«Jack solía decir que ser sheriff era uno de los mejores empleos que uno podía tener y ser exsheriff uno de los peores», recuerda Ed Tom Bell en uno de los monólogos interiores con los que comienzan todos los capítulos de la novela de Cormac McCarthy No es país para viejos. El sheriff acaba de ofrecer un par de pinceladas sobre su relación con su abuelo Jack y está a punto de explicar cómo conoció a su mujer: «El día que la vi salir de Kerr’s Mercantile y cruzar la calle y pasar por delante de mí y yo me llevé la mano al sombrero y ella casi me respondió con una sonrisa, ese fue el día más afortunado de todos». Unas líneas antes, reflexionando sobre la suerte, McCarthy escribe una de esas frases que sirven para ser leídas con solemnidad por la voz en off durante el tráiler de cualquier película: «La gente cree saber lo que quiere pero generalmente no es así. Aunque a veces, con suerte, consiguen lo que se proponen». Pocas veces he estado tan de acuerdo con un aforismo.
Precisamente ese es el motivo por el cual, siempre que sea posible, en la vida hay que probar fortuna. Porque en ocasiones a la flauta le da por sonar y uno termina consiguiendo aquello que se proponía. Una aspiración que incluso puede coincidir con lo que realmente se deseaba. Recuerdo lo mucho que me llamó la atención, cuando tenía dieciocho años, descubrir que el grupo de post grunge Puddle of Mudd había alcanzado la fama porque su líder, Wes Scantlin, había logrado acercarse a Fred Durst después de un concierto y le había entregado una maqueta de su banda. El vocalista de Limp Bizkit no solo no la tiró a la papelera en cuanto llegó al hotel, como dicta el protocolo, sino que la escuchó, reconoció la calidad de sus canciones, se puso en contacto con Scantlin y le ofreció un contrato discográfico. El propio Scantlin confesaba en una entrevista hace algún tiempo que no sabía qué habría sido de su vida de no haber probado suerte aquel día. La historia me parecía tan alucinante que, unos años más tarde, cuando conocí a Noel Gallagher en el vestíbulo de un hotel, después de charlar un rato con él no dudé en entregarle un CD con canciones del grupo del que, en aquella época, yo formaba parte. Ha pasado una década y media y todavía no me ha llamado, pero no he perdido la esperanza.
Entregarle una maqueta a una estrella del rock mientras se aleja hacia el backstage perdido en una nube de guardaespaldas y que todo ello resulte ser una maniobra profesional exitosa es una posibilidad muy poco probable. Tal vez, la menos probable de todas. Y por eso Wes Scantlin la llevó a cabo: por si acaso. Porque entre las cosas que nunca suceden se incluyen aquellas que suceden muy pocas veces. Algo similar debió de pensar el senegalés Ali Dia cuando decidió que las opciones que tenía de jugar en la Premier League pasaban por algún tipo de extraña carambola, como por ejemplo telefonear a algún club inglés haciéndose pasar por una figura destacada del fútbol mundial y recomendar su propio fichaje. Seguramente sabía que una estrategia tan rudimentaria no podría funcionar. Alguien al otro lado de la línea telefónica pediría credenciales. Querrían asegurarse de la identidad del interlocutor. Necesitarían disponer de alguna información sobre el futbolista antes de ficharlo. Uno no llama sin más a un equipo de la primera división inglesa recomendando a un desconocido y consigue que lo fichen. Pero Ali Dia tenía claro que, consistiendo esa idea tan disparatada en su única posibilidad, sería una pena no probar fortuna. Porque en ocasiones, como decíamos, a la flauta le da por sonar.
Dia, que hasta entonces solamente había jugado al fútbol de forma amateur en equipos de liguillas de Francia, Finlandia y Alemania y venía de fracasar en las pruebas de acceso al Gillingham FC, un club de la tercera división inglesa, le pidió a un amigo en noviembre de 1996 que llamase a las oficinas del Southampton y se hiciese pasar ni más ni menos que por George Weah. Hoy en día Weah es el presidente de la República de Liberia, pero por aquel entonces acababa de ganar el Balón de Oro y estaba considerado como uno de los mejores futbolistas de la década. El falso Weah solicitó hablar con Graeme Souness, entrenador del Southampton y amigo del delantero liberiano, y le explicó que tenía que fichar cuanto antes a un primo suyo senegalés llamado Ali Dia. No podía demorarse. Aquella llamada era un favor personal que le estaba haciendo. Por la amistad que los unía. Se trataba de un crack mundial. Ya había jugado trece veces con la selección nacional de Senegal. Tenía que ficharlo antes de que los grandes clubes de Europa se le adelantasen. No debía dejarlo escapar.
Souness tenía entonces varios jugadores en la enfermería y, tratándose de una recomendación del propio George Weah, consideró apropiado ofrecer a Ali Dia un contrato para jugar en el Southampton durante un mes, una modalidad contractual habitual en el fútbol inglés de aquellos años. Dia quería jugar en la Premier League a toda costa y estaba a punto de conseguirlo. Parecía imposible que aquella artimaña tan tosca y elemental fuese a tener éxito, pero la realidad era que el Southampton le abría por fin las puertas del fútbol de élite. Solo quedaba un pequeño escollo por superar: Souness lo había convocado para jugar con el equipo de reserva en un partido amistoso contra el segundo equipo del Arsenal y así comprobar sus habilidades. En cuanto saliese al campo todo el mundo se daría cuenta de que no tenía nivel suficiente para jugar en primera división. Lo único que podía salvar a Ali Dia, de nuevo, era la suerte.
Y esta llegó en forma de lluvia torrencial. El día del encuentro cayó tal tromba de agua que no hubo más remedio que cancelar el partido. No cabía duda de que Dia estaba en racha. A lo mejor ese habría sido, de hecho, el momento de abandonar la partida. De levantarse de la mesa y regresar a casa con la autoestima intacta y una anécdota legendaria abultando en la cartera. Pero a veces uno no tiene más remedio que ceder ante impulsos de los que algún día poder arrepentirse, así que siguió adelante con su plan. El siguiente partido se celebraría el 23 de noviembre en The Dell, el estadio del Southampton. El quipo se enfrentaría al Leeds. Se trataba de un partido oficial de la Premier League. Y Ali Dia, sin haber entrenado ni jugado ni una sola vez con los suyos, estaba convocado.
El árbitro dio la señal y arrancó el encuentro. Las acontecimientos se estaban produciendo con normalidad, como ocurren las cosas en cualquier partido de fútbol, donde unos y otros se juegan el orgullo y el honor en en el acontecimiento más importante de sus vidas hasta la siguiente semana. De repente, la estrella del Southampton, Matthew Le Tissier, cayó lesionado y Souness miró al banquillo con desesperación, como se mira a una cuenta corriente en números rojos, buscando alguna opción que le salvase la vida. Recordó entonces lo bien que George Weah le había hablado de su primo, el senegalés al que pretendía media Europa, y decidió sacarlo al campo. No lo había visto jugar en su vida, pero su reputación lo avalaba. Ali Dia sería el hombre que lideraría la victoria de aquella tarde en The Dell.
«Corría por la banda como Bambi sobre el hielo. Era bochornoso verlo», diría Le Tissier algún tiempo después. Souness, que describió la actuación de Ali Dia sobre el campo como «una patada en los cojones», no daba crédito a lo que veía. Su jugador no tenía ni idea de estrategia. Su técnica era paupérrima. De los veintiocho pases que Dia había dado, solo había acertado ocho. Había logrado chutar a puerta una vez, pero el balón se había deslizado con suavidad hasta las manos del portero. Puede que fuese el propio Le Tissier quien mejor describiese su participación en el encuentro: «Su actuación fue casi cómica. Es como si ocupara mi sitio pero no supiera realmente que tenía una posición. Iba vagando por todos lados. No creo que supiera qué posición tenía supuestamente que ocupar. No sé ni siquiera si hablaba inglés. No creo que llegase a dirigirle jamás la palabra». Al final, Souness tuvo que tomar la decisión de sentarlo en el banquillo de nuevo cuarenta y tres minutos más tarde y sacar al campo a un tal Kenneth Monkou. El Southampton perdió aquel partido dos a cero.
Ali Dia no se presentó en el siguiente entrenamiento. Alegó que estaba lesionado y no volvió a aparecer por las instalaciones del Southampton. Meses después ficharía por el Gateshead FC, un equipo de la quinta categoría inglesa, declarando que de su paso por el Southampton solo quería «olvidarlo todo». Souness llamó a Geroge Weah en cuanto finalizó el partido contra el Leeds, pero el delantero liberiano, que en la segunda mitad de los años noventa militaba en el AC Milan, le vino a decir que de qué diablos le estaba hablando. Que ni él tenía un primo senegalés llamado Ali Dia ni mucho menos había recomendado su fichaje al Southampton. La cara de Graeme Souness al escuchar a Weah debió de parecerse a la de aquel pobre chatarrero francés llamado André Poisson al que un buen día Victor Lustig le hizo creer que acababa de adquirir la Torre Eiffel.
La prensa británica no tardó en calificar a Ali Dia como el peor jugador de fútbol de la historia. Lo cual, teniendo en cuenta que el senegalés solo llegó a jugar cuarenta y tres desastrosos minutos como profesional, puede que sea rigurosamente cierto. Sin embargo, gracias a que una vez se atrevió a probar fortuna, gracias a que un día quiso creer que incluso un humilde chico como él podría jugar en la Premier League legítimamente, a base de enredos y mentiras, la historia siempre lo recordará por ello. Porque no es fácil ser el peor del mundo en algo. Que todos estén de acuerdo en que no hay nadie capaz de realizar una determinada actividad peor que tú tiene mucho mérito. Menos mal que aquella tarde en The Dell el fútbol no se le dio medianamente bien a Ali Dia. Ahora mismo, al pobre no lo recordaría nadie. Como ocurre con el tal Kenneth Monkou. Sea quien sea.
Conocía la historia no recuerdo en q programa, es genial. El pobre corría como un pollo sin cabeza, pero al menos hay q reconocerle q en una de sus primeras jugadas se desmarcó y tiró a portería haciendo una buena parada el portero para evitarlo. Ya es bastante más de lo q hacen muchos jugadores en un partido.
En el deudos ranking de peor jugador de la historia pondría sin duda a Tyttyshev, aquel aficionado del West ham q jugó con el primer equipo unos minutos cuando el entrenador harto de escucharlo protestar en la grada le invitó a jugar. También fue un «crack», káiser, un brasileño q formó parte de la plantilla de equipos profesionales durante años sin saber jugar. Simplemente era buen marketing y fingir lesiones cuando iba a debutar.
No sé cual de los 3 fue peor y más entrañable al mismo tiempo. Sin duda 3 grandes.
No me conocieron, un perezoso, jamás me pasaban el balón.
Estoy seguro de que cualquier equipo que padeciese en su día a Paco Sanz lo hubiera cambiado gustosamente por Ali Dia, incluso añadiendo dinero en la operación.
Siento ser el aguafiestas pero debo decir que este tío es un miserable tramposo/mentiroso que probablemente haya quitado el puesto a otro que si merecía la oportunidad.
Aguafiestas es muy optimista por tu parte, como mucho gilipollitas.
Me he reido de buena gana. El fútbol tiene una grandeza fisica y moral inigualable y sobre todo democrática. Y pensar que se juega con los pies, las partes más humildes del cuerpo que extrañamente sirven también para bailar… y en casos de extrema necesidad huir vergonzosamente… «cuando veía flotar la de cuero sobre el area chica ya no éramos pendejos, sino campeones, pero era el arquero, casi siempre el gordo más inutil sobre el cual rebotaba el zapatazo… Gracias por la lectura.
La historia me parece muy tierna, y me parece precioso el modo en el que lo ha contado. He disfrutado mucho con ella. gracias! (nota: me da igual el futbol, y no he visto ni un solo minuto de este mundial)
Habian otros peores que mi primo.
Tienes razón Amunike