Agosto se acaba y el calor sigue apretando en San Diego, California. El sol ya se ha ido y las gradas están llenas. Es el último partido de la pretemporada y es especial. La gente tiene ganas de football, y de gritos, y de patria, y de levantarse de su asiento con una cerveza en la mano y soltar algún eslogan. De momento, los prolegómenos; la banda de música ha tocado himnos militares durante casi una hora, dos paracaidistas se han descolgado del cielo portando los símbolos de la Marina de los Estados Unidos y un oficial del Ejército se dispone a entonar el «The Star-Spangled Banner», el himno nacional, a capela. Setenta mil espectadores se ponen de pie, en sus blancas piernas la gran mayoría; más de cuarenta atletas se mantienen erguidos, en el césped, donde el color que predomina en los músculos es el negro. Decenas de soldados sostienen una bandera gigante sobre el césped. En uno de los fondos se despliega una pancarta: «Thank you, military». Hay un silencio emocionado y el oficial Steven Powell toma el micrófono y empieza a cantar.
Pocos se dan cuenta de lo que está ocurriendo sobre campo, pero de las gradas arrancan algunos abucheos. No es algo normal. Los jugadores son muchos, grandes y acorazados, y no es fácil distinguir a uno de ellos que permanece unos centímetros por debajo de sus compañeros. Es Colin Kaepernick, el quarterback de los 49ers, su mejor jugador, y también el más señalado. Hoy se arrodilla mientras suena el himno, un gesto político que muchos estaban esperando. Unos días antes comenzó su protesta sentado, y dijo que seguiría con su denuncia por la violencia policial contra los negros del país. Fue muy criticado. El himno no se toca en la gran nación. Este nuevo gesto —rodilla derecha al suelo, mirada baja, los brazos sobre la rodilla izquierda— se lo propuso su compañero Nate Boyer, exmilitar y blanco, y la idea triunfó en la cabeza de Kaepernick. Y Kaepernick no está solo: su compañero Eric Reid también se arrodilla a su lado.
El 8 de septiembre arranca la temporada y el gesto se reproduce en muchos otros estadios de la NFL. El patrón coincide: jugadores negros escuchan el himno con la rodilla en el suelo, el público abuchea y los noticieros debaten sobre la falta de respeto al emblema nacional. La polémica crece; las redes se llenan de defensores e indignados, de #TakeAKnee; opinan periodistas y políticos, el reverendo Jesse Jackson, los propietarios de las franquicias y el futuro presidente Donald Trump.
¿No os gustaría ver a uno de esos propietarios de equipos de la NFL diciendo: «¡Sacad a esos hijos de puta del campo ahora mismo! ¡Fuera! ¡Está despedido!»? Ese dueño no lo sabe, pero va a ser la persona más popular de este país.
Lo dijo Trump durante un acto político en Huntsville, Alabama, un año después del gesto de Kaepernick, cuando la mecha ya ardía por todo el país y había impregnado a otros deportistas, músicos, actores y activistas. Pero a Trump le dolía especialmente el fútbol americano, el deporte rey del blanco estadounidense, el de Tom Brady, el que más público lleva a los estadios y el que más cervezas hace abrir en los salones de casa. El presidente disparaba contra todos, pero no contra el origen del problema, porque Colin Kaepernick ya había sido derribado, estaba sin equipo.
Y no porque fuera mal jugador. Kaepernick debutó como profesional en 2010 con los San Francisco 49ers. En dos años como quarterback, llevó al equipo a la Superbowl y anotó un touchdown recorriendo quince yardas, récord en una final de la NFL. Tenía veintiocho años aquella noche de finales de agosto en San Diego y un contrato de doce millones por temporada. Tenía el pelo crespo, sin alisar, tan llamativo como natural y no forzado, algo que muchos hemos descubierto gracias a las novelas de Chimamanda Ngozi. Si huera tenido el pelo muy corto y hubiera callado, probablemente ahora estaría jugando con treinta años.
Kaepernick nació de una madre blanca de Wisconsin a finales de los años ochenta. Su padre era negro y los abandonó, y su madre lo dio en adopción a una familia blanca acomodada de California. Colin creció en una pequeña ciudad entre San Francisco y el valle de Yosemite; cuando se fue haciendo mayor, empezó a tener que responder a preguntas sobre su origen y a vivir situaciones incómodas en el entorno de su familia adoptiva. Después llegó la universidad, los 49ers y la fama.
Pero Kaepernick dejó de ser jugador de fútbol americano aquella segunda mitad de 2016 en que decidió ser el primero en posar la rodilla derecha en el suelo. Los diarios empezaron a hablar sobre él y se le empezó a comparar con Muhammad Ali. El terremoto azotó al país, mientras Kaepernick recorría sus últimas yardas en los 49ers. Al poco tiempo dejó de jugar, y meses después, condenado al banquillo, decidió rescindir su millonario contrato para ser el quarterback de un equipo que lo quisiera alinear. Nunca apareció ese equipo. El negro que no respetaba el himno y la bandera era el centro de las iras de miles de hombres blancos amantes del fútbol americano, aquellos que pagan las entradas y los abonos de televisión. Los treinta y dos equipos de la NFL, propiedad de magnates blancos, algunos muy cercanos a Trump, no querían un problema en su propio estadio. Y Kaepernick no era el único; su compañero Eric Reid, uno de los safety con mejores números de la liga, estaba en la misma situación.
En el mayor negocio deportivo de los Estados Unidos había una lista negra que no estaba en ningún papel y que puede que nadie hubiera dictado, pero que existía, como lo hizo siempre, suscrita por los poderes políticos conservadores, los clientes del deporte y los empresarios del fútbol americano. Todos participaban. Todos inspirados por el espíritu del senador McCarthy y su célebre lista negra de los años cincuenta. Una década lejana y loca, no tan urgente como la actual, en la que se persiguió y silenció a los artistas sospechosos de comunistas y, por tanto, antiamericanos.
La época nos dejó un buen puñado de obras para recordarnos libres y orgullosos, desde el teatro de Arthur Miller hasta las novelas de Phillip Roth o la aclamada cinta Buenas noches y buena suerte de George Clooney. Hoy el mundo parece lo bastante maduro para avergonzarse de aquella etapa de la historia en que directores y guionistas no podían trabajar por sus ideas políticas, y también demasiado lejano. Pero parece claro que el siglo XXI no ha despertado demasiado alerta ante los males de su predecesor.
«No es necesario que seas Al Capone para transgredir las reglas, sino que basta con que pienses», Philip Roth nos lo advertía en su trilogía americana y no le hicimos mucho caso.
El macartismo de los cincuenta respondía a un momento de esplendor económico en que Washington luchaba contra la URSS por el nuevo mundo. El enemigo era claro y fácil, y combatirlo sin las armas requería simplemente demonizar a los indecisos que quedaran por casa. En ese contexto, el senador por Wisconsin Joseph McCarthy dedicó sus esfuerzos a lo que creía propio de un buen americano: destruir los eslabones débiles de la cadena patriótica del capitalismo. Por el camino cayeron hombres como Dalton Trumbo, Frank Capra o Charles Chaplin, y se tambalearon otros colosos como Humphrey Bogart o Lauren Bacall. La persecución duró poco más de diez años y el pueblo estadounidense siguió mirando hacia el futuro con su New Deal en el bolso y las protestas raciales en el horizonte. Y todo pareció olvidado, salvo para Hollywood, que se guardó algunas facturas. La más simbólica se vio en la ceremonia de los Óscar de 1999, cuando Elia Kazan recibió el Óscar honorífico por su carrera. Kazan había sido uno de los principales delatores en el macartismo y buena parte de la platea permaneció sentada en su butaca y sin aplaudir cuando anunciaron el premio. Hombres como Ed Harris, Sean Penn o el propio Steven Spielberg afearon al anciano director sus pecados cuarenta años después.
El ajuste de cuentas de nuestro siglo no tardará tanto. Trump dedica sus esfuerzos a lo que cree propio de un buen americano, como hizo McCarthy, solo que Estados Unidos no es una nación que pelea por el nuevo mundo, sino que busca mantener su vieja hegemonía y sus viejos poderes en un presente más complejo. Y el enemigo, además, tiene más poder comunicativo.
En septiembre de 2017 Trump pidió a los suyos un boicot en toda regla: «Si los fans de la NFL se niegan a ir a los partidos hasta que los jugadores dejen de faltarles al respeto a nuestra bandera y a nuestro país, verán que el cambio ocurre rápido. ¡Despedir o suspender!». Pero el cambio no llegó. Aquella misma tarde, más de ciento cincuenta jugadores presenciaron el himno con la rodilla en el suelo o directamente en los vestuarios. Al día siguiente, Bruce Maxwell fue el primer jugador de baseball en arrodillarse. Dos días después, el cantante del himno del partido entre Seattle Seahawks y Tennessee Titans se arrodilló al terminar la última estrofa; lo mismo hizo el del Lions-Falcons, con el puño en alto. El dueño de los Jaguars, Shahid Khan, donante de la campaña de Trump, bajó al césped para entrelazar sus brazos con los de sus jugadores. A la pelea se sumaron LeBron James y Stephen Curry desde sus redes sociales y políticos como Barack Obama tomaron partido por la libertad de expresión de los deportistas.
El debate público estaba en su cénit y no era difícil adivinar que se iba a ganar. Pero mientras Colin Kaepernick peleaba por sus derechos, ningún equipo se atrevía a ponerle un contrato delante. Tampoco a Eric Reid, su compañero menos famoso.
El fin del macartismo llegó cuando John Henry Faulk, presentador de la CBS, puso su despido en manos de los tribunales y ganó la demanda. Las empresas supieron entonces que destruir a los sospechosos iba a salir muy caro y los dólares ganaron la batalla de la libertad de expresión. Kaepernick lo ha intentado también por los tribunales, demandando a la NFL por no poder ejercer su profesión; pero los caminos del dólar suelen ser inescrutables. Kaepernick ha perdido la batalla jurídica, pero ha ganado la guerra de los dineros por aclamación.
El pasado 4 de septiembre, unos días antes de que arrancara la temporada de la NFL y dos años después del inicio de su destrucción, la cara de Kaepernick inundó la red y los medios como protagonista de la última campaña de la marca Nike para conmemorar los treinta años del eslogan «Just do it». Aquella cara iba a ser una provocación directa, colgada de los videomarcadores de todos los estadios y con las palabras del hombre que no podía jugar: «Cree en algo, aunque eso signifique sacrificarlo todo». Pronto asomaron los vídeos de hombres blancos quemando sus zapatillas llenos de ira, pero la publicidad había ganado una guerra incuestionable. Nike perdía ese mismo día un 3% en la bolsa de Nueva York, pero sus ventas iban a aumentar un 31% en solo dos semanas. Un touchdown kilométrico de la marca deportiva en su batalla diaria por su imagen pública.
Pero Colin Kaepernick sigue sin jugar. Su vida ha cambiado; ha adoptado una dieta vegana y desarrolla un campamento destinado a que los jóvenes afroamericanos conozcan sus derechos y adquieran conocimientos financieros. La NFL ha comenzado con los himnos más calmados y el presidente Trump busca otros focos en los que enredar. Eric Reid por fin ha conseguido un nuevo contrato y no pasará un segundo año de sequía.
La crisis del #TakeAKnee va a morir más rápido de lo que lo hicieron los oscuros tiempos de McCarthy, aquellos que amenazaron carreras gloriosas y terminaron con la de Charlie Chaplin. El genio inglés terminó sus días en Suiza sin ganas de cine ni de peleas. Quizás los tiempos de hoy, algo más urgentes, hayan terminado con el gran talento deportivo de Colin Kaepernick.
Lo que demuestra a las claras esta historia es, primero que intentar luchar contra la oligarquía económica capitalista con sus mismas armas tiene mal final. Segundo que esa oligarquía económica no dejara pasar la oportunidad de transformar una protesta política en un articulo de consumo para su mayor enriquecimiento. Es decir desactivan la protesta tanto eliminando el mensaje como en una segunda fase banalizándolo y descontextualizándolo.
Todo esto sea dicho en el gran país de la libertad, la libertad de comprar. De comprar si puedes claro, y esto incluye tu salud.
Una puntualización un poco petulante. Inicialmente Kaepernick dejó de jugar por paquete. Antes de la protesta (estoy hablando de un par de temporadas) ya había un serio debate sobre si su fulgurante temporada de la Superbowl no había sido más que la típica temporada en la que se alinean las estrellas.
Ahora bien, pasó el tiempo y en su lugar jugaba Blaine Gabbert (un paquete aún mayor) y a lo largo y ancho de la NFL se firmaban contratos millonarios de quarterback titular a auténticos inútiles claramente peores que Kaepernick. Y ahí teniamos a gente como Brock Osweiler, Brian Hoyer o Blake Bortles siendo titulares.
Equipos que acuciados por las lesiones sacaban a jugar al primer tuercebotas que pasaba por ahí y en ese momento quedó claro que Kaepernick estaba siendo boicoteado. No, Kaepernick no es un jugador élite ni nada que se le parezca pero para ser un suplente más que competente o titular en un equipo bien entrenado (como cuando brilló en SF) daba más que de sobra.
Quizá ese es el problema de Kaepernick, nunca fue lo suficientemente bueno para quitarle las dudas a mucha gente de que fue boicoteado. Su merecido paso al banquillo dio coartada para justificar su no vuelta al emparrillado cuando hubo un sitio para él.
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