Seguro que alguna vez te has topado en las redes sociales con imágenes de niños uniformados que corretean empuñando una AK-47. Y probablemente este hecho no te haya causado demasiada impresión una vez sabido que eran rusos, teniendo en cuenta que la tónica occidental invita a creer que el que nace en la Federación nace putinista y con un arma bajo el brazo. No obstante, hay que reconocer que en el arte de aleccionar los rusos tienen tablas; al fin y al cabo, el siglo XX sirvió a Europa de laboratorio para probar todo tipo de chaladuras experimentales que en pocos casos hicieron distinción entre humanos y animales. Historias como la de Charlotte S., «guardiana» en campos de concentración nazis de la SS y famosa por entrenar a perros para que atacaran los genitales de los presos, han pasado a la historia casi de manera anecdótica. Pero a pesar de lo salvaje de la situación, pocas veces reparamos en cómo se hubo de adiestrar a jaurías enteras para que no temblaran los rabos a la hora de lanzarse a machacar genitales. Gueorgui Vladímov, escritor soviético disidente en Alemania Occidental, se sirvió de El fiel Ruslán (Libros del Asteroide, 2016) para acercarse a este fenómeno. El ucraniano es el autor de la historia de un perro pastor caucásico que, como Charlotte, era guardián, en su caso, de un gulag. Ideologías aparte, el laburar se presentaba a ambos guardianes como «una cuestión de honor, gloria, orgullo y heroísmo», y eso henchía a Ruslán a pesar de no entender ni una palabra de la verborrea de Stalin.
Tras graduarse en la Escuela de Leyes de la Universidad de Leningrado, Vladímov comenzó a trabajar en Novy Mir, una de las revistas más importantes de la época. Allí publicó su primera novela, El gran mineral, aclamada por tratar con insólita franqueza el alcoholismo pero que pronto quedó eclipsada por el éxito de Un día en la vida de Iván Denísovich, de Aleksandr Solzhenitsyn. La obra del también escritor disidente puso de manifiesto, por primera vez, la crueldad sin sentido del sistema de trabajo forzado al que estuvieron sometidos alrededor de catorce millones de personas, entre 1929 y 1953. Solzhenitsyn abrió las puertas a la literatura «concentracionaria» que irrumpió con fuerza en las editoriales, hasta que las represalias tomadas contra este terminaron de amedrentar por completo al resto de autores.
Literatura «concentracionaria» y «desestalinización»
Mientras la «desestalinización» intentaba sacar la mancha que habían dejado el culto a la personalidad y el poder desmedido del periodo estalinista, un compañero en la redacción de Novy contó a Vladímov un suceso que llamó especialmente su atención. Durante el Día de la Victoria, que conmemora todos los años el primero de mayo el triunfo de la Unión Soviética (URSS) y los Aliados en la Segunda Guerra Mundial, ocurrió que una manada de perros adiestrados, que había sido abandonada a su suerte, confundió a los civiles que desfilaban con una columna de prisioneros y los atacó durante el acto.
A pesar de sus discrepancias con el poder, Vladímov rehusó marcharse del país pero abandonó en 1977 la Unión de Escritores Soviéticos, organización que desde 1934 el PCUS habilitó para la supervisión de las obras y cuya afiliación era obligatoria si querías publicar cualquier cosa. Sin embargo, el ucraniano devolvió su carnet con la promesa de seguir escribiendo. Esto, sumado a su unión a Amnistía Internacional, fue suficiente para que las autoridades, acusándolo de traidor, le despojaran de su ciudadanía soviética obligándolo a dejar la URSS en 1983. De cualquier modo, la obra de Solzhenitsyn inspiró a Vladímov para escribir Los perros, que aunque no vio la luz por la censura sí circuló en samizdat (publicación clandestina). Finalmente, este cuento se cristalizó en la historia de Ruslán, que retrocede para recrear la pesadilla del periodo postestalinista desde la conciencia canina —lo que podría haber sentido o pensado un perro como su protagonista—. El animal simboliza al ciudadano soviético instruido para aceptar los edictos de Stalin con fe ciega que de un día para otro se ve incapaz de encajar en la realidad que tras años dedicado al servicio le toca vivir.
Las «trituradoras de carne» —como eran llamados los gulags por parte de los prisioneros— resultaron ser rentabilísimas. La explotación de mano de obra esclava aportaba el 20% del Producto Interior Bruto soviético, según explicó el subdirector del Museo de la Historia del Gulag, Yegor Larichev, en una entrevista con motivo de la inauguración de la exposición en 2015. Así, lo que había empezado como castigo para los «enemigos del pueblo» terminó convirtiéndose en la clave de la tan exitosa como controvertida industrialización de la URSS. Con Stalin ya bajo tierra, el 25 de febrero de 1956 el nuevo líder soviético, Nikita Kruschev, sorprendió a sus camaradas en el XX Congreso del PCUS con la denuncia de los «errores y crímenes de Stalin» derivados del «culto a la personalidad». El texto, que no se hizo público en la URSS hasta 1988, capitulaba así un régimen definido por el nuevo dirigente «de sospecha, miedo y terror» y daba comienzo al expolio progresivo de los gulags.
Conforme los prisioneros regresaban a sus hogares los campos comenzaron a desmantelarse, incluido el de Ruslán que, observando como todos sus compañeros comienzan a desaparecer, se ve recompensado con sorprendente indulgencia por parte de su amo, quien lo deja en libertad antes de verse en la tesitura de tener que pegarle un tiro. El perro, ajeno a toda la parafernalia verbal de los humanos y sin conocer más nombres que el de «amo» y «servicio», de pronto se descubre solo en un mundo que se le antoja desordenado y carente de lógica por la falta de instrucciones como las que hasta entonces habían dando sentido a su existencia. Obstinado en no comer nada, como bien le enseñó su amo —«¡si no te han envenenado hoy, lo harán mañana sin falta, tarde o temprano te envenenarán!»—, a Ruslán no le queda más remedio que vagar por el pueblo famélico y en la única dirección que le resulta familiar: la estación. El andén de llegadas se convierte en el punto de encuentro de todos los supervivientes que, como él, acuden de forma mecánica todos los días con la esperanza de que en cualquier momento comiencen a llegar vagones cargados de prisioneros.
La perspectiva del animal es irónicamente errónea pero, ¿de qué otra manera podría entender un perro que Stalin ha muerto y que su existencia ya no sirve para nada? Como no puede ser de otra manera, Ruslán confía en que aunque «la fuga» de prisioneros hubiera sido devastadora, «los muy insensatos» se darían cuenta de que no existe más hogar que el gulag; «y, como para probar su estupidez, se escapaban y vagaban durante meses muertos de hambre, en lugar de quedarse en el campo y comer su comida preferida, el bodrio: por un cuenco de bodrio estaban dispuestos a rebanarse el cuello (…) ¡Pobres infelices ofuscados! En ningún lugar, nunca, se sentían felices».
Para el perro «todo lo que no procediera de las manos del amo era execrable, venenoso y prohibido, aunque oliera a las mil maravillas», hasta que un día «esas manos, las del amo, lo obligaban a tomar veneno». Golpeado y vejado en público por su adorado dueño, el perro, moribundo, es rescatado por un exprisionero al que apoda «Harapiento». Pero ni siquiera la tunda de golpes, que casi le mata, consigue quebrar ni una pizca su sentido de la lealtad al servicio. Para Ruslán, el andrajoso podría pensar que era su propietario, pero este estaba muy equivocado: él había encontrado a ese prisionero y lo mantendría bajo vigilancia hasta que las cosas volvieran a ser como antes.
«Los amos iban y venían» pero el servicio nunca dejaría de ser inmortal, por lo que al perro siempre le sobrarían motivos para creer que cualquier día volvería el majestuoso «doble cerco de alambre de espino». Porque todo encajaba en su mente. Él mismo decía ser testigo de cómo Harapiento era incapaz de fugarse lejos cuando el desmadre se prestaba a tal cosa. Aunque no del todo así, la realidad del exprisionero resultó ser tan triste como la nostalgia del perro, porque no era tanto el miedo el que frenaba su marcha como la duda de si regresar con los suyos, o pasar el resto de sus días solo, lidiando personalmente con los fantasmas que desde su salida del campo le acompañarían de por vida. Y el animal incluso se mostraba compasivo con su prisionero porque, de una manera u otra, este por fin había comprendido que carecía de sentido «marcharse antes de entender que irse no servía para nada».
La nobel de literatura, Svetlana Alexiévich, explicaba en 2016 a El País que ahora Stalin volvía a «estar de moda». Tendencia o no, cierto es que desde la anexión rusa de la península de Crimea, iniciativas como el programa de Educación Patriótica 2016-2020 han ganado popularidad entre los más jóvenes, que se prestan a una educación de base nacionalista con entrenamientos militares y juegos de trinchera. En El fin del Homo soviéticus (Acantilado, 2015), la ucraniana rescata el testimonio de aquellos que como Ruslán, no fueron capaces de encontrar su lugar tras el estalinismo. «Vivimos de veinte a treinta años más que antes y todavía no existe una filosofía que dé sentido a ese nuevo tiempo», explicaba la escritora.
Pero Ruslán se sabía un perro consagrado al deber, y por eso confiaba en que «si había justicia en el cielo, el gran servicio tendría eso en cuenta y lo llamaría a él el primero de los primeros». Equivocado o no, en muchas ocasiones el animal tenía el hocico lleno de razón; a fin de cuentas, los bípedos y los perros resultaron no ser tan distintos. Como aprendió del servicio y bien pudo comprobar en la deslealtad humana, en ambos mundos «se quiere a los mansos pero sobre todo para darles capirotazos».
Lo he leí ayer en mi descanso para comer y tal como salí del trabajo fui a comprar el libro.
Felicidades por este gran artículo, espero disfrutar igual con la lectura!