Hay una atmósfera tenue, recargada. Figuras apenas entrevistas. Maniquíes con objetos en el rostro. Mesas que pueden salir corriendo al instante. Hay gemidos ahogados llenando la estancia, hay gritos que escapan directamente desde lo más profundo del subconsciente. Hay olores flotando en el aire, sabores que se quedan pegados a las pieles. Hay jaulas, cuero, tacones, vello suave y sedoso. Fotografías, también. Mujeres vestidas con ropas de hombres, hombres desvestidos con lencería de mujer. Y caracoles. Caracoles, sí, enormes caracoles que van dejando un reguero plateado, espeso y pegajoso, sobre los rostros de la burguesía parisina. O sus émulos, vaya. Babas de sensualidad cósmica y somnolencia sicalíptica (léase con la voz, totalmente sobreactuada, de Salvador Dalí).
Estamos en París. Año 1938. Al borde del precipicio. Cuando te asomas al abismo también el abismo te mira a ti, que dijo Nietzsche. Nunca volverá a pasar, nunca volveremos a ser así. No es posible. Así que disfrutemos. Acompáñenos, lector, a la Exposition Internationale du Surréalisme.
Una ciudad más convencional de lo usted piensa
La Francia del Frente Popular. Léon Blum preside un gobierno en el que entran, por primera vez, mujeres. Antes de que puedan votar, por cierto. Es 1938 en París y el mundo parece sonreír. Bueno, en realidad el planeta no tiene razones apenas para sentirse feliz. En España hay una carnicería, Daladier está a punto de firmar los Acuerdos de Múnich, en Abisinia los italianos han gaseado sin cortarse un pelo, los Balcanes siguen hechos un cisco y, en general, todo el continente se prepara para una nueva guerra que habrá de devastarlo por completo. Pero vamos, que dentro de lo que había París molaba bastante. Sobre todo si ibas de creador por la vida. La capital del arte, pensamos, el sitio donde cualquier idea podía ser tendencia, donde las mayores extravagancias tenían cabida.
Solo que, en realidad, eso no era así. Aunque nos guste pensarlo, aunque prefiramos recordar todo aquello que jamás ocurrió por encima de lo que realmente pasaba. Qué le vamos a hacer, amigos, París era una ciudad relativamente conservadora en sus gustos artísticos. O, al menos, tan conservadora, por lo general, como cualquier otra (salvo aquellas donde te mataban si te pasabas de listo por un quítame allá esos cuadros subversivos).
París había sido, por ejemplo, la sede de la llamada «Exposición Universal de las Artes y las Técnicas Aplicadas a la Vida Moderna», una expo de esas mastodónticas que cambió el aspecto de la capital francesa durante 1937 con pabellones de treinta y ocho países. Pero allí todo estaba perfectamente medido, los estilos iban de lo clásico a lo ortodoxo y la audacia o la denuncia social brillaban por su ausencia. Tan solo la estancia española se escapaba un poco, dando pequeños golpecitos en la espalda del burgués espectador para decirle que, oye, mira, si cruzas las montañas esas tan altas que hay al sur de tu país llegas a otro donde la gente se está matando bastante. Allí se podían ver el Guernica de Picasso o el Payés catalán en revolución de Miró, nada menos. Pero eran eso, excepciones. Que el pabellón español fuera ignorado en la guía oficial y en las reseñas más importantes de la prensa no fue casualidad. La Exposición del 37 quería mostrar otras cosas. Los enormes edificios de Alemania y la Unión Soviética, por ejemplo, situados simbólicamente uno frente al otro. El primero, con diseño de Albert Speer, coronado por un águila con la esvástica en las garras. Así, por hacernos una idea. Al menos no estaba Curro…
No es de extrañar que de esas los surrealistas estuvieran un poco mosqueados. Porque ellos andaban en otra onda. ¿Clasicismo? Cosas de viejos, colega. A nosotros nos va lo de los sueños, el sexo, la transgresión. Ah, y la política, la política también, que somos muy, pero que muy, antifascistas. Bueno, la verdad es que cuando preguntamos a Dalí él se hace el tonto y se pone a silbar mirando al cielo. Pero vaya, que por lo general sí que estamos bastante definidos ideológicamente. Lo de las Exposiciones Universales y tal…como que nos molesta bastante. Así que, mira, nos reunimos una noche en un bar (estas cosas siempre surgen en un bar) y dijimos, oye, ¿por qué no hacemos nosotros nuestra propia muestra? Creo que la idea fue de André Breton, que es quien más en serio se tomaba todo lo del surrealismo. Tanto que acabó escribiendo un libro sobre el humor, la cosa más seria que hay. Y nada, pues eso, que para allá que nos fuimos. Sería nuestra respuesta a las mierdas que había en París. Ya ves.
Lo primero era buscar un lugar. Y no iba a ser fácil, claro, porque a ver quién se atrevía a poner a disposición de esos chalados de los surrealistas su galería de arte. Que además querían hacer algo grande, no valía cualquier local. Al final fue Georges Wilderstein quien confió. Georges Wilderstein dirigía la llamada galería Beaux-Arts, un distinguido espacio donde se celebraban exposiciones de arte clásico muy del gusto de la burguesía parisina (la última había estado dedicada a El Greco, por ejemplo). Pero no tuvo ninguna duda con la propuesta de Breton. Dejaría su prestigioso y elegante gabinete en sus manos, sin poner ninguna traba. El escándalo está a punto de desatarse en uno de los espacios más chic de la capital. Número 140 de la Rue Faubourg Saint-Honoré, a apenas diez minutos andando de los Campos Elíseos.
Hoy en ese mismo lugar nos encontramos una cafetería. El tiempo pasa para todos.
Soñando la vida, viviendo los sueños
Prepárese ahora el lector para una experiencia distinta. Única. Algo de lo que hablar después, durante años. Con la mano encima de la boca, ruborizándonos un poquito por aquello del decoro. Vamos a escandalizarnos, a reírnos, a reflexionar. También, claro, nos limitaremos a sentir, dejaremos que aromas, sonidos y tactos actúen sobre nuestro subconsciente. Todo eso, y mucho más. Venga, acompáñeme.
Iremos a la Exposition Internationale du Surréalisme.
Bien, lo primero que nos sorprende es la propia invitación. La nuestra es para el 17 de enero de 1938. Un lunes. La inauguración, nada menos. La exposición se podrá visitar hasta el 24 de febrero, pero siempre queda bien haberla visto el primero, ¿no? Delicia de esnob.
Entonces, ¿qué nos anuncia ese pequeño rectángulo de cartón? Pues cosas… cosas maravillosas, que diría Howard Carter. Las más bellas calles de París. Un gallo encadenado. Un campo de tréboles. Un taxi lluvioso, un firmamento de murciélagos. La histeria. Aparición de seres-objetos. El auténtico Frankenstein. Y más. No me diga que no tiene ganas de ir a ver si todo lo que pone allí es cierto.
Spoiler: lo es. Lo era. También el elenco de artistas que anunciaban los periódicos. Dalí, Ernst, Duchamp, Eileen Agar, Ann Clark, René Magritte, Man Ray, Sonia Mossé, Yves Tanguy, Hans Arp, Óscar Domínguez. La créme de la créme surrealista.
Venga, vamos, vamos. No podemos llegar tarde. A las diez de la noche se abre la estancia con una palabras de André Breton, nada menos. Así que apresúrese. Creo que no vamos a olvidar esta soirée.
Vale, ya hemos llegado al 140 de la Rue Faubourg Saint-Honoré. La primera obra está en la calle. Es una de las que más popularidad acabarán teniendo. Polémica y orgánica a la vez. Típico de Salvador Dalí.
Nosotros, usted y yo, hemos ido hasta allí en taxi, porque aun no hay empresas de esas de llevarte de un lado a otro. Y porque somos unos burguesitos de cuidado, ojo, que veces se nos olvida pero quienes acuden a este tipo de exposiciones son los mismos tipos bienpensantes y ortodoxos a los que se pretende escandalizar. Los pijipis de hoy, usando felicísima terminología de un amigo mío.
Bien, pues bajamos de nuestro automóvil y resulta que nos recibe otro. En la puerta de la exposición. Un antiguo taxi, señorial pero decadente, de color negro. Con plantas creciendo en su interior, colándose por entre el techo y las puertas. Hojas de achicoria. El chófer es un maniquí sonriente, con sus gafas de conductor (o aviador). También tiene una gigantesca mandíbula de tiburón rodeando su rostro. Detrás va la señora. La señorita de clase media-alta, preciosos cabellos rubios. Otro maniquí (habrá muchos maniquíes en esta exposición, amigos), también esbozando una sonrisa. En su regazo lleva una tortilla, junto a ella una máquina de coser. Cubierta por completo con caracoles vivos. Más de doscientos en total. De Borgoña, enormes. Para darle a todo más sabor en el interior del auto está lloviendo, gotas de agua inmisericordes caen aquí y allá empapando a la incauta dama, que ni dentro del vehículo que su dinero le ha podido pagar consigue encontrar el refugio de todo lo malo que en la naturaleza amenaza. Ya ven. Salvador está un poco chiflado, pero hace cosas interesantes, ¿verdad?
Y aun no hemos entrado.
Avanzamos un poco, nos dan una linterna a cada uno. El interior está completamente a oscuras, de tal forma que solo podemos ver las obras de arte iluminándolas tímidamente con nuestras luces. La imagen fantasmagórica de pequeñas lamparitas caminando lentamente y arrancando al abismo los contornos más extraños del mundo es angustiosa, desasosegante. Desde el principio tenemos la certeza de ser también nosotros una parte orgánica de la intervención artística. Una que va cambiando a cada momento, que muta segundo tras segundo.
La muestra tiene al sexo como evidente signo central. Sí, sí, no me miren de esa manera, sabían a lo que venían. El tono es (moderadamente) sadomasoquista. Bueno, a veces mucho. Bastante más que las sombras de Grey, se lo garantizo. Hay mobiliario que en lugar de patas tiene piernas de mujer. El Ultra Mueble de Kurt Seligmann, por ejemplo, es un taburete con cuatro extremidades de muchacha, ataviadas con sus medias y sus tacones altos, claro. La representación es directa, brutal, también insinuante. Contaba Breton que una de las visitantes, una muchacha bien vestida, se sentó sobre esa obra durante un rato, sin darse cuenta de dónde reposaban sus burguesas nalgas y el simbolismo que estaba tomando toda la escena. El tonito sicalíptico sigue también en la taza recubierta de suavísimo pelo que presenta Oppenheim (una cucada que no me extrañaría ver dentro de nada en algún catálogo de moda para el hogar), en las vitrinas que contenían objetos sadomasoquistas o en la obra Jamais, de Óscar Domínguez, una gramola con dos piernas femeninas metidas en el altavoz (a estas alturas ya habrán adivinado que llevan las preceptivas medias y tacones altos), una mano abierta a modo de aguja y un pecho femenino (con su pezón erecto y todo) flotando por encima del disco. Muy perturbador. No lo intenten en su casa, por favor.
Pero, oh, avancemos un poco más. No, no mire arriba. Ni siquiera ahí puede escapar al ambiente general del lugar: del techo pende una enorme araña hecha con pololos, esa prenda tan…bueno, que adjetiven otros sobre esa prenda.
Fíjese, Fíjese ahí. Un paraguas fabricado con esponjas. Qué tíos, los surrealistas. Cómo juegan con la inutilidad y con el humor. Cuando se relajan son la monda. Pena que se tiren todo el día pensando en eso. Los muy guarros.
Cuidado, no se tropiece. Déjeme que alumbre un poco el camino. Ahora entramos en una de las dos salas principales de la exposición. Se adivinan figuras. Y letras en las paredes. Creo que estamos a punto de ver la mayor exhibición de clichés sadomasoquistas de todas. No sé, me da en la nariz…
Es la llamada Rue Surrealiste, un pasillo con tenue iluminación rojiza, letreros de calles en las paredes y hasta dieciséis maniquíes vestidos con todos los atributos fetichistas que cada artista haya querido darles. La cosa queda a mitad de camino entre una fiesta de disfraces algo golfa y un fin de semana en la mansión de Madonna, año 1989. Vamos, que sí pero no. Que da algo de cosita, oigan.
Los nombres de las rúas oscilan de reales a ficticios. De estos últimos…pues lo típico. La calle de la Transfusión de Sangre, la calle de los Labios, la calle de todos los Demonios… A estas alturas no esperarían una Rue Napoléon o una Avenue Henry IV, ¿no? Y luego los maniquíes… chifladuras auténticas cargadas de significados. Había allí obras de Duchamp, de Man Ray, de Ernest, de Miró. Cada cual con su estética particular. Dos ejemplos. André Masson presenta una muñeca totalmente desnuda, con la excepción de un tanga de plumas. La cintura «cortada» por una línea de color rojo, con nidos surgiendo de sus axilas y la cabeza encerrada por una jaula, dentro de la cual nadan peces de colores. Para dejar bien claro el asunto la boca está cubierta con una mordaza verde sobre la que se posa un pensamiento morado. Que no se entere Lady Gaga de este estilismo, por favor. Sonia Mossé, por su parte, envolvió su figura con un velo transparente, un tul de tonos verdosos. Todo su cuerpo (desnudo, claro) está perlado de lirios, y sobre sus labios se posa un escarabajo de lo más feo. Aspecto inocente, casi virginal, pero con un sustrato perturbador muy poderoso. Había más, cómo no. Man Ray puso lágrimas de cristal a su modelo, Max Ernest colocó una máscara de metal y una capa envolviendo la anatomía del suyo (que la capa se abriese justo en el pubis dejando ver medias y sexo no nos pilla de sorpresa), Duchamp travistió a su sonriente rizosa, e incluso había una (única) figura masculina en la sala. Tendida en el suelo, inerte. Más inerte que el resto de las cosas inanimadas, vaya. Como para ir con los niños.
Avanzamos a la segunda gran estancia. De allí salen alaridos que nos ponen la piel de gallina (más tarde sabremos que es una risa grabada en una residencia psiquiátrica). La nueva habitación semeja una gruta. Cálida, húmeda. En el centro hay un estanque artificial. Alrededor las hojas secas crujen bajo nuestros pasos. Docenas de sacos de carbón cuelgan del techo. Duchamp, el creador de este lugar, juega con nuestra psique. Es la inversión absoluta del sexo. Hemos vuelto al útero materno.
Diferentes objetos aparecen en esta cueva. Hay un brasero alumbrando muy tenuemente la estancia. Hay cuadros de Dalí (El sueño), Miró (Le Corps de ma brume) o Roland Penrose (Real Woman). Y una cama. Claro. Porque faltaba la cama. Y el happening, ¿no? Entonces aparece ella. Se llama Hèléne Vanel, y va vestida (o desvestida) solamente con una camiseta blanca, rasgada. Los pudibundos parisinos intentan capturar las partes más ocultas de su cuerpo con sus tímidas linternas. Pero es inútil. Vanel no se queda quieta ni un segundo. Rodeada por carcajadas estridentes ejecuta una danza espontánea, furiosa, salvaje, que más parecen espasmos de la enfermedad mental que pasos medidos de un ballet. Salta, juega lasciva con sus ropas, chapotea en la charca, pelea con un gallo vivo sujeto por una argolla (sí, amigos, no nos habíamos olvidado del gallo). Sus gritos y jadeos se funden con las risas provenientes del manicomio. El resultado es escandaloso, sexual y telúrico a un tiempo. El simbolismo de los cuadros no hace sino acrecentar el efecto escénico. Miramos a nuestro alrededor. Hombres y mujeres se cubren la boca, conmocionados. Algunos llevan una mano a sus ojos, pero abren levemente los dedos para no perderse nada. Deslumbrar, provocar.
Quedaba aun el fin de fiesta. La aparición del autómata Pignarelle, «descendiente del monstruo de Frankenstein», anunciada en la invitación. Todos nos estremecemos. Placer y dolor, eros y tánatos. Qué habría de esperarnos.
Nada. Es la última broma. No hay seres animados con ciencia y magia, no hay nietos de monstruos, no hay amenazas más allá de las que nos brinda nuestra propia mente. Los surrealistas se ríen. Lo han vuelto a hacer.
El día después
Cuando buena parte de tu argumentario (no todo, pero sí buena parte) se basa en la provocación el peligro es evidente. Una noche eres The Clash y a la mañana siguiente te levantas convertido en Taburete. O lo que toque en ese momento, vaya. Y eso es lo que les ocurrió a los surrealistas.
La Exposition Internationale du Surréalisme fue vapuleada por la prensa de su época. Lo mejor que dijeron es que resultaba bastante divertida, aunque naíf. De ahí en adelante, las barbaridades que ustedes quieran poner. Decadente, sin talento, extranjerizante, vacua. Todos estos adjetivos se repetían aquí y allá. Y eso en los sitios donde se preocupaban de la muestra, porque la misma pasó de puntillas por buena parte de la sociedad de su época. En fin, que fue un (pequeño) fracaso. Porque epatar mola, pero si vendes cuadros mucho mejor, ¿no?
La exposición se movió después, con leves variaciones, a Ámsterdam y La Haya. Pero sacarla de su lugar de origen no hizo sino que perdiera parte de su profundo potencial simbólico. Algo parecido les acabó ocurriendo a los surrealistas. Estaba muy bien eso de escandalizar en los años treinta. Los maniquíes, las máscaras, los caracoles. Muy transgresor, sí. Pero en su tiempo. Diez años más tarde todo aquello parecían fanfarronadas de un adolescente malhumorado. Después de la Segunda Guerra Mundial el mundo de los surrealistas, el de los sueños y las pesadillas, se había difuminado. Perdidos los unos, reproducidas en fotografías las otras. Tras Auschwitz resultaba inofensivo el intentar ofender a la sociedad con una taza recubierta de pelo. Algunos lo consideraban incluso inmoral. Por eso el surrealismo se quedó allí, en ese París de exposiciones y J´Attendrai. Hubo mas tarde otras muestras universales del movimiento (en 1947, por ejemplo) y Dalí continuó haciéndose rico con sus fantochadas, pero ya nada era igual. Algo se nos había roto por dentro. Quedaban solo recuerdos. Sensaciones.
Ninguna certeza.
Solo sensaciones.
La calidez húmeda de la gruta. Los caracoles reptando por el rostro de la burguesía. Maniquíes y piernas. Y risas, muchas risas.
Es inquietante ese epígrafe que comienza con… “Estamos en Paris. Año 1938…(y más adelante sigue con)… así que disfrutemos. Acompáñenos, lector…” Valiosa divulgación. Gracias.
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