Esta entrevista fue publicada originalmente en nuestra revista trimestral número 22
Aunque el mote no le haga mucha gracia, lo cierto es que a Abelardo Linares (Sevilla, 1952) se le conoce entre bastidores como «el hombre del millón de libros». Lo cual, por otro lado, no es ninguna exageración. La fama le cayó el día que se trajo de Nueva York, a lomos de un barco, los fondos de la librería de Eliseo Torres, adquiridos al completo a su viuda tras la muerte del reconocido librero, en una operación sin precedentes en España por su envergadura, sobre la que tantas leyendas en su día se escribieron.
Para entonces, Linares ya se había labrado toda una reputación de amante impenitente del libro viejo, también de implacable cazador. Tras recorrerse las Españas en los setenta, dio buena cuenta de las Américas en los ochenta, llegando así a convertirse en uno de nuestros últimos grandes bibliófilos.
Su biblioteca personal compite por ser una de las más completas que hay sobre literatura en castellano de principios del siglo xx. De ella se nutre buena parte del exquisito catálogo de su editorial Renacimiento, fundada a principios de la década de 1980, referente en el rescate literario de dicho periodo histórico.
Los inmensos fondos de Abelardo Linares descansan ahora en tres frías naves industriales a las afueras de Sevilla. Allí, entre pasillos y pasillos, cajas y más cajas, se llevó a cabo esta entrevista sobre lecturas, pasiones y emociones. Viendo luego los miles de joyas librescas que se albergaban en las estanterías se nos hizo de noche.
¿Te sientes a gusto con la etiqueta de bibliófilo?
La bibliofilia como tal, el mundo de los bibliófilos, es algo que no me interesa demasiado, por más que, como todo coleccionismo, me parezca muy respetable. G. K. Chesterton decía que en esta vida hay que estar loco por algo para no volverse completamente loco. Para eso el coleccionismo puede ser de bastante ayuda. Lo que ocurre es que hay gente que, por culpa de la bibliofilia, solo compra libros raros anteriores al siglo xviii, o libros diminutos en dieciseisavo, o se empeña en que todos los volúmenes de su biblioteca tengan bonitas encuadernaciones en marroquín. Todo eso, dentro de lo que cabe, está bien, salvo cuando uno, por ejemplo, se dedica a reunir facsímiles de códices medievales o renacentistas a varios miles de euros la pieza, en ediciones limitadas (es un decir) de dos o tres mil ejemplares, creyendo que tal cosa no es sino pura bibliofilia o que está haciendo una estupenda inversión financiera.
Quiero decir con esto que a mí el libro raro porque sí, o de mucho precio, o el impreso de forma especialmente lujosa, no me interesa. Me importan los libros para leer, valga la redundancia, y también los periódicos, folletos y revistas relacionados con la historia y la literatura. Sobre todo si por su interés y rareza son susceptibles de ser reeditados. Y cuando un autor me interesa de verdad, ya sea el citado Chesterton, Silverio Lanza, Nabokov o el conde de Keyserling, procuro reunir todo lo que sobre él se haya publicado.
En cualquier caso, para mí los libros son un bien sin mezcla de mal alguno. En mi opinión, una pared, una habitación llena de buenos libros, es algo totémico. Estoy convencido de que los libros son algo tan bueno que muchas veces no hace falta ni leerlos. Basta tenerlos cerca para poder sentir su protección.
Tal y como lo cuentas, la bibliofilia parece una patología.
Sí, aproximadamente. Los libros son como un veneno, pero un veneno raro que solo es perjudicial en pequeñas dosis. Por ejemplo, es muy peligroso leer un solo libro, valgan la Biblia o el Corán, o administrarse una dieta lectora a base únicamente de premios Planeta, Paulo Coelho o Jorge Bucay. Pero, en grandes cantidades, los libros, la lectura, tienen siempre efectos beneficiosos.
¿Recuerdas el primer libro que compraste?
Fue en una librería que había a cincuenta metros de mi casa, en la calle Hernando Colón, en Sevilla. Yo tendría trece o catorce años. Era un tomo de las Vidas paralelas de Plutarco, publicado en la colección Austral, con una hermosa y humilde camisa de color amarillo. Me costó veinticinco pesetas. Me acuerdo perfectamente del precio porque esa era la paga semanal que me daban mis padres. Durante varias semanas me gasté aquella paga en completar todos los tomos. Compré esa obra porque en la excelente biblioteca que tenía mi padre, de la que tuve la gran suerte de poder disfrutar, había encontrado por entonces las Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres de Diógenes Laercio, obra que leía por las noches antes de dormir. Aquel fue literalmente un libro de cabecera.
Empezaste a escribir poesía también muy joven.
Las primeras cosas que escribí las hice con once años, estudiando segundo de bachiller. De niño era bastante lector. Aparte de, sobre todo, acudir a la biblioteca de mi padre, creo que era el único alumno de mi clase en el Claret de Heliópolis, en Sevilla, que visitaba asiduamente la biblioteca del colegio. Por lo que recuerdo, mi primer motivo de «inspiración» fueron los cuentos un tanto poéticos de Andréiev. Basándome en ellos escribí unos pequeños engendros, sin el más mínimo interés, que eran un ingenuo pero también genuino homenaje, y a la vez acercamiento, a la literatura. La cosa es, a fin de cuentas, de lo más normal. Todos los niños pintan y dibujan con una feroz alegría, no porque vayan a ser Picasso, sino porque son niños. Lo mismo que casi todos los adolescentes escriben, no porque vayan a ser Marcel Proust o Juan Bonilla, sino porque son adolescentes.
Tus primeros pasos como librero los das en el Rastro de Madrid. ¿Cómo acabas allí?
Estudié en Sevilla los cursos comunes de Filosofía y Letras, pero en 1972 me fui a Madrid a estudiar Literatura Hispánica con Lorenzo Martín del Burgo, un amigo poeta al que he dejado de ver pero al que admiraba y admiro muchísimo, un tipo muy leído y con un mundo poético originalísimo. Nos fuimos los dos pensando que en Madrid íbamos a encontrar gente como nosotros, venida de toda España interesada en la literatura. Pero pronto nos dimos cuenta de que la mayoría de nuestros nuevos compañeros no cursaban Literatura Hispánica porque les apasionase la literatura, sino porque querían ser profesores de literatura, que es cosa bastante distinta.
En mi viaje a Madrid, por lo tanto, no descubrí el mundo de la literatura, pero sí descubrí el mundo del libro de viejo, primero en la Cuesta de Moyano y luego en el Rastro, también en multitud de librerías y chamarilerías repartidas por toda la ciudad. Comprobé enseguida que el mismo libro podía valer en un sitio treinta pesetas y en otro doscientas, y que por tanto ahí había margen para la especulación, para el negocio. Mi primera intención fue revender a unas librerías lo que había comprado en otras. Con ello hice los primeros amigos en el gremio, pero negocio, muy poco. A ningún librero le interesaba comprar libros sueltos o pequeños lotes si no tenían un buen margen. A lo más que se prestaron fue a algún intercambio, si les era económicamente ventajoso. Así que decidí poner mi propio puesto en el Rastro, en el Campillo de Mundo Nuevo, donde aparte de libros se vendían también discos y cómics. Eso ya fue en 1973 y resultó ser toda una experiencia, porque me obligó a superar mi timidez y tratar con el público. También a ampliar mi curiosidad libresca e ir aprendiendo sobre el interés y el precio de infinidad de libros vendibles más allá de la literatura, que era lo único que en principio a mí me interesaba.
¿Cómo era el mercado del libro de viejo en aquel Madrid de mediados de los setenta?
Madrid parecía estar, por entonces, lleno de librerías de nuevo y de viejo. En lo de viejo, estaban en primer lugar los libreros de libro auténticamente antiguo, los Vindel, Bardón, Porrúa y demás, a los que yo no traté nunca porque nunca intenté comprarles, más que nada porque no se dedicaban a libros posteriores al siglo xix. Alguna vez me contó Luis Alberto de Cuenca que de jovencito tuvo muy buena relación con Bardón y que más de una vez este le regaló primeras ediciones de libros de poemas de primeras firmas de la generación del 27, porque para él no eran libros que tuvieran especial importancia, lo que es muy significativo de un cierto modo de entender el libro.
Estaban también los libreros generalistas, que se dedicaban por igual a lo antiguo que a lo más moderno, como Rodríguez y Chiverto en la calle San Bernardo; ya en cierta decadencia como zona de libros, Sanz, en la calle Pardiñas; Montero, en el callejón de Preciados; Cayo, en la calle del Prado; y Miguel Miranda, en la calle Lope de Vega. Con Miranda tuve cierta amistad porque le visitaba a menudo, ya que yo vivía por entonces en la calle Cervantes, a apenas cincuenta metros de su comercio. Miranda había sido actor en sus tiempos juveniles y tenía una figura de mucho empaque y un ácido sentido del humor que incluía la ironía y el sarcasmo aplicado a los literatos de todo el siglo xx. Solía rodearse más de contertulios que de clientes, pero sabía mucho de literatura y con buen criterio, y vendía bien a las universidades americanas, que por entonces compraban muchas cosas españolas, pero sobre todo a librerías de Buenos Aires o Montevideo, como supe más tarde.
En la Cuesta de Moyano había al menos tres libreros interesantes: Berchi, Lucas y Alfonso Riudavets. Este último ha sido el librero de viejo que más libros ha manejado en España, más de tres millones. Aún sigue en activo. De los tres era yo un asiduo cliente, aunque a quien más visité por entonces fue a José Blas Vega, excelente flamencólogo además de librero, que acababa de abrir negocio en la calle Espíritu Santo y tenía mucho tino para escoger las compras.
El mercado del libro de viejo en el Madrid de los setenta estaba por otro lado lleno de vida porque había clientes para todos los gustos y surgían bibliotecas con asiduidad.
Con los libros adquiridos durante tu estancia en Madrid vuelves a Sevilla y montas por fin una librería física en el centro de la ciudad.
La librería la abrí en el otoño de 1974, en el número 4 de la calle Mateos Gago, junto a la catedral. En realidad no era una verdadera librería, sino un escaparate y un rincón de la tienda de antigüedades y souvenirs que tenían mis padres, en el que apenas cabían estanterías para unos cuantos libros. Empecé con los trescientos o cuatrocientos volúmenes que me habían quedado de Madrid, todos ellos de literatura española. Pero pronto empecé a comprar otros de otras temáticas y a venderlos a buen ritmo. Gracias a eso, en pocos años, pude empezar a publicar libros y a viajar por América. A la librería le puse por nombre Renacimiento en honor a la editorial Renacimiento, la primera gran editorial moderna española, muy vinculada a la generación del 98 y al modernismo y muy admirada por mí. En 1981, cuando empecé a publicar una serie de pequeños libros de poesía en colaboración con mi amigo César Viguera, los puse también bajo los auspicios de Renacimiento.
¿Qué panorama librero te encontraste a tu vuelta a Sevilla?
A mediados de los setenta aún había buenas bibliotecas en Sevilla, pero solían venderse a libreros de Madrid o iban a subasta de forma anónima y discreta. Por aquel entonces traté algo a Romaní, un intermediario que trabajaba regularmente para Chiverto, con muy buenos resultados, quien me contó algunos detalles curiosos de su trabajo. Era viejo amigo de Mercedes, una antigua librera que había vuelto al negocio y abierto un pequeño local en la calle Rivero, transversal de Sierpes, con buenos libros, excelente trato y precio más que moderado. En la calle Amparo estaba la librería Rodríguez, que era por entonces la única que sacaba catálogo en Sevilla. Muy cerca, en la plaza de Montesión, estaba Conchita, la mejor negociante para comprar y vender que he conocido nunca. No sabía apenas nada de libros y no intentaba disimularlo [risas], pero lo sabía todo sobre los compradores de libros y casi nunca se equivocaba al pedir un precio. Hacia 1975, Conchita compró parte de los fondos de la librería sevillana de la CIAP, que había cerrado en 1932. La mitad, un par de camiones al parecer, se la vendió a un librero de fuera. Con el resto llenó un local cercano y durante varios meses estuvo vendiendo furiosamente hasta agotar las existencias. Yo estaba por entonces comenzando y me faltaban conocimientos, pero, sobre todo, capacidad económica para comprarle todo lo que hubiera querido. Aun así, al menos pude hacerme con algunas primeras ediciones de poetas del 27, mucha novela de vanguardia y todo lo publicado por La Gaceta Literaria. También cosas de Cenit, Zeus, Historia Nueva y otras editoriales de izquierda.
Por lo que cuentas, salvo honrosas excepciones, la literatura española de principios del siglo xx no parece que estuviera entonces muy considerada como libro de viejo.
Las figuras mayores, en términos generales, sí estaban valoradas, sobre todo las de la generación del 98, por entonces en plena vigencia. Había muchos compradores para cosas de Valle-Inclán, Unamuno o Azorín. Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez eran muy buscados y apreciados. Pero el interés por las figuras menores, por «los raros», creo yo que vino algo después, en los años ochenta. Con los autores relacionados con el exilio de 1939 pasó también algo parecido y es a partir de los ochenta cuando empiezan a buscarse más las ediciones de autores como Max Aub, Arturo Barea, Benjamín Jarnés, Corpus Barga o el primer Ramón J. Sender. Pero ya a finales de los setenta había en Madrid, junto al Museo del Prado, una librería exquisita de muy cuidados fondos contemporáneos y precios prohibitivos que regentaba una señora encantadora, doña Herminia.
Los setenta fueron años buenos para empezar a comprar libros y hacerse con una buena biblioteca sin invertir demasiado dinero. Por aquellos años, por ejemplo, conocí a Juan Manuel Rozas, que era profesor de la Universidad Autónoma de Madrid y había reunido una excelente colección del 27 a base de paciencia y buen gusto, más que a golpe de billetera.
Cuando entrevistamos a Juan Manuel Bonet, otro de nuestros grandes bibliófilos, nos contó que la primera vez que entró en tu librería, a mediados de los años setenta, fue para comprar dos libros de Lasso de la Vega que, según recuerda, no estaban precisamente baratos.
Los libros de Lasso de la Vega en esa época no estaban nada valorados, así que si los puse caros fue para ejercer de crítico literario [risas], o quizás para darle importancia a Lasso a la vez que me la daba a mí.
Al hilo de esto, recuerdo haber ejercido también la crítica literaria vía precio una vez con los libros del poeta José-Miguel Ullán. Cuando tenía todavía la librería en el centro de Sevilla, Ullán vino un día y me compró varios libros, uno de ellos la edición mexicana de Poeta en Nueva York, de Lorca, para su pareja, a quien quería hacerle un buen regalo. Estuvo charlando conmigo muy amigablemente y yo le hice de hecho un descuento importante. Al poco sacó un artículo en El País quejándose de mi librería por los precios, citando títulos y precios concretos de mi catálogo. Lo más curioso es que gracias a eso logré vender en los días siguientes algunos de los libros por él citados [risas]. Meses después le envié a su domicilio un catálogo de primeras ediciones de poesía española del siglo xx que incluía dos primera ediciones suyas agotadas, a quince o veinticinco pesetas. No recuerdo qué amigo común me contó años después que Ullán le había recordado aquello de la visita, el artículo y el catálogo como algo humorístico, lo que habla bien de él. Eso sí, los dos libros que puse suyos en el catálogo no se vendieron [risas].
¿De qué modo ha cambiado el mercado del libro de viejo en España? ¿Cuál dirías que es la gran diferencia entre tus inicios, a mediados de los setenta, y ahora?
El mercado del libro de viejo en España comenzó a consolidarse, a ganar músculo, a partir de la década de 1980, y así estuvo creciendo al menos hasta 2007. Aquellos fueron años en los que el precio de los libros subió, y surgieron nuevos compradores y coleccionistas. Las bibliotecas y museos del Estado y de las comunidades autónomas también compraron en grandes cantidades, y se multiplicaron las casas de subasta. Incluso se puso casi de moda que cajas de ahorros y otras entidades financieras adquirieran bibliotecas particulares importantes. A partir de 2008 llega no solo la crisis económica, sino también el progresivo triunfo de internet y un rápido declinar del prestigio del libro, que solo en estos últimos tiempos empieza a ralentizarse.
En cualquier caso, el negocio del libro antiguo en España siempre ha sido un negocio pobretón, de ámbito familiar más que industrial, con locales pequeños en calles de poco paso y sin prestar atención apenas a la decoración o al escaparate. El librero español nunca ha querido presumir de local, sino, en todo caso, de trastienda y almacén. Quizás por eso no hay en nuestro país ninguna librería que pueda compararse, por ejemplo, a la de Linardi y Risso en el viejo Montevideo.
Hablando de librerías, ¿has leído el ensayo que les dedicó Jorge Carrión? No pocos se sorprendieron de que ni siquiera se te mencionara.
Leerlo no lo he leído porque es un libro más para hojear que para leer, pero, sí, lo he hojeado. Su libro es sobre librerías, no sobre libreros, y no tiene por qué citarme cuando no me conoce de nada ni creo que me haya comprado nunca un libro. Todo parece indicar que lo que más le atrae a Carrión de las librerías es la librería misma, como local o edificio, y también la ubicación, decoración, etcétera, mientras que a otros lo que más nos atrae (o no) de una librería son los libros que hay en ella, lo que no deja de ser una ordinariez nada cool. En ese sentido, Librerías me pareció un libro gloriosamente posmoderno que muy bien podría continuarse con un segundo volumen que se llamase, por ejemplo, McDonald’s, en el que contase la historia de los mejores cincuenta locales que tiene esa cadena en todo el mundo, desde Seúl a Auckland, con más glamour. Sería todo un éxito.
Quedan pocas librerías que sean librerías de verdad, es decir, de fondo. Las librerías de las grandes superficies o de los grandes almacenes ofrecen hoy exactamente lo mismo que las librerías de estación o de aeropuerto, solo que en mayor cantidad. Por su parte, Amazon, la gran (y quizás en el futuro «única») triunfadora, no es exactamente una librería sino apenas un catálogo informático. De ahí la importancia de las librerías de viejo de todo el mundo hispánico. O quizás no tengan importancia, pero son las que, al fin y al cabo, en realidad más me gustan.
¿Crees que el libro de viejo sigue interesando a las nuevas generaciones?
Mi generación y la inmediatamente posterior creo que son las últimas para las que ha sido relativamente habitual o corriente, entre los escritores y poetas, el hacerse con una buena biblioteca, constituyendo los libros viejos a su vez una buena parte de ella. Me da la impresión de que los escritores jóvenes de ahora mismo están ya, la mayoría al menos, en otra en cosa.
¿No puede ser que lo que haya dejado de interesar sean las librerías de viejo? Como has comentado antes, dicho mercado parece estar ahora en internet.
Sí, en eso tienes toda la razón. El mercado del libro, sobre todo el de viejo, está en internet.
¿Y hasta qué punto crees que internet ha cambiado los modos del coleccionista o buscador de libros? Entiendo que al Rastro se iba antes a ver qué se encontraba uno, cuando en internet se pueden ya buscar títulos concretos.
No tengo muy claro que hayan cambiado tanto los modos, porque últimamente en internet lo que hago, en cuestión de literatura, es hacer búsquedas transversales. Como la mayoría de los libros que a mí me interesaba tener ya los he encontrado, me ha dado ahora (bueno, la verdad es que llevo ya bastante años haciéndolo) por las revistas. En el mundo de las revistas hay montones de títulos absolutamente desconocidos, de los que se ha perdido toda memoria. No se encuentran además no ya digitalizados, sino en ninguna biblioteca conocida. Parece, y quizás lo han hecho, como si hubieran desparecido para siempre. Así que en internet ahora busco, por ejemplo, «Revistas del año 1929», a ver qué sale. Por ejemplo, hace menos de una semana he dado con un tomito con los primeros números de una que se llama Los Ciegos. Revista Tyflófila, de 1916. Esa revista la dirigió un tiempo César M. Arconada y en ella he encontrado cosas de Juan Chabás, Salvador Bacarisse, Margarita Nelken, y otros muchos escritores de interés, de los que quiero publicar cosas en el futuro.
Veo que tienes ahí en el suelo cajas de Amazon. ¿Compras también libros allí?
Sí, claro. Yo compro libros en todos lados y Amazon también tiene una sección de libro de viejo, aparte de que AbeBooks, el mayor portal de libro antiguo, también es de Amazon. El libro hay que comprarlo donde salta: Uniliber, MercadoLibre, todocoleccion, Milanuncios, PriceMinister… todo vale.
Con todo, entiendo que nada de esto se puede comparar con tus ya famosas incursiones por Latinoamérica.
Desde luego que no. Internet es como pescar apaciblemente en una playa o un puerto. Los viajes a otros países hace treinta años o más eran expediciones de caza mayor, por más que yo no haya cazado nunca ni siquiera ranas o lagartijas. Aquellos primeros viajes a América, a principio de los ochenta, fueron inolvidables, pero como luego fueron más de cien la mayoría se me ha olvidado.
A Buenos Aires fui en 1981. A México, Chile y Uruguay, al año siguiente. A Cuba no llegué hasta 1991. Empecé primero por Buenos Aires porque tenía allí un amigo colega, Alberto Peremiansky, que me ayudó en mis correrías. Me decidí a ir, además, pese al gran escepticismo de los colegas españoles a los que comenté mi proyecto de viaje, porque estaba absolutamente convencido de que Buenos Aires estaba lleno de libros relacionados con España, aparte de que los propios libros argentinos y latinoamericanos en general han sido siempre muy apreciados por nosotros.
De todos modos, aunque muchas librerías y ferias de libro viejo y usado sigan existiendo todavía, es imposible no recordar con gran melancolía lo que era el libro allá antes de la era de internet. Mercados como el de Tristán Narvaja en Montevideo, La Lagunilla en México D. F., o San Diego 119 en Santiago de Chile eran espectaculares en cantidad y calidad. Y también en sabor y pintoresquismo.
En Buenos Aires tuviste también la oportunidad de conocer a Borges.
Sí. Fue lo primero que hice nada más llegar allí, llamar a Borges. Me presenté diciendo que era un librero sevillano que había publicado hacía no mucho un folletito sobre Cansinos Assens, y me dijo que muy bien, que me pasara por su casa al día siguiente para hablar. Me acuerdo de que me hizo repetir un par de veces su dirección, que era Maipú 994, para que no me equivocara. Casualmente mi hotel estaba en la misma calle, muy cerca de su casa, cosa que no sabía en aquel momento.
Pasé varios días con él, en su casa, comiendo. Hicimos juntos incluso un haiku, del que no recuerdo nada y por tanto es ya inmortal [risas]. Yo le recité «El índice rojo», un estupendo y un tanto terrible soneto en alejandrinos de Pedro Luis de Gálvez, y me pidió un bis. A cambio, él me recitó un poema, también de Pedro Luis de Gálvez, que había leído en el año 1919 ¡y todavía se acordaba! Quiero decir con esto que lo de «Funes el memorioso» es un texto totalmente autobiográfico. Me acuerdo que le llevé Inquisiciones y Ficciones para que me los firmara, pero solo me firmó Ficciones. De Inquisiciones no quiso saber nada.
La habitación de Borges era interior y muy pequeña. Las paredes estaban desnudas, salvo por un grabado enmarcado que había de Durero: El caballero, la muerte y el diablo. Había solo una mesita de noche, una cama de ochenta centímetros, y varias pilas de libros suyos nuevos junto a la pared. Por aquel entonces apenas veía, tan solo distinguía algunos colores, como el amarillo. Me hizo sentarme en la cama, a su lado, y me propuso una especie de juego, una prueba: «Le voy a recitar algo, a ver si usted descubre lo que es». Y durante dos o tres minutos, con voluntariosa lentitud, estuvo salmodiando en sajón antiguo una especie de poema. Cuando terminó, me preguntó entonces como bromeando: «¿Adivina usted qué es?». Yo reflexioné durante unos segundos y le contesté: «Tiene que ser el padrenuestro». «¿Cómo lo ha adivinado?», me dijo sorprendido. «Porque usted me dio a entender al principio que yo podía saberlo, y la única cosa que se me ha ocurrido que podamos tener en común con un sajón del siglo ix es el padrenuestro». La verdad es que lo acerté un poco por casualidad, porque soy bastante malo para los acertijos [risas].
Otro día lo acompañé a sacarse el pasaporte. Tenía que viajar a Estados Unidos, porque le habían invitado a dar una serie de conferencias. Tuvimos que hablar con un funcionario perfectamente disfrazado de funcionario que nos recibió muy deferente en un gran despacho y Borges le estuvo contando que iba a estar fuera varios meses y que quería visitar varias ciudades, una de ellas Nueva Orleans. El amable funcionario se mostró un poco extrañado de que, siendo ya Borges un anciano y además ciego, quisiera ir precisamente a esa ciudad: «Pero, Borges, ¿por qué quiere usted ir precisamente a Nueva Orleans?». El viejo levantó levemente su mirada ciega en dirección a su interlocutor y dijo con voz evocadora, mientras esbozaba una tímida sonrisa a la vez que golpeaba firmemente el suelo con su bastón: «Siento la llamada del sur» [risas]. Desde entonces, a veces, estando yo con amigos, también siento esa «llamada del sur».
De Sudamérica a Norteamérica. Cuéntanos los detalles de la compra de la librería de Eliseo Torres en Nueva York. ¿Cómo supiste de su existencia?
La historia de Eliseo Torres es muy curiosa. Torres fue un emigrante gallego que llegó a Nueva York creo que en la década de 1950. Empezó como librero en la calle 14, que era donde al principio estaban todas las librerías de viejo hispanas, y donde todavía quedaban dos de ellas en los noventa, cuando fui. También había algunas en la calle 42. A Eliseo Torres le ofrecieron, según se dice, por un dólar, un edificio en el Bronx, que había sido primero un hotel y luego una fábrica de lámparas. El edificio estaba en un descampado, en una zona para rehabilitar, cuyo negocio principal era el de repuestos de automóviles, una cosa un poco entre mafiosa y sencillamente marginal. Todavía se podían ver por allí, de vez en cuando, muertos por drogas y cosas así. Eliseo Torres se fue al Bronx más que nada porque no tenía otro sitio donde almacenar Las Américas, aquel gran proyecto editorial que había montado en Nueva York el dueño de Anaya, y que tras su cierre fue comprado por él. De las cinco plantas que tenía aquel edificio, Eliseo Torres dedicó dos a Las Américas y las otras tres a su propia librería. En total tenía literalmente un millón de libros allí almacenados. Aquella cifra no fue nunca una exageración. Su figura era por tanto más o menos conocida entre los bibliófilos. El primero que me habló de él fue Luis García Montero, el más viajero de los poetas españoles, quien le había comprado en su día algunos libros. Pero tampoco me habló con mucho ímpetu de la librería. Cuando llegué a Nueva York no me hacía yo a la idea de lo que me iba a encontrar, no sabía que aquello era tan impresionante. Si no, seguramente, hubiera ido antes [risas].
En aquella primera visita, ¿ya fuiste con la intención de comprar la librería?
No, más que nada porque él no estaba todavía interesado en vender, por eso mismo tenía un millón de libros y una sola empleada, excelente y de confianza, Martha Mogro. Eliseo Torres, en sus últimos años, continuó acumulando libros en lugar de ir liquidándolos. De algún modo estuvo trabajando para quien le fuera a suceder, aunque él ya sabía que no iba a ser nadie de su familia. Le ocurría entonces igual que a mí ahora, que no sé para quién sigo trabajando [risas].
En aquella primera visita le compré a Eliseo Torres unos diez mil dólares en libros, pero terminé enterándome de que le había dicho a Martha, muy seriamente, que si volvía por allí no me dejara entrar [risas]. A la librería se entraba por una especie de puerta blindada, gigantesca y pesadísima, a la que había que llamar. Yo creo que, en el fondo, le molestaba que otro librero ganara dinero a su costa. Lo cierto es que en el momento mismo de conocer su librería pensé en que quizás algún día surgiría la posibilidad de comprarla, justamente por las dificultades que tendría, a la fuerza, una venta como esa. Por eso mismo le dejé una propina bastante generosa a la empleada [risas], para que me llamase si algún día si se vendía aquello.
Al año siguiente de estar yo por allí, en la prensa española salió un reportaje en el que se decía que Eliseo Torres, ya muy mayor, tenía intención de desprenderse de sus fondos. Pensé, de hecho, que diciendo eso públicamente se me iba a dificultar bastante el poder comprar la librería, pero parece ser que los únicos que llamaron lo hicieron pensando que la regalaba, idea esa de lo más equivocada y que, al parecer, puso a Eliseo Torres bastante furioso.
Cuando lo conocí, Torres estaba un poco desmejorado y visiblemente griposo. Era no obstante un hombre pequeño, delgado y fibroso, que muy bien podría haber vivido treinta años más, pero falleció tristemente a los dos años de mi visita. José María Conget, que estaba entonces en Nueva York al frente del Instituto Cervantes, fue quien me avisó de la noticia. La viuda había intentado mantener aquello durante dos años, pero tuvo que invertir dinero en el edificio y llegó un momento en el que no le vio sentido a seguir con un negocio que en realidad ya no lo era. En la medida en que lo que valía dinero de verdad de la librería era el edificio, finalmente se decidió a vender.
¿Cómo se llevó a cabo la compra? Hay mucha leyenda urbana alrededor.
El único mérito que tuvo aquella operación fue hacerla prácticamente sin poner dinero de mi bolsillo. Lo primero que hice fue convencer a la viuda de que nadie le iba a pagar el dinero al contado, y menos por adelantado. Luego estaba el problema de la logística, la organización, la catalogación, el transporte a España y su almacenaje. Llevar a cabo todo aquello dificultaba mucho en la práctica la operación. Por eso le ofrecí a la viuda firmar un convenio ante notario comprometiéndome a pagar en el plazo de un año una cierta cantidad, a cambio de trabajar durante todo ese año en la librería. Ella me preguntó entonces qué pasaba si al finalizar el plazo acordado yo no había terminado de pagar al completo la cantidad convenida, y le contesté: «Entonces, habré estado trabajando un año gratis para usted». Y eso fue lo que la convenció. A mí la jugada me salió redonda, porque lo único que tuve que hacer fue pagarme el alojamiento y asumir parte del salario de los empleados que tenía la librería. El resto lo siguió pagando ella, incluidos los impuestos derivados de las ventas. Así que estuve un año viviendo en Nueva York, catalogando aquello, y vendiendo todo lo que pude para conseguir finalmente pagar el precio pactado. A principios del año siguiente me traje todo lo que quedaba para España.
¿Cuánto era?
Durante el año que estuve en Nueva York trabajando vendí unos ciento cincuenta mil libros. Allí dejé cincuenta mil (libros de texto, básicamente), y me traje ochocientos mil. En total fueron doscientas cincuenta toneladas. La verdad es que, por puro negocio, tendría que haberme traído solo la mitad, porque una parte importante de los fondos eran restos de ediciones que no valían gran cosa, y lo único que hicieron fue dar trabajo y duplicar los costes del transporte, que eran ya altísimos. Pero me dio pena abandonar varios cientos de miles de libros. En marzo de 1995 habían llegado ya todos los libros a esta nave en la que estamos, que estaba entonces vacía y no tenía tres pisos como ahora. En 1999 dejamos la librería que tenía en el centro de Sevilla y reunimos todo aquí, librería y editorial, aunque al final hubo también que alquilar las dos naves contiguas, para poder almacenar todo lo que llegó de Nueva York. Hace apenas un par de meses abrí las últimas cajas de revistas, y encontré algunas cosas impresionantes. Por ejemplo, una revista del año 1939 publicada por la Universidad Michoacana donde viene un trabajo de María Zambrano sobre Nietzsche absolutamente desconocido.
¿Qué tipo de libros te trajiste de Nueva York?
La librería tenía sobre todo fondos antiguos y prácticamente toda era en castellano. Había una parte pequeña en portugués, más una sección impresionante de varios miles de libros antiguos de viaje en inglés.
Se decía que Eliseo Torres era muy ahorrativo, y que los fines de semana se iba a la librería, con el abrigo puesto para no encender la calefacción, a recorrer las salas, contemplando su obra. Muchos pensaban que estaba medio loco por hacer eso, pero a mí me pareció aquello siempre de lo más normal. ¡Yo también terminé haciéndolo algunos fines de semana! [risas]. Los primeros días allí fueron realmente emocionantes. Recuerdo encontrar libros como Isla cofre mítico de Eugenio Fernández Granell, un ejemplar además que le había regalado Ángel Valbuena Prat. Recuerdo también un raro libro de poemas de José Ramón Arana, Ancla, impreso en Santo Domingo, República Dominicana, y que presté para que pudiera hacerse una edición facsímil, pues no se localizaban otras copias. De los fondos de la librería de Eliseo Torres fueron a mi biblioteca personal cuatro o cinco mil piezas, revistas sobre todo.
Ahora que mencionas tu colección particular, ¿sabes de cuántos volúmenes consta?
Es complicado saberlo, primero porque hay una parte que no tengo catalogada, porque son libros corrientes, más que nada. Luego tengo una colección muy grande de novela corta, que es una cosa que me apasiona, y de revistas, que tengo también muchísimas. Entre revistas y novelas cortas debo de tener unas ciento cincuenta mil piezas. Luego, libros a lo mejor no tengo tantos: unos cuarenta mil, de los cuales quince mil son de poesía.
Hay otros muchos libros que no guardo, porque ya no tengo sitio. Aquí en la nave lo que tengo son sobre todo ediciones relativamente raras y aquellos libros que me gustaría algún día rescatar en Renacimiento. De mi colección particular sale ahora mismo el treinta o cuarenta por ciento del catálogo de la editorial. Por ejemplo, ahí tengo [señala una gran estantería] La vida altiva de Valle-Inclán de Francisco Madrid, que fue un periodista barcelonés interesantísimo. Ahora vamos a editar El sable, de Pedro Luis de Gálvez [muestra la primera edición]. Digamos que en esta estantería están algunos de los libros que me gustaría publicar algún día. Lo malo es que en el proceso de edición a veces sufren mucho al escanearlos para luego hacerles el OCR. Mira esta antología de El cuento extraño de Rodolfo Walsh. La tenía en perfecto estado, pero como son mil páginas la encuadernación prácticamente se ha deshecho.
Hace no mucho se publicó en prensa que el Ayuntamiento de Sevilla está interesado en adquirir tu biblioteca personal. ¿Qué nos puedes contar de esta operación?
Por lo que sé, la operación está ya presupuestada por el Ayuntamiento, lo que pasa es que aún no se le ha puesto fecha o algo parecido. Quiero decir, que todavía no se ha hecho nada, no se ha firmado. Me imagino que se terminará llevando a cabo del mismo modo que finalmente se ha comprado la casa natal de Luis Cernuda, cosa que está muy bien, por otro lado. Creo que la venta de mi biblioteca va a ser beneficiosa para la ciudad de Sevilla, aunque tengo que decir que, si finalmente se realiza, va a ser también muy beneficiosa para Hacienda [risas].
Confiésanos algo inconfesable que hayas hecho para comprar un libro.
Comprar libros suele ser por lo general tarea muy apacible. No recuerdo haber hecho ninguna cosa especialmente inconfesable para comprar ninguno, pero sí que me han pasado cosas un tanto estrafalarias, tanto comprándolos como vendiéndolos. Los libreros somos por regla general gente rara y con nosotros hay que practicar a menudo el arte de la paciencia. Yo he tenido una paciencia extrema con otros libreros, en la medida en que me ha interesado lo que tenían y para conseguirlo he tenido que aguantar carros y carretas (llenas de libros, por supuesto) [risas]. En este sentido, recuerdo que un día, a mediados de los ochenta, un librero muy conocido de Buenos Aires, Washington Pereira, me echó de su librería por ser judío o amigo de judíos. Fue curioso, porque al principio estuvo charlando amablemente conmigo, incluso presumió, exagerando un poco, de su amistad con Juan Manuel Bonet. Pero al día siguiente, cuando fui a retirar y pagar los libros que había ido apartando, me dijo que no me los vendía, y me echó. ¡Por ser judío! A ver, no sé, lo mismo tengo algo de sangre judía, como la puedo tener de sioux o de bereber. No sé. El caso es que, diez años después, volví a presentarme en la librería y le dije: «Estuve aquí hace mucho tiempo y usted me echó por ser, cosa del todo inverosímil, judío. ¿Ha cambiado algo desde entonces?». Y me respondió con una sola palabra: «No». Y no me quedó más remedio que marcharme sin despedirme [risas]. Pero, vamos, es muy complicado que yo me sienta humillado por conseguir un libro.
Me acuerdo también de que en el primer viaje que hice a Cuba, en 1991, un librero, es decir, un librero privado de los que vendían de un modo un tanto clandestino en su propio domicilio, me pidió, por favor, que si volvía me trajera calzoncillos de España, para cambiármelos por libros. Estábamos en una habitación no muy grande, con las paredes llenas de volúmenes (bastante deteriorados, todo sea dicho), y cruzándola había varias cuerdas con ropa tendida. El hombre cogió un calzoncillo allí colgado y, extendiéndolo con las manos, me dijo: «¿Ves? ¡No tienen elástico y solo puedo conseguir dos al año!» [risas].
¿Qué te llevó a dar el salto de librero a editor?
Después de montar la librería, el salto no fue tanto montar la editorial como conocer a Fernando Ortiz. Un día de 1975 se me ocurrió poner en el escaparate, no para su venta sino a modo de señuelo, varias ediciones raras de Luis Cernuda. El único que entró a preguntar por ellas fue Fernando Ortiz. No le vendí nada, pero nos hicimos muy amigos pues nos interesaba a los dos la misma poesía y los dos teníamos el mismo entusiasmo por defenderla. Fernando era un buen gestor cultural y sabía conseguir financiación, mientras que a mí me gustaba ya el mundo de las imprentas y era quien cuidaba las ediciones que en un par de años empezamos a editar juntos.
Sacamos primero una revista de trescientas páginas en honor de Juan Gil-Albert donde colaboraron Octavio Paz, Francisco Brines, Jaime Gil de Biedma y María Zambrano, que significó nuestra gloriosa entrada y salida del mundo de las revistas literarias [risas]. Luego nos inventamos unos suplementos que imitaban en todo, incluso en el nombre, a los famosos Suplementos de Litoral, de Manuel Altolaguirre, para poder empezar a publicar libros de poesía sin crear estrictamente una editorial. Fernando y yo dejamos de editar libros juntos en 1980, de forma amistosa. Al año siguiente fundé Renacimiento, ya como nombre editorial.
De todos modos, mi mejor baza como editor han sido siempre mis colaboradores y amigos, sin cuyo auxilio y complicidad la editorial hubiera sido absolutamente inviable. En lo que más me he equivocado, de lo mucho en que me he equivocado, ha sido en centrarme, durante muchísimos años, casi exclusivamente en la poesía. Aun así, de lo que estoy más profundamente orgulloso es de algunos libros de poemas que he publicado, aunque no hayan sido ningún éxito. En poesía, la felicidad, que es tanto como el talento, está muy a menudo absolutamente reñida con el éxito.
¿Por ejemplo? ¿Qué libro publicado por Renacimiento crees que merecería una segunda oportunidad?
Por decirte uno, Cimas y abismos, la antología de José Luis Parra, de la que solo vendimos unos ciento cincuenta ejemplares. Parra es un poeta extraordinario de cántico y exaltación de la vida, pero con un mundo muy dramático, lo que tensa su verso, afiladamente preciso y muy melódico, y hace de él, se reconozca o no, un poeta de los grandes. La suya es sin duda una gran poesía. Lo que lamento no es el «problema» de las ventas, sino el problema de los lectores. Eso es lo verdaderamente grave del asunto.
¿Y cómo de grave es la relación del librero y editor con su propia poesía?
Lo poco que he escrito no tiene importancia, ni yo se la doy. Lo que hice, hecho está, pero mi capacidad de admiración (que es mucha) prefiero dedicársela a una buena parte de los autores y libros que he publicado (o leído), que la merecen con toda justeza.
¿Es cierto eso de que has renunciado a aparecer en antologías poéticas?
Sí, he renunciado a estar en algunas antologías de poesía, pero creo que el único que se ha dado cuenta he sido yo, así que la cosa no tiene la más mínima trascendencia.
Tras tantos años persiguiendo libros por el mundo, ¿qué te queda por encontrar?
Por suerte, los libros son casi infinitos para lo corta que es la vida humana. Lucrecio ya se lamentaba de que la vida de los hombres fuese más corta que la de los ciervos, que tienen, como es sabido, muchas menos cosas que contar que nosotros. Más que encontrar cosas que ya buscaba, suelo descubrir ahora, a cada momento, con tanta alegría como sorpresa, libros en los que nunca había reparado. La mayoría son para el puro disfrute del lector, pero algunos merecerían o merecerán ser reeditados en algún momento.
Sin ir más lejos, acabo de estar leyendo un libro de una casi desconocida Lula de Lara que publicó unos cuentos en 1936 con prólogo favorable de Wenceslao Fernández Flórez. Lula colaboró bastante, como periodista, en Crónica, que fue junto con Estampa la revista más leída en tiempos de la Segunda República, al lado de Josefina Carabias, Luisa Carnés, Elena Fortún y otras escritoras republicanas y de izquierdas. Tras la Guerra Civil, se convirtió en la mano derecha de Pilar Primo de Rivera, de la que fue bastante amiga y tuvo cargos importantes en Falange. Lo curioso es que nadie parece guardar recuerdo de su inicial carrera periodística y literaria, así como de que de sus cuentos estaban bien.
Ahí tengo también un monumental libro de un argentino, Ricardo Saénz Hayes, sobre el siempre modernísimo y fascinante Montaigne. Al parecer, el libro estaba listo para salir en Madrid en julio del 36, pero solo pudo aparecer diez años más tarde y en Buenos Aires. Eso sí, en una edición exquisita.
A veces los libros que me aguardan todavía no han nacido como tales y no son de los menos importantes. Acabo de descubrir en una revista francesa que salió entre 1938 y 1940 un ingente material sobre la vida política europea de ese momento, publicado de forma anónima, pero escrito, y maravillosamente escrito, sin asomo de duda alguna, por Manuel Chaves Nogales. Chaves Nogales es una de mis más firmes devociones literarias. Nada me gustaría más que publicar en un futuro cercano esas páginas, que serán más de dos mil. Nadie parece haberlas leído, nadie parece haberse dado cuenta de su importancia, pero estoy seguro de que constituyen su empeño más ambicioso y sorprendente. Durante seiscientos días, Chaves Nogales hace allí la crónica de lo que está pasando en toda Europa, en el mundo en realidad, desde la crisis de los Sudetes a la ocupación de París, en junio del 40. Es como si estuviera oyéndolo todo, viéndolo todo en el mismo sitio que nos lo cuenta, exactamente tal como parecía suceder en Los secretos de la defensa de Madrid, libro que yo publiqué. Pero es solo magia. Pura magia literaria.
Tu pasión por los libros te ha llevado a vivir una vida casi de novela. Juan Manuel de Prada te convirtió de hecho en un personaje en una de sus obras.
A mí me apasionan los libros como supongo que hay gente a la que le apasiona el derecho civil o pasarse las horas haciendo punto de cruz, pero no creo que mi vida haya sido especialmente novelesca. El secreto de salir en una novela está sobre todo en tener una vida ligeramente pintoresca, como puede ser la de un librero de viejo, y muchos amigos que escriban. Por eso aparezco en Las esquinas del aire, de Juan Manuel de Prada, con el nombre de Leonardo Gago, en un guiño a que mi librería estaba por entonces en la calle Mateos Gago. Además de por ser librero de viejo, en lo que más se me reconoce en ese personaje es en que está tuerto, porque es cierto que yo no veo por el ojo derecho, lo que por otro lado queda muy bien en una novela de carácter [risas].
Igualmente, de librero de viejo salgo en otras dos novelas de amigos: Flor de cananas, de Vicente Tortajada, y Neguijón, de Fernando Iwasaki. Iwasaki también me colocó en un cuento suyo de temática borgeana, «Los naipes del tahúr», que tiene mucha gracia, está repleto de humor, y que quien quiera puede leer en internet. El mismo humor que también tienen las cosas que sobre mí, como editor o como librero, a la vez que amigo, han ido escribiendo amistosísimamente Felipe Benítez Reyes, Andrés Trapiello o Juan Bonilla, de modo siempre bastante novelizado. Fue de hecho Juan Bonilla quien se inventó eso de llamarme «el hombre del millón de libros», que a mí me suena a cosa disparatada y un tanto ridícula, como «el hombre que hizo cien mil sudokus en doce años de cárcel» o «el hombre que se comió doce mil caracoles una noche en la Feria de Abril». Ese título lo llevo como una cruz, pero procuro disimular lo mejor posible [risas].
Nadie compra a Plutarco con trece años.
Hable por usted
Cierto, a mí la pasta no me alcanzó para la edición de Cátedra hasta los diecisiete.
Pues entre Nadie y Abelardo Linares ya son dos. Yo conozco alguno más que podría comprarlo, o haberlo comprado, e incluso leído, con esa edad. El mundo, amigo mío, es un poco más grande de lo que su estrechez mental imagina.
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¿Por qué no ponen la fecha de las entrevistas?
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Una vez fui a su caseta de la feria del libro antiguo de Sevilla. Me atendió su hijo, no él. Me trató con tanta soberbia y desprecio, que decidí no comprar allí nunca más.
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