrebato de grandeza”. Ese día se interrumpieron las programaciones de radio en Italia para ir contando aquel acontecimiento nacional. “Un uomo solo al commando, la sua maglia é rosa… ¡é Fausto Coppi!”. Estuvo siete horas y media encima de la bicicleta él solo dejando a los rivales torturados e incrédulos: “¿Por qué?”. Pero Coppi lo necesitaba. “Se preocupaba por imprimir en sus victorias un sello irrepetible”, escribe Izagirre. “Coppi ofreció todo su dolor para culminar una obra bella”. Enterados de la hazaña que se avecinaba los piamonteses salieron de sus casas para subir las cumbres y ver el espectáculo de ese héroe moderno, de esa deidad en bicicleta que tumbaba una a una las más espléndidas montañas. La mayoría fue a concentrarse en la cima del Izoard, hacia donde volaba Coppi sacando ocho minutos de ventaja a Bartali. “Los tifossi formaron un pasillo de honor en la Casse Déserte, el desierto marciano situado cerca de la cima del Izoard”. Por allí solían aparecer los ciclistas retorcidos como guiñapos, doblando la bici de izquierda a derecha, “dando zapatazos a los pedales”, y de pronto se asomó la figura elegante de Coppi, partido por dentro, deslumbrante por fuera. “Marchaba bien sentado en el sillín, con los codos flexionados en ángulo recto y las manos firmes en el manillar, exprimiendo toda la contundencia de los músculos para hacer girar como émbolos sus famosas zancas de cigüeña”. Los aficionados, que le habían esperado arrodillados en las cunetas, juraron que el 10 de junio de 1949 Fausto Coppi flotaba.

Plomo en los bolsillos (Libros del K.O.), de Ander Izagirre

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4 Comments

  1. Miguel

    Jabois + ciclismo = pieza indispensable

  2. Noé Ramalleira

    Hombre, aquí el mérito lo tiene Izaguirre, ¿no?

  3. Carlos

    es la primera vez que leo algo aquí, y ha sido un pedazo de artículo como la copa de un pino. enhorabuena y gracias :-)

  4. ¡Buenísimo!

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