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¿Te vas a terminar eso?

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Charles Dickens (1812-1870).

Charles Dickens ideó El misterio de Edwin Drood como una historia de intriga que se publicaría por entregas (como todas las novelas del escritor) entre abril de 1870 y febrero de 1871. Pero ocurrió que a Dickens le dio por morirse, tras pasarse un día entero trabajando en uno de los capítulos de aquella obra, el 9 de junio de 1870 por culpa de las complicaciones derivadas de un derrame cerebral. Y para la editorial aquello se convirtió en un movimiento creativo demasiado arriesgado: la novela no estaba finalizada cuando el autor se encaminó hacia el otro mundo y la desgracia había transformado El misterio de Edwin Drood en la historia más misteriosa posible al carecer de un desenlace oficial. Lo más interesante de todo esto es que ni la muerte de su propio autor fue capaz de impedir que la última novela de Dickens gozase de una conclusión. O de dos. O tres. O de un buen puñado de finales diferentes, entre los cuales figuraba al menos uno para cuya elaboración fue necesario desempolvar una güija.

Cliffhanger

El misterio de Edwin Drood no se centraba tanto en el Edwin Drood del título como en el resto de personajes que lo rodeaban. Y muy particularmente en la figura de John Jasper, tío de Edwin, director de coro, aficionado a los fumaderos de opio e interesado en rozarse con Rosa Bud, una alumna prometida con su sobrino y también la zagala cuyas faldas anhelaba un jovenzuelo apuesto llamado Neville Landless. En la novela, Rosa y Edwin decidían finiquitar su compromiso en medio de tanto polígono amoroso, y poco después el joven Drood desaparecía de una manera tan misteriosa e inexplicable como para que todo el mundo comenzase a sospechar que alguien se lo había cargado. Tras la evaporación del muchacho, un extraño de apariencia sospechosa llamado Dick Datchery entraba en escena para vigilar los movimientos de Jasper. Y unos cuantos párrafos más tarde, todos los lectores de la época sufrían un inmenso coitus interruptus por culpa del giro de guion definitivo cuando a Dickens lo fulminaba la vida en general y el accidente cerebrovascular en particular. El escritor falleció con tan solo seis de las doce entregas de aquel relato publicadas. Su última novela quedaba inconclusa y todos los misterios abiertos sin resolver.

O no.

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Portada de El misterio de Edwin Drood junto a una de las ilustraciones que Samuel Luke Fildes realizó para la novela.

El misterio de Edwin Drood tuvo un gemelo burlesco e ilegítimo al otro lado del charco que acabaría jugando a escribir el final de la novela: The Cloven Foot, una serie de textos firmados por Orpheus C. Kerr que se publicaban paralelamente a modo de parodia nada velada de El misterio de Edwin Drood. Ocurría que aquel Orpheus C. Kerr era en realidad el seudónimo de un neoyorquino llamado Robert Henry Newell, un escritor humorístico entre cuya fanbase se encontraban admiradores tan distinguidos como el mismísimo Abraham Lincoln. Y aquel The Cloven Food episódico era una adaptación, en formato de farsa chiflada metarreferencial, de la historia que estaba elaborando Dickens. En la versión de Newell la acción se trasladaba a Estados Unidos mientras las bromas se centraban en satirizar los contrastes sociales entre ingleses y norteamericanos; el Jasper de The Cloven Foot era alcohólico en lugar de adicto al opio, y como consecuencia de una visión doble provocada por el elevado nivel de licores en sangre estaba convencido de tener un par de sobrinos en lugar de uno. Con la muerte de Dickens, el problema era evidente para la versión cómica de Newell al no disponer de nuevo material original que parodiar. Pero el estadounidense decidió solventar el contratiempo inventándose un desenlace propio a lo largo de cuatro capítulos sin demasiadas fanfarrias. Por su espíritu de mofa no contentó a los eruditos, pero se convirtió en el primer intento (de muchos) de rematar aquella obra que Dickens había dejado a medias.

Entre 1871 y 1872 se publicó El secreto de Jon Jasperuna secuela de El misterio de Edwin Drood donde se revelaba que Drood estaba vivo, el enigmático Datchery era un personaje secundario disfrazado jugando a los detectives y Jasper era culpable de haber intentado cargarse a su sobrino. Algunas ediciones aseguraban en sus créditos que aquella inesperada segunda parte había sido parida a dos plumas por Charles Dickens Jr. y el novelista Wilkie Collins, pero lo cierto es que tenía menos de legado literario y más de oportunismo: en realidad, había sido elaborada por un periodista neoyorquino llamado Henry Morford para sacarse algo de pasta durante su estancia en tierras inglesas.

En 1873, un desconocido estadounidense llamado Thomas Power James se presentó en la imprenta clamando estar en posesión de la secuela manuscrita más fascinante de El misterio de Edwin Drood: un texto que supuestamente había sido escrito directamente por el espíritu del propio Charles Dickens tras una sesión de espiritismo. James aseguraba que su cuerpo había logrado sintonizar con «el Otro Lado», donde se encontraba repanchingado el fantasma del escritor inglés, y que dicho puente entre ambas dimensiones le había permitido al espíritu de Dickens poseerle para escribir en plan maratón la resolución de la novela inacabada. Lo exótico de su naturaleza le proporcionó bastante publicidad al manuscrito y, aunque los lectores ingleses lo despreciaron, en Estados Unidos logró cultivar tanta fama como para que se editase junto al texto de Dickens como si realmente se tratase del desenlace oficial. Sir Arthur Conan Doyle, un escritor que se tragaba dobladas todas las historias sobre ectoplasmas, tuvo parte de la culpa al alabar públicamente la calidad del texto y lo mucho que se asemejaba a la producción del escritor inglés. Doyle llegó a entrevistarse con Thomas Power James para comprobar que no era un farsante. «Ese hombre no tiene un solo hueso con capacidades literarias en todo su cuerpo», aseguraría después de conocerle, y bromeó diciendo que, en el fondo, todo aquello no dejaba de resultar irónico teniendo en cuenta que Dickens era un escéptico de los tejemanejes espirituales. Aquella Segunda parte del misterio de Edwin Drood era un delirio curioso que no solamente imitaba el estilo del creador original, sino que además introducía nuevos personajes e incluso una nueva trama, alejada del enigma principal, que eclipsaba por completo los hechos de la primera parte. El libro llegó acompañado de un prefacio graciosísimo donde se aclaraba que Satán no había metido la pezuña durante las posesiones requeridas para la escritura de la novela. Un prólogo que también anunciaba, a modo de teaser literario, el futuro libro que el fantasma del literato estaba dispuesto a escribir utilizando a James como médium: The Life and Adventures of Bockley Wickleheap. Pese al hype provocado, aquello nunca llegó a ocurrir y James desapareció del mundo literario tras su espectacular one hit wonder.

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El de James fue con diferencia el desenlace no oficial más llamativo de toda la movida Drood, pero no sería el último en producirse: a principios del siglo XX se filmaron dos películas adaptando el texto y en 1935 Universal Pictures ideó una tercera con su propio final inventado. Durante 1953 la CBS emitió una versión radiofónica, una idea que le copiaría la BBC cincuenta años más tarde, y los años sesenta verían cómo la obra se convertía en serie. En 1980, Charles Forsyte publicó The Decoding of Edwin Drood, Leon Garfield imaginó un nuevo final para la pieza de Dickens y los rusos filmaron su propia adaptación en forma de miniserie. En 1993 se estrenó una nueva película y en 2012 la BBC Two produjo otra más.

La mención especial se la lleva La verità sul caso D., una pieza literaria muy disparatada de Carlo Fruttero y Franco Lucentini donde un grupo de detectives famosos, entre los que figuraban Hércules Poirot (hijo de Agatha Christie), Sherlock Holmes (creación de sir Arthur Conan Doyle) y C. Auguste Dupin (parido por Edgar Allan Poe), juntaban los cocos para intentar descifrar el verdadero final de El misterio de Edwin Drood. La otra adaptación a destacar por creativa es el musical Drood, una obra de teatro ideada en 1985 por Rupert Holmes que al carecer de final oficial permitía al público encargarse de decidir, votación mediante, el desenlace de la historia.

¿Te vas a terminar eso?

En el mundo literario, cuando un autor deja inacabada una obra por culpa del engorroso asunto de morirse no es muy extraño que llegue otro y se encargue de completarla. En 1593, Christopher Marlowe falleció en extrañas circunstancias (apuñalado todavía no se sabe muy bien por quién ni por qué), abandonando en el tintero de su despacho un poema épico sobre Hero y Leandro que remataría y publicaría el dramaturgo George Chapman pocos años después de que el fiambre de Marlowe comenzase a convertirse en un vergel de malvas. Raymond Chandler falleció dejando a medias Poodle Springs, la octava novela protagonizada por el detective Phillip Marlowe, un manuscrito que Robert B. Parker se encargó de terminar. Stella Gemmel  completó personalmente el libro Troy: Fall of Kings que su marido, David Gemmel, dejó a medio hornear cuando feneció. Nekht Semerkeht, una historia corta inconclusa de Robert E. Howard (el creador de Conan el Bárbaro), fue rematada y repeinada por Andrew J. Offutt. El estadounidense Roger Zelazny contempló el mundo de la novela póstuma desde todos los ángulos posibles. Por un lado, se encargó de finalizar Psychoshop de Alfred Bester tras la muerte de su autor (aunque no llegó a ver editada aquella colaboración en vida, porque el libro se lanzaría tres años después de la defunción de Zelazny). Y, por otra parte, él mismo recibió ayuda después de muerto cuando Jane Lindskold redondeó sus dos últimas novelas abandonadas. Robert Jordan falleció en 2007, cuando estaba trabajando en el duodécimo y (supuestamente) último volumen de la saga La rueda del tiempo. Para terminar el libro y cerrar la franquicia, la editorial optó por contratar a otro escritor llamado Brandon Sanderson, un fan de Jordan que se tomó la empresa de manera tan dedicada como para emocionarse demasiado y escribir tres libros de La rueda tiempo en lugar del único tomo pactado inicialmente: La tormenta, Torres de medianoche y Un recuerdo de luz.

Jane Austen comenzó a escribir la novela Los Watson en 1803, pero la abandonó por completo un par de años después (se especula que tras la muerte de su padre), cuando tan solo cinco capítulos habían sido redactados. Tras el deceso de Austen, numerosos autores se dedicaron a completar Los Watson y publicar alegremente el resultado: Catherine Hubback (sobrina de Austen) a mediados del siglo XIX, L. Oulton  en 1923, Edith Brown (tatarasobrina de Austen) en 1928, John Coates en 1958, Joan Aiken en 1996, Merryn Williams en 2005, Helen Baker en 2008, Eucharista Ward y Jennifer Ready Bettiol en dos versiones diferentes publicadas durante el mismo 2012 y Kathleen A. Flynn en 2017 con una locura titulada The Jane Austen Project que remojaba el asunto en ciencia ficción: su trama giraba en torno a dos viajeros del tiempo que visitaban el pasado para rescatar la versión original de Los Watson antes de que su propia autora se la cargase. Variable Star, aquella novela escrita por un caballero con uno de los nombres más molones de todo el globo (Spider Robinson) es otro caso peculiar. Se trata de un libro nacido a partir de siete páginas que se conservaban de una breve sinopsis para una novela realizada por el escritor de sci-fi Robert A. Heinlein en 1955. Y, aunque el grueso del texto es obra de Robinson, la propia portada deja bien claro que la autoría del manuscrito va a medias.

August Derleth redactó dos historias cortas (The Shuttered Room y The Fisherman of Falcon Point) inspirado por notas e ideas que H. P. Lovecraft había abocetado. Dorothy L. Sayers abandonó la novela detectivesca Thrones, Dominations en 1938 al verse incapaz de completarla eficientemente. Sesenta años más tarde, y veinte después de la muerte de Sayers, la escritora Jill Paton Walsh agarró los retazos de aquel Thrones, Dominations y no solo lo completó, sino que además se encargó de continuar publicando nuevos libros tirando de su personaje protagonista. Brian Herbert y Kevin J. Anderson continuaron con la franquicia Dune tras la muerte de su creador (Frank Herbert) con un par de entregas (Cazadores de Dune y Gusanos de arena de Dune) que, según juraban y perjuraban, estaban basadas en las notas y apuntes que el propio Herbert había abandonado entre sus cosas. Hooray for Diffendoofer Day! es uno de los muchos libros infantiles editados bajo la firma del Dr. Seuss, pero resulta especialmente destacable por haber sido publicado en el 98, siete años después de que el famoso Dr. Seuss la palmase. El truco lo insinuaba la propia portada del libro al anunciar que se trataba de una obra producida «con un poco de ayuda de Jack Prelutsky y Lane Smith». Aquellas dos personas, experimentadas en la literatura infantil, habían agarrado varios borradores de historias y versos que el escritor dejó por ahí tirados antes de morir, y se habían ocupado de remendarlos, redondearlos e ilustrarlos hasta convertirlos en un libro póstumo. El británico Mervyn Laurence Peake intentó sin éxito finalizar su última novela, Titus Awakes, aquejado de un párkinson severo, y tras su muerte acabó tocándole a su viuda (Maeve Gilmore) batallar con decenas de páginas ininteligibles y multitud de notas para reconstruir el relato. David Foster Wallace antes de suicidarse organizó el manuscrito incompleto y los apuntes de la novela en la que trabajaba, El rey pálido, de modo que su viuda, Karen Green, y su agente lo localizasen sin demasiados problemas. Wallace se quitó la vida en 2008 y tres años después el editor Michael Pietsch publicó aquella novela inacabada del modo más pulido y ordenado que le fue posible.

Un par de novelas se publicaron bajo el nombre de Mario Puzo después de que el hombre estirase la pata: Omertà y Los Borgia. El manuscrito de la primera estaba entregado cuando el autor se fue al hoyo, pero la cosa salió tan sosa que algunos elucubraron (sin pruebas) con la posibilidad de que hubiese sido finiquitada por algún juntaletras sin mucho talento. La segunda, centrada en el papa Alejandro VI y su familia, sí que fue completada tirando de manos ajenas: las de Carol Gino, novia de Puzo.

Christopher Tolkien, hijo y albacea literario de un señor ligeramente popular llamado J. R. R. Tolkien, se dedicó tras la muerte de su padre a recopilar, ordenar, descifrar y (en ocasiones) completar todos los apuntes sobre la Tierra Media que su fallecido padre apilaba entre sus papeles. Una labor con la que pudo hacer carrera a base de editar de un modo u otro los bocetos remendados de su progenitor: El Silmarillion en 1977, los Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media en 1980, los doce tomazos de La historia de la Tierra Media entre principios de los años ochenta y mediados de los noventa, Los monstruos y los críticos y otros ensayos en 1983, Los hijos de Húrin en 2007, La leyenda de Sigurd y Gudrún en 2009, La caída de Arturo en 2013, La historia de Beren y Lúthien en 2017 y La caída de Gondolin en 2018.

En mayo de 2002, exactamente un año después de la muerte de Douglas Adams, autor de La guía del autoestopista galáctico, se publicó un nuevo libro bajo su nombre: The Salmon of Doubt: Hitchhiking the Galaxy One Last Time (que podría traducirse como El salmón de la duda: haciendo autoestop por la galaxia una última vez). Un volumen que consistía en una recopilación de varios ensayos, entrevistas e historias cortas junto a una nueva novela incompleta titulada El salmón de la duda. Un relato muy interesante por su propia naturaleza: Adams había comenzado a escribirlo como una aventura que formaría parte de la saga Dirk Gently, pero la historia había acabado mutando hasta convertirse en una nueva entrega de La guía del autoestopista galáctico. El propio escritor había manifestado antes de fallecer que tenía intención de publicar una sexta parte de la La guía del autoestopista porque el final de la quinta daba demasiado bajón: «Fue un libro muy sombrío. Me encantaría terminar la serie de manera más optimista y cinco se antoja como un número equivocado, seis parece un número mucho más adecuado». A la hora de publicarlo de manera póstuma, los editores decidieron no meter pluma al texto y lanzaron la versión más completa que Adams había dejado a modo de herencia. Unos cuantos años después, en 2008, se publicaría Y una cosa más… una nueva secuela de La guía del autoestopista que, en lugar de retocar trabajo existente, optaba por la posesión forzada: había sido parida por el escritor Eoin Colfer imitando el estilo de Adams.

Terry Pratchett fue el que mejor lidió con los papeleos editoriales post mortem, porque el británico solicitó específicamente que tras su muerte una apisonadora le diese un planchado a todos los discos duros donde se alojaban sus novelas inacabadas para que en el futuro ningún otro autor u editorial pudiese dedicarse a completar los manuscritos y publicarlos. En agosto de 2017 y durante la celebración de la feria Great Dorset Steam Fair, el asistente de Pratchett, Rob Wilkins, cumplió la última voluntad del hombre del sombrero e hizo que una apisonadora circulase varias veces sobre el disco duro que contenía el legado incompleto del escritor, volatilizando para siempre una decena de novelas inéditas en las que Pratchett estaba trabajando. Richard Henry, director del museo de Salisbury que acogería una exposición centrada en el autor de Mundodisco, se explayó a la hora de hablar de esa insólita demanda en el testamento de Pratchett: «Era algo que tenían que hacer, y es bueno que hayan seguido sus indicaciones de manera tan específica. Es sorprendentemente difícil localizar a alguien que quiera pasar por encima de un disco duro con una apisonadora».

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El legado de Terry Pratchett triturado para siempre porque formatear es de noobs. Imagen: Terry and Rob.

Dickens inacabado

El secreto de Edwin Drood, aquello que durante décadas todo el mundo se dedicó a elucubrar, en realidad no tenía tanto de misterioso como podría parecer. Porque a John Forster, amigo y biógrafo de Dickens, el escritor ya le había adelantado el desenlace de la trama mucho antes de empezar a redactar el primer capítulo: el asesino iba a ser el propio tío de Edwin Drood, John Jasper, y los últimos pasajes estarían narrados por el criminal desde una celda. El hijo del autor, Charles Dickens Jr., confirmó  la veracidad de aquellos spoilers aclarando que su padre también se los había revelado mientras elaboraba la novela.

Samuel Luke Fildes, el ilustrador que trabajó junto a Dickens en aquella última obra, también corroboró que John Jasper estaba destinado a ser el villano de la función, aclarando que el propio escritor se lo había explicado de antemano mientras ambos elaboraban la caracterización de los personajes en los dibujos. Fildes se había enterado del fallecimiento de su amigo justo cuando estaba a punto de salir con la maleta a cuestas en dirección a la casa de campo de Dickens en Gads Hill Place, al sureste de Inglaterra, donde tenía planeado pasar unos días trabajando junto al literato. La familia del finado decidió invitar igualmente al artista a alojarse en el chalecito, y Fildes aprovechó la estancia para agarrar los colores, sentarse ante el estudio del escritor y retratar su ausencia en una ilustración. El resultado se llamó The Empty Chair (La silla vacía), una acuarela que reproducía el escritorio de Dickens sin Dickens. En las Navidades de 1870, el dibujo de aquella silla sin ocupante se publicó a modo de homenaje en el periódico británico The Graphic.

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Dos versiones de The empty chair de Samuel Luke Fildes.

De aquel modo, The Empty Chair gozó de una fama importante: la imagen se ganó las alabanzas del mismísimo Vincent van Gogh (un hombre que poco después demostraría cierta obsesión con las sillas vacías), se comercializó por separado vendiendo cientos de ejemplares que la gente colgaba en las paredes de sus casas y el propio Fildes realizó nuevas versiones en acuarela que gozarían de varias reediciones e inspirarían a otros artistas como Samuel Hollyer a realizar sus propias copias de la escena con un Dickens añadido. Entre aquellos que utilizaron la pieza de Fildes como musa se hallaba un londinense llamado Robert William Buss, un pintor muy fan de Dickens que al enterarse de la muerte de su ídolo decidió elaborar un complejo homenaje: un cuadro titulado Dickens’s Dream en el que dibujaría al escritor en su estudio (basándose tanto en una foto del literato tomada por Herbert Watkins como en la acuarela The Empty Chair) mientras soñaba con los personajes de sus obras. El proyecto de Buss era admirable y tenía muy buena pinta, hasta que en 1875 al pintor le dio por morirse y aquel cuadro, el retrato de un artista que había fallecido dejando una obra inconclusa, acabó luciendo el siguiente aspecto:

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Dickens’s Dream. Robert William Buss, 1875. Aún estamos a tiempo de que alguien lo EdwinDrooderice coloreándolo con Photoshop.

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6 Comments

  1. Tergiversador de Enredos

    A decir de muchos, cuando Brandon Sanderson se hizo cargo del final de La rueda del tiempo, la calidad de la saga aumentó notablemente.

  2. Damián Walton

    Tolkien lleva más publicado postumamente que en vida… Tenía bocetos hasta en el inodoro.

  3. Magnífico artículo como siempre señor Cuevas, siempre es un placer leerle.

    Lo de Sanderson fue increíble, no sabría decir cuántas veces la obra de otro escritor ha podido superar la del fallecido. Ojalá y si tanto Rothfuss como Martin no acaban sus respectivas sagas, se las dejen a él.

  4. Gringo

    Sorprende que no mencionen en la lista a Michel, el hijo de Julio Verne que terminó las últimas novelas de su padre que fueron publicadas como si el padre las hubiera escrito completamente.
    Por ejemplo El faro del fin del mundo y La misión Barsac.

  5. Ernesto

    Muy buen artículo, señor Cuevas.
    Tal vez no se trate del mismo caso, pero recordé a David Lagercrantz y su Millenium perpetrado después de la muerte de Stieg Larsson. En este caso, no se trata de usufructo de manuscrito o borrador, sino de franquicia.

    Saludos

    Ernesto

  6. Pingback: Red Corsaria #24: Humor, obras inacabadas y fútbol del norte

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